La ciudad negocio, China Cabrerizo

La ciudad negocio. Turismo y movilización social en pugna (2016), de la geógrafa China Cabrerizo, es un estudio (parte de la tesis doctoral de la autora) sobre el turismo y sus efectos en la ciudad. El primer capítulo estudia los flujos del turismo y cómo éstos no han dejado de aumentar con el paso al postfordismo o la sociedad informacional; el segundo, la transformación del territorio y especialmente de las ciudades para acoger a estas hordas, tanto de forma literal (tipos de negocios o morfología de los centros urbanos) como en su imaginario (centros reconstruidos o simulados); el tercer capítulo escoge un ejemplo concreto, la costa mediterránea en España, y cómo la historia urbana del país se refleja en la forma de sus pueblos y construcciones costeras; y el cuarto capítulo busca alternativas y sigue los movimientos sociales que luchan contra esta forma de ciudad capitalista.

A partir del concepto de biopolítica, Cabrerizo destaca tres ideas: la primera, que a la economía postfordista ya no sólo le interesan los productos «sino que se interesa por todos los ámbitos de la vida», como la salud, la educación y, por supuesto, el ocio. La segunda: la libertad como estrategia de poder. Pero no una libertad absoluta sino una falsa libertad basada en la «libre» elección entre una serie de opciones.

Esa supuesta libertad controlada se realiza mediante el manejo de las subjetividades e imaginarios individuales y colectivos, la tercera idea que interesa destacar. Al modo de explotación y apropiación capitalista le interesa la diferencia y también la repetición. Valora lo excepcional, lo particular, lo original, lo creativo, que deja fluir hasta cierto límite, el límite que le permite extraer excedentes con todo ello. La contradicción es que, para su mercantilización, lo convierte en modas o lo reduce a su factor diferenciador. (p. 29)

Es una idea que encontramos en el producto de la gentrificación de barrios y que vimos en First We Take Manhattan pero que luego también hemos leído, por ejemplo, en Espacios del capital de Harvey, en Urbanalización de Francesc Muñoz o en Ciudad hojaldre de Carlos García Vázquez.

El turismo, como parte fundamental de la economía del ocio, se ha convertido en uno de los principales agentes transformadores de los territorios, especialmente los urbanos y costeros. Se trata de una de las grandes actividades del mundo globalizado, utilizada históricamente como forma rápida y amable de dar entrada, en los países en vías de desarrollo, a la cultura del consumo propia del sistema capitalista. (p. 30)

Cabrerizo da una gran cantidad de datos para respaldar esta afirmación, pero no parecen necesarios: todos, en mayor o menos medida, somos conscientes del impacto del turismo. Porque lo hemos vivido en nuestras carnes como receptores de él y porque, probablemente, lo hemos llevado a cabo en multitud de ocasiones. El poder ha encontrado en el turismo y su motor económico una excusa perfecta para erradicar toda oposición a él. Se habla con facilidad de las ventajas que conlleva; pero se suelen obviar sus efectos perversos: sobre los recursos y ecosistemas naturales, que explota; sobre la contaminación que genera; la precariedad laboral y concentración económica; y la apropiación de las identidades locales, que transforma para mercantilizar.

La creación de nuevos destinos que se han multiplicado por el mundo no es resultado, en exclusiva, del incremento del número de turistas. Tiene más que ver con la necesidad que tiene el sistema de producción dominante, y hoy globalizado, de incorporar lugares adaptados como receptores de los flujos de capitales y personas, y donde poder dar respuesta a las crecientes necesidades de consumo, así como a los cambiantes deseos de los turistas. (…)

El capitalismo conceptualiza el tiempo libre como tiempo para el consumo, y el turismo se presenta como una actividad amable que desarrollar en nuestro tiempo libre y, por tanto, un fin para consumir, que es una de las funciones vitales que requiere el capitalismo para subsistir. El asunto es que, hoy en día, el consumo no es solo sinónimo de la adquisición de productos materiales, sino también de experiencias, de emociones, de deseos e, incluso, de sueños. Nuevos modos de consumir que, en las sociedades ricas y contemporáneas, están motivados por la búsqueda de distinción y exclusividad, y de sensaciones y experiencias emocionantes.

(…) Al igual que la industrialización produjo el espacio que requería para su pleno desarrollo, colocando fábricas y naves industriales en los extrarradios de las ciudades junto a las colonias residenciales para los obreros desplazados de los cascos, y reconfigurando los centros urbanos para las burguesías triunfantes y la modernización, aceptando como «daños colaterales» la degradación medioambiental y las malas condiciones de vida de los obreros, en la actualidad el turismo y el ocio contribuyen con gran poder a la producción del espacio urbano para el consumo que sustenta el modelo fuertemente terciarizado de la sociedad contemporánea, y con ello, a la expansión de la urbanización del territorio y sus sociedades. (p. 58-60)

El turismo crea espacios propicios para la mercantilización. Para ello se apropia de los recursos naturales y también de los capitales simbólicos y culturales, provocando conflictos. El espacio es uno de los recursos consumidos. Pero, puesto que «el espacio público es un espacio improductivo» (p. 67) y que no genera plusvalías, hay que convertir los «espacios centrales e históricos de las ciudades en centros comerciales abiertos, elitistas y destinados al ocio que provoca, entre otras cosas, la erradicación del pequeño comercio de proximidad y de primera necesidad» (p. 67), generando también una revalorización del precio del suelo y una expulsión de los habitantes de la zona.

