La ciudad horizontal, Stefano Portelli

La ciudad horizontal. Urbanismo y resistencia en un barrio de casas baratas de Barcelona, del antropólogo Stefano Portelli, narra la crónica de un derribo anunciado: el de las casas baratas del distrito del Bon Pastor, en la ciudad de Barcelona. Construidas durante los años 20 del siglo pasado, su población formaba una red compleja y, como se definirá a lo largo del libro, «horizontal». El Ayuntamiento de Barcelona, sin embargo, recurrió al discurso habitual para este tipo de situaciones (y que es el que se usa para justificar los primeros pasos de la gentrificación) y lo estigmatizó (poco higiénico, casas viejas, necesidad de rehabilitar la zona) y acabó derruyendo las casas para construir pisos verticales, destruyendo, por el camino, la sociabilidad que se había creado y sustituyéndola por una «vertical». Portelli y otros antropólogos, liderados por nuestro admirado Manuel Delgado, se interesaron por el barrio a principios del año 2004, primero como antropólogos investigando una situación concreta y, al poco, tomando partido como defensores del mantenimiento del barrio y llegando a una «antropología horizontal» o «antropología participativa».

La ciudad horizontal se divide en seis capítulos distintos. El primero de ellos explica la historia de los cuatro barrios de casas baratas de Barcelona de forma, digamos, oficial (construcción, habitantes, etc.); el segundo narra la misma historia pero desde el interior, es decir, cómo la vivieron sus habitantes, así como la construcción de su propio contradiscurso que, pese a todo, no llegó a unifircarlos lo bastante como para presentar un frente unido. El tercer capítulo se centra en la etnografía del barrio; el cuarto, en la resistencia contra el derribo; el quinto, en los efectos que tuvo dicho derribo, cuando finalmente se produjo, sobre los habitantes de las casas baratas. Y el sexto capítulo se cierra con unas reflexiones de Portelli sobre el papel de los antropólogos en situaciones como ésta y que comentaremos en una próxima reseña, porque suscita cuestiones más que interesantes.

Como en todas las ciudades en rápida expansión, las clases dirigentes de Barcelona llevaban décadas debatiendo sobre cómo solucionar lo que ya entonces se comenzaba a llamar «el problema de la vivienda». Después del derribo de las murallas medievales, en 1854, la ciudad había estallado como una olla a presión: en pocos años toda la explanada cerrada entre mar y montaña y entre los dos ríos se había llenado de fábricas y nuevas construcciones. Consecuencia de esta expansión fue un enorme flujo de migrantes, atraídos pro las posibilidades de trabajo que ofrecían las grandes obras que iban cambiando la fisionomía de Barcelona: la construcción de la Via Laietana, el Port Vell, las rondas que sustituyeron el recorrido de las murallas, y sobre todo la construcción del «Gran Metro» que se inició con el nuevo siglo. Primero se utilizaron todos los obreros locales; luego llegaron los migrantes catalanes, sobre todo de Tarragona y Lleida; con el cambio de siglo empezó la migración aragonesa y valenciana, hasta que, después de la primera guerra mundial, hubo la verdadera explosión demográfica, con la migración masiva desde el sur del Estado. (p. 33)

Esta llegada masiva de población supuso los típicos problemas de las ciudades industrializadas: hacinamiento, problemas sanitarios (debido al lamentable estado de las infraestructuras de saneamiento y agua potable), alta mortalidad infantil, enfermedades. «Esta situación no era más que la consecuencia inevitable de la repartición desigual del suelo; las élites dirigentes, sin embargo, la denominaban «el problema de la vivienda obrera», para el cual comenzaron a buscar soluciones». (p. 34)

Era, también, una época de gran militancia obrera; en Barcelona, además, dicha militancia se decantaba más por el anarquismo y la autoorganización, que «habían arraigado tan profundamente que convirtieron la ciudad en la «capital de la idea» anarquista a nivel internacional» (p. 34). Ambos motivos, combinados, dieron pie a que la burguesía reclamase una solución urgente al «problema de la vivienda» que, en ese momento en Europa, había tomado dos caminos distintos: el de la racionalización de la vivienda (Le Corbusier y La Carta de Atenas; o, cómo resumió el propio arquitecto, «matar la calle») y la ciudad jardín de Ebenezer Howard (eso sí, completamente despojada de todos los elementos socialistas que originalmente contenía y convertida en los entornos residenciales que en Estados Unidos se conocen como suburbios).

Barcelona se decantó por el racionalismo: la idea de un crecimiento ilimitado de la ciudad que, partiendo desde un punto central, se iría organizando alrededor de éste de forma jerárquica, segregando a la población por clases. Como, además, el alcalde de la ciudad por entonces (el barón de Viver, Darius Romeu i Freixa) quiso celebrar una segunda Exposición Universal para repetir el éxito de la de 1888 (y ya hemos comentado a menudo en el blog que Barcelona siempre ha utilizado los grandes eventos internacionales para anexionarse territorios conflictivos, desde las Exposiciones Universales a los Juegos Olímpicos o el Fórum de las Culturas de 2004), dicho evento supuso la excusa perfecta para apropiarse de zonas nuevas de la ciudad.

Para dar la impresión de que estaba tratando de solucionar el problema de la vivienda, y con la ley de 1924 que obligaba a las ciudades a construir corporaciones público-privadas para la construcción de los barrios, se fundó el Patronato Municipal de la Vivienda. Pero, ojo, los propietarios inmobiliarios tampoco querían que se construyesen muchas casas, no fuese que su negocio de explotación del suelo a obreros dejase de dar beneficios; así que, en total, en cuatro fases (una en Montjuïc, otras dos cerca del río Besós y la cuarta en Horta), se construyeron 2.200 viviendas, mil menos de las anunciadas, y que cubrían apenas a un 1.5% de los obreros de la época: «poco más que una gota en el mar» (p. 41).

«La estructura urbanística de los cuatro barrios, repetitiva y uniforme, escogida por el arquitecto Xavier Turull, acentuaba la percepción de castigo hacia los obreros expulsados de la ciudad: las casas eran todas iguales, pintadas de blanco y dispuestas a ambos lados de calles horizontales, que llevaban números en lugar de nombres.» (p. 43) Las dos del Besós, además, estaban en un terreno inundable, alejadas de cualquier otra construcción.

La situación de necesidad de sus habitantes, en general, hizo que se formasen redes densas entre ellos. Además, el hecho de compartir una similar estructura social aún densificó más esos lazos: los hombres salían a trabajar a la misma hora hacia destinos similares mientras que las mujeres, los ancianos y los niños se quedaban en las casas, haciendo vida en las calles y convirtiéndolas en «espacios de sociabilización fundamental», incluso una «extensión de la casa proletaria», sobre todo en los meses de verano.

Pese a que los grupos de casas baratas construidas fueron 4, el estudio de Portelli se centra en el segundo, el principal de los que se construyeron junto al Besós, con 784 viviendas. Sigue la historia de la Guerra Civil (1936-39), en la que no entraremos por exceder la temática del blog, pero que estuvo caracterizada por una gran implicación de los habitantes de la zona y por una contundente represión posterior por parte de las fuerzas franquistas.

En esa época, el primer franquismo tras la posguerra, que coincidió con la Segunda Guerra Mundial, no hubo grandes construcciones en Barcelona. A mediados de los años 50 se aprovecharon los agujeros provocados por las bombas, sobre todo en la zona del Paralelo, para realizar «los grandes esponjamientos haussmanianos planificados desde antes de la guerra» (p. 87), utilizándolos, de nuevo, como excusa para expulsar a los habitantes (pobres) de la zona y substituirlos por otros de mayor nivel adquisitivo. Algunos de estos habitantes encontraron acomodo en los barrios de casas baratas, a cuyo alrededor ya iban, poco a poco, apareciendo nuevas construcciones, igual que hicieron otros habitantes expulsados por el «Servicio de Erradicación del Barraquismo». Sobre todo durante los primeros años de la posguerra, la construcción de barracas en territorios limítrofes de la ciudad fue una forma que encontraron los que llegaban a la búsqueda de trabajo para solucionar, de forma temporal, la carencia de viviendas disponibles.

A mediados de los años 50, en 1954, llega al Ayuntamiento el nuevo alcalde, Josep Maria de Porcioles Colomer, que lo será hasta el 1973, y se inicia una nueva época (a menudo referida como los años del porciolismo) donde el desarrollo español se entroncó con el auge y afán inmobiliarios de Barcelona y las herramientas de represión del régimen franquista para crear un entorno de corrupción concentrado en el ámbito inmobiliario. A partir de los años 60, también, la organización popular se desliza desde las reivindicaciones obreras de antes de la guerra hacia el asociacionismo vecinal: grupos de habitantes de una misma zona que, más que proponer cambiar el mundo (discúlpennos la exageración), se unen para conseguir mejoras para su barrio. De ahí surgió, por ejemplo, la primera escuela para el barrio de casas baratas.

Al mismo tiempo, el entorno de los cuatro barrios de casas baratas se fue convirtiendo en lo que se conocería como «ciudades dormitorio» o ciudades satélite de Barcelona: lugares donde los residentes iban a dormir, pero no donde trabajaban ni hacían su día a día. La mayoría de ellos, además, de origen no catalán. De la mezcla de estos dos conceptos surgirá luego el discurso oficial que legitimará la demolición del barrio: el de que eran casas de mala calidad, poco higiénicas, y además inmigrantes que podían aportar poco a la sociedad. «Es una operación de etnicización de la problemática social, que recuerda a los pánicos morales burgueses de principios de siglo.» (p. 103)

Un nuevo imaginario ligado a los gitanos y a la pequeña criminalidad se irá afirmando como la narrativa dominante respecto a las periferias de las grandes ciudades. Las casas baratas de Barcelona, pese a las características bien diferenciadas de su población y forma urbana, entrarán de lleno dentro de la nueva mitología quinqui o callejera, basada en una serie de películas –como El pico o Yo, el Vaquilla– ambientadas en barrios degradados y masificados. Este imaginario conformará la versión contemporánea de la historia de mala fama de los barrios de casas baratas: contribuyendo a arrinconar todavía más los cuatro conjuntos, de hecho reproduciendo sobre el plan social el salto de escala urbanístico que los separaba del resto de barrios. [Algunas calles de la ciudad] se configuraron como verdaderas fronteras simbólicas entre la ciudad y su doble, marginado y segregado, incluso estéticamente marcado por la indiferencia. (p. 116)

Algunas de las casas que se construyeron más tarde cerca de las casas baratas del Bon Pastor (en concreto, construidas durante la época porciolista) tenían aluminosis, entre otros defectos estructurales. Pero el estado ruinoso de las casas baratas nunca fue certificado por ninguna entidad oficial; bastó el discurso, coreado y amplificado por los medios, de que eran lugares insalubres, de crimen y marginación (el estigma del que hablaban Daniel Sorando y Álvaro Ardura en First We Take Manhattan y que conforma una de las fases previas a la gentrificación).

Por un lado, los contratos de renta antigua (contratos muy antiguos que no permitían aumentar el importe del alquiler o lo permitían sólo de forma marginal, con lo que, al cabo de los años, sus usuarios pagaban un alquiler muy inferior al del resto de viviendas sin ese tipo de contrato) quedaron progresivamente desprotegidos por las leyes (a favor, como siempre, de los propietarios y en contra de los usuarios de las viviendas). Por otro lado, la zona donde se levantaban las casas fue revalorizándose a medida que se levantaban centros comerciales alrededor (como La Maquinista) y los barrios cercanos sufrían progresivas oleadas de gentrificación o, simplemente, la expulsión de sus habitantes originales (como el barrio de Besós Mar, que con la excusa del Fórum de 2004 fue limpiado de «habitantes indeseables» y donde se levantó otro centro comercial así como edificios limpios y muy caros para inversores internacionales). Ninguna otra excusa era necesaria para mantener una zona tan jugosa dando beneficios tan bajos.

El discurso oficial, por supuesto, puede considerarse «una ficción» en el sentido de que sólo selecciona algunos de lo datos que le son favorables. Por ejemplo, presentaba las casas como habitáculos de 40 metros cuadrados, obviando las muchas que tenían entre 50 y 70; o indicaba que eran insalubres y con mala ventilación, sin detallar las muchas que también tenían jardines alrededor, o hasta un piso superior construido más tarde, puesto que la mayoría de casas, edificadas en el 1929, habían recibido inversiones y modificaciones por parte de sus habitantes durante los cerca de 70 años que llevaban construidas.

En la siguiente entrada veremos las consecuencias del derribo para los habitantes de las casas así como las conclusiones y reflexiones del estudio que hizo Portelli.

La revolución urbana, Henri Lefebvre

En el Occidente europeo tiene lugar en un momento dado un «acontecimiento» enorme y, no obstante latente, por así decir, ya que pasa inadvertido. El peso de la ciudad en el conjunto social llega a ser tan grande que dicho conjunto bascula. En la relación entre la ciudad y el campo la primacía correspondía aún a este último: a sus riquezas inmobiliarias, a los productos de la tierra, a la población establecida territorialmente (poseedores de feudos o de títulos nobiliarios). La ciudad conservaba, con respecto al campo, un carácter heterotópico, caracterizado tanto por las murallas como por la separación de sus barriadas. En un momento dado, se invierten esas variadas relaciones; la situación cambia. Nuestro eje debe reflejar el momento capital en que se realiza ese cambio, ese derrumbamiento de la heterotopía. Desde entonces, la ciudad ya no se considera a sí misma, ni tampoco por los demás, como una isla urbana en el océano rural; ya no se considera como una paradoja, monstruo, infierno o paraíso, enfrentada a la naturaleza aldeana o campesina. Penetra en la conciencia y en el conocimiento como uno de los términos —igual al otro— de la oposición «ciudad-campo». ¿El campo?: ya no es más —nada más— que «los alrededores» de la ciudad, su horizonte, su límite. ¿Y las gentes de la aldea? Desde su punto de vista ya no trabajan para los señores terratenientes. Ahora producen para la ciudad, para el mercado urbano. Y si bien saben que los negociantes de trigo o de madera los explotan, no obstante, encuentran en el mercado el camino de la libertad. (p. 17)

A dicho proceso habría que sumarle, claro, muchos otros, igual de importantes: «el emplazamiento del mercado se convierte en el centro. Sustituye y suplanta al lugar de reunión (ágora, fórum). En torno al mercado, convertido en algo fundamental, se agrupan la Iglesia y el Ayuntamiento (dominado por la oligarquía de mercaderes), con su torreta o su campanil, símbolo de libertad. Obsérvese cómo la arquitectura sigue y refleja la nueva concepción de la ciudad. El espacio urbano se convierte en el enclave donde se opera el contacto entre las cosas y las gentes, donde tiene lugar el intercambio.» (p. 16) En esta época, de hecho, «el intercambio comercial se convierte en función urbana: dicha función ha hecho que surja una forma (o unas formas arquitectónicas y urbanísticas) y, a partir de ellas, una nueva estructura del espacio urbano» (p. 17).

