La imagen de la ciudad, Kevin Lynch

Kevin Lynch fue uno de los precursores del diseño urbano. Profesor del MIT, recibió una beca de la Fundación Rockefeller (la misma que permitiría a Jane Jacobs redactar Muerte y vida de las grandes ciudades) y realizó diversos estudios para tratar de comprender las ciudades construidas y la visión que los ciudadanos tenían de ellas. El más conocido de sus libros, La imagen de la ciudad (1960), ofrece las conclusiones de una batería de preguntas realizadas a los ciudadanos de Boston, Jersey City y Los Ángeles sobre la visión que tenían de una zona concreta de sus ciudades.

Los elementos móviles de una ciudad, y en especial las personas y sus actividades, son tan importantes como las partes fijas. No somos tan sólo observadores de este espectáculo, sino que también somos parte de él, y compartimos el escenario con los demás participantes. Muy a menudo, nuestra visión de la ciudad no es continua sino, más bien, parcial, fragmentaria, mezclada con otras preocupaciones. Casi todos los sentidos están en acción y la imagen es la combinación de todos ellos. (p. 10)

Por ello, en La imagen de la ciudad no se estudia la ciudad física, sino la imagen mental que los ciudadanos extraen de ella: la legibilidad de una ciudad determinada y la capacidad de orientación que los habitantes desarrollan en ella. No en vano, y como reflexiona Lynch, pocas cosas hay más horribles que estar realmente perdido: «la misma palabra «perdido» significa en nuestro idioma mucho más que la mera incertidumbre geográfica; tiene resonancias que connotan completo desastre».

Es evidente que cada ciudadano contempla una metrópolis distinta, en función de su origen, condición e intereses; pero en este caso, las individualidades se dejan de lado y se buscan los factores comunes que definen la imagen mental de la ciudad, hasta alcanzar una especie de consenso. Las ciudades elegidas fueron el centro de Boston, ciudad de la costa Este famosa por sus construcciones de estilo europeo; Jesey City, ciudad famosa, en general, por estar cerca de Nueva York y sin especial hincapié en hitos o aspectos destacables; y el centro de Los Ángeles.

Tras realizar entrevistas en profundidad a unos pocos ciudadanos (30 de Boston y 15 en las otras dos ciudades), Lynch llegó a la conclusión de que existían cinco elementos básicos:

  • senda (path): los caminos que sigue el observador, ya sea a pie o en coche.
  • borde (edge): «elementos lineales que el observador no usa o considera sendas», es decir: muros, playas, cruces de ferrocarril. No son importantes como las sendas en el sentido de que no se pueden recorrer, pero sí que juegan un papel esencial en la orientación urbana.
  • barrio (district): zonas de la ciudad con un carácter determinado en las que el habitante «siente» que puede entrar y que son distinguibles de algún modo.
  • nodo (node): puntos estratégicos de la ciudad, a menudo porque conectan diversas sendas y obligan al paseante o conductor a tomar una decisión. El ejemplo de nuestros tiempos serían las rotondas, para los coches, o estaciones donde hacer transbordo.
  • hito (landmark, aunque la traducción de la editorial Gustavo Gili usa «mojón»): otros elementos de referencia en los que el habitante no puede entrar, pero sí usar para orientarse. Aquí se incluyen desde monumentos de la ciudad a detalles característicos; incluso el sol puede usarse como referente.

Por supuesto, estos elementos no son estables: una autopista puede ser una senda para un conductor o un borde para un paseante. «Los barrios están estructurados con nodos, definidos por bordes, atravesados por sendas y regados de hitos. Por lo regular los elementos se superponen y se interpenetran.» (p. 64)

Beacon Hill, en Boston; foto casi sin filtros.

Una vez dispone de todos estos elementos, Lynch se plantea cuál es la forma ideal de distribuirlos. La imagen que le viene a la mente es Florencia, que identifica como un verdadero lugar (en oposición a las ciudades sin personalidad o a los grandes espacios sin carácter de las metrópolis de la época):

Para dar un solo ejemplo, Florencia es una ciudad de vigoroso carácter que cala hondo en los afectos de mucha gente. Si bien muchos forasteros reaccionarán al principio ante ella en forma negativa, considerándola fría y aplastante, con todo no podrán negar su particular intensidad. Vivir en este medio ambiente, cualesquiera que sean los problemas económicos o sociales con que se tropiece, parece añadir una profundidad más a la experiencia, lo mismo si es de deleite, de melancolía o de pertenencia. (p. 113).

