La ciudad mentirosa (y III): el recuerdo en la ciudad

La primera entrada de La ciudad mentirosa se centraba en la historia actual de Barcelona y cómo sus muchos gobiernos han buscado, uno tras otro, la mercantilización de sus calles y sus barrios, lanzando la ciudad a convertirse, en vez de en un modelo, en una marca y propulsándola como destino turístico internacional. La segunda entrada analizaba el aspecto simbólico de la ciudad y cómo cada una de sus partes tiene distintos significados que sus habitantes interpretan de distintas maneras. Este significado es siempre complejo y cambiante, pero también ha habido intereses políticos por potenciar, por ejemplo, unas fiestas ante otras o por demonizar fiestas populares (San Juan). En la entrada de hoy seguiremos con este mismo tema y nos centraremos en cómo ciertas partes de la historia se han salvaguardado mientras que otras han sido borradas o mantenidas sólo a pedazos.

El ejemplo perfecto de esto en la ciudad de Barcelona son las enormes chimeneas de ladrillos que quedan en múltiples lugares como único rastro del pasado industrial de dichos enclaves. Remitiendo en parte al Baudrillard de El sistema de los objetos y los «objetos singulares»: «signos en los que se pretende descubrir la supervivencia de un orden tradicional o histórico que, en realidad, no existiría de no ser por el esfuerzo que se pone en representarlo» (p. 125):

Las muestras exaltadas de arqueología industrial están donde están para significar, y para significar justamente el tiempo o, mejor, la elisión del tiempo. Como cosa «auténtica», es decir, exclusivamente representacional, la chimenea monumentalizada tiene lo que le falta a los demás objetos funcionales que podemos encontrarnos en la ciudad: la capacidad de transportarnos a realidades abstractas inexistentes en sí mismas –la infancia, la patria, la historia, el pueblo– de las que la verdad o la impostura son del todo irrelevantes a la luz de la eficacia simbólica que ejecutan. (p. 125)

Sin embargo…

Pero ese pasado glorioso –se enfatiza– está definitiva e irrevocablemente pasado. Los grandes talleres convertidos en contenedores destinados al consumo o a la cultura, las plazas o parques infantiles que rodean esas imponentes chimeneas exentas fueron –se viene a proclamar– lugares inhóspitos, malolientes, sórdidos, escenarios de la explotación, marcos para la lucha de clases. Helos ahí, ahora: limpios, polifuncionales, asépticos, redimidos del ruido y del humo, sin obreros sucios de grasa, sin patrones abusivos, sin huelgas. Ese es el mensaje definitivo, el que se enorgullece de haber vencido la mugre industrial y el descontento obrero. (p. 133)

Y sigue: «Toda política de producción de identidad requiere, como se ha visto, una insitucionalización de la memoria, pero, precisamente por ello, al mismo tiempo, una institucionalización igualmente severa del olvido.» (p. 133). No basta con recordar la chimenea: hay que olvidar el pasado industrial y la fábrica que la albergó. Ya no hay obreros, ya no hay patrones, ya no hay sindicatos y ya no hay lucha de clases; y las multitudes de trabajadores del sector servicios en Barcelona, malpagadas y que jamás se llevan una parte importante del pastel que deja el turismo, son… circunstanciales. Probablemente porque no han sido capaces de esforzarse lo suficiente y subirse al tren de la meritocracia. Obtener barrios perfectos, libres de conflicto, dedicados al ocio y al paseo burgués, requieren también ese malabarismo de la memoria y de la identidad: Barcelona ya no es una ciudad obrera. Es lo que tienen los barrios gentrificados: una vez expulsados los sospechosos (es decir: los pobres) lo que queda está liberado del conflicto y es bonito, lugares hermosos donde pasear y consumir. Y donde quienes no pueden permitirse esto segundo, consumir, ya no van a acercarse.