La revolución urbana (publicada por Lefebvre en 1970, leemos la edición de Alianza Editorial de 1972 traducida por Mario Nolla) marca el punto central de las reflexiones del filósofo Henri Lefebvre sobre la cuestión urbana. El pistoletazo de salida lo dio en 1968 con El derecho a la ciudad (de la que habrá una segunda edición en 1972), a la que siguieron De lo rural a lo urbano (1970), este La revolución urbana, el mismo año, y, tras las críticas de Manuel Castells con La cuestión urbana (1972), el mucho más denso y monumental La producción del espacio, al que hemos vuelto innumerables veces y al que otros autores se han referido sin cesar (por citar sólo dos que hemos leído recientemente: Harvey y Soja).

La revolución urbana es la constatación de que se ha producido un cambio: se pasó de la ciudad política (medieval y anterior) a la ciudad comercial cuando la industria, que en principio se había situado en «la no-ciudad, ausencia o ruptura de la realidad urbana», es decir, cerca de las fuentes de energía (agua o carbón) y de la materias primeras (metales, textiles) y se acaba aproximando a las ciudades «para acercarse a los capitales y a los capitalistas, a los mercados y a la mano de obra abundante» (p. 19). Ahí, en ese proceso entre la ciudad comercial y la industrial, se da la «inflexión de lo agrario hacia lo urbano»: se rompe la distinción entre uno y otro y todo pasa a ser urbano, puesto que el campo se concibe como lugar no-ciudad, como oposición a la ciudad, pero está igualmente urbanizado o preparado para ser producido.

Por tejido urbano no se entiende, de manera estrecha, la parte construida de las ciudades, sino el conjunto de manifestaciones del predominio de la ciudad sobre el campo. Desde esa perspectiva, una residencia secundaria, una autopista, un supermercado en pleno campo forman parte del tejido urbano.

Pero, tras la inflexión de lo agrario hacia lo urbano y el surgimiento de la ciudad industrial aún se da otro paso, que Lefebvre denomina fase crítica y a la que se refiere como revolución urbana: «el conjunto de transformaciones que se producen en la sociedad contemporánea para marcar el paso desde el período en el que predominan los problemas de crecimiento y de industrialización (modelo, planificación, programación) a aquel otro en el que predominará ante todo la problemática urbana y donde la búsqueda de soluciones y modelos propios a la sociedad urbana«. La industrialización, que hasta ahora ha dirigido el curso de las ciudades y el trazado urbano, con sus problemas de aglomeración, diseminación de la mano de obra, extrarradios y urbanizaciones, «se convierte en realidad dominada a través de una crisis profunda, al precio de una enorme confusión, en el curso de la cual se confunden lo pasado y lo presente, lo mejor y lo peor» (p. 22).

Lo urbano (abreviación de «sociedad urbana») se define, pues, no como realidad consumada, situada en el tiempo con desfase respecto de la realidad actual, sino, por el contrario, como horizonte y como virtualidad clasificadora. Se trata delo posible, definido por una dirección, al término del recorrido que llega hasta él. (p. 23)

Lo urbano se refiere, pues, no a la ciudad, sino a las relaciones que genera, una realidad social magmática y confusa, nunca estructurada sino en proceso de. De hecho, sin ir muy lejos, y teniendo en cuenta la fecha de publicación, La revolución urbana podría muy bien estar preconfigurando las relaciones tardocapitalistas. Lefebvre se niega a hablar de sociedad post-industrial, pero deja claro que se refiere a ella; que es consciente, como también lo fueron otros por la época (Touraine, Daniel Bell) de que la sociedad industria iba dejando paso a algo distinto. El libro se convierte, por lo tanto, en una reflexión sobre el cambio y las formas posibles de abordarlo; algo que no culminará hasta La producción del espacio, aunque, matizado por las críticas de Castells, lo hará en una dirección distinta, sentando las bases filosóficas para comprender hasta qué extremos llega esa producción espacial.

A favor de la calle. En la escena espontánea de la calle yo soy a la vez espectáculo y espectador, y a veces, también, actor. Es en la calle donde tiene lugar el movimiento, de catálisis, sin los que no se da vida humana, sino separación y segregación, estipuladas e inmóviles. Cuando se han suprimido las calles (desde Le Corbusier, en los «barrios nuevos»), sus consecuencias no han tardado en manifestarse: desaparición de la vida, limitación de la «ciudad» al papel de dormitorio, aberrante funcionalización de la existencia. La calle cumple una serie de funciones que Le Corbusier desdeña: función informativa, función simbólica y función de esparcimiento. Se juega y se aprende. En la calle hay desorden, es cierto, pero todos los elementos de la vida humana, inmovilizados en otros lugares por una ordenación fija y redundante, se liberan y confluyen en las calles, y alcanzan el centro a través de ellos; todos se dan cita, alejados de sus habitáculos fijos. Es un desorden vivo, que informa y sorprende. Por otra parte, este desorden construye un orden superior: los trabajos de Jane Jacobs han demostrado que la calle (de paso y preventiva) constituye en los Estados Unidos la única seguridad posible contra la violencia criminal (robo, violación, agresión). Allí donde desaparece la calle, la criminalidad aumenta y se organiza. La calle y su espacio es el lugar donde un grupo (la propia ciudad) se manifiesta, se muestra, se apodera de los lugares y realiza un adecuado tiempo-espacio. Dicha apropiación muestra que el uso y el valor de uso pueden dominar el cambio y el valor de cambio. (…)

En contra de la calle. ¿Un lugar de encuentros?, quizá, pero ¿qué encuentros? Aquellos que son más superficiales. En la calle se marcha unos junto a otros, pero no es lugar de encuentros. En la calle domina el «se» (impersonal), e imposibilita la constitución de un grupo, de un «sujeto», y lo que la puebla es un amasijo de seres en búsqueda… ¿De qué? El mundo de la mercancía se despliega en la calle. La mercancía, que no ha podido limitarse a los lugares especializados, los mercados (plazas, abastos), ha invadido toda la ciudad. (…) ¿Qué es, pues, la calle? Un escaparate, un camino entre tiendas. La mercancía, convertida en espectáculo (provocante, incitante), hace de las gentes un espectáculo, unos de otros. Aquí, más que en cualquier sitio, el cambio y el valor de cambio dominan al uso hasta reducirlo a algo residual. (…) El paso por la calle es, en tanto que ámbito de las comunicaciones, es obligatorio y reprimido al mismo tiempo. En caso de amenaza, las primeras prohibiciones que se dictan son las de permanecer y reunirse en las calles.

[…] Es por ello por lo que puede hablarse de una colonización del espacio urbano, colonización que se lleva a cabo en la calle a través de la imagen de la publicidad y el espectáculo de los objetos: a través del «sistema de los objetos» convertidos en símbolo y espectáculo. (p. 25-8)

Offshore, John Urry

Como avanza Jesús Oliva Serrano en la introducción a este Offshore, John Urry fue un sociólogo británico que, tras una etapa inicial más centrada en la teoría social y el capitalismo, se fijó en las múltiples formas de la «desorganización del capitalismo fordista, la poderosa capacidad transformadora de la industria global del turismo, la eclosión de movilidades como rasgo característico del mundo posmoderno, la dimensión sociológica del cambio climático» (p. 8), entre otras. Suyo es el análisis del turismo global (Consuming Places, 1995) donde analizaba la mirada del turista y su «poderosa capacidad transformadora de los lugares, que eran convenientemente remodelados y codificados para adecuarse a su consumo masivo. Pero, además, la propia experiencia del pos-turismo, protagonizado por unos viajeros conscientes del simulacro y de las performances que se realizan sólo para sus ojos, también condensaba el mundo posmoderno, el flâneur de la época» (p. 9).

Sus estudios fueron avanzando en los cambios que la nueva movilidad de los flujos o del tardocapitalismo conllevaba (Sociology beyond Societies, Global Complexity) hasta acabar en los problemas derivados del uso de la energía (petróleo) y sus conecuencias climáticas, que le llevaron a plantearse una sociedad después del petróleo (Societies beyond Oil).

En esta línea donde debe ser comprendido el penúltimo de sus libros (publicado en 2014; Urry murió en 2016): Offshore. La deslocalización de la riqueza (edición de Capitán Swing con traducción de Jesús Cuéllar).

Por ejemplo, hay una empresa llamada Goldman Sachs Structured Products (Asia) Limited, radicada en Hong Kong, un paraíso fiscal. La controla otra empresa denominada Goldman Sachs (Asia) Finance, registrada en otro paraíso fiscal, la República de Mauricio. A su vez, esta está gestionada por otra empresa de Hong Kong, dirigida por otra radicada en Nueva York. A esta la controla otra de Delaware, otro importante paraíso fiscal, y esta la gestiona otra empresa, también ubicada en Delaware, GS Holdings (Delaware) L. L. C. II (sociedad de responsabilidad limitada), a su vez subsidiaria de la única empresa llamada Goldman de la que en realidad la mayoría ha oído hablar; es decir, el grupo Goldman Sachs, que ocupa una deslumbrante torre que, terminada en 2010, se encuentra en Battery City Park, Nueva York. Es una empresa que en 2012 tuvo en todo el mundo una facturación de alrededor de 34.000 millones de dólares y que daba trabajo a casi 30.000 personas. (p. 20)

Lo anterior, que sirve sólo de ejemplo, muestra cómo las finanzas, las grandes empresas y en general el capital usan de forma habitual la movilidad asociada con el tardocapitalismo para evadir impuestos y responsabilidades. Las causas de la aceleración financiera son, según Urry:

  • la caída del bloque comunista y el hundimiento del Muro de Berlín;
  • los nuevos canales de información globales (por ejemplo, la Guerra de Irak fue el primer acontecimiento televisado de forma global), creando un «escenario global», un concepto que se ha transmitido como único;
  • cada vez más mercados financieros, en gran medida merced a la informática, funcionaban en tiempo real, lo que «acentuó todavía más la velocidad y la volatilidad de los mercados, y no sólo de los financieros»;
  • y, finalmente, como ya destacó el Castells de La sociedad red, la invención y auge de internet (o, para ser concretos, el World Wide Web y sus protocolos asociados, http y urls).

Pero con el «optimismo global» de la década de los 90 (al menos, en Occidente) llegó también la deslocalización, la evasión fiscal, la evitación de impuestos y, en general, todas las tretas que están al alcance de los poderosos para mantener sus beneficios y esquivar sus obligaciones.

La deslocalización se ha convertido en un principio genérico de las sociedades contemporáneas, con lo que resulta imposible establecer una división clara entre lo que está fuera y lo que está dentro de un determinado territorio. En realidad, los mundos deslocalizados han modulado gran parte de la vida actual. Son dinámicos y reorganizan las relaciones económicas, sociales, políticas y materiales que existen en las sociedades y entre ellas, en un momento en el que las poblaciones y los Estados descubren que los recursos, las prácticas, las personas y el dinero pueden ocultarse o se ocultan realmente, y que esta ocultación tiene grandes ventajas. (p. 30)

La deslocalización nos lleva a esa clase flotante de la que hablaba Bauman que no vive en ningún lugar, sino que salta de edificio de lujo a edificio de lujo, de campo de golf a club de campo, repartidos por el planeta, sin sentirse parte de ninguno y sin verdadera lealtad hacia ninguno de ellos; pero también, en su vertiente opuesta, a «las vidas deslocalizadas de los pobres individuos y familias que, de forma interminable, pasan de un centro de detención a otro, de un barco ilegal a otro, sin llegar nunca a ubicarse como es debido» (p. 31). Nos vienen a la mente tanto los detenidos por Estados Unidos en Guantánamo, a los que nunca se aplicaron las leyes americanas, o el propio Julian Assange.

De eso trata Offshore; pero no de la deslocalización como hecho aislado o puntual, sino de «su carácter de estrategia para la guerra de clases» (p. 31), toda una declaración de intenciones.

El segundo capítulo habla de una «reunión secreta» celebrada en Suiza, en Mont Pèlerin, a la que acudieron, entre otros, Milton Friedman o el «economista liberal» Friedrich Hayek y donde se decidió imponer una doctrina para luchar contra la ideología keynesiana que promovía el pago de impuestos y el papel del Estado como garante del estado del bienestar. Esta doctrina, que llegaría a ser conocida como neoliberal, «se convirtió en todo el mundo en la ortodoxia de políticas y prácticas económicas y sociales, a partir de ideas esbozadas por primera vez en una Sociedad Mont Pèlerin concebida para organizar el combate contra el keynesianismo. La doctrina y la práctica neoliberales se desarrollaron en el departamento de Economía de la Universidad de Chicago, dominado por Friedman, desde donde se expandieron. Llegado el año 2000, entre los antiguos alumnos de la Escuela de Chicago había veinticinco ministros y más de una docena de presidentes de bancos centrales» (p. 45).

Esta reunión, si bien en el blog no somos muy partidarios de conspiraciones y grupos secretos, entronca bastante con lo que defendía Castells en La sociedad red: que la globalización, con la doctrina que la sostiene, no es un estado natural sino una imposición ideológica de un grupo, pequeño y concreto, de empresarios y políticos estadounidenses al resto del mundo. La globalización que tenemos, ojo, basada en el mercado, y no el hecho de que el mundo se haya vuelto global.

En líneas generales, este predominio cada vez mayor del neoliberalismo proclamaba la importancia de la iniciativa y de los derechos de propiedad privados, así como la libertad de mercado y comercial. Se creía que esos objetivos se alcanzarían desregulando las actividades y empresas privadas, privatizando servicios anteriormente «estatales» o «colectivos», bajando los impuestos, socavando el poder colectivo de trabajadores y profesionales, y proporcionando las condiciones para que el sector privado encontrara muchas y novedosas fuentes de actividad lucrativa. (p. 46)

Uno de los pilares esenciales de la doctrina neoliberal es que el mercado es bueno y el Estado, malo; dicho de otro modo, que el Estado es fácilmente corruptible y poco eficiente y el mercado, liberado de controles y aranceles, se autorregulará hasta alcanzar un equilibrio donde todos seremos felices y dichosos. Pese a ello, claro, los Estados siguen siendo importantes para la doctrina neoliberal: por la construcción y mantenimiento de infraestructuras esenciales para las empresas, por su capacidad legislativa para modificar leyes que entorpecen el buen funcionamiento del mercado y, entre otras, por su labor policial de defensa de la propiedad privada y, sobre todo, financiera.

La deslocalización es inherente a todos los procesos anteriores: la creación de lugares seguros y refugios donde el capital pueda evadirse del poco control estatal que sigue existiendo para los grandes flujos financieros.

La primera de las deslocalizaciones que analiza Urry es la de los trabajadores. El norte occidental, pese a ser el principal consumidor del planeta, no es quien trabaja para producir esos bienes consumidos, sino que el trabajo se ha ido deslocalizando merced a tres procesos paralelos:

  • la sustitución directa, que se produce cuando una empresa cierra una fábrica en el norte y la lleva al sudeste asiático o a cualquier otro país donde las condiciones laborales les sean más favorables (es decir: peores para sus trabajadores);
  • la sustitución indirecta, como una continuación de la anterior, cuando los países donde se han deslocalizado industrias desarrollan las suyas propias y acaban compitiendo con las originales; China sería el ejemplo principal, que se ha convertido en el gran rival comercial de todo Occidente;
  • y la sustitución de sistemas, por la propio evolución de la tecnología, como la desaparición de tiendas de música por su descarga directa desde internet.

