«The Ideology of Public Space and the New Urban Hygienism: Tactical Urbanism in Times of Pandemic», Manuel Delgado

Seguimos comentando los artículos que descubrimos durante el postgrado. A Manuel Delgado ya no hace falta presentarlo: lo hemos reseñado tantas veces en el blog que poco nos queda por decir de él. Por lo tanto, pasamos directamente al artículo, que rastrea los orígenes del urbanismo táctico y su papel en la nueva configuración del espacio urbano en época post-pandemia, con la vista puesta en un espacio social, amable y desconflictivizado. «The Ideology of Public Space and the New Urban Hygienism: Tactical Urbanism in Times of Pandemic» es el octavo capítulo del libro Urbicide. The Death of the City (editado por Fernando Carrión Mena y Paulina Cepeda Pico, Springer, 2023).

Barcelona lleva años presentándose a sí misma como un modelo a seguir en el urbanismo progresista, primero con las reformas para los Juegos Olímpicos, que situaron a la ciudad en la palestra internacional en lo que acabaría siendo conocido como el «modelo Barcelona», y luego con el «post-modelo Barcelona» de las ‘superilles’ y el uso del urbanismo táctico. «Both in the first “model Barcelona” (…) and in the current “post-model Barcelona” (…), the common argument used to justify emblematic urban operations was (and is) the idea of a moral rebound—an argument based on values about good city planning and, by extension, planning of and for good citizenship.» (p. 128). El componente moral es esencial porque parece que las nuevas formas surgidas desde la izquierda más asamblearia y municipal (las surgidas tras el 15M, podrías decir), en vez de luchar de frente contra el capitalismo, tratan de paliar sus efectos socialmente más nocivos: «Its ideology corresponds to what has come to be called citizenism (Delgado, 2016) —an updating of classical republicanism and left-wing liberalism that takes the political perspective of realizing cultural modernity projects and understands democracy not as a form of government but as a way of life and a moral imperative. Citizenism does not call for the dismantling of the capitalist system but instead seeks ethical and aesthetic reform to humanize it and temper its excesses.» (p. 129)

La visión que este nuevo municipalismo tiene del espacio público es el del lugar donde se realizan (o se deberían de realizar) todos los ideales de bienestar, multiculturalidad, ecología y ausencia de conflicto; o conflicto que se resuelve amablemente tras una charla civilizada.

The public space of which dogmatic citizenists speak, with its cleanliness and guarantee of ethical civic norms, is much more than a stage for social life, starring total or relative strangers. Ideologists, politicians, and technicians of new municipalism base the topographical concept of public space, adopted since the 80s of the last century, 2 on a notion taken from political philosophy (Arendt 1958; Habermas 1962)—that of using it to designate a bourgeois public sphere and deploy it for the benefit of civil society. This new use of the concept of public space locates in public places—spaces of public ownership and free concurrence—the proscenium on which abstract democratic principles are enacted as practical ways of being together. This constitutes a formula to ethically achieve the great transformations shaping the capitalist spatial turn—the conversion of urban spaces into major sources of production and the accumulation of surplus value. (p. 130)

El concepto de espacio público ya nació (hace apenas 40 años) como un ideal de lo que tendría que ser, no como una descripción de lo que era (que hubiese tenido que remitir, necesariamente, a Lefebvre y lo urbano).

This means that the notion of public space, in terms of both urban governance and the technocracy of urban citizenship, does not have a mere descriptive function, but serves as a pure ideology (Delgado 2015). Its task is not, as it pretends, to describe accessible voids between built volumes but to morally elevate territories as quality spaces—presumably accessible regions in which appropriate uses, desirable meanings, and good fluidity of displacements is ensured. It is a matter of configuring garrison spaces—in both the military and culinary senses—to guarantee safe, predictable environments for urban reform operations, making them appealing for speculation, tourism, and institutional purposes in terms of legitimacy. To this end, the urban exteriors should be meeting places for orderly multitudes of free and equal beings who will use them to enjoy friendly coexistence, free of conflict, and should become paradises from which anyone who does not espouse middle-class values is expelled or barred. (p. 130)

El nuevo capítulo del urbano neoliberal corresponde a una época donde prima lo cercano, lo ecológico y lo social; por lo tanto, se buscan avenidas libres de coches, con mucha zona verde, accesibles a pie y en bicicleta: «sostenibles, inclusivas, participativas, interculturales y, en consecuencia, beneficiosas para toda la humanidad» (p. 131).

Una de las herramientas decisivas para implementar ese nuevo capítulo ha sido el urbanismo táctico. Su origen se encuentra en revueltas vecinales puntuales de los 60 y los 70, en ocasiones incluso artísticas, que buscaban formas baratas y sencillas de perturbar el orden establecido. «Already widespread in the 2000s, tactical urbanism took the form of small, ephemeral, spontaneous interventions in North American cities such as New York, Dallas, and San Francisco. They involved modifying the local environments through the low-cost, playful use of rudimentary materials for folding picnic furniture, paint-to-zone sidewalks and driveways, plastic and concrete bollards, wooden planters, and site-made materials.» (p. 132). El urbanismo táctico nacía desde abajo, desde la base social, que es quien lo imponía y, en su defecto, lo mantenía o lo rechazaba, por lo que estaba impregnado de ese don «social, auténtico, espontáneo» que tan bien le iba al urbanismo neoliberal, ya que encarna los ideales de participación, inclusión, multicultural, etc.

Tras la crisis económica de 2008, además, el urbanismo táctico permitía soluciones rápidas, baratas y fáciles de corregir si los ciudadanos se oponían. Su propia fisionomía (palets, estructuras de madera, pintura en el suelo, objetos más o menos curiosos) la acercaba mucho al apelativo «creativo», que es el summum en la ciudad actual: todo lo creativo es maravilloso, siempre que siga las directrices del capital y no se le oponga (dependiendo de esa oposición será violento, antisistema o, el peor epíteto hoy en día: terrorismo).

Tactical urbanism aimed to promote the innovative recycling of urban space by encouraging the use of urban voids or the reuse of abandoned or decrepit land that could not be built upon, which resulted from the real estate crisis. The tactics ended up becoming a strategy through which municipal administrations could modify urban spaces in quick, cheap, and reversible ways, enabling them to test different solutions without mortgaging the urban spaces, waiting for projects to generate satisfactory results, or obtaining guarantees of consensual functional success. Entire cities were conceived of as open-air laboratories in which to test strategies without investing too many public resources (Cardullo et al. 2018; O’Callaghan and Lawton 2016). Despite this culturally anti-establishment patina, which allowed its achievements to be exhibited in contemporary art museums, the success of tactical urbanism served to depoliticize urban issues by varnishing initiatives with aesthetics and moralism and staging a social authenticity (Franco 2018) that won considerable political and media praise for its effectiveness. (p. 133)

Es lo que sucedió en Barcelona tras la pandemia: con la excusa de «revitalizar el espacio público» se recurrió al urbanismo táctico y multitud de chaflanes y esquinas amanecieron llenos de formas geométricas multicolor, con bloques de hormigón y bolardos impidiendo el paso del tráfico de vehículos. De repente los vecinos salían a la calle y podían recorrer espacios limpios, libres de humos e interferencias (tal vez con unas cuantas terrazas de más, pero claro, había que compensar a la hostelería por el tiempo que había estado cerrada, parece). Fue la imagen idílica que Barcelona necesitaba para poner en marcha su nuevo plan urbanístico: una ciudad limpia, con vecinos sonrientes que ya no son desconocidos entre ellos y fluyen, y disfrutan, en ese desconflictivizado espacio público.

