Maravilloso y muy compacto estudio del sociólogo e historiador español Jesús Arpal Poblador, Las ciudades. Una visión histórica y sociológica (Montesinos, 1983) da un repaso al hecho urbano desde sus orígenes en Mesopotamia hasta bien entrado el siglo XX. El primer capítulo se centra en las ciudades en la historia, el segundo, en el modo de vida urbano, y concluye con una reflexión sobre el sistema de ciudades.

«Las ciudades en la historia», que es título del primer capítulo (probablemente como referencia a la obra de Lewis Mumford, al que cita, La ciudad en la historia) empieza con la significación del hogar (en tanto que lugar físico y lugar que se habita) y el monumento. Cuando empieza el monumento, el hito, es cuando empieza la naturaleza colectiva (social) de la ciudad.
De ahí que la obra arquitectónica por excelencia, el monumento –con lo que supone de construcción memorable– sea por antonomasia la representación de la relación del hombre con el otro; se trate de relaciones del hombre con sus antecesores (el monumento funerario), con sus superiores (el religioso) o con sus semejantes (el político). Sin olvidar que en estas relaciones con los hombres se insertan las relaciones –productivas– con la naturaleza (almacenar y transportar) que muchas veces tienen su peculiar expresión monumental (el silo, la presa, el acueducto, la vía, el puente…). (p. 13)
Si las ciudades nacen como epicentro de una acumulación de la producción que permite el surgimiento de unas clases ociosas, «las primeras ciudades conocidas presentan un elemento diferencial característico: (…) en ellas se centra y resume todo un universo; en su espacio magníficamente delimitado se encierra toda una concepción de la vida; por referencia a ellas se organizan toda una serie de actividades colectivas» (p. 14). La cúspide de la ciudad, que es el templo, es el lugar en el que se almacenan los excedentes de producción pero también el espacio donde se contabilizan y organizan dichos productos; es decir, se decide su utilización futura. Por ello, la «casa-templo» es una «casa-síntesis» o, en definitiva, una «casa-total»: porque está estructurada como una totalidad.
Los habitantes de este lugar específico son una casta aparte, diferenciada del resto, que «de algún modo se apropian de la identidad y el destino de la colectividad»; ya sea porque dirigen el destino de la producción o porque son los únicos que poseen las herramientas necesarias para dicha contabilidad, que son la numeración y la escritura. Los templos, así, se convierten en «la sede de los recursos colectivos –materiales y espirituales– y del reconocimiento de los mismos (sus memorias, sus inventarios)» (p. 15). En cuanto esta casta diferenciada del resto de la población hace obvia la separación, «podrá asumir la representación del orden total, aparecer como suprema emanación de la colectividad» (p. 17). No sólo poseen ya los excedentes de producción y su contabilidad, sino que su posesión es espiritual: ya sean los tesoros de la ciudad (físicos y simbólicos), ya sea su relación con la divinidad mediante artes esotéricas (dioses, fuerzas ocultas, devoción y ritos) o mediante sus conocimientos matemáticos, astronómicos, geométricos…
De esta casta emanan el poder colectivo: de entre ellos salen los jueces, por ejemplo, que determinan la ley, pero también la salvaguardia de esta casta y de sus posesiones supone una posibilidad de salvación para la colectividad: que la sociedad no habrá caído del todo hasta que no lo hagan su templo y sus sacerdotes; y que, si éstos consiguen escaparse, parte de la ciudad lo habrá hecho también. «La propia monumentalidad de los espacios del templo, el desarrollo de rituales magnificadores de su significación no hace más que insistir en lo que representa: el predominio de lo colectivo, la imposición de una casa total sobre las casas particulares» (p. 18).
No es accidental que sea precisamente con la escritura –que se produce con la Ciudad y el Estado– cuando se considera que se inicia la Historia. Como no es extraño que, desde esa concreta Historia, se haya visto con frecuencia a los pueblos sin ciudades, sin escritura y sin Estado, como pueblos sin progreso –sin Historia– sin ley o sin fe («salvaje»). Asimismo resulta significativo que el progreso, la civilización –especialmente en la definición expandida mundialmente desde Occidente– pase necesariamente por la urbanización con lo que ello supone de división del trabajo y del poder. (p. 22)
El paso a la polis griega incorpora la esencia de la política; la ciudad ya no sólo establece el mundo en su relación de producción o cosmogónica, sino que aplica un lógos, una razón, a la totalidad de lo que existe para tratar de racionalizar el mundo. Por ello todos los habitantes de la polis son, a la vez, los hacedores de su devenir (por todos se entendía, entonces, los no esclavos, no mujeres, no extranjeros, etc., pero, a su forma de ver, eran los únicos que verdaderamente importaban). El Imperio Romano lleva este paso algo más allá: y no sólo los oriundos de una ciudad podrán decidir su destino, sino que todo habitante del Imperio podía acabar siendo un ciudadano (de esclavo a liberto, por ejemplo, o de socio a federado y, finalmente, a ciudadano).