No es el primer urbanista enamorado de las ciudades italianas: recordemos a Jan Gehl elogiando Siena o Venecia (Ciudades para la gente), con su escala humana y su lenta transición entre la velocidad del peatón y la del vehículo; o a Lefebvre hablando, precisamente, de cómo en el Renacimiento italiano «la representación del espacio dominó y subordinó al espacio de representación (de origen religioso) mediante la creación de la perspectiva»; o, dicho de otro modo, el espacio concebido pasó por encima del espacio vivido, y por ello estas ciudades son el ejemplo canónico de ciudades a escala humana o ciudades dotadas de gran carácter.

Destaca Lynch que es posible que no existan más de veinte o treinta ciudades con tal «vigoroso carácter visual» o una «estructura evidente»; todas ellas, al menos al desparramarse en las afueras, adolecen de espacios anónimos o sin personalidad. Aún así, es necesario orientarse en ellas para recorrerlas; y el punto esencial son las sendas, que determinan en gran medida el mapa mental que trazan quienes las recorren. Aquí, Lynch iba en contra de los grandes nudos viarios de autopistas que tan de moda estaban por entonces en Estados Unidos y que estaban desgarrando el tejido social de las ciudades con la excusa de facilitar el tráfico; recordemos, no en vano, que Carlos García Vázquez afirmaba que los dos Davides que acabaron con el Goliath Robert Moses fueron Jane Jacobs, moralmente con el ya citado Muerte y vida de las grandes ciudades, y Kevin Lynch científicamente con La imagen de la ciudad.

Pero la esencia de la imagen de la ciudad no es sólo lo fácil que permite la orientación o el recorrido.

A decir verdad, la función de un buen medio ambiente visual no se reduce sólo a facilitar los recorridos habituales ni a afianzar significados y sentimientos que ya se poseen. De la misma importancia puede ser su función de guía y estímulo para nuevas exploraciones.

[…] Una ciudad no está construida para una sola persona sino para un gran número de personas de extracción, temperamento, ocupación y posición social sumamente diferentes. (…) Por esto el diseñador debe crear una ciudad que cuente con tantas sendas y tantos bordes, hitos, nodos y barrios como sea posible: una ciudad que no sólo haga uso de una o dos cualidades formales, sino de todas ellas. (…) En tanto que un hombre recordará una calle por su pavimento de ladrillo, otro recordará su vasta curva y un tercero se fijará en los mojones menores a lo largo de su extensión. (p. 134-5)

Igual que Jane Jacobs, Lynch propone que haya diferentes sendas que lleven al mismo sitio, para permitir la diversidad de caminos y recorridos. Es consciente de que los grandes medios de comunicación (como las autopistas) permiten trazar mapas mentales mucho más amplios, pero a costa de perder calidad de la imagen, más borrosa en cuanto tiene que abarcar más espacio. Como una de las formas de organizar los elementos, precisamente, propone una composición musical: donde cada forma lleve a la siguiente, generando una melodía de tonos variables. De nuevo: el ballet de las aceras de Jacobs; ambos estaban proponiendo alternativas a una ciudad mastodóntica entregada al vehículo.

Es muy cierto que necesitamos un medio que no sólo esté bien organizado sino que asimismo sea poético y simbólico. El medio debe hablar de los individuos y su compleja sociedad, de sus aspiraciones y su tradición histórica, del marco natural y de las funciones y los movimientos complejos del mundo urbano. Pero la claridad de la estructura y la vividez de la identidad son los primeros pasos para el desarrollo de símbolos vigorosos. (p. 146)