Para que toda esta deslocalización material fuese posible, eran necesarios «dos elementos imprescindibles»: la contenedorización y la «doctrina y las prácticas del libre comercio» (p. 57).

[Los] contenedores, fáciles de cargarse o descargarse en buques, trenes y camiones, han eliminado prácticamente el coste que conllevaba transportar muchos productos, han redibujado la geografía económica mundial y han conseguido que los consumidores que se lo pueden permitir dispongan de la mayoría de objetos donde quieran.

[…] De este sistema forman parte los productos, los buques, los puertos para contenedores y el petróleo barato. Depende de economías de escala, costes energéticos reducidos y normas medioambientales escasas, y también del flujo de mano de obra barata y no regulada, procedente sobre todo del mundo en desarrollo. La fabricación en serie que realizan trabajadores mal pagados y en general poco cualificados del Sur global va intrínsecamente ligada al consumo masivo del Norte global. Este vínculo se plasma en el lento pero constante movimiento de esos grandes «contenedores» del deseo que cruzan los océanos. (p. 58-9)

Si los contenedores son el canal físico sobre el que se mueven las mercancías, las doctrinas neoliberales y el petróleo barato, promovidos ambos desde Estados Unidos, son el canal ideológico.

[E]sta doctrina del libre mercado no se ha elegido «libremente», sino que con frecuencia la han impuesto EE. UU. o la Unión Europea cuando venía bien a sus intereses. Suele formar parte del llamado Consenso de Washington, que sirvió de base al orden global organizado durante las últimas décadas. Allí donde hay recursos valiosos, EE. UU. insiste en que deben estar a disposición del mejor postor y pagarse en dólares estadounidenses; es decir, que debe haber libre comercio. Las normas del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y de la Organización Mundial de Comercio proclaman que quienquiera que tenga dinero suficiente, y sobre todo dólares, para comprar determinados productos, debe contar con el derecho legal a adquirirlos. Se podría decir que el mundo está en tus manos cuando eres la principal economía del planeta y ¡puedes fabricar dólares para comprarlo todo! (p. 61)

El siguiente capítulo se centra en la deslocalización fiscal y puede resumirse con una sola idea: los papeles de Panamá, los papeles de Pandora o los papeles del Paraíso, todos ellos filtraciones de millones de documentos donde se evidencian las relaciones financieras que mantienen las grandes empresas, políticos, empresarios y, en definitiva, el capital, con los paraísos fiscales y cómo evaden y evitan pagar impuestos con empresas ficticias o tapaderas. Urry sitúa su expansión alrededor de los años 70, con el surgimiento del capitalismo «desorganizado», cuando brotaron múltiples islas recónditas y colonias o excolonias situadas en ultramar que competían entre ellas por ofrecer las mejores condiciones (es decir, impuestos más bajos y menos visibilidad) a las empresas.

La deslocalización del ocio analiza la relación entre el capital y el sector inmobiliario. Los flujos de dinero iban cristalizando en la creación de «barrios periféricos, pisos, segundas residencias, hoteles, complejos de ocio, complejos residenciales blindados, estadios, torres de oficinas, universidades, centros comerciales y casinos» (p. 113), cuando no en la creación ex nihilo en medio del desierto de mamotretos como Dubái. «En estos proyectos se solapaban los endeudamientos de Gobiernos, constructores y compradores» y normalmente las deudas, debidamente financierizadas, es decir, troceadas, agrupadas y vendidas al mejor postor, se sostenían en un precario castillo de naipes basado en la idea de que el valor de todo inmueble no dejará de subir.

Y de ahí, claro, cada vez mayores excesos, centros de recreo coronados por edificios proyectados por arquitectos estrella o verdaderos parques temáticos como Ibiza, Mikonos o Las Vegas; o, peor aún, el turismo sexual cubano o tailandés, que a menudo incluye a menores entre sus ofertas. Incluso los parques olímpicos, que tienen que ser, según normativa del Comité Olímpico Internacional, «enclaves libres de impuestos», puesto que el COI está «registrado en Suiza como una «organización deportiva sin ánimo de lucro»» y, por lo tanto, exento de pagar impuestos, pese a que su negocio genera miles de millones de dólares y da trabajo a cientos de personas. Una de las condiciones para que se celebraran los Juegos Olímpicos en Londres (Urry habla sólo del caso de Londres, pero suponemos que es extensible a los demás) «era que se aprobaran leyes que eximieran a las organizaciones e individuos con ellas relacionados del pago de los impuestos sobre la renta y sociedades del Reino Unido» durante un periodo, de hecho, más largo que la celebración de los propios Juegos; y que afectaba a deportistas y organizadores, por supuesto, pero también a patrocinadores como McDonald’s, Coca-Cola y Visa.

El capítulo sobre la deslocalización de la energía ya avanza algo que estamos viviendo ahora mismo: la imbricación entre los procesos de financiarización y los productos de los que se obtiene energía. «Ahora existen más de setenta y cinco derivados financieros del crudo, cuando hace quince años sólo había uno.» (p. 153) Así, los cambios en el precio del petróleo tienen tanto que ver con su reserva y su demanda como con el resultado de procesos financieros y especulativos, puesto que una parte de sus beneficios se obtiene de esa capitalización, no de la propia producción o extracción del crudo. Se da el caso de que enormes buques contenedores esperan a la entrada de los puertos al momento en que el petróleo alcance su mejor precio, creando una escasez artificial.

Como se ha señalado en el capítulo 1, la «clase rica» está librando una guerra de clase y la está ganando, aunque esta «clase» la constituyan multitud de grupos de élite distintos y en pugna, y aunque no basten sus intereses y su carácter conspirativo para unificarla.

[…] Entre los procesos de deslocalización que ha utilizado hasta ahora esta clase rica para hacerse mucho más rica e ir ganando su guerra se encuentran la fragmentación y deslocalización de la producción hacia lugares más baratos, la reducción sistemática de la carga fiscal y, con ella, el incremento de las desigualdades, la creación de muchas sociedades secretas en paraísos fiscales, el fomento de nuevos tipos de financiarización, el desarrollo de nuevas formas de marginar a los trabajadores, la capacidad de arrancar inversiones estructurales a los Estados, la externalización de los costes de la gestión de residuos y las emisiones, la utilización de los momentos de crisis para imponer reestructuraciones de carácter neoliberal, la movilización de diversos discursos que fomentan la mercantilización, y la creación de productos nuevos y asombrosos, basados en nuevas necesidades, entre ellas la seguridad. (p. 227)

Planeta de ciudades miseria, Mike Davis

Planeta de ciudades miseria (2006, leemos la edición de Akal de 2007 traducida por José María Amoroto), de Mike Davis, es un estudio abrumador sobre las consecuencias de la nueva organización urbana capitalista de las últimas décadas, especialmente en las ciudades de lo que antaño se conocía como Tercer Mundo y que hoy se denomina, de forma eufemística, países emergentes o el sur global. A Mike Davis ya lo leímos en Ciudad de cuarzo, un estudio heterodoxo sobre Los Ángeles que, además de ser uno de los pistoletazos de salida sobre los estudios de la ciudad y la Escuela de Los Ángeles (de la que hablábamos hace nada a raíz de la lectura de otro de sus componentes, Edward Soja) fue de los primeros en poner de manifiesto las consecuencias que la segregación cada vez mayor de la ciudad estaba teniendo sobre los pobres: más muros, más murallas, edificios que parecían fortalezas y una sobreabundancia de seguridad que, con la excusa de proteger, suponía un aumento desmedido del control.

Precisamente con Soja volvíamos a Lefebvre y a cómo el espacio se produce; algo que Harvey no ha dejado de repetir, que la estructura capitalista es espacial, lo que está generando que las distinciones entre campo y ciudad ya no sean viables; si acaso, sólo entre espacio explotable y espacio cuyos costes (distancia, inaccesibilidad) aún impiden que sea producido (y explotado).

El resultado de este choque entre el mundo rural y el urbano, tanto en China como en el sureste de Asia, India, Egipto y quizá África occidental, es un paisaje hermafrodita, un campo parcialmente urbanizado que para Guldin puede representar «un sendero nuevo en el desarrollo y los asentamientos humanos […] una forma que no es rural ni urbana sino una mezcla de las dos, donde una densa red de transacciones ata los grandes núcleos urbanos a las regiones que les rodean» [G. Guldin, What’s a Peasant to DO?]. El arquitecto y urbanista alemán Thomas Sieverts sugiere que este urbanismo difuso, que llama Zwischendstadt (in-between city/campo-ciudad) se está convirtiendo rápidamente en el paisaje representativo del siglo XXI, tanto en los países ricos como en los pobres y al margen de la trayectoria urbana anterior. A diferencia de Guldin, Sieverts considera estas nuevas conurbaciones como redes policéntricas sin el tradicional centro ni periferias reconocibles. (p. 20)

Un proceso que lleva a una frase demoledora: «El 80% del proletariado del que hablaba Marx vive actualmente en China o en cualquier otro lugar fuera de Europa Occidental y Estados Unidos» (p. 24). El primer capítulo del libro, de hecho, se centra en cómo las grandes concentraciones urbanas del mundo ya no están en Europa o Estados Unidos (o en países no emergentes, como Tokio-Yokohama), sino Lagos, Yakarta, Ciudad de México, Bombai, Shangai.

Las causas de este cambio son sencillas: los designios del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Los Programas de Ajuste Estructural, destinados, en principio, a mejorar las condiciones de los países emergentes y a liberarlos de sus deudas (contraídas por los países que los habían colonizado, claro, que eran los mismos que les exportaban sus bienes de consumo), que recortaban subvenciones, mejoras en agricultura y el paupérrimo estado del bienestar que pudiese existir. Eso empujaba tanto a los agricultores como a los funcionarios despedidos a una miseria mayor y los forzaba a competir con las multinacionales globalizadas, contra las que siempre perdían, y generaba oleadas de pobreza que, incapaces de sobrevivir en el campo, emigraban a la ciudad.

A medida que las redes locales estables iban desapareciendo, los pequeños campesinos se volvieron más vulnerables frente a circunstancias externas: sequía, inflación, subida de los tipos de interés o caída de los precios de venta. (…)

Al mismo tiempo, la codicia de los señores de la guerra y los conflictos civiles, debidos al descalabro provocado por los ajustes estructurales impuestos para absorber la crisis de deuda o la rapacidad de intereses económicos externos (…) estaban provocando el abandono de regiones enteras. Las ciudades no hicieron otra cosa que recoger los frutos de esta crisis mundial del medio rural, a pesar del estancamiento o de la recesión económica que sufrían, y evidentemente sin realizar las necesarias inversiones en nuevas infraestructuras, en fomento de la educación o en sistemas públicos de salud. (p. 28)

Lo cual rompe con la teoría social clásica (de Marx a Weber) de que las ciudades se iban a convertir, una a una, en un nuevo Manchester, Berlín o Chicago. Algo que ha sucedido con Ciudad Juárez, Bangalore o Sao Paulo; «sin embargo, la mayor parte de las ciudades Sur Global se parecen más al Dublín victoriano», un ejemplo de ciudad «hiperdegradada en el siglo XIX» porque sus barrios pobres no eran producto de la revolución industrial. «Del mismo modo, Kinshasa, Jartum, Dar-es-Salaam (…) crecen de manera prodigiosa pese a la ruina de sus industrias de sustitución de importaciones, de la reducción de sus sectores públicos y de la caída de sus clases medias.» Ciudades que, en ningún caso, poseen los recursos ni las infraestructuras para acoger a estas enormes masas migratorias y de donde surgen todos los problemas que, uno a uno, enumera el libro.

Un slum (la definición original fue «acuñada por el presidiario y escritor James Hardy Vaux, que en 1812 escribió el Vocabulary of the Flash Language, donde es sinónimo de tráfico (racket) o comercio ilegal (criminal trade). Sin embargo, ya en la década de 1830 y 1840, los pobres, más que «dedicarse» a los «slums», lo que hacían era vivir en ellos», p. 34) es, igual que lo era en tiempos victorianos, un espacio donde se dan hacinamiento, vivienda pobre o informal, falta de acceso a la sanidad y al agua potable e inseguridad de la propiedad. Estimaciones conservadoras de la ONU situaban los habitantes de los slums en cerca de 1000 millones de personas (datos de 2005), pero hay países donde alcanzar el 99.4% de la población (Etiopía o Chad) o ciudades con 10 o 12 millones de personas viviendo en dichas condiciones (Bombay), o los 9 o 10 millones de Ciudad e México y Dacca.

Los slums incluyen, por supuesto, los barrios pobres, las chabolas, las favelas; pero también la Ciudad de los Muertos de El Cairo o hasta los habitantes de las calles, aunque la mayoría se sitúan en las periferias, alejados en ocasiones hasta decenas de kilómetros del centro de la ciudad. Son, además, el lugar donde se levantan los servicios que la propia ciudad rechaza: vertederos, vertidos ilegales, industria contaminante.

En la década de 1970 se produjo un matrimonio intelectual realmente sorprendente entre el presidente del Banco Mundial, Robert McNamara, y el arquitecto inglés John Turner. El primero había sido uno de los principales estrategas de la Guerra de Vietnam y el segundo había sido un señalado colaborador del periódico anarquista inglés Freedom. Turner abandonó Inglaterra en 1957 para irse a trabajar a Perú, donde quedó cautivado por el genio creativo que percibía en la construcción espontánea de viviendas en los asentamientos ocupados. No fue el primer arquitecto en entusiasmarse con la capacidad de la gente sin recursos para la autoorganización y el ingenio que mostraban a la hora de resolver los problemas de la construcción; arquitectos y planificadores colonialistas franceses, como el Grupo CIAM en Argel, habían elogiado el orden espontáneo de las bidonvilles por la «relación orgánica entre las construcciones y el lugar (reminiscencias de la casbah), la adaptación del espacio a diversas funciones y a las necesidades cambiantes de los usuarios». Turner, en colaboración con el sociólogo William Mangin, se convirtió en un divulgador y propagandista excepcionalmente efectivo que proclamaba que las áreas urbanas hiperdegradadas eran menos el problema que la solución. Al margen de sus orígenes radicales, el núcleo de su programa de autoayuda, de aumento de la construcción y de legalización de la urbanización espontánea, coincidía exactamente con la aproximación a la crisis urbana, pragmática y de coste controlado, que defendía McNamara.

En 1976 se celebró la primera conferencia de UN-Habitat (Programa de Asentamientos Urbanos de Naciones Unidas) y también fue la fecha de publicación del trabajo de Turner, Housing by People. Towards Autonomy in Building Environments. Esta amalgama de anarquismo y neoliberalismo se ha convertido en una nueva ortodoxia que «formula un abandono radical de la vivienda pública a favor de proyectos de “urbanización y servicios” y una reforma de las áreas hiperdegradadas in situ». (p. 98)

Por supuesto, la propuesta y su respaldo no surgen tanto de lo óptimo de su aplicación como de su imbricación directa con la ideología neoliberal o tardocapitalista: que los pobres no se conviertan en un problema que el Estado deba resolver. A raíz de estas propuestas, y de un plan piloto que se aplicó en Filipinas, ya se vio cómo iban a ser las «ayudas» que recibiría cada país: fondos destinados a las inmobiliarias e intermediarios que llegaban, de forma muy diluida, a los pobres (si es que acababan llegando) y que suponían el enriquecimiento de las clases dirigentes, anuncios a bombo y platillo de esas reformas y que se traducían en escasas intervenciones de muy poco calado. En los casos en que los proyectos sí que servían para mejorar una zona («sanearla»), al cabo de pocos años la mayoría de familias pobres que habitaban la zona habían sido substituidas por familias de poder adquisitivo más alto, abocando a los residentes originales, de nuevo, al problema de la carencia de viviendas pero ahora en un lugar probablemente aún más apartado.

