En defensa de la vivienda, David Madden y Peter Marcuse

Quienes fían todos sus argumentos a la fábula de la oferta y la demanda que se equilibran entre ellas suelen olvidar que ambas variables están profundamente moldeadas por el Estado. La administración pública regula todos y cada uno de los aspectos cruciales que afectan a la vivienda: los usos del suelo, los regímenes de propiedad privada, la construcción, los contratos de alquiler, el sistema hipotecario, la política de desahucios y realojos, la distribución de los recursos mediante la fiscalidad y la articulación entre la vivienda y el sistema financiero. En definitiva, el Estado no es un agente externo, que «interviene» desde fuera, sino parte constitutiva del mercado. Construye las reglas del juego, de principio a fin. (p. 13)

Son palabras de Jaime Palomera Zaidel (antropólogo social de la Universidad de Barcelona) en la Introducción a En defensa de la vivienda (Capitán Swing, 2016, traducción de Violeta Arranz), libro de David Madden y Peter Marcuse. A Marcuse lo conocimos gracias al artículo «Not Chaos, but Walls: Postmodernism and the Partitioned City», en Postmodern Cities and Spaces, y su nombre nos ha llevado hasta este ensayo que consiste en una férrea defensa de la vivienda como un bien público y en una exposición pormenorizada de cómo, desde ciertos sectores estatales y del capital, se ha convertido en un bien de mercado y ha perdido su papel de agente integrador de la sociedad o, simplemente, como necesidad básica humana.

«¿Se puede hablar de una política de vivienda cuando nos referimos al papel de los Gobiernos?», se pregunta Palomera en la introducción.

El proyecto de gobierno social por excelencia es el de la vivienda en propiedad. Que las élites políticas de todo el mundo se empeñen desde hace décadas en privilegiar económica y políticamente la vivienda en propiedad, de priorizarla como única forma de acceso, no responde a criterios técnicos. Tampoco que simultáneamente se hayan dedicado a estigmatizar el alquiler, convirtiéndolo en una forma de tenencia volátil e insegura. Y aún menos que hayan fabricado mitos nacionales, como el de que la propiedad es la base moral de la familia o de la seguridad ontológica. En una decisión política, consistente en alinear los intereses de las élites con las clases medias y orientada a proteger el sistema de políticas más justas o redistributivas. Planteamiento básico: una clase trabajadora con una pequeña participación en el sistema, propietaria de una minúscula parte del pastel, será mucho menos proclive a rebelarse y asaltar la parte grande del pastel. (p. 16)

En defensa de la vivienda está estructurado en cinco capítulos: la mercantilización de la vivienda, la alienación residencial, opresión y liberación residencial, los mitos de la política de vivienda y un quinto capítulo dedicado a las luchas en defensa de la vivienda de la ciudad de Nueva York.

Hoy en día existe cierta opinión de que «el sistema de la vivienda está estropeado, que se trata de una crisis temporal que puede resolverse con medidas aisladas y específicas» (p. 29). Existen ciertas soluciones que, de aplicarse, resolverían dicho problema coyuntural, algo muy concreto de la actualidad; un ámbito, de hecho, que pertenece exclusivamente a los expertos: promotores, concejales, urbanistas, arquitectos.

Madden y Marcuse tienen claro que no es así. «La vivienda está amenazada en la actualidad. Está atrapada dentro de varios conflictos simultáneos. El más inmediato es el conflicto que existe entre la vivienda como espacio social en el que se vive y la vivienda como instrumento para obtener beneficios: el conflicto entre la vivienda como hogar y la vivienda como bien inmueble» (p. 30).

Engels ya planteó, con su Contribución al problema de la vivienda (1872), que «el problema de la vivienda está integrado en las estructuras de la sociedad de clases». Precisamente para oponerse a esa concepción surge la noción de «crisis»: crisis de la vivienda, crisis del capitalismo, como si fuesen errores que no se podían predecir cuyo origen es incierto o azaroso. No, ambas forman parte de la estructura capitalista. En Estados Unidos se atribuye la crisis a la «injerencia» del Estado; en Reino Unido, al poco poder de los promotores; en España, a que «vivimos por encima de nuestras posibilidades».