Nos surgen distintas reflexiones alrededor del estudio de Lynch. La primera: el autor divide el análisis de toda «imagen ambiental» en identidad, estructura y significado. La identidad supone distinguir el objeto como un ente autónomo, separarlo de de otras cosas que lo rodean. La estructura es la relación espacial del elemento con otros objetos o el observador; y el significado es lo que supone este elemento para el observador. Por razones obvias, el estudio de Lynch se centra en identidad y estructura; el significado siempre es variable, y es colectivo, pero también se forma individualmente. «La imagen de los rascacielos de Manhattan puede representar vitalidad, poder, decadencia, misterio, congestión o lo que se quiera, pero en cada caso esa nítida representación cristaliza y refuerza el significado.» En ese sentido… ¿cuál sería el significado de las ciudades? O, yendo un paso más allá: edificios singulares, como el Guggenheim de Bilbao, donde la identidad no es, a priori, tan factible: ¿forman una única categoría, crean su propio espacio de identificación en el que sólo están ellos? ¿Cómo reaccionamos ante cosas que vemos en la ciudad que no comprendemos?

La segunda reflexión es alrededor de los nodos y los hitos, los lugares esenciales que definen la ciudad. Estos lugares se caracterizan hoy en día porque la propia ciudad los marca de forma unívoca: habitualmente, colocando allí monumentos, estatuas de conquistadores, de figuras preeminentes para una historia concreta de la ciudad. Esta política, por supuesto, que es una representación del poder, parte de una idea concreta de ciudad y tiene mucho que ver con la producción del espacio de Lefebvre pero también con la museificación o la conversión de la ciudad en un lugar con una historia concreta y buscada: la representación del sueño burgués en las Ramblas de Barcelona antes que la celebración de las revoluciones obreras que sacudieron la ciudad, por ejemplo. O con una revisitación del sueño imperial en Viena.

Y finalmente, la reflexión central del estudio, leído en nuestros tiempos: ¿cómo afecta Google Maps a todo el entramado mental que creamos los ciudadanos? Uno conoce su ciudad, sin duda, o al menos las partes de ella que recorre habitualmente (nos vienen a la mente los territoriantes de Francesc Muñoz en Urbanalización), pero por ejemplo al visitar otra por negocios o turismo, desenvaina el móvil y deja que sea la aplicación de google la que le guíe, hasta el extremo de que la contemplación de la ciudad es algo secundario, un escenario que ver, no un mapa que desentrañar. Análogamente, ahora la visión cenital de las ciudades es algo habitual, por lo que la relación entre mapa y territorio sin duda se ha generalizado; ¿cómo afecta eso a la construcción espacial que los habitantes generamos en nuestras mentes para orientarnos sobre ella?

La producción del espacio (II): el espacio social

Seguimos con el análisis del libro de Henri Lefebvre La producción del espacio, del que ya reseñamos el primer capítulo, Plan de la obra, en la anterior entrada. En esta ocasión, analizamos el segundo capítulo, titulado El espacio social, que se distingue del espacio mental (el de filósofos y matemáticos, el espacio «pensado) y del espacio físico (concepto ligado a los orígenes «naturales» del espacio), es un espacio producido; y para llegar a ello, Lefebvre justifica la elección de las palabras producción del espacio.

Según el pensamiento de Marx y Engels (que para el concepto de producción deriva en parte de Hegel, con su ambigüedad sobre «la Idea que produce el mundo, que produce al ser humano, que produce mediante sus luchas y trabajos la historia, el conocimiento y la conciencia de sí, esto es, el Espíritu que reproduce la Idea inicial y final»); para Marx y Engels, decíamos, «Nada hay en la historia y en la sociedad que no sea adquirido y producido. La misma «naturaleza», tal como es aprehendida en la vida social por los órganos sensoriales ha sido modificada, esto es, producida.» (p. 125)

¿Qué constituyen, a juicio de Marx y Engels, las fuerzas productivas? En primer lugar, la naturaleza; después, el trabajo, y en consecuencia la organización (división) del trabajo así como los instrumentos empleados, las técnicas y, por tanto, el conocimiento. (p. 126)

¿La naturaleza produce? No, la naturaleza no produce: crea. Surge la distinción entre obra y producto: «la obra posee algo de irreemplazable y único mientras que el producto puede repetirse y de hecho resulta de gestos y actos repetitivos».