El otro efecto que tenían las ayudas (financiadas por el Banco Mundial y el FMI y que luego, claro, suponían el aumento de la deuda del país sin haber beneficiado a la mayoría de sus habitantes) son las ONG, que se multiplicaron y crecieron durante la década de los 90, hasta el extremo de que Davis habla del «nacimiento de un imperialismo light con las principales ONG incorporadas a la agenda del Banco Mundial y los grupos sobre el terreno dependiendo de ONG internacionales» (p.104). No es que las ONG no tuviesen buenas intenciones, que seguro que las tenían; pero, a medida que crecían sus fondos, lo hacían también sus aparatos burocrácticos, destinando cada vez mayores recursos a esos apartados y menos a las zonas donde actuaban. Y, en éstas, las ONG se convertían en poderes de facto, monopolizando los recursos estatales cercanos, los promotores, los ingenieros y constructores de la zona, que dejaban de atender a los vecinos y pasaban a formar una red clientelar con los miembros de las ONG; de ahí que Davis hable de un nuevo imperialismo light.

La segregación urbana no es un statu quo congelado, sino más bien una incesante guerra social en la que el Estado interviene en nombre del progreso, del embellecimiento e incluso de la justicia social, para redibujar las fronteras urbanas en beneficio de propietarios de terrenos, inversores extranjeros, elites nacionales y clases acomodadas. Como sucedía en París en 1860, bajo el fanático reinado del barón Haussmann, el desarrollo urbano actual todavía se esfuerza para simultanear el máximo beneficio privado con el máximo control social. (p. 130)

Como ejemplo puntual de lo anterior, además de los numerosos casos que se podrían encontrar en ciudades de todo el mundo (con especial mención a «las élites poscoloniales» que han ido reproduciendo el rol de segregación de las ciudades coloniales, con ricos en amplios barrios centrales o periféricos de baja densidad y los pobres hacinados en el resto del espacio), Davis destaca eventos efímeros que tienen el mismo efecto sobre las ciudades: los Juegos Olímpicos, haciendo especial mención a los de Atenas, Barcelona, Ciudad de México o Seúl. En todos esos casos, los Juegos han servido como excusa para vaciar zonas enormes de la ciudad habitadas por clases de bajo nivel adquisitivo y substituirlas por los ricos, con zonas ajardinadas y barrios «saneados», generando oleadas de expulsión y segregación.

Es importante darse cuenta de que a lo que nos estamos enfrentando es a una reorganización fundamental del espacio urbano, que incluye una disminución drástica de las intersecciones entre la vida de los ricos y la de los pobres en un grado que trasciende la segregación social y la fragmentación urbana tradicional. Algunos autores brasileños han hablado recientemente de «la vuelta a la ciudad medieval», pero las implicaciones que tiene la ruptura de las clases medias con el espacio público y con cualquier forma de compartir un espacio ciudadano común con los pobres suponen un cambio más radical aún. (…)

Enclaves de fantasía convenientemente fortificados, edge cities desgajadas de sus propios paisajes sociales pero integradas en una etérea globalización al estilo californiano […] todo esto nos lleva directamente a Philip K. Dick. En este «dorado cautiverio», añade Jeremy Seabrooks, la burguesía urbana del Tercer Mundo «deja de ser ciudadana de su propio país y se convierte en nómada que pertenece y debe lealtad a una topografía del dinero, que es patriota de la riqueza y nacionalista de un no lugar exclusivo y dorado». (p. 155-6)

El último capítulo analiza los «mitos de la informalidad» tomando como punto de partida la ciudad industrial; pero no escoge Mánchester ni Dublín, sino Nápoles, la Nápoles del siglo XIX retratada por Frank Snowden, una ciudad donde la mano de obra era tan abundante que existía un enorme subgrupo de la población dispuesto a cualquier cosa a cambio de algo de dinero: desde «la estabilidad» de los vendedores de periódicos que disfrutaban de una remuneración estable hasta los «mercaderes gitanos», «auténticos nómadas de los mercados que cambian de actividad según dictaban las circunstancias. Había vendedores de verduras, de castañas y de cordones de zapatos; proveedores de pizzas, de mejillones y de ropa de segunda mano; vendedores de agua mineral, de mazorcas de maíz y de caramelos…» (p. 225)

Este sector informal genera trabajo, sí, pero no es un recurso estable porque el trabajo que genera no surge de nuevo cuño, sino que subdivide el anterior: es decir, repartir entre más personas la misma cantidad, creando un subgrupo que compite necesariamente unos contra otros. Las tradicionales redes vecinales y comunales que se dan en los barrios pobres, por lo tanto, se acaban erosionando (recayendo todo su peso sobre las mujeres, que son las que deben maniobrar para mantener a la familia cuando los hombres pierden el trabajo), hasta el punto de haberse extinguido por completo en los barrios más hiperdegradados.

El espacio para nuevas incorporaciones solo se puede producir por la disminución de los ingresos per cápita y/o por la intensificación del trabajo, al margen de la disminución de los retornos marginales. Este esfuerzo para «proporcionar a todos algún nicho, por pequeño que sea, en el conjunto del sistema» opera mediante el mismo tipo de sobresaturación y «elaboración gótica» de los nichos que Clifford Geertz caracterizó celébremente como «involución», tomando prestado el término de la historia del arte, al referirse a la economía agrícola de Java durante la época colonial. La involución urbana parece ser la mejor manera de describir la evolución de la estructura del empleo informal en las ciudades del Tercer Mundo. (p. 233-4)

Esta misma pugna se daba en las ciudades industriales de la Inglaterra victoriana, pero allí existía un último recurso: emigrar a América, Australia o Siberia, a nuevos mundos donde las opciones parecían más halagüeñas. Recurso que, claro, está vedado para los habitantes pobres de hoy en día, pues sólo podrían emigrar hacia lugares más ricos cuyas fronteras están permanentemente vigiladas y donde siempre serán parias (o como poco, sospechosos) debido a su origen.

De la situación anterior surge un nuevo recurso al que los habitantes de estos barrios destinan cantidades abrumadoras de dinero: las loterías y los juegos de azar, con la esperanza de que pueda suponerles una huida; asimismo, se hacen habituales el recurso a la religión y las creencias en todas sus variantes. Especialmente sangrante es el caso de «las pequeñas brujas de Kinshasa», la involución social que ha sufrido la ciudad de forma completa hasta el punto de acabar con todo rastro de redes sociales de ayuda o cooperación y, mezclada con una visión muy particular del cristianismo y la brujería, se llega a temer a los «niños brujos», una suerte de encarnación de demonios y brujos de todo tipo en niños pequeños que, a menudo, recae sobre los hijos menores de familias que ya cuentan con muchos niños y que acaban siendo abandonados o asesinados.

Edward W. Soja (II): antología de textos

En la primera entrada de Edward W. Soja. La perspectiva postmoderna de un geógrafo radical, escrito por Núria Benach y Abel Albet, repasamos la vida del geógrafo de Estados Unidos y sus tres hitos principales; el primero de ellos, el giro espacial (es decir, reconocer la importancia del espacio en las ciencias sociales), que lo llevó a formular una trialéctica entre la sociedad, el tiempo y el espacio y a dar un paso más firme que los de, por ejemplo, Castells o Harvey (que también estaban reconociéndole un papel importante al espacio, lugar o territorio por esa época, años 70-80 del siglo pasado). El segundo fue el concepto del tercer espacio, surgido en parte de los textos de Lefebvre (que Soja introdujo en Estados Unidos durante la década de los 80, cuando aún no habían sido traducidos al inglés): si para el filósofo francés la triada se componía por la práctica espacial, los espacios de representación y la representación de los espacios, para Soja existían el primer espacio (físico y transitable), el segundo espacio (mental e imaginado) y el tercero, una amalgama entre los dos anteriores creado con la finalidad de romper la (falsa) dialéctica y evidenciar que no vivimos en un espacio ni físico ni mental, sino una mezcla, diversa y abigarrada, dialéctica también, claro, entre los dos anteriores.

Finalmente, el tercer concepto de Soja, más que un concepto, es un espacio: la ciudad de Los Ángeles, a cuya universidad se mudó en 1972 y que conformaría el grueso de su teoría espacial. En Los Ángeles, Soja vio seis formas diversas que la ciudad podía tomar y lo publicó en diversos artículos así como en uno de sus textos esenciales, Postmetrópolis. En el mismo hablaba también del sinecismo y compartía su teoría, basada en los textos de Jane Jacobs, de que el urbanismo era la fuente del progreso social (a diferencia de la concepción tradicional, para la cual las ciudades son el fruto de un excedente de producción, para Soja y Jacobs primero llega el urbanismo y es éste el que genera el excedente).

Sin más, pasamos ahora a la reseña de sus textos. El primero de ellos es un capítulo de Postmodern Geographies titulado, precisamente, «La dialéctica socio-espacial«, donde responde al Harvey de Social Justice and the City (1973) que se planteaba «si la organización del espacio (en el contexto de lo urbano) era una estructura separada con sus propias leyes de construcción y transformación interna o bien era la expresión de un conjunto de relaciones que formaban parte de alguna estructura más amplia (como las relaciones sociales de producción)» (p. 82). Tanto Harvey como Castells marcaban unos límites a la importancia del espacio dentro de la crítica marxista, límites que a Soja le parecían demasiado pequeños.

La estructura del espacio organizado no es una estructura separada con sus propias leyes autónomas de construcción y transformación ni tampoco es simplemente una expresión de la estructura de clases que emerge de las relaciones sociales (y, por tanto, ¿aespaciales?) de producción. Es, en cambio, un componente dialécticamente definido de las relaciones generales de producción, relaciones que son simultáneamente sociales y espaciales. (p. 84)

Aquí se hace un inciso que pone de manifiesto «el predominio de la visión fisicalista del espacio» en nuestro idioma: palabras como «social», «económico», «político» o «histórico» sugieren siempre «un vínculo entre la acción y la motivación humana» mientras que «espacial» sugiere un contenedor o un marco, una figura geométrica externa al contexto social; cuando se trata, como ya evidenció Lefebvre, de algo intrínseco a la sociedad, y no externo. «Una vez que se ha aceptado que la organización del espacio es un producto social –que surge de una práctica social intencionada– entonces ya no queda nada de su existencia como una estructura separada con reglas de construcción y de transformación que sean independientes de un marco social más amplio» (p. 88). O, como diría Lefebvre en La revolución urbana: «no hay teoría del espacio al margen de una teoría social general, sea ésta explícita o implícita».

Las causas por las que el marxismo tradicional había dejado de lado la concepción del espacio son, aventura Soja, tres:

  • La tardía aparición de los Grundrisse de Marx, con apuntes hacia la expansión del capitalismo, que no fue traducido al inglés hasta 1973;
  • las tradiciones anti-espaciales en el marxismo occidental;
  • y, finalmente, a las condiciones cambiantes de la explotación capitalista. El capitalismo feroz surgido tras los años dorados que siguieron a la Segunda Guerra Mundial se ha expandido de forma abrupta, evidenciando cada vez más la importancia de la producción del espacio como una parte interna del propio capitalismo (algo que Harvey ha evidenciado multitud de veces en su obra).

Lefebvre relacionó el «espacio capitalista avanzado» con la reproducción de las relaciones sociales de producción. Definió tres niveles de reproducción: la bio-fisiológica (la familia y las relaciones de parentesco); la reproducción de las fuerzas de trabajo y los medios de producción; y, finalmente, la reproducción de las relaciones sociales de producción. La capacidad del capital para influir en las tres anteriores se ha ido desarrollando a lo largo del tiempo, hasta el extremo de que «bajo el capitalismo avanzado la organización del espacio pasa a estar predominantemente relacionada con la reproducción del sistema dominante de relaciones sociales», es decir, «el espacio producido socialmente» (ya sea el espacio urbanizado, ya sea incluso el campo, puesto que, en el momento en que se produce un espacio, todos quedan encajados en esa lógica) «es donde se reproducen las relaciones dominantes de producción» (p. 106).

Así, la lucha de clases (que aún existe, defiende Soja) debe incluir (es más: focalizarse) en «la producción del espacio, la estructura territorial de explotación y dominación, la reproducción, espacialmente controlada, del sistema como conjunto» (p. 107).

El siguiente texto es «Los Ángeles, 1965-1992: de la reestructuración generada por la crisis a la crisis generada por la reestructuración», aparecido en la antología Los Angeles. The City and Urban Theory at the End of the Twentieth Century, editada por Allen J. Scott y el propio Soja. El imaginario de Los Ángeles es, por motivos obvios, especialmente potente, al ser la del cine una de sus industrias principales; pero a los rodajes o la creación de cualquier lugar del mundo en sus calles habría que sumarle la aparición, a partir de 1965, de Disneylandia, con su nueva dosis de irrealidad y fantasía. Ese mismo año sucedieron los Disturbios de Watts (uno de los muchos estallidos raciales habituales en Los Ángeles y otras ciudades occidentales, como París o el propio Los Ángeles en 1992, fruto de la segregación y racismo constantes y que los dirigentes jamás parecen capaces de explicarse o entender), que para Soja marcan el punto de inflexión entre el final de la Segunda Guerra Mundial y el principio del postfordismo (datado alrededor de los años 70 en general).