La crisis de la vivienda es el resultado predecible y lógico de una característica básica del desarrollo espacial capitalista: la vivienda no se produce y se distribuye con la finalidad de que todo el mundo tenga un lugar en el que vivir, sino que se produce y se distribuye como una mercancía para enriquecer a unos pocos. La crisis de la vivienda no se produce como consecuencia de un fallo en el sistema, sino porque el sistema funciona como debe. (p. 35)

Los autores recorren la mercantilización de la tierra, cuyo requisito previo ha sido, a lo largo de la historia, «la privatización de los bienes comunales». Se hablan de los cercados en la Inglaterra de la Edad Moderna (tema que ya ha surgido en el blog en alguna ocasión) como ejemplo de acumulación originaria y un episodio esencial de las bases del capitalismo, una «revolución de los ricos contra los pobres», en palabras de Karl Polanyi (La gran transformación. Crítica del liberalismo económico). Durante la siguiente etapa, en las metrópolis del siglo XIX, «la estricta separación entre el trabajo y el hogar era señal de privilegio de clase»: mientras las familias obreras se hacinaban junto a la fábrica, las burguesas construían un nuevo modelo de domesticidad que las distinguía.

«Lentamente y a impulsos irregulares, la vivienda fue saliendo de los circuitos del trabajo y la producción hasta convertirse en portadora directa de valor económico por sí misma» (p. 45). Se dio el paso de buscar en el mercado el lugar de residencia; es decir, «el pago de dinero se convirtió en el nexo principal entre la vivienda y el que la habitaba», algo que, a pesar de que no se comenta en el libro, quedó restringido en esa época sólo a las ciudades (en el mundo rural aún serían otros factores, durante décadas, los que marcarían las viviendas de cada familia).

Las primeras décadas del siglo XX, sin embargo, dejaron claro que el problema estaba lejos de haberse resuelto. Tras la Primera Guerra Mundial surgieron nuevas formas de urbanismo y planificación social, tema en el que el libro tampoco entra. El crack del 29, eso sí, trajo la hipoteca estandarizada gracias a la Federal Housing Administration, un organismo nacido en Estados Unidos cuyo objetivo, más o menos disimulado, era convertir a la clase media (blanca y anglosajona) en propietarios de viviendas en los suburbios americanos, además de entregarse a un racismo endémico (el famoso redlining, del que también hemos hablado muy a menudo) en las ciudades.

Poco a poco, a principios de siglo, y a pasos agigantados, durante la segunda mitad del siglo XX, Occidente dejó de ser un mundo de inquilinos y se convirtió en uno de propietarios, algo que hemos analizado, en general, con La guerra de los lugares, de Raquel Rolnik; y, para el caso español, pero también lectura muy interesante, con Tocar fondo, de Manuel Gabarre.

El tardocapitalismo, por supuesto, ya ni siquiera disimula su voluntad de que la vivienda sea, únicamente, un bien de mercado. Nos vienen a la mente las recientes palabras de un ministro español al ser preguntado sobre la vivienda y declarar, con total impunidad, que la vivienda es, también, un bien de consumo. Un ministro socialista, ojo, que supuestamente no es de derechas y debería velar por la vivienda como un bien de primera necesidad. Madden y Marcuse destacan las formas proteicas de las hipotecas de Estados Unidos, adaptadas a todos los bolsillos, basadas en la creación de deuda y cuyo objetivo era, por un lado, permitir que todo el mundo tratase de convertirse en propietario; y, por el otro, el aumento sin fin de esa descomunal bola de deuda que fue la burbuja subpryme.

Los dos grandes factores que han propiciado esa evolución del mercado de la vivienda son la desregulación y la financierización, entendida la primera como la desaparición de todos los cortapisas a la voluntad del mercado y la acumulación de capital y el segundo como «el creciente poder y protagonismo de los actores y las empresas que acumulan beneficios mediante el suministro y el intercambio de dinero y de instrumentos financieros» y que podríamos resumir como el rostro anónimo (y descarnado) del capital que ni siquiera trata de simular que provee de bienes de consumo. Se ha pasado, mediante estos dos procesos, de una clase adinerada que sí, que poseía una gran parte del centro de su ciudad, y tal vez algún otro inmueble, a que «Wall Street y la City de Londres sean los nuevos propietarios del bloque de pisos». O un fondo en Dubai, da lo mismo.

Ése es el tercer factor que afecta a la vivienda: la globalización. Las viviendas en determinados lugares, sobre todo las ciudades globales, no pertenecen a sus habitantes, ni siquiera a su élite económica: pertenecen a los flujos globales, al capital mundial. De hecho, ya ni hacen el esfuerzo de disimularlo y se publicitan para ellos, para las empresas y los grandes fondos. Lo resumía Raquel Rolnik diciendo que un inmueble en una calle principal de una gran ciudad no es una vivienda, sino una caja fuerte; una reserva de dinero que, probablemente, no va a perder valor, sino a ganarlo.