Entonces, la ciudad (esto es, «espacio producido», «creado, modelado y ocupado por actividades sociales en el curso de un tiempo histórico»), ¿es una obra o un producto? Lefebvre piensa en Venecia, «Venecia no puede no decirse obra», por su estructura monumental, su concepción, su significación; «testimonia la existencia desde el siglo XVI de un código unitario, de un lenguaje común relativo a la ciudad». En palabras de Lefebvre, «en Venecia la representación del espacio (el mar a la vez dominado y evocado) y el espacio de representación (los trazados exquisitos, el gusto refinado, la disipación suntuosa y cruel de la riqueza acumulada por todos los medios) se refuerzan mutuamente». Pero también hay que reflexionar sobre el espacio: ¿acaso las aldeas medievales responden sólo a la noción de obra, de modo que no tienen nada que ver con el concepto de producción? O las catedrales, que son «actos políticos», expresiones del poder.

Pero dejemos épocas anteriores atrás y pasamos al siglo XIX, al surgimiento de la industria, de la economía política: «las cosas y los productos que son medidos, esto es, reducidos al patrón común del dinero, no comunican su verdad: al contrario, lo ocultan en tanto que cosas y productos».

La cosa miente. Y alcanzado el estatuto de mercancía, al mentir respecto a su origen -el trabajo social-, al disimularlo, la cosa tiende a erigirse como un absoluto. Los productos y los circuitos a que dan lugar (en el espacio) se fetichizan, devienen más «reales» que la realidad mismo, es decir, que la actividad productiva, apoderándose de ella. Esta tendencia aclanza su expresión última, como sabemos, en el mercado mundial. El objeto oculta algo de gran importancia, y lo hace con mayor efectivdad en tanto que no podemos (el «sujeto») pasar sin él; no podemos prescindir de lo que nos aporta, un placer ilusorio o real (¿pero cómo distinguir ilusión y realidad en el goce?). La apariencia y la ilusión de realidad no se hallan en el uso de las cosas ni en el placer derivado del uso, sino en la cosa misma en calidad de soporte de signos y significados falaces. Arrancar la máscara de las cosas con el fin de desvelar las relaciones (sociales), tal fue el gran logro de Marx… (p. 137)

Volvamos al espacio; a cualquier espacio, siempre que no sea vacío: «este espacio implica, contiene y disimula las relaciones sociales, a pesar de que, como hemos dicho, este espacio no es una cosa, sino un conjunto de realciones entre las cosas (objetos y productos)». Por ejemplo: un trigal o maizal, con sus surcos, barreras, alambradas… indican relaciones de producción y propiedad. Lo mismo sucede con los peñascos, árboles, montes… sabemos que pertenecen a alguien, que tras ellos subyace una producción, o al menos una propiedad; incluso un parque natural.

El espacio no es nunca producido al modo en que se produce un kilo de azúcar o un metro de tela. (…) ¿Acaso se produce como una superestructura? No, sería más exacto decir que es la condición o el resultado de superestructuras sociales: el Estado y cada una de las instituciones que lo componen eigen sus espacios -espacios ordenados de acuerdo con sus requerimientos específicos-. (…) Podemos afirmar que el espacio es una realidad social, pero inherente a las relaciones de propiedad (la propiedad del suelo, de la tierra en particular), y que por otro lado está ligado a las fuerzas productivas (que conforman esa tierra, ese suelo); (…) Producto que se utiliza, que se consume, es también medio de producción: redes de cambio, flujos de materias primas y de energías que configuran el espacio y que son determinados por él. (p. 141)

Para la «experiencia vivida», el espacio no es nunca un marco, comparable al de una pintura, una forma neutra, un mero continente donde pasan cosas; pero esta concepción, tan común, ¿es error o ideología? Lefebvre lo tiene claro: «más bien lo último que lo primero». El error, continúa, consiste en «contentarse con ver un espacio sin concebirlo«.

Dando el siguiente paso, «la nación no sería sino una ficción proyectada por la burguesía sobre sus propias condiciones históricas y sobre su origen: primero, con objeto de magnificarlos en su imaginario y, después, para ocultar las contradicciones de clase e implicar a la clase obrera en una solidaridad ficticia con ella» (p. 166). La nación, para Lefebvre, comprende dos momentos:

  • un mercado, construido a lo largo del tiempo y como asentamiento de distintas jerarquizaciones, mercados locales y regionales subordinados a un mercado nacional;
  • una violencia, la del Estado; un poder político que utiliza todos los recursos del mercado o de las fuerzas productivas, adueñándose de ellas.