A partir de la década de los 80, sin embargo, los cambios provocados por la nueva forma del capitalismo en Los Ángeles fueron tan evidentes que surgió una oleada de investigadores que se centró en ellos, con el pistoletazo de salida de Mike Davis y su Ciudad de cuarzo. La mayoría de dichos autores aparecen en el mismo libro donde se encuentra el artículo de Soja que estamos reseñando, de hecho. Estas nuevas formas urbanas inspiraron en Soja seis visiones distintas de la ciudad, seis posibles ciudades que podían surgir como resultado de los cambios que se estaban viviendo:

  • I. Exópolis. Rompiendo con el esquema centro-periferia habitual hasta mediados del siglo XX, Los Ángeles es un mosaico enorme fruto de la tensión desterritorialización-reteritorialización. Se forman múltiples nodos de residencialidad, alejados del centro y que, a medida que concentran población, forman su propio núcleo de industrias y puestos de trabajo, dando lugar a diversos centros y a ciudades dentro de ciudades, como el condado de Orange, por entonces con 2.5 millones de habitantes y hoy con algo más de 3, el Greater Valley (Silicon Valley) o el clúster formado por la zona portuaria junto con el aeropuerto.
  • II. Flexcities. Si la anterior visión se centraba en los cambios concretos provocados por la dialéctica población-productividad, Flexcities está formada por los cambiso que la propia ciudad se impone a sí misma en el paso de dejar de ser un proveedor de servicios para sus habitantes a proyectarse como un imán y un atractor de empresas y capital en la palestra global. «Este nuevo régimen se caracteriza por sistemas de producción más flexibles (…) situados en clústers de intercambios intensivos» formados por empresas pequeñas o medianas surgidas al compás de las necesidades de los flujos del capital, a menudo formando alianzas o redes de subcontratación. Por lo tanto, el polo que rige Flexcities es la dialéctica desindustrialización-reindustrialización así como la pérdida de las grandes empresas verticales y fordistas, que desaparecieron o se deslocalizaron, y el surgimiento de tres sectores esenciales: tecnópolis (con el ya mencionado Silicon Valley), la provisión de servicios financieros internacionales y una red de empresas pequeñas y medianas, atentas a los cambios de mercado, que forman un complejo entramado de subcontratas a disposición de dichos cambios.
  • III. Cosmópolis. Se refiere a los cambios generados en las calles y configuración urbana por la presencia de las culturas globales; no sólo a los nuevos enclaves surgidos (barrios o calles que representan el país de origen de sus habitantes o las culturas que han dejado atrás y que tratan de reproducir), sino el contrato, el intercambio que se da entre todas esas culturas y la nueva forma en que se organizan. Si una palabra define esta visión de la ciudad es lo «glocal», el punto de contacto entre lo global y lo local.
  • IV. El Laberinto Astillado. Como será habitual en Soja, si las tres primeras visiones representan cambios físicos, las tres siguientes con más conceptuales. El Laberinto Astillado se refiere a la polarización creciente en este mundo de desigualdades, donde cada vez hay ricos más ricos y pobres más pobres y queda un enorme hueco en el centro, ocupado antaño por la extinta clase media, que cada vez se va haciendo mayor.
  • V. Ojos Sin Fin continúa el paso dado por Mike Davis en «Fuerte Los Ángeles: la militarización del espacio urbano» y se refiere a la multitud de pequeños espacios segregados donde cada comunidad o grupo social se reúne, sobre todo, con los que son similares y que va desde la separación voluntaria (las clases altas en entornos cerrados, gated communities, resorts o lugares donde el precio del suelo impide el acceso a otras clases) hasta la segregación social o racial (los guetos que vimos, por ejemplo, en la obra de Loïc Wacquant)
  • VI. Simcities. La más actual e ideológica de las seis visiones de la ciudad y que Soja define, en función del momento, como fruto de la «transición postmoderna» (en este artículo de 1996) o como «ciudad simulada» generada por la visión del hiperespacio y las nuevas tecnologías (en Postmetrópolis) y que es un cajón de sastre donde caben el simulacro de Baudrillard con la mercantilización creciente de todos los espacios de la ciudad y la creación de nichos publicitarios llevado a cabo por las cada vez más agresivas técnicas de marketing y consumo.

Como ya sucedía en Postmetrópolis, sin embargo, en ningún momento Soja explica por qué la división en ciudades distintas, cuando una visión completa de todas ellas daría un resultado más aproximado de la ciudad actual, ni tampoco por qué esa división es en seis ciudades, y no en cinco o catorce.

El tercer artículo es «Tercer Espacio: extendiendo el alcance de la imaginación geográfica«, aparecido en Human Geography Today, editado por Doreen Massey; John Allen y Phil Sarre (1999) y que se trata, en palabras de Soja, de comprimir en cinco tesis los argumentos que presentó en su libro Thirdspace: Journeys to Los Angeles and Other Real-and-Imagined Places (1996). La primera tesis es la importancia del espacio en las ciencias sociales (el giro espacial del que hablábamos al principio) y el paso de la dialéctica sociedad-historia a la trialéctica sociedad-historia-espacio (donde ninguno de los tres conceptos es más importante que los otros dos), algo que, según Soja, supone una de las revoluciones intelectuales del siglo XX (Soja nunca destacó por su modestia). La segunda tesis propone abandonar la dialéctica tradicional del espacio (entre material y mental, real o imaginado, etc.) y, siguiendo a Lefebvre, claro (espacio percibido, espacio concebido, espacio vivido) propone el primer espacio (percibido), el segundo (concebido) y el tercero (vivido). La tercera tesis es, precisamente, que la revolución espacial de la segunda mitad del siglo XX se originó en Francia, de la mano de autores como Lefebvre y Foucault (con la producción del espacio del primero y «De los espacios otros» y la heterotopía del segundo).

La cuarta tesis (que tiene que ver con las críticas que recibió Soja por su anterior libro, Postmodern Geographies, donde se le acusó desde los estudios feministas y postcoloniales de no tenerlos en cuenta), dice precisamente que las principales oposiciones críticas y creativas a la concepción tradicional del espacio provienen de dichas fuentes y han surgido desde la opresión y las minorías. Se confunde, aquí, cierta visión académica del espacio con la visión literaria o vanguardista, artística, en definitiva; algo que se le suele reprochar a Soja, que no marcaba distancias entre un texto académico y un texto lírico (a menudo sus artículos aglutinan diversas formas de exposición), y se enumeran voces que han hablado de nuevos espacios, sí, pero lo han hecho en novelas o en artículos casi biográficos, y no como una propuesta de una nueva exploración del espacio desde las ciencias sociales. La quinta tesis, como continuación de la anterior, propone que estos nuevos autores están explorando una nueva forma de elección dentro de la producción social del espacio vivido, casi una rebelión, o tal vez simplemente una nueva forma de expresarse.

«Tensiones urbanas: globalización, reestructuración económica y transición postmetropolitana» (2004) explora las nuevas formas urbanas surgidas a principios de este siglo.

La «secesión de los ricos» [se refiere a la proliferación de gated communities y lo que Evan Mackenzie exponía en su libro Privatopía] y la multiplicación de comunidades cerradas y defendidas con armas son sólo una pequeña parte de un proceso mucho más amplio que afecta a la forma de la metrópolis contemporánea. Dicho de un modo simple, la postmetrópolis se caracteriza crecientemente, y casi puede llegar a ser definida, por lo que puede describirse como la urbanización de los suburbios, dado que nuevas ciudades crecen vertiginosamente en las afueras de los centros urbanos establecidos, en gran parte como consecuencia de la formación de nuevos yacimientos de empleo comercial e industrial como Silicon Valley, el condado de Orange y otros complejos de alta tecnología alrededor de Boston, Londres, París, Tokio y São Paulo. Conocidos habitualmente como edge cities (o ciudades en el margen urbano), outer cities (o ciudades exteriores) e incluso postsuburbia (o evolución de los suburbios de clase media), este proceso de urbanización regional ha diluido muchas de las fronteras convencionales de las metrópolis, especialmente entre lo urbano y lo suburbano. (p. 224)

Más adelante hará una distinción entre las edge cities (que suele usarse para referirse a las ciudades de negocios o habitadas por trabajadores de compañías que se han instalado algo más lejos de la ciudad para no sufrir el precio del suelo pero lo bastante cerca para disfrutar de sus conexiones de carretera y aeropuertos) y las «off-the-edge cities«, enclaves urbanos surgidos precisamente por lo barato del suelo en la zona pero que a menudo carecen de grandes servicios básicos y cuyos habitantes tienen que desplazarse forzosamente (en coche, la mayoría de las veces) tanto al trabajo como para cumplir cualquier necesidad.

Esta segregación constante entre diversos grupos tiene el efecto de intensificar el miedo al otro.

En el paisaje urbano cada vez más volátil y fractal, el miedo está en el aire. No sólo las tensiones urbanas son más abundantes en todas partes de la ciudad, sino que también provoca grandes cambios en el entorno construido, desde detalles en el diseño de las calles y de los edificios a grandes configuraciones de la forma urbana. Las urbanizaciones y los centros comerciales se diseñan cada vez más como fortalezas, y son vigilados visualmente y por megafonía, con cámaras y altavoces situados en lugares estratégicos. En casi todas las ciudades la extensión de espacio público se contrae al tiempo que las olas de privatización desregulada penetran en la esfera pública con mayores esfuerzos de control social. (p. 226)

Edward W. Soja; Núria Benach y Abel Albet

Edward W. Soja. La perspectiva postmoderna de un geógrafo radical, escrita por los también geógrafos Núria Benach y Abel Albet (editorial Icaria, 2010, en la colección Espacios Críticos, centrada, precisamente, en publicaciones sobre la visión espacial y de la que sin duda leeremos más libros) es un repaso a la vida y obra del geógrafo de Estados Unidos, uno de los miembros destacados de la Escuela de Los Ángeles (si es que llegó a existir). De Soja ya leímos Postmetrópolis, una de sus obras capitales, así como algunos artículos (en Variaciones sobre un parque temático y en Postmodern Cities and Spaces) donde se evidenciaba la que es la gran tendencia de este autor (y que Benach y Albet no esconden en ningún momento): su forma muy personal de percibir el hecho geográfico (lo que el propio Soja llamaría «el giro espacial») y el modo en que transmite dicha visión, con textos que pueden alejarse de las formas más académicas y recrear diálogos, escenas o hasta situaciones imaginadas para tratar de abarcar la ciudad.

Edward Soja nació en el Bronx en 1941. Estudió Geografía primero en la Universidad del Bronx (la única de la ciudad de Nueva York que, por entonces, tenía un departamento dedicado a la disciplina) y luego en la Universidad de Wisconsin, donde un hallazgo casi anecdótico condicionaría su forma de pensar la geografía:

…en un manual de climatología, un cartograma muestra un fascinante «mundo de continentes hipotéticos» definidos a partir de las zonas climáticas «previsibles» surgidos por la clasificación convencional de Köppen y considerando la dinámica atmosférica, los efectos de la orografía básica, las corrientes oceánicas (…). Este cartograma le permite concebir una nueva y maravillosa fórmula para percibir el mundo tanto de manera real como figurativa, ya que hace posible predecir (aunque sea de manera aproximada) las pautas térmicas y de precipitación de prácticamente cualquier rincón del planeta, así como presuponer el tipo de vegetación, de paisaje e incluso de producción agrícola. Este cartograma no muestra unos continentes «reales» sino que es una especie de quimera inventada por la imaginación de algún geógrafo: una remarcable condensación de conocimiento geográfico que estimula la comprensión general de una enorme variedad de condiciones efectivamente existentes. Esta visión, que, de hecho, viene a ser una perfecta definición de lo que es la teoría, es la que contribuye a que Soja empiece a considerarse no sólo como geógrafo sino más bien como teórico de la geografía a la búsqueda de modelos evocadores de mundos imaginarios que no se hallan sobre el terreno. (pp 22-3)

Precisamente por esa visión peculiar, Soja se fija también en los lugares, pequeños y concretos, donde estas normas no se cumplen, «anomalías climáticas que necesitan de detallados análisis para interpretar las razones de su desviación respecto a lo considerado normativo» (y que lo llevaron, por ejemplo, a solicitar, durante una visita a Barcelona con los autores del libro, poder visitar Andorra, «un país perdido entre montañas»).

Buscando ampliar su formación teórica, Soja vuelve a Nueva York, a la Universidad Estatal, donde obtiene el doctorado en Geografía en 1967. En este momento, Soja ya concibe la geografía como «la organización espacial de la sociedad humana», lo que lo lleva, durante los años siguientes, a centrarse en la geografía política y viajar a África (Kenia y Nigeria) para realizar su tesis doctoral.

Pero el cambio verdaderamente radical que sufre el geógrafo fue su traslado a la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) en 1972. No sólo por ser un lugar con una amplitud de miras teóricas mucho más amplias, sino por la propia enormidad y singularidad de la ciudad, algo que ya lo acompañaría durante el resto de su carrera.

Para Soja, pensar espacialmente sobre Los Ángeles a través de un trabajo empírico detallado tiene una intencionalidad esencialmente nomotética y de producción de conocimiento generalizable. El objetivo no es mostrar la incomparable singularidad de la ciudad californiana sino más bien presentar cómo el conocimiento localizado puede ayudar a entender lo que sucede en otras ciudades del mundo. Según él, Los Ángeles (mucho mejor que la gran mayoría de ciudades del mundo) hierve como laboratorio de hipótesis para desarrollar nuevas teorías urbanas centradas en los procesos de reestructuración que han configurado las ciudades de todo el mundo en los últimos 40 años, y en especial en relación con la formación de una nueva economía flexible postfordista, con la globalización del capital, del trabajo y de la cultura, así como con el desarrollo de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación. (pp. 28-9)

La llegada de Soja a Los Ángeles coincide con el «giro espacial», un momento en que las ciencias sociales revisitan y actualizan el concepto de espacio y del que el propio Soja es un elemento clave. Soja se concibe a sí mismo como geógrafo marxista; y, sin embargo, rechaza la visión cerrada del espacio característica del marxismo. Por ello, y aferrándose a las tesis de Lefebre (sobre todo, a su división trialéctica entre la práctica espacial, los espacios de representación y la representación de los espacios), Soja publica en 1980 el artículo «The Socio-Spatial Dialectic», cuya tesis principal es que «los procesos espaciales configuran las formas sociales al igual que los procesos sociales definen las formas espaciales» (p. 31) y donde denuncia la importancia exclusiva que los marxistas dan al concepto de clase social, dejando de lado otros, para él igual de importantes, como el propio espacio.

Con unas tesis similares, pero mejor elaboradas, en 1989 publica Postmodern Geographies, el primero de los tres libros que concentran todo su pensamiento. El subtítulo es toda una declaración de intenciones: The Reassertion of Space in Critical Social Theory. Para Soja no basta con las reivindicaciones que, por la época, estaban haciendo Castells, Harvey, Smith y tantos otros, donde reconocían que las ciencias sociales habían dejado de lado la visión espacial; no, Soja afirma que lo espacial es tan esencial como lo social; que uno no se puede concebir sin lo otro y que la «sociedad es, desde su inicio, intrínsecamente espacial y espacializada, de la misma manera que el espacio es intrínsecamente social y socializado» (p. 32).

Que estas críticas se incorporen en un libro titulado Postmodern Geographies no es nada anecdótico ni oportunista. Soja se reconoce plenamente en el marco del postmodernismo porque ve en este momento una excelente y oportuna ocasión para deconstruir los discursos anteriormente privilegiados y las dicotomías incontestablemente establecidas, entre los cuales este predominio del tiempo sobre el espacio. También porque Soja ve en la etapa de la postmodernidad (es decir, en las transformaciones económicas, sociales, culturales y territoriales llegadas a través del postfordismo, la globalización y la economía flexible) la penúltima manifestación de la evolución del desarrollo capitalista. (p. 33)

Durante la década siguiente, la idea de la «dialéctica socio-espacial» de Soja evoluciona hasta convertirse en la triple dialéctica del espacio, el tiempo y lo social. Otra trialéctica preside (y da nombre a) Thirdspace, segundo libro de Soja, publicado en 1996. «El tercer espacio es propuesto como paradigma del análisis postmoderno, entendido como una aproximación que sitúa la trialéctica en el centro de atención, pero también entendido como una forma de asumir la complejidad que caracteriza la configuración cotidiana de los espacios vividos» (p. 36). Si el primer espacio es el mundo real y material y el segundo espacio, «el mundo imaginado de las representaciones de la espacialidad», el tercer espacio es el comodín que permite superar la falsa dicotomía entre los dos anteriores.