Los nuevos indicadores de la vitalidad de la ciudad pasaron a ser científicos y ambientales: la reducción de la polución, la reducción del ruido (lógicamente, los coches hacían más ruido y contaminaban más que el paso de las bicicletas o los peatones), aumento de peatones, aumento de espacios verdes… «Tactical urbanism was presented in Barcelona not as an innovation, but as a next step in its tradition of creative and disruptive urbanism.» (p. 136) Aunado con la implementación de les ‘superilles’ (la agrupación de nueve manzanas del Ensanche para formar una estructura mayor con el tráfico muy reducido en las cuatro calles interiores, formando plazas o espacios peatonales o de preferencia peatonal), se convirtió en una forma de revertir los efectos nocivos del calentamiento global y la emergencia climática, además de las bondades habituales que la publicidad siempre atribuye a este tipo de reformas: amables, igualitarias, sociales, abiertas, tolerantes.

A pesar de los orígenes y las proclamas del gobierno de la nueva izquierda, sin embargo, no hubo nada de asambleario en la imposición de esas reformas urbanas. En cuanto se puso de manifiesto ese hecho, la respuesta del Ayuntamiento fue que las nuevas superilles y los espacios pacificados servían para evitar 667 muertes prematuras al año, debidas a los efectos de la contaminación. Esta y muchas otras respuestas que ligan esta forma de urbanismo a las bondades ecologistas le sirven a Delgado para hablar del «higienismo», que siempre ha sido una de las excusas recurrentes para reformas urbanas (en el fondo, neoliberales) como por ejemplo la «higienización» del barrio chino, el lugar del vicio, la perdición, el tráfico de drogas y la prostitución, un lugar tan horrible e infernal que hubo que derruirlo y abrirlo en canal para que de sus cenizas resurgiese el nuevo Raval, espacio limpio, multicultural y, sobre todo, repleto hasta los topes de museos, facultades, escuelas y filmotecas que le dan esa pátina de espacio respetable.

Pero el higienismo en Barcelona no es sólo físico, sino moral:

However, this new hygienism has the same mission as its predecessors: not only to ward off, as it claims, the pandemics of coronavirus and environmental pollution, but to keep conflict, conceived as a plague, at bay and prevent it from threatening the good health of the bourgeois city. Its objective is to calm life in the streets and turn them into orderly, predictable spaces, to deactivate threats to the peaceful government of cities, and to present appropriate scenarios so that the dominated (the urbanized) can and want to collaborate avidly with those who dominate them (the urbanizers). (p. 140)

Espacios públicos, sociabilidad y orden urbano, de Ángela Giglia

En las próximas entradas vamos a comentar algunos de los artículos que hemos leído durante el postgrado «Antropología de la arquitectura«, del que ya llevamos algunas entradas (y que nos ha mantenido algo alejados del blog durante la redacción del ensayo final, que abordaba algunos aspectos de las Superillas de Barcelona). Empezamos con «Espacios públicos, sociabilidad y orden urbano. Algunas reflexiones desde la ciudad de México sobre el auge de las políticas de revitalización urbana» (Cuestión Urbana, Año 2, Nro 2, 2017, ps. 15-28), de la maravillosa antropóloga mexicana Ángela Giglia, un verdadero descubrimiento (y de la que lamentablemente acabamos de descubrir que falleció en 2021). El artículo reflexiona sobre la importancia desmesurada que se atribuye desde hace algunos años al concepto de «espacio público», sobre todo desde los aspectos morales que se vinculan con dicho concepto y su supuesta capacidad para «incidir sobre la sociabilidad de una forma directa y lineal» (p. 16).

Considero que esta idea es la versión más actual de una falacia recurrente en los planteamientos arquitectónicos y urbanísticos, la falacia del determinismo espacial. En este texto propongo una reflexión crítica en torno a esta tesis -de que una mejora en la forma del espacio conlleva una mejora de la sociabilidad- (…) En el fondo de dicha reflexión yacen unas preguntas que pueden formularse de este modo: ¿Por qué el espacio público se ha vuelto tan importante en las últimas décadas en el discurso sobre las ciudades? ¿Es posible mejorar la sociedad a partir de mejorar los espacios públicos urbanos? ¿Existe alguna relación entre el auge de la renovación de espacios públicos y la forma como la economía global está transformando las ciudades? (p. 16, el destacado es nuestro)

Las tres preguntas ya son, en sí, una declaración de intenciones y Giglia no disimula su convicción de que la importancia del espacio público no surge de la necesidad o voluntad por parte de las autoridades de mejorar las calles de las ciudades sino que tiene una estrecha relación con las necesidades sobre el espacio, la sociabilidad y el comportamiento en determinados espacios públicos que requieren las ciudades mercantilizadas.

Este discurso se conoce en la actualidad como «place making» y tal vez uno de sus máximos exponentes sean las tesis de Jan Gehl, arquitecto y urbanista danés (del que ya reseñamos algunas obras, por ejemplo Ciudades para la gente). Gehl y su estudio empezaron con actuaciones cerca de su Dinamarca natal, pero sus políticas (básicamente: espacio peatonal y amable, bicicletas, comercios para los caminantes y no para los coches) se han ido ampliando a muchas ciudades del mundo.

El place making consiste literalmente en hacer lugares mediante el diseño arquitectónico y la planeación (con o sin la participación de los usuarios y los habitantes). “Hacer un lugar” es algo que desde el punto de vista de las ciencias sociales urbanas -baste pensar en la famosa definición de lugar y de no-lugar propuesta por Marc Augé (1995)- es un objetivo extremadamente complejo y difícil de alcanzar a partir del mero diseño del espacio, si aceptamos que los lugares, además de ser espacios físicos (y a veces no necesariamente físicos sino imaginados o virtuales), son sobre todo sitios provistos de un significado colectivo y simbólico reconocido y reconocible, lo cual es el resultado de procesos sociales e históricos casi siempre largos, contradictorios, impredecibles y estratificados. (p. 18).

Paradójicamente, y a pesar de lo concreto que es un lugar determinado, las recetas que se aplican son siempre genéricas y estandarizadas. De hecho, rastreando el place making es fácil llegar a las tesis de William H. Whyte en The Social Life of Small Urban Spaces, aunque en la actualidad se invierte la ecuación: si Whyte y su equipo estudiaron espacios concretos de alta sociabilidad en Manhatta, Nueva York, y de ahí extrajeron las recetas del éxito (ojo: recetas de lugares concretos de un distrito concreto de una ciudad concreta), luego esas mismas recetas se podían aplicar en todas partes con el supuesto de que iban a funcionar igual. Es lo que sucede con Gehl: aplicamos recetas genéricos y, a partir de ahí, y de forma espontánea, se supone que el espacio va a cambiar y la sociabilidad que se lleva a cabo en ella también lo hará.

Giglia destaca lo inverosímil de estas recetas genéricas al comparar los consejos de Whyte (por ejemplo, en las plazas de Nueva York las personas preferían ocupar los espacios periféricos) con un lugar tan lleno de vida como el Zócalo, de México, que no deja de ser un enorme espacio vacío repleto de vida, especialmente en su centro. «En suma, las recomendaciones sobre la mejor manera de acondicionar un espacio público necesitan ser adecuadas a cada contexto socio cultural y espacial y partir de un estudio del orden urbano local, es decir del conjunto de las reglas formales e informales que en cada espacio organizan sus usos posibles con base en un entramado especifico de relaciones sociales entre actores diversos y desiguales» (p. 19).