Faltaría, claro, reflexionar largamente sobre cómo han sido luego todas las relaciones que han ido conformando el espacio-nación. Aquí Lefebvre introduce un símil: el de un espectador que contempla un cuadro. El cuadro está terminado, está enmarcado, supone una obra terminada, supone un autor con una intencionalidad; y el observador contempla el cuadro suponiendo que esa obra tiene un significado, una intencionalidad, ya sea un mensaje, el uso de los colores, la expresividad del trazo, todas las anteriores o tal vez muchas más.

Algo similar sucede al contemplar un paisaje, incluso un monumento; pero aquí «remiten a una capacidad creativa y a un proceso significante», existe un poder (político) detrás, son el resultado de una pugna, por lo que surge un nuevo elemento: la historia del espacio. Cuando se contempla un paisaje la mente bascula hacia la dialéctica «mandar-demandar», ¿quién lo hizo, planteó, para qué, para quién…? Pero cuando esa relación dialéctica (conflictiva) cesa, cuando no hay sino demanda sin orden, u orden sin demanda, cesa la historia del espacio. La producción del espacio surge sólo a demanda del poder: se produce sin crear, se reproduce. (p. 170)

Eso no supone el fin de la historia del espacio, sino el surgimiento de la creación del espacio como hecho industrial: «un espacio donde lo reproducible, la repetición y la reproducción de las relaciones sociales asumen deliberadamente más peso que la sobras, la reproducción natural, la naturaleza misma y el tiempo natural» (p. 173). Y a toda esta consideración nos falta añadirle un elemento esencial, que por ahora Lefebvre ha dejado de lado: el espacio es donde el ser humano habita, donde tiene su morada (aquí recurre a Bachelard y su Poética del espacio, pero con el hecho físico, fáctico, de que el ser humano habita un lugar, nos basta).

Aunando los dos puntos anteriores (la creación industrial, la necesidad de morada), se puede datar perfectamente el momento de «la emergencia de una conciencia espacial y de la producción del espacio»: el papel «histórico» de la Bauhaus. La Bauhaus desarrolló los vínculos entre industrialización y urbanización, entre lugares de trabajo y lugares de habitación. «Lo paradójico es que «programática» vino a pasar por racional y al mismo tiempo por revolucionaria, cuando en realidad se avenía perfectamente al Estado, al capitalismo de Estado y al socialismo de Estado» (p. 177). «Tanto para Gropius como para Le Corbusier el programa consistía en la producción del espacio.» Los de la Bauhaus comprendieron que las cosas no podían producirse independientemente unas de otras, sino que era preciso tener en cuenta sus relaciones mutuas y su relación con el conjunto.

Este cambio de mentalidad supuso una serie de consecuencias:

  • una nueva conciencia del espacio, que a veces lo reducía intencionalmente al dibujo, al plano, a la superficie del lienzo, y otras tratándolo como rupturas y fracturas de planos;
  • la desaparición de la fachada;
  • el espacio global se convirtió en abstracción a llenar; y el capitalismo lo pobló de imágenes, signos, objetos comerciales; apareció, así, el «medio-ambiente» urbano.

La reflexión de Lefebvre lo lleva ahora a la significación del espacio (la capacidad de la arquitectura por producir «espacios destinados a la voluptuosidad», como la Alhambra, para la contemplación (monasterios), de poder (castillos), etc: el espacio, ligado a una práctica social, donde reúne los bienes, la producción, la acumulación de conocimientos, el proceso creativo. La pregunta que subyace en todo esto (o al menos, la que se nos suscita con su lectura): ¿existe libertad al construir el espacio, o sólo al disfrutarlo? Dicho de otro modo: si el espacio es el resultado de una batalla, o una imposición del poder, sea éste el que sea… ¿quiénes disponen de verdadera libertad, al producirlo, si es que existe un único grupo? ¿Y dónde queda la libertad de los demás, los usuarios, los ciudadanos: en el mero «uso», «disfrute»?

Y de la significación, lógicamente, a la semiología, la ciencia que lee la ciudad y estudia cómo se forman y decodifican sus signos. «La semiología introduce la idea de que el espacio es susceptible de lectura y, en consecuencia, de una práctica (la lectura-escritura). El espacio de la ciudad, desde esta perspectiva, comporta un discurso, un lenguaje.