Resumiendo, las casas de lujo son antisociales. Los propietarios de estos bienes raíces no tienen ningún vínculo con los lugares en los que aparcan su dinero. (p. 59)

Algo que hemos visto (a otro nivel) en el artículo de Carmen Bellet «Visiones de privatopía» o que comentaba Bauman a propósito de las «clases de élite flotantes». Y ya no entramos a hablar de las relaciones con el blanqueo de dinero, de cómo estos enclaves suelen estar diseñados por arquitectos estrella y construidos de espaldas a la ciudad, con el objetivo puesto en los flujos y todo lo que ello supone de reducción de impuestos y de homogeneización del paisaje para la ciudad en la que se alzan. Cada edificio de lujo es, en definitiva, un edificio perdido para la ciudad; porque ni lo comprarán personas en necesidad de una vivienda, sino de una inversión, y no lo tratarán como a un lugar donde residir, sino como un espacio que habitar de forma temporal, una vivienda que poner en Airbnb o, incluso, un espacio vacío a la espera de que se revalorice. «Arrancar la vivienda de su contexto destruye su dimensión social.» (p. 73)

En la siguiente entrada veremos los efectos que esta hipermercantilización de la vivienda tiene sobre sus usuarios, es decir, sobre los habitantes de la ciudad, así como algunas de las resistencias que dicha mercantilización ha ido generando a lo largo del último siglo.

Estrategias contra la gentrificación, Lisa Vollmer

La gentrificación es el proceso mediante el cual se revaloriza una zona determinada de una ciudad, a menudo habitada por personas de bajo poder adquisitivo y localización relativamente céntrica, y se substituye a sus habitantes por otros de poder adquisitivo superior. El término proviene del artículo «London: Aspectos of Change» de la socióloga Ruth Glass, publicado en 1964, que se refería a la gentry, la pequeña nobleza inglesa que había abandonado la ciudad y a finales de los años 50 y principios de los 60 volvía a las casas victorianas de la ciudad de Londres.

La gran crítica a la gentrificación es que es un proceso natural en las ciudades: se pasa de barrios incómodos, donde abundan las drogas, prostitución y que se percibe como un punto negro de la ciudad, a un barrio saneado donde pasear y disfrutar en una terraza o comprar un helado artesano. Precisamente en este aspecto se centra Lisa Vollmer, socióloga y activista alemana, en Estrategias contra la gentrificación. Por una ciudad desde abajo (2019, Katakrak): la gentrificación forma parte de la producción capitalista de la ciudad. Dicho de otro modo: la connivencia de los poderes públicos, ya sea no actuando (y dando paso libre al capital), ya sea como participante activo (permitiendo inversiones inmobiliarias y dejando morir los barrios para alcanzar la diferencia potencial de renta), es necesaria para la gentrificación. Y sus consecuencias, especialmente para las clases menos pudientes: expulsión y segregación.

Ya descubrimos las fases de la gentrificación en First We Take Manhattan: primero se da el estigma, cuando un barrio se percibe como un punto negro o foco de delincuencia; a él llegan los pioneros, en general artistas o jóvenes estudiantes que buscan un lugar económico y también se sienten atraídos por el potencial del barrio, por las alternativas heterodoxas que ofrece al resto de la ciudad; a partir de aquí, el barrio se revaloriza: aparecen galerías, restaurantes, tiendas gourmet, reseñas en los medios de comunicación, que citan el lugar como aquel que hay que visitar. Cuando las clases más acomodadas se mudan al barrio, los inversores se lanzan a la compra de terrenos o edificios y los reforman para un público de mayor poder adquisitivo. Para cerrar el círculo, los vecinos originales, junto a los pioneros, son expulsados en cuanto no pueden hacer frente al nuevo precio del barrio. A menudo, toda la operación se cierra con el cambio de nombre del barrio (por ejemplo: el Barrio Chino de Barcelona se convierte en El Raval o aparece SoHo, la zona al South de la calle Houston).

La consecuencia más importante de la gentrificación no es el cambio visible de la oferta de consumo en un barrio, sino la expulsión (a veces difícil de ver) de las personas que lo habitan y sus comerciantes. La expulsión no es un efecto colateral de la gentrificación, es su característica principal. (p. 36)

Existen dos tipos de expulsiones:

  • expulsión directa: cuando los habitantes pierden el hogar de forma inmediata, ya sea por la venta del inmueble o por el aumento del alquiler;
  • expulsión simbólica o expresión desplazatoria: cuando los vecinos abandonan un barrio que ya no les resulta atractivo, en el que sus redes vecinales han desaparecido y en el que no encuentran tiendas adecuadas a su nivel de vida.

A menudo, y puesto que la gentrificación es una rueda que va pasando por la mayoría de los barrios céntricos, los expulsados deben mudarse a una zona alejada de la ciudad, lo que les supone mayor tiempo de desplazamiento hasta el trabajo.