La puesta en escena de los imaginarios urbanos oficiales no ha respetado apenas nada, excepto chimeneas, dependencias fabriles aisladas y nombres de antiguas instalaciones –la Espanya Industrial, la Pegaso, l’Escorxador, la Sedeta, el Moll de la Fusta, la Farinera, Can Felipa, la Maquinista…–, todos ellos restos reconvertidos en un mero acompañamiento decorativo de un estilo urbanístico uniforme y uniformizador. Las expresiones radicales de este principio han sido barrios enteros, como la Vila Olímpica o Diagonal Mar, espacios atractivos, previsibles, controlados, pensados para que en ellos habitaran vecindarios ejemplares. (p. 138)

Barcelona no es un caso aislado, por supuesto, y hemos visto suceder lo mismo en innumerables ciudades. Pero sorprende en el caso de Barcelona por el cuidado con el que supuestamente se mantiene viva su memoria y se elogian ciertos momentos. ¿No se hace homenaje tras homenaje a Gaudí y al modernismo?, entonces, ¿por qué las grandes fábricas que se levantaron a lo largo del siglo XIX y principios del XX no reciben ese mismo halo de veneración y son mantenidas año tras año? Análogamente, el descubrimiento de ruinas de construcciones romanas no supone la más mínima paralización ante la construcción de aparcamientos en el centro de la ciudad (con la consiguiente destrucción de las ruinas), mientras que ruinas que son siglos mucho más tardías, pero que en ese momento eran más relevantes por su relación con el nacionalismo catalán, supusieron la construcción de un edificio enorme, en pleno barrio gentrificado, que se puede visitar (y rememorar ese importante momento histórico) en el Born. La memoria urbana acaba siendo una decisión política; una decisión, por lo tanto, de las élites.

El destino de lo poco que sobrevive de estos lugares (las naves industriales de que hablábamos, los conventos reciclados, las atarazanas vaciadas) es convertirse, en unas pocas ocasiones, en el enésimo contenedor cultural (el museo del diseño, exposiciones fotográficas, una galería de arte genérica) pero, en la mayoría de las veces, acaban siendo espacios de consumo, centros comerciales homogéneos con su Zara, su Starbucks, su café donde tomar matcha latte o smoothies y, dependiendo de la envergadura, unos cines o una bolera. Progresivamente, esta epidemia se va extendiendo a espacios que, a priori, no lo eran: y los vestíbulos de las estaciones, de las correspondencias de metro, de cualquier hub de transporte atravesado por las suficientes personas, se acaba convirtiendo en un reducto industrial. En un viaje reciente, por ejemplo, se da la osadía (la vergüenza, en definitiva) de que, para alcanzar el lugar de despegue de los aviones del aeropuerto de Bruselas, hay que atravesar, físicamente, los pasillos de una tienda. No es como el caso de Barcelona u otros tantos aeropuertos, que están, por supuesto, repletos de tiendas, pero cuyo acceso siempre acaba siendo opcional: en el de Bruselas, tras el control de seguridad, el único pasillo que hay y que lleva hasta el acceso a los aviones es, literalmente, el de una tienda. ¿Acaso ese espacio no es público?

«Siguiendo este referente [el del centro de Barcelona], en Cataluña todas las poblaciones importantes han hecho de su núcleo una réplica de los centros comerciales, en la que los monumentos y las catedrales se añaden a la escenografía y dan al conjunto un cierto look vernáculo. Se alcanzan así, justo en medio de las ciudades, territorios eximidos de cualquier cosa que pueda obstaculizar los itinerarios y los altos de los compradores, espacios, no hay que decirlo, rigurosamente vigilados.» (p. 145)

Las ciudades cambian –nos lo recordaba Baudelaire– «más que el corazón de un mortal» y es verdad que puede haber mucho de afectación pequeño-burguesa en la devoción por ciertos ambientes muchas veces artificialmente cochambrosos y envejecidos, como imagen de una cierta idea no menos prototípica y tematizada de la vida urbana. No se trata de denunciar como perversa toda transformación urbana, sino de señalar a quiénes favorecen tales transformaciones, que no suele ser a la mayoría social. (p. 148)