¿Pero se lee el espacio? Sí y no. Se lee en cuanto que el lector lo descifra y descodifica; pero no se lee en cuanto «nunca es una página en blanco sobre la que cualquiera (¿pero quién?) puede haber escrito su mensaje»; si acaso, más que signos hay consignas, trazos, convenciones, intenciones, órdenes; una maraña de múltiples significaciones que, en definitiva, remiten a «lo que es preciso hacer y no hacer», es decir, que remiten al poder. «El espacio ordena en la medida en que implica un orden (y en ese sentido, también cierto desorden)», pues es tanto expresión del poder el cartel que impide pintar paredes como el grafiti que lo desafía.

El capítulo acaba con unas reflexiones sobre la tríada forma, función y estructura que llevan a Lefebvre a reflexionar sobre la distribución espacial japonesa (donde las tipologías público y privado son mucho más laxas, por dar sólo un apunte, o la diferenciación naturaleza y sociedad; por ejemplo todo templo, público, dispone de espacios privados; toda casa, privada, dispone de lugares públicos, susceptibles de ser vistos por las visitas… Reflexión que nos retrotrae a la que hiciera Carlos García Vázquez en Ciudad hojaldre) y que acaba revelando tanto la incapacidad del capitalismo para producir un espacio diferente al capitalista pero también su esfuerzo por disimular esta producción como tal, «el intento de ocultar todo rastro del máximo beneficio».

La humanización del espacio urbano, de Jan Gehl

Del arquitecto y urbanista danés Jan Gehl ya hemos hablado en dos ocasiones: con el libro Nuevos espacios urbanos, que comentaba diversas intervenciones que se habían llevado a cabo en ciudades con el fin de favorecer un espacio público abierto a las personas, y el fundamental Ciudades para la gente, todo un tratado sobre cómo se debe planificar el espacio urbano para que las personas lo ocupen, disfruten y hagan vida en él que ya tratamos en profundidad (primera, segunda, terceraentradas).

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Life Between Buildings: Using Public Space es el título original de este libro publicado en 1987, si bien ha sufrido numerosos cambios en las muchísimas ediciones que han ido apareciendo. Aquí se exponen las ideas básicas de lo que luego fue Ciudades para la gente y que podemos resumir en un urbanismo a pie de calle adaptado para las personas y no para los vehículos: de las tres actividades que se llevan a cabo en el exterior (necesarias, opcionales y sociales), las primeras se llevarán a cabo independientemente de la calidad del espacio público; las segundas variarán en función de él y las terceras sólo se darán a cabo si hay espacio público de calidad.

Los dos extremos en los que se puede situar una ciudad son, en resumidas cuentas, Brasilia o Venecia. Brasilia es una ciudad planificada para ser vista desde helicóptero: racional, bella, organizada, impracticable. Las distancias entre las zonas son enormes para recorrerlas a pie y no ofrecen mayor aliciente al paseante que andar por terrenos verdes y baldíos; Venecia, en cambio, sólo permite el tránsito peatonal en su centro, por lo que todo está adaptado a la vista del peatón y el tráfico rodado tanto de mercancías como de personas se da en los límites de la ciudad de forma que las dos velocidades (peatón, tránsito de vehículos) no se mezclan.

Cada ciudad se encuentra en su propio punto en esta equidistancia. Según Gehl, las ciudades de la edad media estaban adecuadas a la escala del peatón, con todos sus puntos neurálgicos cerca unos de otros y suficientes recodos y lugares para permitir la vida social en la calle.

El primer cambio radical tuvo lugar durante el Renacimiento y está relacionado directamente con la transición de las ciudades del crecimiento espontáneo a las planificadas. Un grupo especial de urbanistas profesionales asumió la tarea de construir ciudades y de desarrollar teorías e ideas sobre cómo debían ser.

La ciudad dejó de ser una mera herramienta y se convirtió, en mayor medida, en una obra de arte, concebida, percibida y realizada como un todo. Las áreas entre los edificios y las funciones que aquellas albergaban dejaron de ser los principales focos de interés, y pasaron a tener prioridad los efectos espaciales, los edificios y los artistas que les habían dado forma. (p. 49)

¿Un buen ejemplo de ello? Palmanova, la ciudad en forma de estrella donde todas las calles tienen el mismo grosor y que cuenta con una plaza de 30.000 metros cuadrados «bastante poco utilizable como plaza urbana en esta ciudad pequeña».