La siguiente ciudad elegida es la medieval. No se trata ya de definir el mundo: las ciudades medievales no tratan de establecer una cosmovisión, sino una jerarquía entre dos mundos cambiantes: extramuros e intramuros. Extramuros es la zona de peligro, el bosque agreste, los lugares sin ley; intramuros, el lugar del comercio y la sede de la iglesia y, poco a poco, cada vez más, de los gremios y los comerciantes. La plaza de la ciudad medieval se yergue como lugar central de adoración: allí crecen las catedrales, cada vez más altas. También la monarquía y la defensa de la ciudad, con sus milicias o ejércitos. Y, sin embargo, poco a poco un poder cívico va creciendo hasta competir con los anteriores: el ayuntamiento.
Arpal destaca, siguiendo a Ennen, que existen tres grandes áreas diferenciadas en la Europa medieval:
- Alemania Septentrional e Inglaterra, «sin tradición urbana, pero con localizaciones del comercio ambulante que prefiguran lo urbano»;
- la zona media de la Europa Noroccidental, «con permanencias romanas y lugares de defensa y de comercio»;
- y la zona del Mediterráneo, «en donde la civitas parece mantener su vigencia».
El mito de las ciudades aisladas medievales, autárquicas, proviene sobre todo de la segunda zona, «que niega la extensión de la ciudadanía más allá de la estricta localidad urbana, frecuentemente un exiguo reducto amurallado».
Las ciudades medievales no tardan en jerarquizarse, en principio en tanto que sedes eclesiásticas, pero luego también como fortalezas y, finalmente, como lugares del comercio. «El desarrollo de la actividad y su progresiva jerarquización se centrará en un doble plano: el desarrollo del Estado –de la monarquía– como trasunto de su concreción espacial en el reino, dentro de la relativa constitución de ese orden inter-comunidades en la sociedad de estamentos» (p. 43; el destacado es del autor).
Esta jerarquización lleva, por un lado, al establecimiento de capitales para cada Estado; y, por el otro, a la primacía del mercado y todos los estamentos asociados a él frente a los anteriores poderes. En las capitales nace y se desarrolla la corte, con el establecimiento de aposentos reales dignos de esas clases dirigentes y de toda su cohorte de cortesanos y aduladores. El ejemplo canónico es Versalles, pero «desde Viena a Madrid se compite en magnificencia y suntuosidad de ciudades fabricadas «de una vez» al servicio de un objetivo específico: la residencia del poder y sus servicios, netamente separado del pueblo» (p. 46).
El poso de la colectividad ya no está en esa clase dirigente, sino que reside en todo el peso de las instituciones que la representan o emanan de ella, incluida la burocracia: «la estructura organizativa, que señala progresivamente la nueva dimensión del poder. Las calles mayores irán cediendo a las grandes vías, las plazas mayores a los centros urbanos.» (p. 46)
Las ciudades del Nuevo Mundo, que aparecen tras el descubrimiento y colonización de América, se crean desde cero siguiendo estos nuevos preceptos: líneas ortogonales, preeminencia de las sedes civiles en el centro, con Washington D. C. como ejemplo: el triángulo formado por el Capitolio, la Casa Blanca y el Monumento a Washington erigidos por L’Enfant.