«Como escribió magistralmente Maurice Halbwachs a principios del siglo XX, la diferencia entre la memoria social en las sociedades tradicionales y la memoria social en las ciudades es que la primera es compartida, mientras que la segunda es colectiva. En efecto, no todo lo que es colectivo ha de ser por fuerza común. La memoria urbana puede ser perfectamente fractal y atómica, dispersa e inestable, y es justamente esto lo que le permite ser hasta tal punto integradora. La memoria institucional, en cambio, quiere ser memoria orgánica, memoria reducida, central, unificada, complaciente, tranquila… y todo ello deriva de su esperanza de beneficiarse de lo que pueda quedar de añoranza de una organicidad social ya irrevocablemente enajenada.» (p. 153)

En un párrafo que recuerda (o sugiere) la deriva situacionista, Delgado glosa los monumentos corrientes y cotidianos con que todo habitante y hasta usuario de una ciudad puebla la misma:

Los practicantes secretos de lo urbano no hacen más que llenar las ciudades de monumentos, cada uno de ellos evocador de un momento histórico, de un encuentro al más alto nivel, de una batalla incruenta, de un recibimiento triunfal, de una derrota, de un levantamiento, de un naufragio, de una catástrofe, de un portento, de una defensa heroica, de una aparición, de un adiós para siempre. Registros escriturales polivalentes y palimpsésticos, levantados con una caligrafía ilegible. Infinita superficie de inscripción de huellas innumerables, en que se marcan constantemente intrincadas correspondencias. Puerto y desembocadura de memorias. Las calles, las plazas, los vestíbulos de las grandes estaciones, los andenes del metro, incluso los triviales centros comerciales, están saturados de esa delirante lógica que suma y remueve toda la infinita red que forma lo inolvidable de todos. Esos monumentos son, no obstante, implícitos, en la medida en que no aparecen en ningún catálogo ni en ninguna guía turística. (p. 157)

Si recuerdan, en el maravilloso Smart Cities de Townsend se hablaba de una app que se desarrolló en la ciudad de Nueva York que explicaba la vida de los árboles que había en la calle. Ni más, ni menos. Una aplicación completamente inútil que, sin embargo, aportaba algo a quienes tuviesen apetito, voluntad o curiosidad por leerla. ¿Se imaginan un catálogo, o un mapa, o una app, también, donde cada usuario y ciudadano pudiese estampar sus monumentos? «Yo viví aquí». «Me bajé en esta parada de metro durante doce años». «Aquí encontré el amor, allí lo perdí». Lugares completamente anodinos que dotamos de sentido y que jamás recibirán ningún monumento; y, caso de que lo hiciesen, no narraría nuestras vidas ni los azares de la cotidianidad, sino que probablemente sería un señor a caballo conmemorando alguna guerra.

El siguiente capítulo está dedicado a las movilizaciones urbanas, para lo cual se rastrea el origen de los barrios obreros periféricos:

Como se sabe, los conglomerados urbanizados basados en grandes bloques de viviendas responden a un modelo que se empieza a experimentar y da a conocer sus expresiones más interesantes en los años treinta –los siedlungen alemanes o las höfe austriacas, por ejemplo–, se pervierte de la mano de los urbanismos nazi-fascista y soviético y se generaliza, ya completamente envilecido, en la década de los cincuenta y sesenta, en la que todas las grandes ciudades europeas y otras muchas del mundo entero ven desperdigarse por sus periferias grandes barrios de bloques de casas que obedecen un esquema, cuya expresión más elocuente y espectacular serían los grands ensembles franceses o los new towns británicos. Se trata de las postreras expresiones de un modelo de crecimiento urbano que se generaliza en Europa en un contexto marcado por la expansión económica e industrial de las ciudades, por la proliferación de polígonos industriales en las periferias urbanas, por las transformaciones que acabarán con grandes extensiones de suelo agrícola, por las grandes avalanchas de inmigrantes que llegan a las ciudades provenientes de las zonas más deprimidas de cada país o de países más pobres, por las mejoras en los transportes y las comunicaciones… (p. 162)

De ahí surgen, ya lo hemos comentado en ocasiones en el blog, también las ciudades dormitorio o ciudades satélite españolas, incluso los barrios que están a las afueras de Madrid o Barcelona.