Giglia destaca cómo, a pesar de que ya en los años 60 Jacobs avisaba, en Muerte y vida de las grandes ciudades, de que no había recetas genéricas y que cada caso era concreto y merecía su estudio determinado; o incluso que el Castells de La cuestión urbana ya refutaba la existencia de una «ideología urbana» independiente de los contextos, y «sostenía que lo que hay que analizar es mas bien la interacción entre las estructuras sociales –con en el centro las relaciones de producción– y las estructuras espaciales» (p. 20), «es difícil no calificar como una suerte de retroceso las actuales políticas de renovación de espacios públicos inspiradas en el place making que recorren las ciudades del globo en todas las direcciones con propuestas increíblemente semejantes a pesar de las grandes diferencias socioculturales y geográficas entre una ciudad y la otra» (p. 20).

¿O no será que el espacio público se ha convertido en el eje de la actual ideología urbana, es decir en un discuro que apunta a normalizar las relaciones sociales en la ciudad para beneficio de los intereses de los sectores dominantes? (p. 21, el destacado es de Giglia).

La propia Giglia destaca que ésa es la tesis de Manuel Delgado, al que hemos reseñado un sinnúmero de veces en el blog. «De ser cierta esta tesis, los efectos benéficos que la renovación de espacios públicos conllevaría (…) serían reales sólo para unos cuantos usuarios o habitantes de dichos espacios, quedando excluidos todos aquellos que no embonan con el ideal de ciudadano moderno y transeúnte/turista para quienes los lugares que resultan de los procesos de place making son destinados» (p. 21).

En efecto, y estudiando el caso de México, lo que acaba sucediendo es que se criminalizan ciertas actividades en el espacio público que, en general, llevan a cabo las personas con menos recursos, las que «utilizan la calle como un espacio para vivir y para ganarse la vida mediante el trabajo informal, la mendicidad u otras actividades ilegales» (p. 22), mientras se sancionan todas aquellas actividades que tiene que ver con el turismo, el ocio o el consumo. La Ley de cultura cívica de la Ciudad de México, por ejemplo, impide la mendicidad, ilegaliza toda actividad de venta de diversos productos y la prestación de «servicios no requeridos» (desde la prostitución hasta actuaciones como mimos o músicos) y, sin embargo, destaca Giglia, esas actividades siguen sucediendo. Porque la aplicación de la ley «resulta sujeta a la discrecionalidad y a la arbitrariedad de los custodios del orden público», lo que da pie a la negociación y la corrupción; y a la incertidumbre que acaban viviendo estas personas, susceptibles en cualquier momento de ser detenidas.

Lo mismo sucedió en uno de los mayores parques de la ciudad, la Alameda. Parque popular y de uso intensivo, sufrió una remodelación para adecuarlo a nuevos usos, más correctos, como el de asistir a conciertos o exposiciones artísticas e impidiendo que las personas se tumbasen allí para dormir o descansar o comer.

Actividades como los bailes que se organizaban los sábados por la tarde o los grupos religiosos que acudían al parque para congregarse y predicar sin necesidad de una convocatoria institucional, las decenas de personas que se reunían para asistir a los espectáculos de los mimos y payasos y muchas otras parecidas, no fueron consideradas como apropiadas después de la renovación y fueron reprimidas o confinadas en las orillas, fuera del perímetro del parque, contribuyendo a acrecentar las desigualdades y la fragmentación entre una porción del espacio y los espacios contiguos. (p. 25).

No sólo la venta está prohibida: patinar, ir en bicicleta, pasear al perro y, en definitiva, todo lo que suponga un uso inadecuado del mobiliario público, dejando a discreción, de nuevo, d la policía, qué se considera uso adecuado y qué es inadecuado. Como destaca Giglia, en general lo único que se puede hacer en el parque es caminar y sentarse en los bancos a mirar a los demás.

Con estos dos casos como ejemplo, Giglia concluye dos hechos: el primero, la falsa ingenuidad del place making, que con la excusa de crear un espacio de calidad en realidad lo que hace es seleccionar quién es y quién no es un ciudadano adecuado para un determinado espacio; creando, en definitiva, usuarios. Y el segundo hecho, mucho más esperanzador, es «que las normas no se imponen de manera simple y lineal», sino que «se enfrentan a la resistencia y a la oposición (tanto abierta como encubierta) por parte de los usuarios» (p. 26).

En otras palabras, al fijarse en querer imponer únicamente los usos deseables el diseño del espacio omite prever los muchos otros usos posibles, lo que complica las cosas en el momento de aplicar las reglas. Es decir que en lugar de hacer un ejercicio de imaginación que ponga en relación un cierto espacio con su entorno urbano y con el orden urbano en cual está inmerso, se prefiere restringir, pautar, acondicionar para ciertos usos únicamente. Por ejemplo, en el caso de la Alameda nadie pensó que las fuentes remodeladas con atractivos juegos de aguas serían un motivo de diversión infinita para niños y adolescentes con sus familias, en una ciudad en donde el clima vuelve muy atractivo durante casi todo el año darse una refrescada en las horas más calurosas del día. En las tardes soleadas las fuentes de la Alameda se abarrotan de chicos y chicas mojándose y jugando con los chorros intermitentes, mientras los padres y los abuelos aguardan alrededor con la toalla y muda de ropa lista para cuando sea el momento de irse. Las bancas de mármol en los alrededores de las fuentes son usadas como tendederos para poner las prendas a secar. En suma, la sociabilidad popular se renueva y vuelve a apropiarse de un espacio que se quería depurado de usos descontrolados y “poco cívicos”. El baño colectivo en las fuentes se ha convertido en un problema serio para la administración del parque, ya que no se puede impedir algo que no está prohibido en el reglamento y que además atrae una cantidad masiva de personas, familias enteras de sectores populares que proceden de toda el área metropolitana y que de este modo se reapropian de la Alameda desde sus gustos, con sus posibilidades y sus necesidades. (p. 26).

Lo cual nos recuerda a una frase de William Gibson que le leímos al Townsend de Smart Cities y que se ha convertido poco a poco en uno de los lemas del blog: «The Street finds its own uses for things». Que viene a decir que, aunque la imposición neoliberal sobre el espacio público sea creciente, y haya que luchar contra ella con todas nuestras herramientas, siempre queda ese resquicio de esperanza y de imposibilidad de controlar, por completo, lo urbano.

«Fragmentación urbana y comercio de proximidad: las Superilles de Barcelona», de Lluís Frago Clols

El caso práctico de estudio de «Antropología de la arquitectura», el postgrado en el que estamos participando y del que ya venimos reseñando algunas lecturas y artículos en las últimas entradas, será las Supermanzanas de Barcelona (Superilles, por su nombre en catalán). Se trata de un proyecto que se inició en el año 2016 pero que se popularizó, sobre todo, a partir de 2020, y que cobró aún mayor dimensión local a raíz de la pandemia y el confinamiento, como veremos en una próxima entrada. Las actuaciones implicadas en el proyecto Superilles se van a llevar a cabo por toda la ciudad pero, sobre todo, aprovechan la estructura de uno de los barrios más conocidos de la ciudad: el Ensanche. Diseñado por Ildefons Cerdà (del que ya hemos hablado en el blog en otras ocasiones) durante la segunda mitad del siglo XIX, el Ensanche se caracteriza por su distribución hipodámica o en damero, que extiende y amplía la ciudad hasta incorporar a las poblaciones cercanas (por entonces, independientes, y hoy ya incorporadas como barrios) de Gràcia, Sant Gervasi o Sants. La característica singular del Ensanche, frente a otros trazados hipodámicos, es que las esquinas presentan un chaflán, un espacio que se diseñó tanto para favorecer el tráfico de los vehículos (al evitar las esquinas abruptas) como de las personas.