Es esta nueva racionalidad político-económica, de organizar el poder para lo económico, la que da nuevas formas y significaciones a las relaciones entre urbanismo y nuevos espacios, a la vieja conexión entre fundaciones urbanas y colonización. El gobierno –como racionalidad el poder, como «recta disposición de las cosas y su cuidado para conducirlas a un fin conveniente» (La Perriére)– se va a centrar en la segunda mitad del siglo XVIII en la población y sus necesidades. Frente a la vieja afirmación de la soberanía abstracta del Estado que descansaba en la articulación de las familias jerarquizadas patriarcalmente, entre las que la familia real era su apoteosis y la trasposición de la patriarcalidad divina, el gobierno –la economía– se va diferenciando en ocuparse de la población, de sus desarrollos, que son correlativos al desarrollo de la riqueza; de la legitimación del poder que se fundará en alcanzar la felicidad de las naciones, el bienestar de la población. (p. 49)
Se llegará a lo que Foucault denomina la «economía política», la progresiva intervención del poder en las relaciones de sus súbditos. El desarrollo de las habitaciones diferenciadas se inicia en el siglo XVIII y se extiende a finales de siglo a la población en general, lo que supone «la progresiva diferenciación entre el hogar –el espacio, privado, íntimo y cómodo de la familia– y los espacios de reunión pública; ya se trate de reuniones para el trabajo, para la actividad política, social, o simplemente ciudadana –las «public houses» y los paseos, los «salones» públicos–» (p. 51).
Y llega la industrialización, «la más radical alteración de las condiciones materiales de la vida del hombre desde la llamada revolución neolítica».
Ahora bien, la industrialización como alteración esencial de las relaciones sociales se produce históricamente como industrialización capitalista. La burguesía, motor del proceso, impone la industrialización como explotación sin precedentes de la naturaleza pero también como explotación sin precedentes de la fuerza de trabajo; la capacidad de mutación de la cosas y los seres va a darles su valor; la mercancía, como consagración de intercambiabilidad, como valor absoluto. El nuevo orden no descansa en las proyecciones directas del hombre sobre la naturaleza, sino en la propia capacidad de interrelación, de circulación. La experiencia burguesa-prototípicamente urbana ha convertido la artificialidad del universo urbano, la raíz artificial de la localización de la comunidad, en prototipo y razón de la vida colectiva. El mercado y su ordenación ya no es un reducto, ni una localización concreta, con unas instituciones reguladores de su específica espacialidad; el mercado es orden universal y su espacio deviene abstractamente el universo. (…) En definitiva la ciudad tiene que garantizar que la naturaleza es materia o energía disponible, que la razón es técnica productiva, que la población es factor de producción y, cada vez más necesariamente de consumo. (p. 53-4)
«La producción de espacio urbano será la clave de la reproducción del sistema industrial», concluye Artal algo más adelante, siguiendo a Lefebvre. También se oyen ecos del Castells de La nueva cuestión urbana en el párrafo anterior, al situar la ciudad como el lugar del consumo (le ha faltado por añadir colectivo). Las primeras actuaciones urbanistas que se propone esta nueva concepción capitalista del mundo son el «sventramento» de los cascos urbanos tradicionales: abrir París en avenidas, proyectar ensanches que engrandezcan las ciudades y las comuniquen con los pueblos colindantes, que acaban absorbiendo. Los ensanches no se conciben como una ampliación del espacio urbanizado, «sino que plantean nuevos principios de habitación y circulación».
En esta primera concentración y acumulación, en esa primera «explosión» de las localidades urbanas, no es extraño que se produzca la emergencia de todo lo que de artificial, de actividad sospechosa, de promiscuidad, llevaba la ciudad en su seno. El hacinamiento, el aumento de la mortalidad, la miserabilidad son patrimonio de las primeras ciudades industriales: es el tributo inicial a la puesta en marcha de las nuevas relaciones productivas. (p. 55)
De políticos e higienistas surgen las propuestas para modificar la ciudad, para alcanzar, si acaso, una ciudad ideal: ahí están Owen, Fourier, Ruskin o Morris. Los ensanches, mientras tanto, van aumentando la capacidad acumulativa de las ciudades: la producción y el consumo, la distribución de las clases (capitalistas y proletarios). Si las ciudades medievales sólo revelaban el nivel adquisitivo de sus habitantes merced a la «singularidad monumental» de la fachada, ahora surgen barriadas enteras de proletarios u obreros. «El encumbramiento social se manifestaba sobre todo en las residencias extraurbanas, con lo que tienen de pervivencias de un orden estamental asentado en el dominio de la tierra» (p. 59).