Puesto que la lógica empresarial es la misma o similar en todas partes (se da, por ejemplo, una enorme concentración de todos los procesos turísticos en unos pocos grupos empresariales, que se encargan tanto de la organización del viaje como del transporte de turistas, los hoteles, la gestión, etc.), todos los espacios se acaban asemejando puesto que la diferencia, para ser consumida, debe poder ser catalogada. Entramos aquí en los imaginarios y en la creación de esa experiencia, que es lo que acaba vendiendo el turismo: una vivencia distinta a la que se puede experimentar en el hogar. «Los mitos del paraíso, de lo salvaje y lo indómito, de lo auténtico, de lo mágico, del explorador romántico, de los estilos de vida o la buena vida, etc., son buenos ejemplos de estos enunciados codificados y prefabricados que utiliza la promoción turística ampliamente, estandarizando las experiencias y homogeneizando las miradas» (p. 75).

Centrándose en un ejemplo concreto, el de la urbanización de la costa mediterránea en España, Cabrerizo destaca que, a rebufo, sobre todo, de los grandes booms que ha habido en el país, se han llevado a cabo diversos tipos de construcciones.

En las ciudades del turismo del Mediterráneo se replican los tipos paisajísticos. La estandarización y banalización de los paisajes, credos al margen del lugar, son el resultado, paradójicamente, de la carrera hacia la competitividad mediante la distinción. Algunas peculiaridades de los lugares, tales como los elementos geográficos físicos, el carácter de la población local, la gastronomía típica o algunos elementos residuales de la arquitectura vernácula, sirven como fórmula de diferenciación y promoción. Es la apropiación de lo patrimonial y simbólico, pero si estos elementos no son capaces de mantener la representatividad cultural e identitaria del lugar, se practica la simulación o recreación haciendo uso de la historia o de imágenes hiperreales, con el objetivo de favorecer la comercialización de los lugares e incrementar los ingresos. La contradicción es que estos productos urbanos de la industria del ocio y el consumo, cuanto más se comercializan, menos excepcionales y especiales parecen. (p. 95)

Cabrerizo destaca cuatro tipos de paisajes distintos que desvelan, de alguna forma, el momento productivo en el que fueron construidos:

  • Paisajes masivos del modelo fordista: conglomerados de edificios de gran altura «que actúan como gigantes muros a lo largo del litoral», como Benidorm, Torremolinos o La Manga del Mar Menor y que luego han sido replicados en Cancún o Cartagena de Indias. «Surgieron como enclaves turísticos masivos y sin dotaciones públicos», algo con lo que sus sucesivos gobiernos locales han tenido que lidiar, buscando fórmulas para conservar los enclaves o, en ocasiones, dotarlos de vida fuera de la temporada de verano.
  • Paisajes residenciales cerrados: generalizados a partir de los 90 con el auge del «turismo residencial, estos paisajes representan el urbanismo de la dispersión, la privatización, el encierro y la distinción, la cultura del despilfarro y el desprecio por el patrimonio natural y cultural» (p. 98). Son urbanizaciones a menudo vinculadas a campos de golf y en ocasiones cerradas o valladas. Su aparición coincide con la entrada de España en la Unión Europea y la llegada de los flujos del capital internacional, buscando lugares «apartados y sostenibles» que son, por el contrario, entornos ecológicamente poco sostenibles por su extensión, baja densidad y dependencia del vehículo privado. «Estos paisajes residenciales se enmarcan dentro de las nuevas formas globalizadas de habitar, lejos de los tradicionales modos mediterráneos. Se relacionan con la cultura del miedo y la seguridad que el aumento progresivo de las desigualdades sociales ha provocado, y por eso se encierran en espacios privados de segregación socioeconómica» (p. 100), además del anhelo de exclusividad y privacidad. Si bien nacieron como espacios destinados al lujo, con el tiempo se han adaptado a todos los bolsillos (variando, claro, sus especificaciones y necesidades según el precio).
  • Paisaje operativos: relacionados con la movilidad, el ocio y el consumo. Se incluyen aquí desde los grandes centros de ocio (parques temáticos, puertos deportivos, centros de congresos, centros comerciales) a las enormes infraestructuras de autopistas, vías férreas o aeropuertos destinados a permitir el acceso a ellos. «Completamente aterritoriales, se han multiplicado por la costa mediterránea en una suerte de negociación entre la globalización y el sustrato urbano local» (p. 103) Las ciudades cercanas los usan para atraer inversión y crearse una marca global; a menudo, se usan inversiones públicas que acaban directamente en manos privadas o cuyos beneficios son privatizados. Este modelo responde al interés por los espacios costeros de dejar de ser reductos de la temporalidad de verano y tienen la pretensión de generar desarrollo local; pero acaban por caer en una monotonía de paisajes efímeros de consumo rápido e intenso, «los paisajes del espectáculo, lugares del ocio y el consumo, donde dar rienda suelta a la experiencia única del turista que, en buena medida, se reduce a consumir múltiples productos» (p. 104).
  • Paisajes culturales escenificados. Los centros históricos se han convertido en «la síntesis de la ciudad», el único lugar que es necesario visitar para comprender su historia e identidad. Allí se concentran, también, todas las oportunidades de negocio: las visitas guiadas o culturales, la compra de souvenirs, las terrazas donde sentarse a consumir. «En estos centros surge la paradoja entre distinción y comercialización. La «industria», utilizando la historia como reclamo económico, convierte estos entornos urbanos residuales del pasado en escenarios teatrales, reformulando las identidades locales hacia las ansias de consumo, lo que las termina homogeneizando. El éxito de estos espacios centrales y de los imaginarios que los crean está en ofrecer a sus potenciales usuarios una vuelta a las realidades urbanas del pasado, en contraposición a los espacios de la nueva ciudad donde la uniformidad de usos, el encierro, la seguridad y lo individual caracterizan la vida. Uno puede pasear, durante un rato, por el viejo pueblo pintoresco de casas rústicas encaladas y por sus calles empedradas llenas de comercios y de vida. Sin embargo, estas maquetas de lo que fueron en origen estos pueblos marineros del Mediterráneo no han sido diseñadas para «el rescate de la identidad», sino para el fenómeno del consumo. Una vez más, consumo y placer se funden.» (p. 106)