La vivienda es algo esencial: no sólo como ente físico, como lugar donde resguardarse del frío y las inclemencias del tiempo y donde cocinar y dormir, sino también como expresión de la identidad: uno habita un lugar y estructura a partir de él sus relaciones sociales. «La ubicación de la vivienda dentro de una ciudad puede reflejar el estatus social y está ligada a la distribución de recursos públicos.» En el capitalismo, la vivienda se ha convertido en una mercancía que «debe generar retornos». Ya lo denunció Engels en 1873, y además opinaba que no sería posible resolver el problema de la vivienda dentro del capitalismo (avisaba de que la solución capitalista era «expulsar el problema» cada vez más lejos) y lo vimos también en La guerra de los lugares de Raquel Rolnik cuando evidenció el acceso de los fondos de capital e inversión al mercado de la vivienda desde mediados de los años 70 y 80 del siglo pasado.

El geógrafo inglés David Harvey ha denunciado en numerosas ocasiones que «la urbanización y la producción de viviendas son pilares centrales de la acumulación capitalista» (como lo demuestra el hecho de que la crisis de 2007 en Estados Unidos vino propiciada por el mercado subprime de las hipotecas o el estallido de la burbuja inmobiliaria en España en 2008). La teoría del filtro (o efecto goteo) da por sentado que, construyendo inmuebles de alto valor económico, se inicia una cadena de mudanzas que acaba ampliando la oferta del mercado inmobiliario. Esta teoría es falsa por el simple motivo de que la vivienda no es un bien unívoco que uno sólo adquiere una vez en su vida: es también un bien inmobiliario de determinado valor que se puede obtener como fuente de ingresos o incluso mantener como inversión; como quien tiene oro en una caja fuerte. (Recordemos a Ian Brossat en Airbnb. La ciudad uberizada y su estudio sobre cuántos grandes pisos de París no se usan como vivienda, sino como inversión, o como casa de veraneo de las grandes fortunas que visitan a veces un par de semanas al año.)

También fue Harvey quien denunció la evolución del Estado como garante de las necesidades de los ciudadanos (políticas keynesianas) a protector de las reglas de juego del capital. Esto se refleja en el espacio público de las ciudades, a menudo cedido mediante las PPP (sociedades público privadas) a empresas o gestión privada, como sucede en los centros comerciales (y de ahí la arquitectura hostil) o en la reforma de los centros urbanos para convertirlos en lugares agradables, asépticos, adecuados para una creciente clase creativa.

A menudo el enfoque de las ciencias sociales sobre la gentrificación ha distinguido entre la que proviene de la oferta y la que proviene de la demanda.

  • Desde el punto de vista de la demanda consideran que la gentrificación es un proceso impuesto por las demandas de los consumidores. Con el paso del fordismo al postfordismo y la conversión de las ciudades en sedes para grandes empresas y en nodos de servicios, los individuos buscan afirmar su identidad con todas sus elecciones. El lugar en el que se vive determina la idiosincrasia de aquellos que lo habitan, por lo que los ciudadanos buscan barrios adecuados a sus intereses y la ciudad permite o favorece la gentrificación. («Suzanne Frank habla de una suburbanización interna.») Además, la gentrificación siempre busca zonas limítrofes, alternativas, heterodoxas; en una paradoja, las propias resistencias ante la gentrificación se convierten en algo que da carácter al barrio, que lo vuelve más auténtico y atrae más pioneros, dando más poder a la rueda.
  • Desde el punto de vista de la oferta se pone el énfasis en el valor de la vivienda como mercancía. Volvemos a Neil Smith y el rent gap, el diferencial entre lo que se obtiene de una vivienda y el valor potencial que ésta puede dar.

Es interesante que Vollmer añada a los diversos tipos de gentrificación (de obra nueva, que derrumba edificios asequibles y los substituye por otros de alto poder adquisitivo; y comercial, que cambia las tiendas de barrio y comestibles por boutiques o cafeterías de lujo) la turistificación: la llegada masiva de visitantes que sólo permanecen unos días y lo hacen en casas de Airbnb, que buscan descanso, lujo y experiencias y que chocan con los intereses de los vecinos.

La segunda parte del libro presenta resistencias y formas posibles de luchar contra la gentrificación y es donde se nota que Vollmer, además de socióloga, es activista y está implicada en la lucha contra la mercantilización de la ciudad. Los tres pilares en los que debe centrarse la lucha contra la gentrificación son:

  • asequibilidad de la vivienda para todos los estamentos sociales;
  • desmercantilización de la vivienda (aumento de vivienda pública en detrimento del sector privado);
  • y democratización de las instituciones y procesos que gestionan la vivienda.