El proyecto de las Superillas busca, mediante la reducción del tráfico, pacificar, peatonalizar y reverdecer el interior de algunos grupos de manzanas. Así, la idea rector consiste en coger un grupo de 9 manzanas y restringir el tráfico en sus calles interiores sólo a vecinos y servicios. De este modo, el tráfico ajeno a esas 9 manzanas puede circular por el perímetro exterior de la nueva «supermanzana», mientras que las cuatro calles interiores dan prioridad a los peatones y se convierten en espacios peatonales, verdes y de juego o consumo.

A lo largo de las próximas entradas iremos reseñando algunos artículos que analizan ventajas e inconvenientes del proyecto. Hoy, a modo de presentación del mismo, leemos «Fragmentación urbana y comercio de proximidad: Un ensayo sobre el proyecto Superilla en Barcelona«, de Lluís Frago Clols, geógrafo de la Universidad de Barcelona, publicado en Tlalli, Revista de Investigación en Geografía, nº 8. El artículo analiza el contexto en el que surgen las Superillas, compara el proyecto con los anteriores grandes proyectos urbanísticos de la ciudad y finalmente plantea dudas sobre si la escala de actuación es la adecuada.

La apuesta del Plan Cerdà (1855), creada en paralelo a su Teoría General de la Urbanización (1867 y considerado uno de los primeros tratados de urbanismo como ciencia) «es una formulación claramente en favor del fenómeno urbano» (p. 125) frente a otras propuestas de la época, como la ciudad jardín de Howard. Cerdà quería aprovechar los avances técnicos para construir una ciudad densamente poblada pero que, sin embargo, tuviese espacio para respirar (en principio el interior de las manzanas iba a ser una zona ajardinada; en el primer plan diseñado, de hecho, sólo se construía en dos de los cuatro lados de cada manzana, dejando el interior como un corredor verde). Cerdà apostó, también, por una mezcla de usos (convivían las viviendas con la industria) y la importancia del ferrocarril como medio de transporte urbano.

Ya en un nuevo contexto, el determinado por el funcionalismo y los CIAM (recordemos La carta de Atenas), surge el Plan Macià, planteado por los arquitectos del GATPAC, entre ellos Josep Lluís Sert o Le Corbusier. El Plan Macià no llegaría a ser ejecutado (por lo que hay que dar gracias a la providencia…), pero proponía reorganizar Barcelona en función de los nuevos «descubrimientos» de los CIAM, es decir: la funcionalización. Si Cerdà lo había mezclado todo, el Plan Macià proponía separar espacios, ampliar las carreteras (la tan omnipresente cuarta función, la movilidad) y, por ejemplo, situaba el ocio en la «Ciudad del Recreo y de las Vacaciones de Gavà»… a 20 kilómetros de la ciudad. Porque el ocio, para los racionalistas, era algo que sucedía organizadamente en fines de semana, y en manada, a ser posible. El Plan Macià, de hecho, también proponía la superación de las manzanas y la construcción de unas «supermanzanas» de 400 metros por 400 metros, «que tenían que favorecer más al tránsito viario» (p. 126).

Durante los años del franquismo, el Ensanche sirvió como epicentro a partir del cual estructurar el resto de la ciudad de Barcelona, aumentando enormemente su densidad y con una mezcla de usos aún muy presente. «Buena parte de la expansión urbana fuera del ámbito del ensanche de Barcelona irá de la mano de los intereses de promotores y propietarios del suelo, correspondiendo a las áreas suburbanas de la ciudad a partir de la edificación abierta intensiva» (p. 126). Es la época en que las ciudades colindantes con Barcelona se van proyectando como ciudades satélite o, incluso, ciudades dormitorio.

La siguiente época vino marcada por «las grandes reformas olímpicas» (respecto a las cuales vimos, hace nada, la construcción de la Vila Olímpica, de la mano de Gabriela Navas Perrone), pero también por «una importante creación de nuevo espacio público aprovechando los vacíos urbanos dejados por la desindustrialización» (p. 127). De ahí surgieron, por ejemplo, las «plazas duras», plazas de hormigón con pocos elementos verdes y algo de mobiliario, que han sido insignia del «modelo Barcelona» durante bastante tiempo.

Las superillas surgen en un contexto distinto. Si bien el proyecto, como ya hemos comentado, se inicia en 2016, es a partir de 2020 y el confinamiento provocado por el COVID-19 cuando gana popularidad. Se imbrica, además, con otros proyectos similares como el de la ciudad de los 15 minutos de París (de la que ya hablamos), en esta nueva ideología urbana que propone ciudades amables para los transeúntes y pobladas de espacios verdes. Los puntos esenciales del proyecto son, de hecho, favorecer los espacios verdes, priorizar espacios para caminar antes que para el vehículo y, entre otros, «el desarrollo del comercio de proximidad».

Sin embargo, como destaca Frago Clols, los estudios de amplio calado que analicen el impacto directo de estas medidas sobre los temas que pretenden afectar son casi inexistentes. Sí que hay estudios puntuales

Para el caso de las [Superilles de Barcelona], las investigaciones existentes han quedado limitadas a aspectos puntuales del proyecto, muy relacionadas con la smart city, y el uso asociado, y abuso, de indicadores cuantitativos que el big data ofrece, así como su georreferenciación. Las dimensiones analíticas de este tipo de trabajos se han articulado a partir de datos puntuales sobre movilidad y calidad ambiental (…), aspectos de salud (…) y la asociada contaminación (…). A pesar de estudios que se centran en algunos conflictos sobre las apropiaciones del espacio público (…), son inexistentes los estudios sobre la [Superilla de Barcelona] que no sean análisis puntuales y que utilicen perspectivas de análisis multiescalares con una reflexión más amplia sobre el fenómeno urbano. En este sentido, el trabajo se pregunta: ¿Cuál es la escala de la ciudad? ¿Qué papel ejerce el neoliberalismo para entender la eclosión de la ciudad de la proximidad? ¿Realmente la ciudad de la proximidad es una ciudad, o es un fragmento de ella? ¿La ciudad de la proximidad puede resolver los retos sociales, económicos y ecológicos de nuestro mundo? (p. 118; el destacado es nuestro).

Y remata con una conclusión muy acertada: «Teniendo en cuenta que, desde la escala local, o micro local, no se pueden resolver los principales retos que plantea el sistema capitalista, se deduce que la profunda crisis del comercio físico en nuestras ciudades, motivada por la difusión del e-commerce, no será resuelta desde el urbanismo o las políticas de proximidad» (p. 119).

Frente a los proyectos urbanos mastodónticos (pensamos en las grandes obras de Robert Moses en Nueva York, por ejemplo, pero también nos servirían el Fórum o Diagonal Mar en Barcelona), las últimas corrientes urbanas han vuelto a la escala de lo local y lo microlocal. El París de los 15 minutos, por ejemplo, que no busca grandes ejes viarios o rediseñar la ciudad, sino acercarla a los habitantes que ya existen. Frago Clols recuerda que «la planificación urbana ha servido sobre todo para hacer más fluidos los circuitos de acumulación de capital (Harvey, 1982)» (p. 120) y que la mayoría de propuestas de izquierdas que han tratado de luchar contra este fenómeno (por ejemplo, cooperativas de vivienda o de consumo de proximidad) tienen alcances muy limitados. En esta línea sitúa el gobierno de Barcelona en Comú (recientemente substituido por el actual alcalde socialista) que, a pesar de su «buena voluntad» de «aproximarse y de solucionar los problemas de los vecinos», acaban convirtiéndose en una fragmentación creciente de «minifundios» que impiden una respuesta poderosa y unitaria, articulada frente al capital.