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El segundo desarrollo en las bases del urbanismo se produjo con la llegada del funcionalismo.

La base del funcionalismo fueron primordialmente los conocimientos médicos que se habían desarrollado durante el siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. Estos nuevos y amplios conocimientos médicos fueron el fundamento de diversos criterios para una arquitectura saludable y fisiológicamente adecuada formulados en torno a 1930. Las viviendas debían tener luz, aire, sol y ventilación, y sus habitantes debían tener asegurado el acceso a los espacios abiertos. Las exigencias de edificios aislados orientados hacia el sol y no, como habían estado antes, hacia la calle, así como la exigencia de separación entre las zonas residenciales y de trabajo, se formularon durante este periodo a fin de asegurar unas saludables condiciones de vida para los individuos y distribuir los beneficios más equitativamente. (p. 51).

Se trata, por supuesto, de La carta de Atenas y Le Corbusier. «Uno de los efectos más apreciables de esta ideología fue que las calles y las plazas desaparecieron de los nuevos proyectos de edificación y las nuevas ciudades.»

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A partir de 1960 la situación fue cambiando a medida que los urbanistas y la sociedad se daban cuenta de que este tipo de ciudades, ofrecidas al tránsito rodado, la planificación y los grandes proyectos urbanas, destruía la vida social que se pudiese dar en el espacio público (uno de los grandes baluartes de este descubrimiento fue Jane Jacobs, aunque la lista sería larga; por ejemplo, The Social Life of Small Urban Spaces, de William H. Whyte, o Townscape, de Gordon Cullen, donde acuñó el término «urbanismo desértico» para referirse a las consecuencias del urbanismo funcionalista: grandes espacios vacíos donde nada sucedía y que se debían atravesar para ir de un tipo de zona a otro).

La segunda parte del libro da indicaciones sobre cómo diseñar el espacio público para volverlo atractivo a los peatones. Ejemplos:

  • gradaciones en la división entre espacio privado y espacio público. En vez de un bloque de pisos que separa radicalmente casa / calle, disolución gradual de los límites: de la casa, privada, al patio, semiprivado, a la calle secundaria, comunal, a la calle principal, pública. El símil que usa Gehl: igual que una universidad, que consta de facultades, institutos, departamentos y grupos de estudio, en escala decreciente; un ejemplo de ello: una cooperativa de casas, donde se sigue el esquema anterior y se pasa por diversos estados en la transición entre público y privado.
  • límites porosos: la fachada de, por ejemplo, un concesionario tiene poco a ofrecer: metros y más metros de coches aparcados; igual la de un supermercado cerrado. En cambio, diversas tiendas colocadas una al lado de la otra ofrecen un buen atractivo visual para el paseante.
  • del mismo modo, la ciudad debe ofrecer lugares en los que descansar que ofrezcan a) protección para la espalda y b) atractivo visual. Sentarse en un banco en el centro de una plaza es poco atractivo; hacerlo a la vera de un seto, en el borde de un parque, lo es mucho más, porque la espalda de quien está sentado queda protegida pero además puede observar a los que pasan.

Luego el libro vuelve a la importancia de los sentidos y de la percepción humana y a las distintas escalas a las que se puede construir (la del coche, con grandes elementos bien separados que puedan ser visibles circulando a 60 km/h, o la del peatón, con muchos elementos agrupados perceptibles a un paso de 5 km/h). Como todos estos temas ya los comentamos a propósito de Ciudades para la gente, no volvemos a ellos.

De nuevo, la única pega que le encontramos al urbanismo de Gehl es que no tiene en cuenta la ciudad como centro regional o nodo del espacio de flujos. La concibe como un lugar donde sus residentes pueden desplazarse para llevar a cabo su día a día, con lo cual apuesta por el caminar y el ir en bicicleta; pero la ciudad es, también, lugar donde una gran multitud de personas que no residen en ella deben acudir para trabajar, estudiar o simplemente disfrutar de su ocio, por lo que también debe ofrecerse como centro neurálgico de una gran infraestructura que permita su acceso.