Bajo condiciones capitalistas, mientras la vivienda sea una mercancía, la cuestión habitacional no tiene solución. (p. 115)

Los ejemplos que da Vollmer son experiencias suyas, por lo que tratan sobre ciudades alemanas (especialmente Berlín y Hannover). La mayoría de reivindicaciones pasan por formas de conseguir que los terrenos reviertan en beneficio para la sociedad. Por ejemplo: permitiendo sólo la venta con unas cláusulas que especifiquen un determinado porcentaje de las viviendas resultantes que deben ser de protección oficial. Otra de las propuestas pasa por las cooperativas o la posesión colectiva de un terreno o edificio; parte del precio del alquiler revierte sobre la comunidad, que puede afrontar reformas y no queda sometida a la lógica del beneficio.

Antes de estar preparados para hacer demandas políticas y transformadoras, y que estas se apliquen, los inquilinos afectados por las subidas de los alquileres primero tienen que abstraerse de su propia consternación y formar un interlocutor que pueda hablar y ser escuchado, para politizar la cuestión de la vivienda. Esto no resulta tan evidente en una sociedad neoliberal, que promueve la separación de las personas y de los temas y donde se nos machaca, diciéndonos que si no nos va bien es por nuestra culpa. (p. 129)

Vollmer no es ajena a una paradoja social neoliberal: si el Estado no garantiza la vivienda (en ocasiones incluso defiende a los fondos buitre o grandes empresas en contra de los habitantes) y son los propios ciudadanos los que tienen que plantar cara… ¿cuál es el papel del Estado? O, dicho de otro modo, ¿para qué tener Estado? Es una batalla en la que el capital siempre vence; por eso la reivindicación no debe ser únicamente ganar una batalla concreta, sino forzar a los poderes públicos a defender la vivienda asequible y democrática, por ardua que pueda ser la batalla.

La gobernanza son las nuevas formas de poder y gestión que surgen en las ciudades del presente. Presentan la ventaja de que son los propios implicados quienes deciden; pero también el inconveniente de que sólo se les permite decidir sobre aquello que les afecta directamente, dejando el resto de cuestiones mayores a otros gobiernos. Y la gentrificación es una batalla que se lucha edificio a edificio pero es también la manifestación de una organización socioespacial capitalista mucho más amplia que los vecinos no tienen capacidad para modificar.

Manifestaciones antigentrificación en Hamburg en 2009

Destacamos el manifiesto «Not In Our Name, Marke Hamburg», de un colectivo de artistas de la ciudad alemana que se reunieron en torno a la ocupación del barrio Gängeviertel. En 2005, este barrio obrero, con gran margen para la gentrificación, fue vendido a un inversor holandés para ser derruido y construir viviendas de alto nivel adquisitivo. Hamburgo es una ciudad que ya se presentaba a sí misma como empresa desde 1980 y donde no escondían que querían atraer, además de inversiones del capital, a las nuevas clases creativas. 200 artistas ocuparon la zona en 2009 para impedirlo y, en contra de lo habitual en la ciudad, no fueron desalojados sino que el ayuntamiento negoció con ellos (a ello ayudó la crisis financieron del 2008 que también había afectado al inversor holandés). El ayuntamiento recompró los terrenos y firmó un pacto de colaboración con los artistas.

A spectre has been haunting Europe since US economist Richard Florida predicted that the future belongs to cities in which the «creative class» feels at home. (…) Many European capitals are competing with one another to be the settlement zone for this «creative class». In Hamburg’s case, the competition now means that city politics are increasingly subordinated to an «Image City». The idea is to send out a very specific image of the city into the world: the image of the «pulsating capital», which offers a «stimulating atmosphere and the best opportunities for creatives of all stripes». (…)

We say: Ouch, this is painful. Stop this shit. We won’t be taken for fools. Dear location politicians: we refuse to talk about this city in marketing categories. (…) We are thinking about other things. About the million-plus square metres of empty office space, for example, or the fact that you continue to line the Elbe with premium glass teeth. We hereby state, that in the western city centre it is almost impossible to rent a room in a shared flat for less than 450 Euro per month, or a flat for under 10 Euro per square meter. That the amount of social housing will be slashed by half within ten years. That the poor, elderly and immigrant inhabitants are being driven to the edge of town by Hartz IV (welfare money) and city housing-distribution policies. We think that your «growing city» is actually a segregated city of the 19th century: promenades for the wealthy, tenements for the rabble. (Not In Our Name, Marke Hamburg Manifesto)

La guerra de los lugares, Raquel Rolnik

Conocimos a Raquel Rolnik con la conferencia «Las ciudades, en manos de las finanzas globales» que dio en el 2017 en un ciclo de conferencias sobre la ciudad en el CCCB. Ya en dicha conferencia adelantaba el que es el gran tema del libro que nos atañe: cómo las grandes finanzas han invadido los recursos destinados a vivienda de todo el planeta con el objetivo de obtener rédito financiero de ellos generando, de paso, las crisis de 2008 y la del alquiler actual y dejando en situación de desposesión a millones de personas.