Las acciones en favor del comercio de proximidad sintetizan muy bien este tipo de políticas postmodernas fragmentadas. Se basan en la idea de una ciudad articulada únicamente a partir de barrios o micro-barrios que darían origen a este tipo de comercio. Se interpreta que a partir de estas acciones se podría hacer frente al poder de las grandes empresas de distribución transnacionales que ocupan las áreas más centrales o frenar la creciente desertización comercial que el comercio online impulsa. En cierta forma, esta acción del poder público en beneficio del pretendido comercio de proximidad se olvida de la naturaleza de la ciudad, articulada a partir de un sistema de centralidades que actúan a distintas escalas y que se organiza a partir de redes. Las políticas de proximidad en el comercio no tienen en cuenta
la larga trayectoria de las teorías neopositivistas urbanas y comerciales que encontraron el inicio en la teoría de los Lugares Centrales de Christaller… (p. 121)

A este contexto hay que añadirle la modificación del comercio a escala global. Por un lado, la Gran Recesión (2008-2012), que supuso un mazazo importante al pequeño comercio, que ya de por sí arrastraba otros males (la dificultada para competir con los grandes comerciantes, sin ir muy lejos), sumado a los precios crecientes del suelo o el alquiler en las ciudades, lo que también impacta sobre el pequeño comercio. Este proceso ha recibido distintos nombres en función de las características de los lugares donde se ha dado: demalling, retail apocalypse, retail-less city… Esta última (Carreras y Frago, 2022) es «una hipotética ciudad sin comercio en la que sólo quedarían pequeños establecimientos de conveniencia, principalmente alimentación, o aquellos que requieren de una experiencia, como tiendas de sofás o colchones, que el canal online encuentra menos estratégico» (p. 123).

«La desaparición de las actividades comerciales en las calles amenaza la esencia de lo que es una ciudad; fundamentalmente afecta a la naturaleza polifuncional del espacio público, su centralidad multiescalar y al cotidiano» (p. 124) y es, además, de especial importancia en ciudades del mundo mediterráneo (o árabe), donde el comercio informal y a pie de calle es esencial, frente a ciudades donde su presencia no es tan importante, como son las anglosajonas o los barrios burgueses de América Latina (los barrios residenciales, en general).

En este contexto, Frago Clols entiende que el proyecto Superilla presenta una «lectura fragmentada de la ciudad en el momento en que el concepto calle desaparece del proyecto, tan importante para el Plan Cerdà, el Plan Macià o el urbanismo olímpico. la calles es intrínseca al espacio público y claramente relacionada con las infraestructuras de movilidad en el proceso de estructuración de la ciudad. En el proyecto Superilla Barcelona se utiliza el concepto eje verde.» (p. 129) Si bien sí que existen algunos planes de usos en las calles, sobre todo con el objetivo de que no se llenen únicamente de terrazas y bares y zonas de ocio, lo cierto es que los valores con los que se promueve la Superilla son muy similares a aquellos con los que se impulsan las periferias residenciales cerradas, especialmente de América Latina. «Retorno a la naturaleza», «seguridad», «autosuficiencia», «tranquilidad», «el papel de la comunidad»…

Se produce una paradoja, y es que el papel dominante de la escala del barrio en el proceso de articulación del proyecto Superilla en un contexto de creciente desaparición de las actividades comerciales en la calle apunta hacia un modelo de ciudad más parecido al de Le Corbusier que al de Jane Jacobs. Este hecho es sorprendente si se tiene en cuenta que las tesis sobre la ciudad de la publicista norteamericana siempre han servido de armadura intelectual para la Superilla Barcelona.

Dentro de la historia del urbanismo de Barcelona, el proyecto [Superilles de Barcelona] significa un empequeñecimiento de la escala de la actuación. (…) En contraposición, la ciudad-región se ha expandido mucho más allá de los límites de la metrópolis industrial y el fenómeno urbano es planetario. Barcelona, en cierta forma, deja de querer tener una función de capitalidad regional y nacional, y sólo se transforma en beneficio de la escala micro-local a partir de afrontar los principales retos globales. (p. 132)

Ya en las conclusiones, Frago Clols vuelve al debate sobre quién transforma las ciudades. Es innegable una multiplicidad de respuestas posibles; pero innegable es, también, el enorme papel del mercado para transformar los espacios urbanos. Querer modificar el comercio afectando únicamente al último eslabón del mismo, y sólo en la escala municipal, pocos efectos va a obtener, si no va ligado con la imposición de «restricciones a la operación desacomplejada de los grandes oligopolios empresariales del comercio online» (p.l 133). Dicho de otro modo: poco importa lo que se haga en las calles de Barcelona si se permite en los alrededores la construcción del enésimo centro logístico de Amazon o similares.

Por último, es importante remarcar que las comunidades locales que articulan los barrios se contraponen a la ciudad. Las ciudades son realidades sociales que van mucho más allá de la suma de áreas residenciales autosuficientes. La defensa de estas comunidades micro locales a la vez vehicula una parte muy importante del odio tradicional a la ciudad: ruido, contaminación, densidad, pobreza, desconocidos, etc. En el contexto de emergencia comercial, y teniendo en cuenta el papel fundamental que ejercen los vecinos y la escala local en la articulación de la Superilla Barcelona, ¿puede ser que la Superilla Barcelona se parezca al modelo de suburbio residencial de Le Corbusier? Si a este hecho, le añadimos la idea de un barrio autosuficiente y basado con su propio comercio, ¿hasta qué punto el modelo urbano de la Superilla Barcelona se parece al de los barrios cerrados de las periferias de las ciudades latinoamericanas? (p. 133)

Puentes desde la arquitectura hacia la etnografía

En algunas de las entradas anteriores (lo dionisíaco en la ciudad, de Manuel Delgado; un análisis desde la antropología de la arquitectura sobre la Vila Olímpica, de María Gabriela Navas Perrone; y Un habitar más fuerte que la metrópolis, de Consejo Nocturno) ya hemos comentado que estamos asistiendo al postgrado Antropología de la arquitectura, impartido en la Universidad de Barcelona por Manuel Delgado y María Gabriela Navas Perrone. Uno de los objetivos del mismo es servir como puente tendido entre la arquitectura y la antropología (o su aplicación directa, la etnografía). El punto de partida es, someramente, que la arquitectura, a pesar de ser un saber técnico, ha tendido, sobre todo en nuestro mundo postfordista, neoliberal y globalizado, a convertirse en una herramienta validadora del régimen capitalista; sus supuestos no se cuestionan y, basándose en cuestiones indiscutibles como la higiene, la ecología (como veremos en la próxima entrada) o la democracia (y el papel que juega en el espacio público, en oposición a las calles, como vimos hace tiempo en un video de Manuel Delgado), esconden en realidad imposiciones ideológicas que no tienen en cuenta la morfología social ni los usos urbanos que los ciudadanos llevan a cabo de los lugares; o, más incluso, simplemente se trata de excusas para la enésima privatización de un barrio o la obtención descarada de beneficios.