Sin embargo, al igual que, por ejemplo, la heterotopía de Foucault (como denunciaba Genocchio también en Postmodern Cities and Spaces), el tercer espacio no tiene una definición clara. Ésa es una de las principales críticas que se le hicieron, siendo las otras que estaba situado en un nivel de generalidad ontológica muy alto (es decir, que servía para discutir teoría, pero poco como una aplicación práctica) y que podía consistir en, simplemente, pura retórica postmoderna.

En ese mismo año, 1996, se publica la antología de artículos The City: Los Angeles and Urban Theory at the End of the Twentieth Century, editada por Allen J. Scott y Soja; la piedra de toque de la Escuela de Los Ángeles, que, si existe, está formada por la lista de nombres que firman dichos artículos. El de Soja, que leeremos y reseñaremos en la segunda entrada dedicada a este libro, presenta una serie de conceptos que el geógrafo ya no abandonará y que son las seis formas distintas que adopta la ciudad de Los Ángeles merced a los cambios de la globalización y el postfordismo.

Estas mismas seis «ciudades» o seis ideas de ciudad son las que formarán la segunda parte del tercer libro de Soja: Postmetrópolis. Estudios críticos sobre las ciudades y las regiones (2000). La primera parte está dedicada a un concepto nuevo del que parte, también de forma casi anecdótica, al contemplar un mural de la ciudad de Çatalhöyük, uno de los asentamientos humanos más antiguos descubiertos. La casualidad no sólo es que el arqueólogo que realizó el hallazgo y estudiaba la excavación, amigo del padre de Soja, le hablase de ese mural, sino también el que hizo el propio Soja: encontrar, entre las páginas de La economía de las ciudades (segundo libro , de 1969, de Jane Jacobs tras Muerte y vida de las grandes ciudades, mucho menos conocido y de tesis más polémicas), una mención hecha por Jacobs a Çatalhöyük. Jacobs sostenía, y lo hizo durante toda su vida, que las ciudades y el urbanismo no eran el resultado de un excedente de producción agrícola que permitió el asentamiento y el surgimiento de clases no productivas (burócratas, sacerdotes), sino precisamente lo contrario: que el urbanismo, que es anterior, fue lo que permitió el excedente de producción. Es decir: que las ciudades son el origen de la humanidad (entendida como ser social asentado, vaya).

A partir de esa casualidad, Soja acuñó el concepto de sinecismo o «el estímulo de la aglomeración urbana», al que dedica la primera mitad de Postmetrópolis (lo vimos en su reseña) al mismo tiempo que habla de las «tres revoluciones urbanas» (siendo la primera el origen de las ciudades, ya fuese en Çatalhöyük o en Jericó; la segunda, la invención de la rueda, el regadío, la escritura, etc., que conformarían una nueva estructura urbana; y la tercera, la revolución industrial).

En la siguiente entrada reseñaremos los textos de muestra escogidos por Benach y Albet para representar las ideas de Soja.

Tokyo Vertigo, Stephen Barber

Desde sus orígenes, allá a principios del siglo pasado, la sociología y la antropología urbanas se centraron en diversas ciudades en función de los intereses del momento.

La primera de dichas ciudades fue Chicago. En pocos años, Chicago pasó de ser una de las muchas ciudades pequeñas de un Estados Unidos en auge a convertirse en una metrópolis de millones de habitantes situada a la vera de los Grandes Lagos que además gestionaba todo el tráfico de mercancías en ferrocarril que se daba entre el Este y el Oeste del país. Lógicamente, una gran mayoría de su población eran inmigrantes llegados de otras partes del país y de muchos otros países que, alcanzada esa urbe de gángsters y rascacielos enormes, se agrupaban en función de algunos de sus intereses o «condiciones» (ya fuesen éstos la etnia, la religión, el país de procedencia, o una suma de todos ellos).

Usando una mezcla entre las teorías de Simmel, Darwin y Spencer (vimos sus antecedentes aquí gracias a Josep Picó e Inmaculada Serra) y una etnografía urbana muy cercana al periodismo callejero (no en vano, Park, el segundo de sus dirigentes, había sido periodista antes que sociólogo), los miembros de la Escuela de Chicago veían la ciudad según las leyes de la «ecología humana»: una ciudad dividida en áreas naturales diversas que competían unas por otras por los recursos, en este caso: el propio espacio urbano. Los de Chicago se lanzaron al estudio de estas zonas con mucho empeño y poco bagaje teórico (daban por sentado, por ejemplo, que tras cierto tiempo los grupos se iban «integrando» según una especie de teoría del melting pot o crisol y que surgían nuevos grupos en otras áreas naturales para ocupar su lugar; pero nunca investigaron grupos de blancos o de clase media o ricos, porque los dignos de estudio eran los otros); entre sus estudios famosos, el de los inmigrantes polacos, los hobos (vagabundos o, mejor dicho, población flotante de trabajadores no estables que inspiraron a la beat generation), los taxi-dance hall (lugares donde los hombres pagaban para bailar con las mujeres trabajadoras, en una especie de prostitución encubierta que no necesariamente incluía el sexo, sino también compañía) y los barrios negros.

Mediante el estudio de estos barrios, los de Chicago se plantearon cómo se relacionaban unos grupos con otros pero también las normas internas de cada grupo, así como las formas de socialización, por ejemplo, de los jóvenes afroamericanos en barrios degradados, con su estructura en tribus, o la aparición de intersticios cuando el propio Estado no era capaz de cubrir las necesidades de los ciudadanos.

La siguiente ciudad no fue tal, sino una región: Rhodesia del Norte (la actual Zambia), que fue el origen de los estudios del Instituto Rhodes-Livingstone o, como también se los conoce, la Escuela de Mánchester (cosas del colonialismo británico). Si la batuta de Park había hecho que la Escuela de Chicago tendiese al periodismo, los estudios de Derecho de Max Gluckman, director del Instituto, llevaron a la de Mánchester hacia las leyes. Pero lo esencial de sus estudios es que, a diferencia de los de Chicago, se dieron cuenta de que existían dos poblaciones distintas: los negros, mayoritarios y oprimidos, y los blancos, minoría dominante. Y las relaciones entre estos dos grandes grupos eran siempre complejas; los negros no eran unas pobres víctimas, sino personas que tomaban sus propias decisiones en un contexto lleno de matices. Ya no se trataba de una ciudad con un grupo mayoritario no especificado y grupos diversos que, en teoría, acabarían siendo asimilados; sino grupos diversos en un contexto que les condicionaba las elecciones.

Luego llegó París. Pero no el París de los años 60, que es más o menos cuando se llevaron a cabo sus obras principales, sino el París de Haussmann de la segunda mitad del siglo XIX. Los estudios, sobre todo, de Lefebvre, pero también de una lista de sus alumnos y de otros pensadores (Castells y Harvey, por citar sólo dos grandes nombres), pusieron de manifiesto que el espacio no es algo autónomo, ni siquiera el resultado de las relaciones sociales, sino que todo espacio está producido; y, como tal, está producido según unos intereses y en función del, o los, grupos que dominen en ese momento.

Y pocas ciudades evidenciaban tal tendencia como el París de Haussmann, una ciudad que, con la excusa de higienizarse, que lo hizo, también desgarró el tejido medieval de callejones de París y lo llenó de avenidas y edificios altos. Avenidas que podía recorrer el ejército en pocos minutos para apagar cualquier revuelta obrera, que los franceses se estaban poniendo pesados con tanta revolución durante el siglo XIX; avenidas carentes de adoquines y en las que era imposible formar barricadas, con lo fácil que había sido en los callejones medievales.

No, la reforma de Haussmann no sólo quiso higienizar París: también convertirla en un escaparate perfecto para las mercancías que llegaban de todas partes del mundo y para una nueva forma de comercio: los grandes almacenes. Se daba el primer paso para convertir a todo ciudadano en un potencial consumidor; y ello requería que las masas pudiesen alcanzar el centro, también, merced a esas grandes avenidas y el nuevo y flamante transporte público.

Tal vez la siguiente ciudad sería Los Ángeles, si es que acaso existe una Escuela de Los Ángeles en los años 70 y 80 del siglo pasado. Se trató, más bien, de un grupo de investigadores que orbitaron alrededor de esa ciudad, entre los cuales Soja, al que ya hemos leído pero del que volveremos a hablar en breve, y Mike Davis con su monumental Ciudad de cuarzo. Los Ángeles evidenciaba en su seno una larga lista de cambios que estaban sucediendo en la economía y la forma de negociar del mundo y que se manifestaba en la estructura urbana: deslocalización, flujos migratorios, surgimiento de nuevas formas urbanas (como las edge cities, los parques tecnológicos, nuevos puertos para los cargueros…), suburbialización… Se trataba de cambios sistémicos que habían venido para quedarse y que siguen configurando nuestras ciudades día a día, y a los que podríamos referirnos hablando desde el postmodernismo hasta el espacio de los flujos de Castells, la acumulación flexible de Harvey, la preeminencia de la imagen en la estética y tantas, tantas otras.

Se hace difícil escoger una ciudad a partir de ese momento. Se han propuesto las ciudades del Golfo de la Perla de China, que escogieron tanto Castells como Sennett (Construir y habitar), que muestran, con su masificación, la rapidez de la nueva economía y las necesidades urbanas. Pero, si hay una ciudad que, al menos para los occidentales, ha representado los cambios de la globalización, ha sido Tokio. En el imaginario americano, Tokio representaba lo japonés, es decir, un país que, a pesar de haber sigo derrotado en 1945, había resurgido de sus cenizas y, con su tecnología y su miniaturización, no sólo iba a cambiar el mundo sino que lo iba a inundar. De ahí, claro, las calles orientalizadas de Blade Runner, por ejemplo, donde lo asiático es una constante de un mundo futuro. O la descripción como ejemplo de ciudad orgánica que hizo de la ciudad Carlos García Vázquez en su maravilloso Ciudad hojaldre.

La crisis económica japonesa de finales del siglo XX cambió tal vez esa previsión (o la sustituyó en el imaginario occidental por otro gigante asiático, China), pero la fascinación por Tokio no cesó. De ahí surge este Tokyo Vertigo, un libro de Stephen Barber que es un punto intermedio entre una guía de viajes, onírica y clandestina, y una colección de fotografías de la extranjeridad de la ciudad nipona.

Publicado en el año 2001, el tiempo transcurrido se nota. Tokio ha dejado de ser un lugar ignoto para la mayoría de los occidentales y es ahora un lugar común; todos conocemos Shibuya y sus noches de neón y sus pantallas omnipresentes y sus callejones y sus máquinas de venta automática de todo tipo de productos. Hay cientos de imágenes en todas las redes sociales y, quien más quién menos, o ha visitado el país o tiene gente cercana que lo ha hecho, además de las mil historias de occidentales que viven allí y narran lo exótico que sucede en sus calles. Por lo tanto, este Tokyo Vertigo se lee ahora como una muestra nostálgica de una ciudad que ya no se puede visitar con la misma sorpresa, y destacamos su prosa, candente y seductora, que acompaña al lector por unas calles romantizadas. La misma nostalgia con la que se podría describir la Nueva York de Studio 54 y Warhol, por ejemplo, o el París de Picasso y las vanguardias.

Every inhabitant of Tokyo requires radical strategies of defense. And the act of inhabiting Tokyo is itself a kind of kamikaze mission –glorious and mundane and ridiculous and destructive, in proportions that shift without warning, from instant to instant. In Tokyo, the mission is not yet fatal, and so you survive, in a strange exhilaration, for a void infinity of an instant. (p. 58)

En torno a la posmodernidad (II)

Seguimos con los distintos artículos que forman la antología En torno a la posmodernidad (que ya presentamos en una primera entrada y donde reseñamos los puntos de vista de Gianni Vattimo, muy favorable a la misma, y de José María Mardones, que reflexionaba sobre la tendencia conservadora del concepto).

Iñaki Urdanibia trata, en «Lo narrativo en la posmodernidad«, de definir el concepto. Su primera hipótesis ya es bastante clara: «la posmodernidad es el folklore de la sociedad posindustrial». Sigue, al poco, con las palabras de Christine Buci-Glucksman:

Que la modernidad como proyecto universalista de «civilización» descansando sobre el optimismo de un progreso tecnológico ineluctable, sobre un sentido seguro de la historia, sobre un dominio racional y democrático de un real entregado a las diferentes utopías revolucionarias de un futuro emancipado, haya entrado en crisis en los años 70: tal es la evidencia masiva que unifica los diferentes discursos sobre la posmodernidad, ya sean franceses o internacionales. (p. 44)

De algún modo, la cita anterior recoge el consenso común; la gran pregunta, claro, como se plantea Urdanibia, es si la modernidad ha muerto, está agotada o es un proyecto inacabado.

Para él, la sociedad empieza a verse a sí misma como «moderna» hacia 1850, cuando tanto Baudelaire como Théophile Gautier utilizar el término. Surgen una lógica, una retórica y una ideología de la modernidad: la lógica, basada en el progreso científico-técnico, en el papel del Estado y en el surgimiento de un sujeto concreto así como un tiempo «cronométrico» (no ajeno, en absoluto, al sistema productivo imperante del momento); y la retórica es la búsqueda de lo nuevo y la aceptación de la ruptura, el cambio y la evolución; la vorágine de la que hablaba Berman al referirse al desarrollismo de Fausto.

Donde más se verán estos hechos es en las vanguardias artísticas, rabiosamente modernas, audaces, a la búsqueda de la novedad… que se van amansando durante el transcurrir del siglo hasta llegar a un apacible consumismo de masas complaciente; la sociedad del espectáculo de Debord.

Desde otro punto de vista, Urdanibia identifica dos etapas clave de la modernidad: una primera, que va del Renacimiento a la Ilustración y cuyo vértice es el sujeto: «todos los hombres son, por naturaleza, esencialmente idénticos entre sí», y una segunda, desde el romanticismo hasta la crisis del marxismo, donde «la tesis fundamental ya no es la del sujeto sino la de la historia» y donde el sujeto forma parte de categorías colectivas: la nación, la clase, la cultura, la raza. «El intento de articular la idea de sujeto y la idea de historia a través de la idea de progreso es un intento en sí contradictorio: en él se combinan la promesa de liberación y la exigencia de dominación.» Y es esa tesis del progreso, precisamente, la que hace aguas y da lugar a la crisis de la modernidad.

Desde otro punto de vista lo trata Michel Maffesoli en «La socialidad en la posmodernidad«:

Asimismo, puede decirse que todo lo que suele llamarse «posmoderno» es sencillamente una forma de distinguir la unión que existe entre la ética y la estética. No tengo intención de otorgar al término «posmoderno» un status conceptual. Vamos a entenderlo, por comodidad, como el conjunto de categorías y de sensibilidades alternativas a las que prevalecieron durante la modernidad. Consistiría por lo tanto en una toma de perspectiva, en una categoría mental que permite entender la saturación de un epistema, que permite comprender el precario momento que media entre el final de un mundo y el nacimiento de otro.