La propiedad inmobiliaria [real estate] en general y la vivienda en particular configuran una de las más nuevas y poderosas fronteras de la expansión del capital financiero. La creencia de que los mercados pueden regular el destino del suelo urbano y de la vivienda como forma más racional de distribución de recursos, combinada con productos financieros experimentales y «creativos» vinculados a la financiación del espacio construido, hizo que las políticas públicas abandonaran el concepto de vivienda como un bien social y el de ciudad como un artefacto público. Las políticas habitacionales y urbanas renunciaron a la función de distribuir la riqueza, bien común que la sociedad coincide en dividir o proveer a aquellos que tienen menos recursos, pra transformarse en un mecanismo de extracción de ingresos, ganancia financiera y acumulación de riqueza. Este proceso derivó en la desposesión  masiva de territorios, en la creación de pobres urbanos «sin lugar», en nuevos procesos de subjetivación estructurados por la lógica del endeudamiento, además de haber ampliado significativamente la segregación en las ciudades. (p. 13; las negritas son nuestras)

La introducción de La guerra de los lugares. La colonización de la tierra y la vivienda en la era de las finanzas ya es clara respecto al tema del libro: dejar claro que todo lo que ha rodeado a la evolución del concepto y el precio de la vivienda en los últimos 30 años no es una serie de azares sino un movimiento orquestado por el capital con la finalidad de obtener rédito financiero y ganancias de algo que antes estaba a disposición de los ciudadanos.

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El primer bloque del libro muestra, recorriendo diversos países, cómo se pasó al modelo de vivienda en propiedad obtenida mediante deuda hipotecaria; el segundo, en todos los procesos de desposesión de los pobres y los débiles que se están dando alrededor del mundo como consecuencia de ese cambio de paradigma; y el tercer bloque, en el que no entraremos, recorre la historia y el caso del Brasil natal de la autora y la evolución del tema de la vivienda allí. Raquel Rolnik, arquitecta y urbanista brasileña, fue relatora para la ONU del Derecho a la Vivienda durante 6 años; de aquel periodo surge este libro.

Entre 1980 y 2010, el valor de los activos financieros mundiales -acciones, títulos, títulos de deuda públicos y privados y aplicaciones bancarias- creció 16,2 veces, mientras el PIB mundial aumentó poco menos de 5 veces en el mismo período. Este pool de superacumulación fue consecuencia no sólo del lucro acumulado de grandes corporaciones, sino también de la entrada en escena de nuevas economías emergentes, como China. Esta muralla de dinero comenzó a buscar cada vez más nuevos campos de aplicación, transformando sectores (commodities, finaciamiento estudiantil y planes de salud, por ejemplo) en activos para alimentar el hambre de nuevas líneas de inversión rentables para los inversores. (p. 27)

La vivienda -la creación, reforma y fortalecimiento de sus sistemas financieros- fue uno de estos nuevos campos de aplicación del excedente. Además, permitió vincular, mediante la creación de un mercado secundario de hipotecas, los sistemas de domésticos de financiación habitacional con los mercados globales. La entrada de este excedente de capital hizo aumentar el crédito más allá del tamaño y la capacidad de los mercados internos, creando e inflando las llamadas burbujas inmobiliarias. Además, el propio espacio en las ciudades se modificó a raíz de este cambio de paradigma, provocando cambios profundos en el rediseño y extensión de las ciudades.

Todo esto no hubiese sido posible sin un cambio en la forma de entender el papel del Estado en la adquisición de la vivienda por parte de los ciudadanos.

Formulado en Wall Street y en la City de Londres e implantado en primer lugar por políticos neoliberales estadounidenses e ingleses a finales de los años 1970 y comienzos de los año s1980, el cambio en el sentido y en el papel económico de la vivienda ganó fuerzas con la caída del Muro de Berlín y la consecuente hegemonía del libre mercado. Adoptado por gobiernos e impuesto como condición para que instituciones financieras multilaterales, como el Bando Mundial y el Fondo Monetario Internacional, concedieran préstamos internacionales, el nuevo paradigma se basó principalmente en la implantación de políticas que crean mercados financieros de vivienda más fuertes y más grandes, incluyendo a consumidores de mediano y bajo ingreso, que hasta entonces habían estado excluidos. (p. 30)

En general, los tres modelos de financiación usados fueron:

  • sistemas basados en hipotecas;
  • sistemas basados en la asociación de créditos financieros con ayudas gubernamentales directas para la compra de unidades producidas en el mercado;
  • esquemas de microfinanciación.