Hace seis décadas ya surgieron voces discordantes que avisaban de que el modernismo arquitectónico (Le Corbusier y la funcionalización de la ciudad) estaba, en su interés por reformar y racionalizar la ciudad, acabando con la vida de los barrios. Tal vez la obra que con más sentido común y entusiasmo llevó a cabo esta crítica fue la monumental Muerte y vida de las grandes ciudades, de Jane Jacobs, donde abogaba por la integración de usos en las calles y defendía el «ballet de las aceras», una coreografía de personas que sentían esas calles como suyas y, por lo tanto, las defendían. También Kevin Lynch, con La imagen de la ciudad, daba a entender que no percibimos y vivimos la ciudad únicamente como un lugar a transitar, sino que dotamos de sentido a algunos de sus puntos y los usamos como espacios singulares para orientarnos: las sendas, los nodos, los hitos, los barrios, los bordes. Espacios destacados a los que dotamos, de forma subjetiva, de un sentido; porque, de forma objetiva, también lo tienen. Y, aún por otras vías, Lefebvre (por ejemplo, con El derecho a la ciudad o La producción del espacio) fue desgranando el modo en que el espacio es producido y el papel que juega el poder en la discusión de la que acaba gestándose ese mismo espacio.

La propia arquitectura no ha sido ciega a los efectos de sus proyectos. La gran embestida capitalista globalizadora de los años 90 y la primera década de los 2000 fue acompañada por la creación de edificios singulares que no sólo no pretendían integrarse con el lugar o la ciudad en la que se erigían, sino que querían, voluntariamente, diferenciarse de ella. Ahí podríamos enmarcar desde La Défense, de la que hablaba Bauman como un espacio ajeno a la ciudad de París y propiedad, en realidad, de unas élites, una clase flotante que no siente verdadera vinculación con ningún lugar, hasta el Museo Guggenheim de Bilbao, que sirvió para lanzar la ciudad a los flujos del capital (y a oleadas de gentrificación) o «el pepinillo», tanto el original de Londres como su émulo, la Torre Agbar de Barcelona. El objetivo de estas creaciones singulares no era otro que mostrar a la palestra internacional que esa ciudad, o al menos la parte proyectada, se estaba volviendo un lugar idóneo para el aterrizaje de los flujos del capital; y esa parte se volvía un lugar ajeno para los habitantes originales de la ciudad (en la distinción que, por ejemplo, hacía Castells entre el «espacio de los flujos» y el «espacio de los lugares»).

Otra de las embestidas del capital flanqueadas por los proyectos arquitectónicos eran las reformas que suponían la gentrificación. Desde la arquitectura hostil, cuyo objetivo es expulsar a las personas sin suficiente renda de un barrio determinado (y que nunca tratan de resolver el problema, sólo alejarlo), hasta la progresiva dejadez que conllevaba el estigma en un barrio (y que lo volvía ideal para los grandes inversores inmobiliarios, que compraban suelo a precio de saldo con la idea de revenderlo una vez el barrio se hubiese saneado) pasando por la forma actual de arquitectura «amable» capitaneada por carriles bici y espacios ecológicamente responsables para clases creativas que no dejan de ser un espacio público desconflictivizado para clases medias cuya renta les permite evitar los grandes conflictos de clase, pobreza o hasta raza y género.

Pero no todo el panorama es tan negativo. Poco a poco, la propia arquitectura, o partes de ella, han ido siendo conscientes de los efectos que estos proyectos tienen sobre los ciudadanos y han surgido una serie de corrientes que buscan entender, en primer lugar, y respetar, en segundo, los usos sociales del espacio construido. Uno de ellos es, claro, el propio objetivo del postgrado: tender un puente entre los urbanistas, diseñadores y arquitectos, por un lado, como generadores de espacio construido; y los antropólogos, sociólogos y otros estudiosos de lo social, como aquellos capaces de visualizar los usos reales (apropiaciones y ausencias incluidas) de esas calles.

Sin embargo, hay otras corrientes desde la arquitectura que han tenido el mismo objetivo, centrándose en aspectos distintos. Como hemos ido leyendo algunos de sus artículos contenidos en la bibliografía del postgrado, aprovechamos para presentarlos aquí agrupados.

La primera corriente tiene que ver con repensar la arquitectura desde un entorno gráfico. Su punto central es la experimentación gráfica, partiendo del punto de que la arquitectura, antes que un entorno construido, se comunica como un dibujo (en la actualidad, más a menudo, un render) y, posteriormente, como una maqueta. Esa primera aproximación a lo que puede ser el resultado final es la forma en que los no arquitectos podemos acercarnos al proyecto, por lo que han surgido una serie de propuestas para que sean los propios usuarios los que se acerquen a la expresión gráfica del mismo y puedan intervenir en ella con los mismos términos: dibujando o aportando sus propuestas al proyecto. Nos recuerda a la intervención artística (lo vimos en el documental Urbanized) que se dio a cabo en Nueva Orleans tras los efectos del huracán Katrina, cuando Candy Chang recorrió la ciudad pegando adhesivos en blanco en distintos lugares con las letras: I wish this was… y un espacio en blanco junto a un bolígrafo. De modo que los transeúntes y habitantes de la zona podían escribir sus propuestas, tan abstractas como «un lugar bonito» o tan concretas como «una panadería» o «una biblioteca». También las propuestas que encontramos en esta corriente son, en general, de índole artística, como las del Atelier Bow-wow y su «etnografía arquitectónica» (Momoyo Kojima, 2018) en la Bienal de Venecia.

Parte del objetivo de esta corriente es una huida declarada del concepto del «star system» arquitectónico formado por estrellas como Frank Gehry (por citar sólo uno; en realidad, aquí entraría la mayoría de los arquitectos cuyo nombre los que no somos expertos en arquitectura conocemos, y que en general conocemos porque sus obras han tratado de convertirse en un revulsivo para el entorno, y no en una parte integrada del mismo) y una preocupación por otros aspectos más humanos, como son ese mismo entorno, los aspectos sociales o el impacto ecológico de sus construcciones.

La siguiente corriente, probablemente la más antigua, tiene su origen en el debate que ya hemos comentado y que se dio durante la década de los años 60-70 del siglo pasado donde voces como la de Jacobs, Lynch o Lefebvre denunciaron el racionalismo y la funcionalización. De ahí surgieron estudios que trataban, mediante la observación, de comprender los usos sociales de los espacios, por ejemplo los del arquitecto Philippe Boudon, que estudió lo que sucedió con algunos de los proyectos y viviendas diseñadas por la arquitectura modernista una vez fueron en efecto habitados. Tal vez uno de los más conocidos de estos estudios sea The Social Life of Small Urban Spaces (1980), de William H. Whyte (lectura que tenemos pendiente desde hace tiempo). Whyte y su equipo observaron durante largo tiempo las plazas y calles de Nueva York (hay un documental posterior, de 1988, que enumera los descubrimientos del estudio) para descubrir qué es lo que hacían las personas, dónde se detenían, qué espacios transitaban y cuáles no; y, lo más importante, trataron de deducir cuáles eran los elementos relacionados con dichos comportamientos. Sus conclusiones fueron, sobre todo, la importancia de lugares donde las personas pudiesen sentarse.

Una versión algo más actual es el estudio del arquitecto danés Jan Gehl (viejo admirado en el blog, por ejemplo: Ciudades para la gente), que también ha desarrollado herramientas con las que estudiar el espacio público y los usos que se hacen de él. Ambos son exponentes de una corriente que tiene por objetivo situar al usuario final en el centro del proyecto arquitectónico; es decir, para quién se proyecta, para quién se construye.

El problema de esta corriente, tal vez la más extendida hoy en día, es que las observaciones tienen que ser concretas: cada espacio es distinto y tiene sus propias peculiaridades. A menudo, sin embargo, las mismas medidas que se han aplicado en un lugar (con mayor o menor éxito) se acaban replicando en lugares que son, por su morfología, marcadamente distintos, creando fórmulas genéricas que son usada por el poder o los intereses inmobiliarios como una excusa para la mercantilización de un lugar con la excusa de que ya han tenido en cuenta al usuario. Aquí podríamos incluir ese diseño «amable» del que hablábamos al principio de la entrada, con carriles bicis, hileras de vegetación y espacios cedidos al consumo de unas clases medias que son las únicas que pueden acceder a él; puesto que las clases superiores tienen sus propios espacios privados y no requieren, por eso mismo, de nuevos espacios que ocupar.