Inmediatamente después de que empezara a aplicarse esa política de exilio de la clase trabajadora a los alrededores de las ciudades se puso de manifiesto que la ciudad burguesa iba a pasar de sentir el enemigo de clase en su corazón a sentirlo alrededor, rondándole, levantando un sitio permanente en torno a ella. Se le daban razones para que Le Corbusier notara lo que era cierto en el momento en que se redactó La Carta de Atenas y que lo es en la actualidad. Primero, «que los suburbios son los descendientes degenerados de los arrabales» y, después, que el suburbio «es una especie de espuma que golpea la ciudad». [Le Corbusier, Principios de urbanismo] (p. 169)

Los banlieues han pasado a ocupar el lugar de nido de revolucionarios o agitadores sociales que a mediados del XIX ocupaban los faubourgs, de donde surgieron los «agitadores» de la Comuna en 1871 e incluso los de junio de 1848. Delgado cita el estudio de Castells de uno de los grands ensembles, Sarcelles (aparecido en La ciudad y las masas. Sociología de los movimientos sociales urbanos, 1986). Castells sostenía que lo que se había producido allí era una dinámica similar a la que se dio con el primer sindicalismo obrero del siglo XIX: al convivir un tipo de personas tan similares, descubrieron un conjunto de intereses comunes. Si las primeras revueltas eran, pues, en los barrios obreros y en las fábricas, las segundas eran de la periferia hacia el centro.

Se pasa de la lucha de los vecinos-obreros, en tanto que obreros, haciéndose fuertes en sus barrios en las grandes revueltas urbanas, a la lucha de los vecinos-obreros, en tanto que vecinos, en los grandes conglomerados de viviendas que rodeaban las grandes ciudades europeas desde finales de los años sesenta y a lo largo de toda la década de los setenta.

(…) en estas condiciones, tan directamente vinculadas a la proliferación de polígonos de viviendas, se podía producir por primera vez una percepción en clave de lucha de clases del significado del fenómeno urbano». (p. 171)

Con el tiempo, y tal vez por esta evidencia constante de que los polígonos iban a ser «focos de conflictividad», su construcción fue desechada.

Los términos del discurso que tendría que justificar la necesidad de buscar alternativas para albergar a los nuevos y viejos pobres urbanos –o renunciar a hacerlo, que parece ser que fue lo que finalmente sucedió– se han formulado en los últimos tiempos en clave de combate contra la formación de guetos, es decir, de lucha contra la posibilidad de que la nueva clase obrera y el nuevo lumpenproletariado llegara a coagularse en algún espacio que considerase propio y desde el que llegara a tomar conciencia de su capacidad para la resistencia y la impugnación del sistema del que se sentía y se sabían víctimas» (p. 193).

Habrán oído, sin duda, esa misma excusa, la de no permitir la creación de guetos, en muchas ocasiones; a menudo, para expulsar a pobres u obreros de sus barrios. Qué casualidad que jamás parezca preocupar en los barrios ricos, donde se dan auténticos guetos de clase alta; o en los edificios de alto standing, donde, de nuevo, sus habitantes están muy, muy claramente definidos. Pero esa marginación no es tal, parece.

El concepto del gueto se utilizó también cuando se dieron las revueltas en Francia en otoño de 2005, famosas porque se quemaron muchos coches y hubo violencia en las calles. «El problema, en efecto, no parecía ser la miseria, sino una acumulación excesiva de miserables por metro cuadrado.» (p. 199). Como si el hecho de disolver la banlieue fuese a terminar con el problema de los marginados. De nuevo, el recurso burgués: alejarlo del centro. Erradicar el problema a la periferia; convertirlo, de hecho, en problema de otros.