Para garantizar que toda la población acatase mansamente el nuevo mandato de poseer una vivienda fue necesario el cambio del paradigma del papel del gobierno. «… fue después de la Segunda Guerra Mundial, especialmente en los años 1650 y 1960, cuando la provisión pública de habitación se convirtió en uno de los pilares para construir una política de bienestar social en Europa, un pacto redistributivo entre capital y trabajo que sustentó décadas de crecimiento económico». Algunos países disponían de un importante stock de vivienda pública (Austria, Dinamaca, Finlandia, Holanda, Reino Unido, por citar sólo algunos de los que indica Rolnik), otros disponían de ayudas para acceder a la vivienda (Alemania) y otros, por ejemplo España, Grecia o Portugal, no fueron grandes promotores de vivienda pública en absoluto. «A partir de la crisis económico-financiera de los años 1970, el período más extenso de recesión económica internacional después de los años 30, se formula en la teoría y en la práctica la idea de que el papel de los gobiernos ha de transformarse: de proveedores de vivienda a «facilitadores», y su misión será abrir espacio y apoyar la expansión de los mercados privados. Es decir, crear y promover la existencia de sistemas financieros que hagan posible la compra de la casa en propiedad. Para ello, además, era necesario crear la conexión entre vivienda pública y precariedad o pobreza: estigmatizarla, considerarla como algo que sólo los incapaces de manejar activos en el mercado podían tener.

Los precursores de este cambio de paradigma fueron Reino Unido y Estados Unidos. Reino Unido pasó de un 52% de propietarios en 1971 a un 70% en 2007; y la vivienda de arrendamiento social cayó del 30% en los 70 al 18% en 2007. Por el camino, el Estado había pasado de ser el responsable del bienestar -incluida la vivienda- de los ciudadanos a un «sistema en el que el individuo carga con las responsabilidades de su propio bienestar y seguridad social, volviéndose un consumidor de activos financieros que le proveerán una renta en la vejez» (p. 48). La vivienda subió un 200% del 1997 a 2012; los sueldos, un 55%. Y la mayor parte de los fondos destinados a vivienda social se redirigieron a ayudar a pagar los alquileres de los menos favorecidos; es decir, fueron directamente a manos de los arrendadores privados. La vivienda se convirtió en un activo financiero para las familias, basado en la deuda y propiciando un aumento del consumo en una época en que la capacidad económica de los ciudadanos no paraba de decrecer.

En Estados Unidos la situación fue algo distinta. En 1934 se creó la Federal House Administration (FHA), que ya conocemos por su famosa política del redlining que llevó a la gentrificación de muchas ciudades. La FHA tomó dos caminos: por un lado, apoyar a las familias de clase media que querían comprar una vivienda ofreciéndoles condiciones muy generosas; por otro, ayudar a pagar el alquiler a la clase obrera, en general, blanca. Poco a poco, a medida que llegaban migraciones provenientes del sur, sobre todo afroamericanos, el perfil se fue segregando por razas: las clases medias blancas fueron incentivadas a comprar casas suburbanas a las afueras de las ciudades (más de la mitad de todas las viviendas construidas durante los 50 y 60 fueron financiadas con esos fondos) mientras que las ayudas al alquiler fueron rebajándose y eran entregadas a las clases obreras negras que no podían emigrar a los suburbios, por cuestión tanto de economía como por racismo estructural. Eso generó la pobreza extrema en los centros de las ciudades americanas que acabaría llevando a la gentrificación; y, por otro lado, una enorme extensión de suburbios donde toda clase media blanca americana poseía su propia casa con terreno y la necesidad de usar el coche para cualquier motivo.

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El redlining; sus efectos aún se perciben en las ciudades de Estados Unidos.

En cuanto llegó la ampliación de las grandes finanzas al mercado de la vivienda, una de sus extensiones fue la creación del crédito subprime; una ley de 1977 obligaba a los bancos a «alquilar parte de sus carteras hipotecarias en los barrio donde se originaban sus depósitos», barrios que hasta ahora habían sido considerados redline y que se convirtieron en subprimes «o crédito de altísimo coste ofrecido sobre todo a familias compuestas por minorías y a otros grupos que históricamente no tuvieron acceso al crédito por ser considerados de alto riesgo».