Una tercera corriente se centra en los sistemas constructivos que se utilizan. Esta corriente está muy influenciada por el concepto de la arquitectura vernácula, es decir: la arquitectura ligada a lo popular, a lo informal, a los modos tradicionales de construir de un determinado lugar. Por ello es de las que menos artículos e investigaciones han generado, porque su objetivo es evidentemente práctico. Podríamos rastrear sus orígenes en Arquitectura sin arquitectos, la famosa obra de Bernard Rudofsky de 1964 (otra lectura pendiente del blog). El documental Hacer mucho con poco, por ejemplo, da una muestra de algunos de los colectivos y grupos de arquitectos que operan bajo esta premisa en Latinoamérica.

Tampoco esta corriente está exenta de críticas, puesto que, al estar relacionada con la patrimonialización de determinadas construcciones o espacios singulares, en ocasiones ha sido utilizada como una forma de justificación de la mercantilización de diversos espacios. Un ejemplo de ello (aunque algo distinto, más que ver con la importancia de una historia oficial, burguesa y blanca, en oposición a la multiplicidad de historias que se dan en cada ciudad) lo denunciaba Sharon Zukin en The cultures of cities: en Nueva York existe una comisión que determina qué edificios hay que proteger y cuáles no. Pero esta elección nunca está exenta de ideología, porque la mayoría de edificios que escogen pertenecen a las clases altas (WASP, vaya) y, por ejemplo, no consideraron que el edifico donde Malcolm X fue asesinado mereciese esa consideración, a pesar de su importancia para la historia de la comunidad negra de la ciudad.

Un ejemplo de los debates que suscita esta corriente lo encontramos en el artículo «An award controversy: Anthropology, architecture, and the robustness of knowledge» de Stewart Allen (Journal of Material Culture, 2014, Vol 19(2)). En 2001, uno de los receptores del prestigioso premio de arquitectura Aga Khan fue el campus y los alrededores del ‘Barefoot College», en Rajastán, la India. Las primeras construcciones del proyecto fueron encargadas a un joven arquitecto indio, Neehar Raina. Tras años de construcción y proyectos, cuando, finalmente, se recibió el premio, éste iba destinado a «un agricultor analfabeto» y otros doce arquitectos, como los dirigentes del proyecto; pero entre esos nombres no se encontraba el de Raina. La polémica estuvo servida y, tras muchos dimes y diretes, acabó con la renuncia al premio por parte de todos los implicados. Pero lo que realmente pone de manifiesto la polémica es el tema de quién es el verdadero autor de una obra; si quien la diseña, quien la construye, quien la modifica. Por un lado, el director del campus afirmaba que Raina fue «sólo el diseñador del proyecto, y no el arquitecto»; y, además, que Raina aprendió de la aldea, de los métodos que allí se llevaban a cabo y de las formas de construcción (arquitectura vernácula) de la zona. Raina, por el contrario, argumentaba que él fue quien proyectó los primeros edificios y quien puso en marcha toda la construcción; al modo, tal vez, como un director lleva a cabo el complejo papel de mediar entre todas las personas implicadas en una película para que ésta finalmente se lleve a cabo.

In the architectural case, the elements to be considered include the location of the site, the nature of the proposed building, the schedule of accommodation and, most importantly, the cost. Each component has to be carefully weighed and analysed before it is incorporated into the whole, the test of the architect’s mettle being how successfully he or she can assimilate these many disparate elements into a unified design. Once a design has been approved by the client, tenders will be invited for the work. In the Tilonia case, however, owing to the rural location and ideological underpinnings of the college, only local masons and labourers were approached for the building work. Working drawings were then prepared for the head mason, whose role was to interpret the drawings and assign jobs to the masons and labourers for their execution. Throughout, the architect supervises the work in progress, but is not expected to give constant supervision, only enough to ensure that the work is in accordance with the drawings and contract. (p. 175-6)

Y, finalmente, la cuarta corriente que comentamos es la que está relacionada con la etnografía de la propia arquitectura. Esta corriente busca llevar la etnografía al corazón de la práctica arquitectónica y, partiendo de la Actor-Network Theory (traducido a menudo como teoría del actor-red y abreviado por sus siglas en inglés, ANT) de Bruno Latour, da importancia a todas las partes del proceso y a todas las partes implicadas (sean o no personales, es decir, también el material, el contexto o el discurso se contemplan como agentes, «actantes», desde esta perspectiva). Esto se traduce en el estudio de las relaciones entre arquitectos y clientes, por ejemplo, o en el análisis del discurso (de los arquitectos, de los medios, comunicación del proyecto, cómo se hace llegar a los ciudadanos), o incluso en la propia gestión de los proyectos en el seno de los despachos de arquitectura donde se llevan a cabo. El artículo «Assemblages, Actor-Networks, and the Challenges of Critical Urban Theory», de Neil Brenner, David J. Madden y David Wachsmuth (en Cities for People, Not for Profit. Critical Urban Theory and the Right to the City, editado por Neil Brenner et al., 2011), precisamente, analiza el papel que está teniendo esta nueva corriente (ellos parten desde el «assemblages», el ensamblaje, palabra con la que se tradujo en inglés el «agencement» francés de Las mil mesetas de Deleuze y Guattari y que desde entonces se ha mantenido y, si acaso, ha ido ganando profundidad de significado). El artículo, como decíamos, analiza tanto las ventajas como las carencias ontológicas de la ANT para un estudio actual de las ciudades.

Una figura destacada de esta corriente es Albena Yeneva, arquitecta de formación cuyo trabajo, sin embargo, trasciende a otras disciplinas, especialmente las ciencias sociales y la antropología. Yeneva publicó en 2009 Made by the OMA: An Ethnography of Design, un estudio que, mediante el uso de técnicas etnográficas (entrevistas en profundidad, observación participante), que llevó a cabo durante un año en el despacho de arquitectos de Rem Koolhas, replanteaba las formas en que la arquitectura tiene lugar. En vez de una sola voz que genera un proyecto y éste acaba materializándose, el libro muestra cómo todo el proyecto va avanzando a trompicones fruto de una larga serie de negociaciones donde todos los aspectos implicados tienen relevancia. Posteriormente, Yeneva publicó Latour for Architects (2022), una guía práctica donde replantea la disciplina de la arquitectura partiendo de los postulados de la Actor-Network Theory.

«La vida social de la Vila Olímpica de Barcelona», María Gabriela Navas Perrone

Ya les comentamos en la reseña del artículo «Dionisos en las ciudades«, de Manuel Delgado, que hemos empezado el postgrado Antropología de la arquitectura en la UB. Sus profesores son el antropólogo Manuel Delgado, viejo conocido del blog, y la arquitecta y antropóloga María Gabriela Navas Perrone, de quien hoy reseñaremos un artículo. El objetivo del postgrado, y parte esencial del objeto de estudio de Navas Parrone, es tender un puente entre la arquitectura y la antropología. Desde esta última disciplina se han llevado a cabo múltiples estudios sobre el espacio y cómo se habitaba (sin ir muy lejos, en la anterior reseña, Estudios de ecología humana, hablamos entre otros sobre la Escuela de Chicago, que hacían su muy particular etnografía urbana), pero en cambio la arquitectura, hasta recientemente, no ha empezado a cuestionarse cuáles eran los efectos de sus proyectos sobre la vida social de la ciudad.