Fernando Savater, en «El pesimismo ilustrado«, articula el postmodernismo desde la polaridad optimismo/pesimismo: «Entre los muchos pecados que se achacan al movimiento ilustrado, uno de los más recurrentes y mejor documentados es el de optimismo«, asimilado en este caso al progreso: la idea de que todo va a ir siempre a mejor, a ser más rápido, más eficiente, más feliz, al avance ininterrumpido del hombre y sus recursos. A un optimismo irredento, una modernidad basada en la razón y el progreso, se le acaba oponiendo un «pesimismo ilustrado» que, para Savater, más que oponerse a la modernidad, la complementa. Ese pesimismo, que va evolucionando desde Hobbes y Spinoza hasta sus máximos exponentes, Schopenhauer, Nietzsche, Freud, «es la consecuencia lógica de la renuncia a la benevolente providencia del Dios monoteísta» (p. 123). Deja de ser evidente que todo va a acabar bien, que todo tiene, incluso, que ir bien. «La muerte de Dios es el más terrible atentado contra nuestro narcisismo metafísico. El amor propio y su ética intentarán reparar en lo posible esta herida narcisista, pero a partir de una quiebra fundamental, irrefutable: éste es el pesimismo. Mientras se conserva de un modo u otro la fe en el Dios moral, más o menos secularizada, la Ilustración no llega a completarse definitivamente.»

De un lugar similar parte Josetxo Beriain en «Modernidad y sistemas de creencias«: de la debacle ocasionada por lo que Weber llama «el desencantamiento del mundo» y Nietzsche «el crepúsculo de los dioses». Se trata del momento en que las cosmovisiones (lo que Lyotard llamaría los grandes relatos) se convierten en una elección posible, en una oferta de significado que el consumidor no tiene más remedio que elegir. «En el sistema cultural de la modernidad, la religión es un subsistema de símbolos que oferta «sentido», así como otros subsistemas ofertan bienes de consumo, climas cálidos, espacios en la radio y en la TV, etc.» Puesto que estas visiones no son compatibles entre sí (existe un dios u otro; o la máxima autoridad es el mercado, o la libertad, o la igualdad…) surge la confusión, puesto que la existencia de tantos valores distintos anula, de algún modo, la univocidad de todos ellos.

Como ejemplo de uno de los casos donde sucede lo anterior, Beriain recurre a Daniel Bell y los tres principios antagónicos que subyacen a las estructuras tecnoeconómica, política y cultural:

  • la esfera tecnoeconómica se basa en el principio axial de economizar y la estructura axial de la burocracia, que trata a los individuos como «cosas» que están cumpliendo funciones;
  • la esfera política, en cambio, se basa en el principio axial de la igualdad y en la estructura axial de la participación y la representación, por lo que lógicamente surgen tensiones entre la burocracia y la igualdad;
  • finalmente, la esfera cultural, antiinstitucional (?) y antinómica, coloca al sujeto en su centro: sus sentimientos, su autorealización, etc., por lo que choca frontalmente con las dos anteriores.

En «Apunte sobre el pensamiento destructivo«, Patxi Lanceros aborda el abismo entre la modernidad y la postmodernidad:

La posmodernidad, en la medida en que adopta modos fragmentarios, deconstructivos, discontinuos e, incluso, «débiles», no hace sino negar su supuesta existencia unitaria, sustancial. No hay posmodernidad, sino una multiplicidad de estrategias parciales que carecen de propósito común. No hay cadencia de sucesión ni paradigma de sustitución. A efectos estratégicos sirven Heidegger y las vanguardias, el segundo Wittgenstein y la diferencia, Nietzsche y la retórica, Baudelaire y la informática. Los contenidos múltiples en los que se dispersa la temática posmoderna no comparecen sino como otros tantos puntos de fuga sobre un plano, sin profundidad ni perspectiva.

A esta multiplicidad estratégica, a los ataques dispersos opone la modernidad el baluarte de la unidad: capital simbólico concentrado en una herencia e invertido en un proyecto. Se trata aquí también de una táctica, esta vez defensiva. Nunca la modernidad fue tan inequívocamente una como cuando ha tenido que oponer resistencia a la dispersión posmoderna. (p. 142)

Algo que, de nuevo, nos recuerda a Berman y su búsqueda del mínimo común denominador de la modernidad, la vorágine y el torbellino, en la vuelta a su barrio natal tras los cambios efectuados por Robert Moses.

«Una de esas formas de simular que conocemos el significado teórico del término Occidente podría ser la siguiente: el conjunto de los diferentes resultados de las operaciones complejas cuyos términos son la ciudad y la tierra prometida», continúa Laneros. La ciudad, entendida como el lugar de la organización racional, funcional y la diferenciación social y cultural (y económica, por supuesto); y la tierra prometida como «el flujo dinámico, el aporte mesiánico, que cruza el espacio político» fecundándolo y dibujando una perspectiva, es decir: la idea de progreso y hasta de la finalidad de la historia.

Los dos ejemplos ideales de estas ideas son, también, los dos pilares de la cultura occidental: la polis griega, como idea de lugar por excelencia cuya estructura está por encima de quienes la forman; y el pueblo judío, que no ordena su estructura en una forma urbana concreta, ni siquiera en un Estado, sino en una promesa, «una historia de la salvación».

Pero, una vez que se demuestra que la racionalización que animaba esa idea de progreso y también la ciudad no es unívoca, sino que puede orquestarse desde muchos puntos distintos (y aquí, casualmente, Lanceros vuelve a citar los dos instantes instantes que citaba Beriain: el desencantamiento de las cosas weberiano y la desaparición de Dios nietzscheana) se llega a la Dialéctica de la Ilustración, a Marcuse, a Benjamin; perdida incluso la idea de ciudad, no se puede hablar de la Ciudad de Dios o la Ciudad Secular, sino de la Ciudad Informática, «punto de partida de los análisis de Baudrillard, Lyotard o Vattimo: cruzada por infinidad de redes de distribución informativa inmediata que no dejan lugar a la producción y a la novedad».

Pero el hecho de que el postmodernismo se presente como algo posterior, que viene luego, una episteme a la que no le queda más remedio que surgir, pues el modernismo ha caído, no lo libera, dice Lanceros, de la idea del fin de la historia.

El intento de vaciar de contenido la idea de progreso, de romper la forma continuista, conduce a la posmodernidad a ensayar un poblado campo semántico que acentúa o matiza la idea del «fin de la historia». Pero, a pesar de este descomunal esfuerzo productivo, por cada resquicio mal vigilado penetra la tenaz idea del fin último, del sentido, de la meta racional: la trampa hegeliana. El fin de la historia, la escatología realizada, no soluciona el problema de la historia: el presente insatisfactorio clama todavía por un futuro redentor. (p. 153; los destacados son del autor)

En torno a la posmodernidad (I)

Conocimos la postmodernidad (que escribimos con «t» en el prefijo «post-«, aunque respetamos los textos que no la llevan y mantenemos su grafía) gracias al quinto capítulo de Sociología Urbana, de Francisco Javier Ullán de la Rosa. En dicho capítulo hacía una clara distinción entre la sociedad postmoderna, en la que vivimos, y el paradigma postmoderno, una cosmovisión epistemológica. La sociedad actual es postfordista, postindustrial, informacional, basada en la acumulación flexible, tardocapitalista… y tantas otras formas en que ha sido denominada. Por otro lado, el paradigma postmoderno es una forma de ver el mundo que disputaba la tradicional preeminencia del proyecto ilustrado de la modernidad y venía a decir que los grandes relatos habían muerto, que la idea de progreso se había truncado e, incluso, que tal vez la modernidad ha fracasado.

La sociedad postmoderna (o, como preferimos en el blog, postfordista) eclosionó alrededor de los años 70 del siglo pasado, cuando ciertos cambios en la economía, la política y la sociedad derrumbaron el sistema tradicional de fábrica, trabajo estable y casa de clase media y lo sustituyeron por neoliberalismo, empresas deslocalizadas, auge del sector servicios y ciudades en competencia. Al mismo tiempo, sin embargo, estallaban las campanas (sobre todo, en ciertos autores franceses vinculados al postestructuralismo) que denunciaban la caída de los grandes relatos (Lyotard), el auge del simulacro y la hiperrealidad (Baudrillard, que nunca se consideró postmoderno pero fue una figura importante del proyecto), la deconstrucción de Derrida, la autonomía del significado de Barthes y, sobre todo, cualquier texto de Foucault con sus constantes denuncias del poder que rodea, acosa, azota y subsume al ser humano.

Pero esta distinción tan clara que se puede hacer hoy en día entre los cambios sociales (económicos, políticos, culturales) y esa cierta revolución (cultural, sobre todo, también artística y estética) que se dio en sectores intelectuales es fruto del tiempo que ha pasado. En su momento, sobre todo los años 80 y 90 del siglo pasado, hubo un enconado debate entre los defensores del proyecto de la modernidad, que argumentaban que dicho proyecto aún no se había consumado y, por lo tanto, mucho menos estaba superado; y los que defendían su superación, consumación o puro fracaso. Con el paso del tiempo, decíamos, el debate dejó de tener sentido y se superó; es evidente que la sociedad se ha modificado, y también es evidente que el postmodernismo ha dejado su huella, sobre todo como etiqueta pero también en la forma de abordar las ciencias sociales y hasta la cultura. Sin embargo, tuvo su importancia, además de por las huellas dejadas, por la avanzadilla estética que supuso en las artes. Se habló de arquitectura postmoderna, se habló de ciudades, geografías y espacios postmodernos (sin ir muy lejos, el Postmodern Cities & Spaces que leímos hace poco o las constantes referencias de Edward Soja) y, como tal, es un concepto que ha ido surgiendo en el blog.

Leímos en su momento La condición de la posmodernidad, donde Harvey argumentaba que el postmodernismo no era más que una nueva forma del capitalismo que él denominó «acumulación flexible» y que venía provocada por la expansión, geográfico-temporal, del ritmo de la producción. Leímos también al Jameson de El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío, donde concluía, desde el lado opuesto de Harvey, que la cultura postmoderna era, simplemente, el resultado de las nuevas formas del capitalismo tardío. Y leímos Los orígenes de la posmodernidad, de Perry Anderson, que venía a decir que Jameson tenía razón y era el que mejor había entendido la postmodernidad.

En torno a la posmodernidad es un simposio alrededor del concepto llevado a cabo por Gianni Vattimo y diversos autores españoles, cada cual desde su punto de vista, y que da una idea bastante precisa de por dónde fueron los tiros mientras el tema estuvo candente.

En «Posmodernidad: ¿una sociedad transparente?«, Gianni Vattimo da el pistoletazo de salida con una defensa entusiasma de la postmodernidad: «la modernidad deja de existir cuando desaparece la posibilidad de seguir hablando de la historia como una entidad unitaria» (p. 10). La historia, entendida, tal como la vio Benjamin (Tesis sobre la filosofía de la historia) como la representación del pasado hecha por un grupo dominante, llega a una crisis asociada a la crisis del progreso: «si no hay decurso unitario de las vicisitudes humanas, no se podrá siquiera sostener que avanzan hacia un fin, que realizan un plan racional de mejora, de educación, de emancipación».

Parte de esa crisis de la historia viene por «el final del colonialismo y del imperialismo», pero otro factor importante es, a juicio de Vattimo, «la irrupción de la sociedad de la comunicación», los verdaderos causantes de la desaparición de los grandes relatos de que hablaba Lyotard. La radio, la prensa y la televisión (aún no internet, en ese momento) habían supuesto la multiplicación de los puntos de vista que una persona llegaba a conocer, la multiplicación de las concepciones del mundo a que uno tenía acceso. Y eso hizo que «en los Estados Unidos de los últimos decenios han tomado la palabra minorías de todas clases, se han presentado a la palestra de la opinión pública culturas y sub-culturas de toda índole» que, si bien aún no habían conseguido representación política efectiva, Vattimo consideraba, optimista, que acabaría sucediendo.

Como conclusión, Vattimo adelantaba que «en la sociedad de los medios de comunicación, en lugar de un ideal de emancipación modelado sobre el despliegue total de la autoconciencia (…) se abre camino un ideal de emancipación que tiene en su propia base, más bien, la oscilación, la pluralidad y, en definitiva, la erosión del mismo principio de realidad» (p. 15), algo que, a tenor del auge de las políticas de identidad y la división y segregación presentes en las redes sociales, fragmentación de la audiencia y similares, pocos visos de realidad tiene. Para Vattimo, la pérdida de ese «sentido de la realidad» podía convertirse en algo positivo, al permitir a todo ciudadano informarse de modo autónomo; el sueño de la Ilustración, paradójicamente. Pero no podía prever la enorme multiplicación casi exponencial de fuentes de datos, Big Data, fake news, etc, que no han disuelto ese principio de realidad: lo han fragmentado y han forzado, en el mejor de los casos, a escoger la opción preferida; en el peor, a tener sólo una visión parcial sin siquiera ser conscientes de la parcialidad de dicha visión.

El siguiente artículo, «El neo-conservadurismo de los posmodernos«, de José María Mardones, se plantea una cuestión que fue surgiendo en ocasiones como crítica al pensamiento postmoderno: si su negativa a reconocer la existencia de un discurso ocultaba, en el fondo, una postura conservadora. Como parte positiva, Mardones destaca que el postmodernismo supo captar «la reflexión de todo nuestro siglo. Se la puede llamar la revuelta contra los padres del pensamiento moderno (Descartes, Locke, Kant e incluso Marx) (Bernstein, 1983)» (p. 21), al igual que «la pérdida de peso de las grandes palabras que movilizaron a los hombres y mujeres de la modernidad occidental (verdad, libertad, justicia, racionalidad)». Lo «objetivo» se ve substituido «por la episteme más plaśtica y flexible de la diferencia, la discontinuidad, la deconstrucción o la diseminación».

Una auténtica crítica de la razón ilustrada que, según Deleuze, trata de «ilustrar la Ilustración» y que, según Habermas, amenaza con destruir la misma razón (1985).

Nos hallamos ante un juicio encontrado que señala dos estrategias metodológicas: la posmoderna o posilustrada, que sospecha de toda universalización, porque ve tras ella una razón al servicio de la coerción y el disciplinamiento generalizado; y la neoilustrada de los teóricos críticos, que quiere ser también crítica con la razón ilustrada, pero teme el estrechamiento posmoderno de la razón como una traición al proyecto ilustrado de la modernidad y una práctica neoconservadora. (p. 22)

«Se debate la posibilidad de si los humanos tenemos razones para aceptar que poseemos algún tipo de capacidad (razón) para determinar y fundar un comportamiento y una praxis con pretensiones humanas, justas, racionales y universales.» Es decir: encontrar una verdad más allá de los localismos o los distintos grupos de identidad, una verdad o «unos principios orientadores de nuestras convicciones y afirmaciones que trascienden los contextos locales». La prisión postmoderna es, para Mardones, y siguiendo a Lyotard, el habitar «en medio de una pluralidad de reglas y comportamientos que expresan los múltiples contextos vitales donde estamos ubicados y no hay posibilidad de encontrar denominadores comunes (…) válidos para todos los juegos». «Nos encontramos, no libres de las ataduras de lo universal y del sofocamiento de las diferencias, sino atrapados en el pequeño recipiente de nuestros contextos y localismos» (p. 24). Ante la misma evidencia donde Vattimo veía la liberación del principio de realidad, Mardones ve la opresión de la realidad del localismo; sin huida posible, porque «apelar a los valores occidentales es una llamada etnocéntrica y arbitraria». Argumento similar al que leíamos en Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshal Berman (la más férrea defensa de la modernidad que se ha hecho, con permiso de Habermas) al criticar la obsesión de Foucault con el poder y la imposibilidad, según el autor francés, de existir fuera de las constricciones del sistema.