El séptimo (y último) capítulo vuelve a la bestia negra de Delgado: el concepto actual de espacio público (ya lo vimos en una conferencia que dio), entendido no como lugar de titularidad pública (¿acaso un juzgado o una biblioteca no son «espacio público»?) sino como ese lugar de realización ideal, burgués y desconflictivizado, que es un tipo muy concreto de espacio público. Para conseguir dicho espacio, en Barcelona se promulgó una ordenanza en 2006 que «se ensañaba, como comenta «se ensañaba» (muy acertada la expresión) con el juego en la calle, limpiarse en las fuentes, utilizar los bancos para cualquier cosa que no fuese sentarse adecuadamente en ellos (con lo que se prohíben no sólo las filigranas de los skaters sino, en definitiva, vaya, ser pobre y dormir en un banco), andar por la calle sin camiseta (que los turistas barriobajeros dan mala imagen) e incluso, si tiene usted la fortuna de vivir en un piso céntrico (o la desgracia, pues muchos de ellos son viejos y están bastante hacinados), tampoco podría tender la ropa en el balcón. De nuevo: mala imagen. Sorprende este celo legal en una ciudad donde no le quita el sueño a nadie derruir barrios obreros o lanzarse a prácticas de mobbing inmobiliario (siempre legales, eso sí).

Toda la retórica que acompañó la promulgación de esa nueva normativa en materia de «urbanidad» ponía de manifiesto cómo el civismo es hoy uno de los discursos políticos centrales de nuestras autoridades políticas y mediáticas. Como se sabe, el civismo concibe la vida social como un colosal proscenio de y para el consenso, en que ciudadanos libres e iguales acuerdan convivir amablemente cumpliendo un conjunto de preceptos abstractos de buena conducta. El escenario predilecto de ese limbo es un espacio público no menos ideal, en que una clase media universal se dedica al ejercicio de las buenas prácticas cívicas. En ese espacio modélico no se prevé la posibilidad de que irrumpa el conflicto, puesto que la calle y la plaza contemplan la realización de la utopía de una superación absoluta de las diferencias de clase y las contradicciones sociales por la vía de la aceptación común de un saber comportarse que iguala. (p. 273)

(…) Para el urbanismo oficial, espacio público quiere decir otra cosa: un vacío entre construcciones que hay que llenar de forma adecuada a los objetivos de promotores y autoridades, que suelen ser los mismos, por cierto. En este caso, se trata de una comarca sobre la que intervenir, un ámbito que organizar con el propósito de que pueda garantizar la buena fluidez entre puntos, los usos adecuados, los significados deseables, un espacio aseado y bien peinado que deberá servir para que las construcciones-negocio o los edificios oficiales frente a los que se extienden vean garantizada la seguridad y la previsibilidad. No en vano, la noción de espacio público se puso de moda entre los planificadores sobre todo a partir de las grandes iniciativas de reconversión de centros urbanos, como una forma de hacerlas apetecibles para la especulación, el turismo y las demandas institucionales en materia de legitimidad. (p. 274)

(…) Lo que en la práctica es la restauración en Barcelona de la antigua Ley de Vagos y Maleantes resulta de la lucidez con que el Ayuntamiento ha entendido cuál es la regla de oro que debe orientar sus políticas en materia urbana: total servilismo ante los poderosos –los promotores inmobiliarios, la banca, las empresas multinacionales–, severidad máxima con los sectores más frágiles e inconvenientes de la sociedad. (p. 275)

Finalmente, en las páginas finales, se destaca que, a pesar de los muchos cambios habidos en Barcelona, y las «mejoras (…) ostensibles por lo que hace a la calidad de un buen número de entornos», se evidencia también que «ciertas constricciones para el desarrollo de una ciudad verdaderamente abierta no procedían del régimen autoritario liquidado, sino de estructuras socioeconómicas intrínsecamente injustas, que han continuado generando un urbanismo adecuado a sus intereses. Si durante el franquismo estos intereses habían sido sobre todo los de la incorporación a las grandes dinámicas productivas y de mercado iniciadas en la posguerra europea, en el último tercio del siglo XX las orientaciones hegemónicas han tenido que ver con la globalización, con el consumo de masas espectacularizado, con las nuevas tecnologías y con una concepción de la ciudad como objeto de técnicas comerciales.» (p. 287)

Por lo demás, la tendencia a disolver la distancia entre ocio, producción, consumo y residencia, la labilidad de las fronteras entre lo público y lo privado, la imposición de estructuras basadas en la movilidad y en la capacidad de aprovechar los flujos de información, han acabado provocando nuevas formas de discriminación al mismo tiempo social y espacial, en las que el precio, las posibilidades de conexión y los derechos de admisión son los nuevos criterios de selección y enclasamiento. (p. 289)

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