Lejos quedan ya, afortunadamente, los enormes proyectos modernistas que desgajaron ciudades (Le Corbusier, Moses), sometiéndolas a bloques de hormigón, a colosales autopistas y a la elevación de ciudades satélite o grands ensembles. No tan lejos, pero esperemos que algo más superados, están los proyectos que trataron de catapultar la ciudad a los flujos del capital global (entre ellos, claro, el Museo Guggenheim, pero en esta categoría entrarían desde La Défense, que tanto criticaba Bauman, hasta The Gherkin, tanto en Londres como en Barcelona, y cualquier otro proyecto de renovación urbana del frente marítimo, como los de Baltimore o el Canary Wharf, que les venga a la mente). Por un lado, y gracias a aportaciones desde las ciencias sociales como las de Jane Jacobs o Kevin Lynch, entre muchas otras, la propia legislación urbana se ha ido modificando, adaptándose a nuevas formas urbanas (y aquí tendríamos que hablar tanto de la arquitectura hostil como de las clases creativas); por otro lado, la propia disciplina de la arquitectura se ha ido planteando su papel como copartícipes de la ciudad y han surgido una serie de propuestas y movimientos (algunos de los cuales reseñaremos en una próxima entrada) que quieren tener en cuenta el papel que sus proyectos y construcciones juegan sobre la ciudad, sus habitantes y la vida urbana en general.

Una de estas propuestas es la Antropología de la arquitectura de Navas Perrone, un puente tendido entre la arquitectura y la etnografía que busca entender el papel de la arquitectura y sus efectos (y, sobre todo, su grado de participación en la construcción de la ciudad neoliberal).

La antropología de la arquitectura propone una etnografía de la producción arquitectónica, desvelando la trayectoria del diseño, desde la red de actores, consensos, imprevistos y circunstancias que condicionaron la toma de decisiones sobre la configuración de una determinada obra arquitectónica o plan urbanístico. En ese sentido, vincula la etnografía y la investigación proyectual como punto de intersección entre la antropología y la arquitectura, para analizar el complejo proceso de producción del espacio urbano. Su aplicación demanda una perspectiva reflexiva respecto al rol del profesional de la arquitectura en la gestión urbana empresarial. Pone al descubierto las demandas de clientes, las dinámicas del mercado inmobiliario, los intereses políticos y los pactos entre los agentes urbanos que participan en la configuración del diseño. Además, ofrece un modelo de investigación para detectar los impactos sociales de las reformas urbanísticas y su compleja interacción con las formas de habitar. (p. 44)

«Antropología de la arquitectura. La vida social de la Vila Olímpica de Barcelona» (recién publicado, en QuAderns, núm. 39, 2023) es un análisis de la destrucción y posterior reconstrucción de un barrio de Barcelona ante la inminencia de los Juegos Olímpicos de 1992 llevado a cabo desde la visión de la antropología de la arquitectura. Navas Perrone recurrió a un análisis documental del discurso oficial que justificó el derribo de gran parte del barrio y su substitución por uno nuevo, residencial, amén de la mercantilización y privatización del suelo que supuso, así como entrevistas personales y un análisis directo de la vida del nuevo barrio.

Hemos comentado a menudo en el blog que Barcelona aprovechó la excusa de los Juegos Olímpicos de 1992 para modernizarse y proyectarse en el exterior como una ciudad abierta y turística (hoy la llamaríamos global). Sus reformas urbanísticas, que abarcaron una gran parte de la ciudad, con mayor o menor intensidad dependiendo de la zona, han acabado siendo conocidas como el «modelo Barcelona», una forma de hacer ciudad que durante años se exportó a otros lugares y que muchas ciudades han querido imitar. Con el tiempo, sin embargo, tanto las ciencias sociales como la propia situación de la ciudad han puesto de manifiesto las muchas sombras de este proyecto: una ciudad masificada, vendida al turismo, terciarizada y museificada, donde la gentrificación va rondando por gran cantidad de barrios y donde el espacio público es una puesta en escena al servicio del capital y el turista.

La zona que es ahora la Vila Olímpica no fue ajena al proceso. Oriol Bohigas, el arquitecto máximo del proyecto (primero como arquitecto, luego como miembro del Ayuntamiento) describió la zona como «una especie de vacío urbano y, por lo tanto, un lugar idóneo para hacer una renovación a fondo, implantando el primer barrio moderno junto al mar» (p. 47). No era cierto. Se trataba de un terreno densamente poblado y con una enorme vida industrial; cerca del mar, eso sí. El proyecto, aprobado en 1986, supuso el mayor derribo de casas en la historia de Barcelona; a pesar de eso, sin embargo, y debido al discurso oficial que se promulgó, no se lo tiene en la memoria como una gran obra o como una gran pérdida, a diferencia de derribos mucho menores en extensión que la memoria popular sí que recuerda.

Se creó una sociedad privada municipal, VOSA, que fue la encargada de obtener o expropiar los terrenos. «Así, unos terrenos de propiedad industrial pasaron a ser de titularidad pública, para luego ser aportados como capital municipal a la empresa mixta creada para gestionar la operación inmobiliaria» (p. 48). Es decir: VOSA aportó la propiedad de los suelos a NISA, (Nova Icària, S. A.), una inmobiliaria participada con un 40% por el Ayuntamiento (es decir: la aportación de ese suelo) y con un 60% por capital privado, por lo que, en la práctica, fue una excusa encubierta para que la participación público-privada (gestionada, eso sí, por manos privadas) pasase a ostentar la propiedad del suelo y obtener réditos con ella.

Lógicamente, los accionistas privadas olvidaron todas las promesas de vivienda pública y reubicación de los desplazados que siempre acompañan a este tipo de proyectos y apuntaron hacia el beneficio, creando inmuebles para clases medias y altas y acabando con la sociabilidad de un barrio obrero e industrial, donde precisamente los vecinos, al carecer de recursos económicos, tienden a colaborar más unos con otros. Pero, cuando la nueva Vila Olímpica pasó a ser habitada, en diciembre de 1992, los nuevos habitantes se encontraron con un «desierto de fantasmas» (p. 55). Primero se achacó a que muchas de las viviendas aún no estaban ocupadas, pero el paso del tiempo fue dejando claro que se trataba de un barrio residencial con escaso uso del espacio público. Precisamente esa ausencia de uso del espacio llevó a delimitara aún más la separación entre espacio público y espacio privado, vallando los jardines y los interiores de las comunidades de vecinos, en algunos casos de forma porosa (límites que se podían traspasar), en otro caso con muros sólo accesibles a los vecinos.

Esta segregación también se refleja en las diferentes formas de usar el espacio público. Las observaciones sobre el terreno permitieron corroborar que la escasa presencia de transeúntes en la Vila Olímpica contrasta con la efervescente interacción social que existe en el barrio vecino, Poblenou. Si se realiza un recorrido comprendido entre la calle principal de ambos barrios, se puede apreciar cómo la baja densidad peatonal de la Avinguda Icària de la Vila Olímpica difiere de la elevada frecuencia de uso existente en la Rambla de Poblenou. (p. 59)

Esta sensación de poco tránsito no ha variado mucho con el tiempo. A día de hoy, la Vila Olímpica sigue siendo una zona residencial con un uso muy escaso y marcado de sus calles: salidas del metro, alrededores de los colegios y zonas puntuales. El resto, precisamente por la ausencia de usos habituales, se percibe como un espacio vulnerable e inseguro y, por eso mismo, los vecinos de la zona reclaman mayor seguridad al Ayuntamiento. De hecho, en 2019 se anunció que uno de los parques del barrio iba a ser vallado y se cerraría «por seguridad» durante las noches.