Otros aspectos de la política financiera del momento, en los años en que el capital se fue liberando de sus cadenas, fue la posibilidad de titularizar préstamos y juntarlos en paquetes que se podían comprar; «la titularización permitía limpiar los balances de instituciones de crédito a través de su venta a bancos o fondos de inversión». A este festival se sumaron los hedge funds y las agencias de rating, formando paquetes tóxicos que las grandes empresas se iban pasando como una patata caliente para que no les estallase en las manos. Todos sabemos cómo acabó el tema.

Por otro lado, la crisis hipotecaria de los préstamos subprime no fue producto de un intento desafortunado de ampliar el mercado privado de casas en propiedad para los más pobres, disminuyendo la dependencia en relación con los fondos públicos y del Estado. Por el contrario, fue fruto de una política clara y progresiva de destrucción de alternativas de acceso a la vivienda para los más pobres. Dicha política pretendía constituir, exactamente en el sector habitacional de más bajos ingresos, una nueva forma de extracción de renta -de los mercados de hipotecas, así como de los propios propietarios privados endeudados- para los inversores financieros. (p. 70)

En Europa, las cosas fueron similares. Como ejemplo, en el 2008 la Comisión Europea restringía las ayudas para la vivienda sólo a aquellas personas socialmente menos favorecidas cuya situación no les permitía mantener una vivienda al precio de mercado. El objetivo de esta decisión: favorecer el libre mercado en el tema de la vivienda.

Este paradigma, sin embargo, no se detuvo en Estados Unidos y Europa, donde se generó, sino que, mediante las grandes entidades financieras internacionales, el Banco Mundial y el FMI, se fue extendiendo al resto del planeta. La receta del Banco Mundial para poner la vivienda al alcance de todo el mundo seguía el siguiente modelo, donde los tres primeros puntos son para dar curso a la demanda y los tres siguientes, a la oferta:

  • el derecho de propiedad, mediante registros de tierras y propiedades y una ley clara al respecto;
  • desarrollo de un sistema financiero que permita la creación de créditos para que los pobres accedan a la vivienda endeudándose;
  • «racionalizar» los subsidios para que no entorpezcan la labor de los dos puntos anteriores.

Y en cuanto a la oferta:

  • facilitar infraestructuras para la urbanización;
  • reformas urbanísticas, cambios necesarios en las leyes sobre el suelo y la propiedad pública;
  • privatizar la industria de la construcción civil, a fin de fomentar la competición.

Como destaca Rolnik, estas políticas sirvieron mucho más para ampliar los mercados financieros que para aumentar el acceso a la vivienda de los más pobres y vulnerables.

Cuando finalmente la crisis de todo esto estalló, ¿los Estados se dieron cuenta de lo ciegos que habían estado y lo erróneo de sus políticas y trataron de volver atrás, de fomentar otra vez la construcción de vivienda pública, de huir de la deuda, de evitar la formación de otra burbuja? Para nada: «se limitaron a inyectar fondos públicos en los bancos y las insituciones de crédito para evitar su bancarrota»; los 65.000 millones de euros que regaló España a la banca son el ejemplo que usa Rolnik, además de la creación del SAREB.

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Ya conocen el dicho: la banca siempre gana.

Pero el capital no se detuvo aquí: aprovechando la crisis y que el precio de las viviendas había caído en picado, los hedge funds empezaron a comprarlas en paquetes, sobre todo aquellas cuyas hipotecas habían sido ejecutadas. Rolnik habla de Blackstone, un fondo de inversión inmobiliaria participado por inversores internacionales como J. P. Morgan, Deutsche Bank, Citigroup, Goldman Sachs… los mismos nombres que se enriquecieron con la creación de la burbuja inmobiliaria.

Al comienzo de esta parte del libro ya habíamos afirmado que, en función de la sobreacumulación, la expansión territorial y sectorial del mercado permitió absorber el capital excedente, a través de la transformación de la vivienda en mercancía y en activo financiero en varias regiones del planeta. Esto, a la vez, generó un boom y un nuevo ciclo de sobreacumulación bajo el control de los agentes financieros. Cuando el mercado quedó saturado de collateral, la rápida retirada de los inversores desvalorizó enseguida este stock, creando un nuevo mercado de alquiler residencial, lo que constituyó una nueva frontera para la acumulación financiera. (p. 120)

Con la posesión de estos paquetes de viviendas, los grandes fondos han sido capaces de gestionar el mercado del alquiler para crear otra burbuja mediante la que continuar explotando el acceso a la vivienda de las clases medias y bajas; pero esto queda para la segunda entrada, donde también abordaremos el efecto que tiene sobre las poblaciones más vulnerables este cambio de paradigma.