El sujeto postmoderno es, por lo tanto, débil, «entregado a la fruición del manantial de la vida, perdido el vigía crítico de la razón, es un ser peligroso por desmemoriado y acrítico» (p. 27), carente de solidaridad, incapaz de reconocerse en la historia.

Predomina el olvido de los otros y del sufrimiento de los vencidos de la historia. Un pensamiento de este género, más que un «sujeto débil», nos oferta un sujeto fatigado y decrépito. Y una cultura dominada por sujetos de este estilo es, como dice duramente Baudrillard (1987), «una cultura anoréxica: la de la desgana, la expulsión, la antropoemia, el rechazo. Característica obvia de una fase obesa, saturada, pletórica». (p. 27)

La descripción de los sujetos parece bastante acertada; pero un atisbo de las causas, a tres décadas de las palabras de Baudrillard, iría más por la fragmentación de las audiencias o nuestro papel como consumidores, antes que ciudadanos, que hacia las estructuras de pensamiento postmodernas.

No sorprende, por lo tanto, que la conclusión de Mardones sea que el proyecto postmoderno es conservador en su incapacidad de atisbar universalidades y que defienda, como inacabado y susceptible de seguir adelante, el proyecto de la Ilustración. Sin embargo, en este caso vuelve a Habermas y propone algunas soluciones, la primera de las cuales es «la pluralidad de juegos de lenguaje» como incentivo par el diálogo. Defiende así aprehender un lenguaje como paso previo a adquirir la competencia para la reflexión sobre un lenguaje o forma de vida, lo que permitirá y facilitará la comunicación. Pero el aprendizaje de un solo lenguaje no lleva necesariamente a dicha reflexión; ésta se da, sobre todo, cuando se aprenden dos lenguajes distintos y a uno no le queda más remedio que darse cuenta de las diferencias entre ambos y cómo usan caminos distintos para referir el mismo lugar. Un lenguaje, uno sólo, puede confundir a su hablante; puede llevarle a pensar que ésa es la forma natural de referir algo; mientras que, con dos, esa naturalidad es imposible y uno ve la artificialidad del lenguaje. En este sentido, las localidades postmodernas, que no dejan de pertenecer a espacios concretos, parecen mucho más acertadas para permitir el paso previo a un diálogo universal que la cerrazón en una supuesta verdad absoluta.

Dejamos aquí la primera entrada y seguiremos con el resto de artículos en la siguiente.

El poder de las ciudades (dossier)

«El poder de las ciudades» es un dossier editado por el periódico español La Vanguardia (Enero/Marzo 2018, núm. 67) que trata, precisamente, de los nuevos retos que afronta la ciudad, concebida ya como un entorno global. Los artículos, escritos por diferentes autores desde perspectivas diversas, abordan el crecimiento de las ciudades, su preeminencia en el mundo globalizado, su posible salto hacia un modelo mayor de gestión política (o el rechazo de pleno a esa idea) así como algunos casos concretos.

El pistoletazo de salida lo da Simon Curtis con «Las ciudades globales y el futuro del orden mundial«. Curtis deja claro que la ciudad global no es un efecto casual ni una evolución necesaria en la historia de las ciudades, sino la confluencia de diversos hechos (a saber: la reestructuración económica tras Bretton Woods, la construcción de un mercado libre global, el hundimiento de la URSS y, por supuesto, el auge de la tecnología) y una voluntad política que, aunque no se hiciese patente, no por ello dejaba de estar presente. Uno de los efectos que ha tenido la presencia creciente de las ciudades como nodos de los flujos globales es, por ejemplo, la puesta en alza de sus líderes políticos, los alcaldes; figuras como Rudolph Giuliani o Boris Johnson, que o bien usaron el puesto como alcalde para dar luego el salto a la política nacional o simplemente se convirtieron en referentes políticos por su posición.

Curtis señala, también, los tres principales problemas que afronta la ciudad global en este principio de siglo:

  • el posible derrumbe de la forma contemporánea de globalización;
  • la debilidad estructural inherente al capitalismo neoliberal;
  • las lógicas rivales de la soberanía estatal y el creciente poder político de las ciudades.

«Si la ciudad global es una criatura del orden liberal, ¿cómo logrará sobrevivir a su derrumbe?» (p. 12), se plantea el autor. Dada una (supuesta, y parece lejana) regresión a Estados proteccionistas que cierren filas sobre su población, las ciudades quedarían, o bien como espacios desgajados, o bien como baluartes de las redes transnacionales; pero para ello deben, claro, afrontar sus contradicciones, como la segregación creciente de sus habitantes, la privatización del espacio, el auge de los suburbios a su alrededor, etc.

Ésa es, de hecho, la segunda amenaza de la ciudad: que concentra las complejidades y las «fuerzas contradictorias del capitalismo de libre mercado». Las ciudades son, por un lado, puntos de gran contaminación, debido a su concentración; pero, por el otro, son también la gran apuesta hacia el uso de energías renovables o nuevas formas de modalidad y convivencia. Lo mismo sucede con algunos de sus barrios, que se encuentran entre los lugares más cotizados del mundo para vivir, y las barriadas donde se hacinan personas pobres destinadas a servir a esa élite; otra de sus muchas contradicciones.

La tercera amenaza o problema creciente es el límite de sus competencias. Se unen aquí dos temas distintos, pero solapados: la retirada del Estado como garante de los derechos de los ciudadanos hacia un Estado empresarial garante del libre mercado, por un lado, y que dejó de lado cada vez mayores de sus deberes (sanidad, educación, acceso a la vivienda) y la creciente concentración de las ciudades. Llegará, pronto, un momento en que algunos Estados deberán lidiar con sus capitales o grandes ciudades, o incluso en que las ciudades, devenidas en megarregiones, reclamarán mayor autoridad sobre todos sus estamentos políticos. Ya existen ciertas autoridades intermedias creadas ex professo para grande urbes como Londres o París (Greater London o la Metrópolis del Gran París, por citar un par de ejemplos), una tendencia que, sin duda, seguirá aumentando y configurará nuevas fuerzas políticas.

En «La ciudad global, la intermediación y los trabajadores con salarios bajos«, Saskia Sassen explica el trasfondo y las diversas investigaciones que la llevaron a elaborar el concepto de ciudad global publicado en el libro del mismo nombre de 1991. Ya en 1980, Sassen observó ciertos cambios en las ciudades. Si, por un lado, éstas llevaban años en decadencia (la casi bancarrota de Nueva York en 1975, sin ir más lejos), por el otro estaban atrayendo a un nuevo tipo de profesional y de empresa: el sector financiero y sus intermediarios.

Tras su fase inicial dominada por fusiones y adquisiciones, la intermediación se ha expandido a un creciente número de sectores. Ello también ha incluido sectores pequeños o sencillos. Por ejemplo, la mayoría de floristerías o cafeterías forman hoy parte de alguna cadena; sólo se dedican a vender flores o café, y es la sede central la que lleva las cuentas, las cuestiones legales, la compra de insumos básicos, etc. En tiempos anteriores, estos pequeños establecimientos se encargaban de toda una gama de asuntos; aunque modesto, constituían un espacio de conocimiento. (p. 29)

Esto supone, claro, la desaparición de las redes vecinales, horizontales y de pequeño calado y su substitución por redes verticales jerarquizadas.

Al darse cuenta de ese doble movimiento (que las sedes empresariales abandonaban las ciudades y los profesionales de clase media se iban a vivir a los suburbios, pero en cambio había un incesante goteo de inmigrantes que iban a la cuidad a buscar trabajo para esos nuevos profesionales de las finanzas y el capital), Sassen descubrió que había otra oleada de inmigración hacia las ciudades: «jóvenes estadounidenses con una gran formación».

Sassen viajó a Los Ángeles y descubrió que ese mismo patrón no se repetía; pero sí lo hacía en otros dos grandes nodos: Tokio y Londres. Y de ahí, claro, su publicación de La ciudad global, algo que en 1991 era sólo una tendencia pero que en los 2000 ya se había convertido en evidencia. Pero el paso de la ciudad a nodo global para los entornos financieros posibilitó, también, su ampliación a otros flujos: desde los agentes convencionales (por ejemplo los museos, que podían aprovechar ese entramado de «nuevos instrumentos legales, contables y de seguros capaces de cubrir transacciones internacionales», p. 31) hasta los contrasistémicos (ecologistas, activistas de derechos humanos) hasta las redes de narcotráfico o crimen organizado.

En tanto que espacio de producción e innovación, la ciudad global genera necesidades extremas. Entre ellas se incluyen infraestructuras modernas que casi inevitablemente se encuentran en un nivel mucho más elevado que los estándares de las mayores ciudades internacionales. Por ejemplo, los centros financieros de Nueva York y Londres tuvieron que desarrollar en la década de 199′ unas clases de infraestructuras digitales muy superiores a las existentes en la mayor parte de esas ciudades. (p. 31)

Y, a modo de conclusión:

La función de la ciudad global se crea, y ese proceso de creación es complejo y multifacético. (…)

Ese proceso de creación no podía tener lugar únicamente en el seno de una compañía o una situación de laboratorio. Tenía que estar centrado en la intersección de diferentes tipos de circuitos económicos globales nacientes con contenidos distintivos, que son variados todos ellos en función de los sectores económicos. Necesita espacios donde profesionales y ejecutivos procedentes de diferentes países y culturas del conocimiento acaben uniendo retazos del conocimiento de unos y de otros, aunque no haya sido ésa su intención inicial. (p. 32; el destacado es nuestro)

Finalmente, Sassen destaca «una infraestructura para asegurar el máximo rendimiento por parte del talento de altos ingresos». Más que hablar de «trabajos con bajos salarios, he descrito esas labores como la tarea de mantener una infraestructura estratégica; y esa infraestructura incluye las viviendas de las clases profesionales de nivel superior que tienen que funcionar como un mecanismo de relojería, sin espacio para pequeñas crisis» (p. 32).

En «Las redes de las ciudades», Peter Taylor aborda un tema que, a menudo, se analiza de forma errónea: el comercio internacional. Según Taylor, la tradicional división en comercio (importaciones, exportaciones) por países es algo que ya ha quedado atrás, por lo que recurre a un nuevo índice que rastrea la comunicación entre pares de ciudades.

… la mayoría de las ciudades del mundo son mucho más viejas que los estados en los que se encuentran. Todo ello presupone cierta sutil sensación de poder, pero no se trata del poder centralizado y manifiesto que exhiben los estados (un poder competitivo sobre otros), sino de una noción mucho más difusa (un poder complementario con otros). Se trata de una concepción reticular del poder, algo más difuso que el simple hecho de percibir las principales ciudades contemporáneas como centros de comando y control de la economía mundial. (p. 34)

Por eso mismo, Taylor huye de la noción de que los alcaldes de las ciudades «gobiernen el mundo, una burda idea que refleja una falta de comprensión de las ciudades y su innata complejidad».

Hay dos formas básicas de describir la geografía de la globalización contemporánea. Según un destacado punto de vista, ha sido generada por una combinación de teoría/ideología y política/práctica económica neoliberal en relación con la retirada del Estado de los asuntos económicos. Realizada de modo voluntario en los países ricos (sobre todo, a partir de la reaganmania y el thatcherismo) e impuesta en los países pobres (condiciones de financiación del Fondo Monetario Internacional), el resultado ha sido una economía internacional más integrada e intensiva. Así, neoliberalismo y globalización suelen verse inextricablemente unidos por medio de esas políticas estatales. Sin embargo, la globalización puede considerarse como mucho más que ese proceso económico internacional específico. De manera más general, está basada en una economía global que es transnacional más que internacional. Según este segundo razonamiento, el neoliberalismo es un medio para conseguir un fin, no un fin en sí mismo. La consecuencia en un locus cambiante del poder en el mundo, una transferencia desde las élites políticas a las élites económicas: vivimos en un mundo corporativo. El neoliberalismo está produciendo una globalización corporativa.

De ahí que los índices sobre comercio «nacional» sean erróneos: el comercio no se produce entre estados, «sino entre entidades comerciales, y cada vez más el flujo ocurre entre grandes corporaciones». Precisamente la búsqueda de nuevas formas de negocio a lo largo del siglo XX llevó a las empresas a esa evolución.

En un inicio, el establecimiento de fábricas tras los muros arancelarios de países extranjeros condujo a las corporaciones multinacionales; el movimiento de la producción desde países con altos salarios a países con bajos salarios condujo a las corporaciones internacionales (por ejemplo, la nueva división internacional del trabajo de la década de 1970); el más sofisticado uso estratégico económico de las fronteras políticas generó las corporaciones transnacionales, que se han transformado en las actuales corporaciones globales. La tecnología clave facilitadora de la globalización final provino a finales de los años setenta de la fusión del ordenador y las industrias de la comunicación, que hizo manejable la estrategia global corporativa en un marco temporal mundial instantáneo. (p. 35)

Para ello la red de investigación Globalización y Ciudades Mundiales (GaWC), que mide la conectividad de las ciudades. No sorprende que la primera sea Londres y la segunda Nueva York (no queremos malpensar por el hecho de que la base del GaWC esté, precisamente, en la capital inglesa) ni que la inmensa mayoría de las 30 primeras relaciones duales entre ciudades incluya, casi en todos sus casos, o a Londres o Nueva York; parece que Tokio, debido a la economía japonesas, ha perdido fuelle respecto a la década de los 90, cuando Sassen la situó en el pódium junto a las otras dos. Sin embargo, esta conectividad sí que permite observar que, de las 30 ciudades globales repartidas por el mundo, hay un clúster central que incluye a las ciudades europeas, las norteamericanas de las costas y las principales ciudades chinas «en una suerte de zona central de la red».

La explicación al papel preeminente de Londres que da Taylor se remonta a la escasez de dólares tras la Segunda Guerra Mundial y la solución a la que se llegó: el eurodólar. Se formó una tríada compuesta por Nueva York (centro financiero), Washington (centro político) y Londres (centro comercial offshore). «Así, Londres se ha desarrollado como plataforma fundamental para la globalización corporativa, y ésa es la base de las enormes externalidades de aglomeración y de conectividad» (p. 40).

Para acabar, enumeramos a modo de lista algunos otros de los artículos que aparecen en el dossier: sin ir más lejos está Castells (aunque son temas ya tratados en el blog en otras lecturas («El poder de las ciudades en un mundo de redes»), se habla del auge de las ciudades chinas («Las ciudades más dinámicas estarán en el este», Jaana Remes y Maria Joao Ribeirinho), se explica la idiosincrasia del caso de Singapur («Singapur, un modelo de éxito», Cecilia Tortajada y Asit K. Biswas), la pugna entre globalidad y localidad en ciertas ciudades norteamericanas («El nuevo localismo: las ciudades estadounidenses ante los desafíos que Washington es incapaz de resolver», Bruce Katz y Jeremy Nowak) o el caso de las ciudades latinoamericanas («Ciudades latinoamericanas: modernización y pobreza», Alicia Ziccardi).