La nueva estructura geopolítica mundial, ampliada por el auge tanto de Estados Unidos como del Lejano Oriente, alcanzada por los nuevos medios de transporte y comunicación, por la búsqueda de nuevas materias primeras y fuentes de energía, por el imperialismo y la colonización, no generan sólo las metrópolis coloniales: también cambian el centro urbano de las grandes capitales, que se convierten en nodos de control, «centros urbanos neurálgicos», si acaso unas «proto» ciudades globales, mucho antes del concepto que hizo famoso Saskia Sassen. El ejemplo es la City de Londres, claro, pero es paradigmático que esta concentración, esta «realización física del Capital» (p. 60), se dé incluso en las ciudades de Estados Unidos, carentes de tradición y de núcleo medieval. Se trata del advenimiento de la megalópolis, una ciudad colosal cuyo centro se dedica al control de las ramificaciones. No es casual que «la primera teoría que propone la asunción racional del fenómeno» se dé aquí, en Estados Unidos, en la ciudad de Chicago, con la sociología urbana de la Escuela de Chicago o el modelo CBD de Burgess (algo de lo que hemos hablado a menudo).
Volviendo al tema de las concepciones ideales de la ciudad que aparecen, la primera es la ciudad jardín de Ebenezer Howard (también tratada en el blog), una mezcla entre utopía socialista y campiña inglesa. Despojada totalmente de su componente ideológica, acabará reduciéndose a polígonos residenciales, los famosos suburbs norteamericanos (casa tras casa unifamiliar en un entorno baldío sin rastros de sociedad urbana). La otra concepción ideal surge de una mezcolanza entre el movimiento «De Stijl», las vanguardias artísticas surgidas de la Revolución Rusa y las concepciones estéticas funcionales de la Bauhaus («el racionalismo de los elementos, los módulos y las series»), aunque, por supuesto, su gran exponente será Le Corbusier y los CIAM (Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna). Sus postulados, agrupados bajo el nombre de racionalismo y presididos por la zonificación, tendrán efectos a lo largo de todo el siglo XX en una mayoría abrumadora de ciudades del planeta. Si la ciudad jardín de Howard degeneró en barrios residenciales, la zonificación de Le Corbusier se tradujo en ciudades satélite, enormes complejos para obreros en las afueras de las ciudades y calles deshabitadas transitadas únicamente pro vehículos.
«La descentralización como búsqueda de la descongestión, de la interrelación, de lo sociológicamente controlable», prosigue Artal, «tendrá su meta en la reducción a sistema y en la definición de los marcos de acción», dando lugar primero a la teoría de sistemas y luego al estructuralismo.
La ciudad ha desarrollado una de sus potencialidades originarias: el desarrollo del discurso, la capacidad de representación. En la legislación, en el planeamiento, en la ordenación (en los «planes» y en los «planos» urbanísticos) la vida urbana queda atrapada en la propia dinámica de la nueva racionalidad (el mercado burocráticamente establecido); en el desarrollo de los análisis científico-positivos de la ciudad, la ciudad amenaza con ser sustituida por el discurso sobre ella; la ciudad puede presentarse como gran mediación entre los hombres y entre éstos y la naturaleza; el problema es que esta mediación pueda tornarse ininteligible. (p. 68)
El segundo capítulo, «El modo de vida urbano», reflexiona sobre las contradicciones aparejadas a las imposiciones urbanas racionalistas. Si la ciudad dividía lo privado (el hogar) de lo público (la calle), en cuanto se convierte en zonas dispersas comunicadas mediante el vehículo, en cuanto el objetivo de la ciudad no es tanto el hacer como el transitar de unas partes a otras, y además jerarquizadas en función de su distribución: «sin la calle como síntesis, [la ciudad] ya no es ciudad».
En definitiva: el fenómeno resumido en Le Corbusier –cuya actuación ha tenido cincuenta años de repercusiones– se ha convertido en indisociable de la sociedad de «la muchedumbre solitaria»; no sólo porque la práctica cotidiana de este modelo de colectividad compulsiona neuróticamente y lleva a disociaciones esquizoides entre la acción y el reposo; entre la abstracta colectividad sin límites y la concreta individualidad del departamento. Sino porque al alterar la dialéctica público-privada (y del pasado y del presente) disuelve los referentes colectivos del individuo y el componente humano (personalizado) de la colectividad. (p. 89)
El racionalismo se basaba en la idea de que una nueva distribución (racional) cambiaría al hombre, provocando un hombre más racional. «La nueva dimensión de lo urbano es lo que cambiaría su substancia. Y eso es lo que no está claro, como ha replanteado Aldo Rossi en La arquitectura de la ciudad.» O, parafraseando a Lefebvre, y usando la frase con que Artal acaba el segundo capítulo del libro: «Es más fácil construir ciudades que vida urbana.»