La humanidad planetaria, Marc Augé y Josep María Montaner

La serie «diálogos» de la editorial Gedisa son pequeños libros que recogen una conversación entre dos pensadores. En este caso reseñamos La humanidad planetaria, diálogo entre el antropólogo y etnólogo Marc Augé y el arquitecto y urbanista Josep María Montaner.

Reflexionando acerca del concepto de lugar, Augé destaca que se podría considerar a los migrantes como «los héroes de los tiempos modernos porque aceptan la idea de que el lugar no es un destino obligatorio». Al renunciar a su hogar, a su tierra, país, nación, demuestran, de algún modo, que «el apego al lugar es una cosa relativa, hiperfrágil»; su decisión cuestiona el apego de los que permanecen. Al llegar a su destino, tratan de convertirlo en parte de lo que han dejado atrás: leen los periódicos de su lugar de origen, entablan relaciones con similares. Pero, al mismo tiempo, por propia necesidad y convivencia, hacen relaciones nuevas, salen a comprar, sus hijos van a las escuelas, tienen que ir al médico. Se establecen así los «territoriantes», concepto de Francesc Muñoz en Urbanalización: habitantes de ciudades distintas y que se mueven en geografías variables.

El lugar «[Montaner] siempre es eminentemente social»: «no está relacionado con el individuo sino con la colectividad: tiene que ver, esencialmente, con las relaciones que las personas establecen en el contexto urbano: en la esfera de lo privado, en los edificios públicos, en el trabajo y en el ocio…» En cada lugar existen unas formas determinadas de uso del espacio público; pero cada grupo social tiene una concepción distinta, incluso una forma propia de interpretar esas normas; y se lleva a cabo una negociación, una dialéctica.

En esta dialéctica entra también la concepción del espacio de las redes sociales y los canales mediáticos. Por ejemplo: un actor o presentador famoso que va por la calle y al que la gente se acerca y saluda, como si se tratase de un conocido; pero esa persona no conoce a quien lo saluda y la única interacción que ha habido ha sido a través de esos medios. «[Augé] Eso es el fenómeno nuevo que complica las cosas para la definición del lugar y del no lugar. Caracterizamos el lugar porque éste alberga las relaciones sociales. Pero los espacios de la comunicación, ¿pueden incluirse en esta categoría en cuanto ponen en contacto a los individuos?»

Del concepto de no lugar, Montaner pasa al de «no casa»: los apartamentos turísticos, que se han convertido en lugares sin identidad antropológica, «una casa que tiene una memoria falsa, como la de los androides o replicantes de Blade Runner, en un «estilo Airbnb» con toques locales: fotos genéricas, unos pocos libros comprados al azar que nadie ha leído, recuerdos impersonales, conchas de un mar incierto, pinturas que no tienen que ver con ninguna elección o regalo; nada que atesore ninguna historia», a diferencia, por ejemplo, de los hogares de las personas mayores, donde todo lleva años en un estado de inmobilismo porque todo tiene una larga historia.

«El turista de Airbnb que va a un apartamento turístico, además de querer ahorrar, se cree que por unos pocos días va a formar parte de la vida del barrio. Y realmente no forma parte de la experiencia del lugar. Más bien, está contribuyendo a perjudicar el barrio, porque usa una vivienda en la que antes había vivido gente real o que se ha construido sólo para hacer negocio. Es una actividad que lo que hace es perjudicar la vida del barrio: contribuye a la especulación, al incremento del precio de los bienes y de los alquileres, y a la destrucción del comercio de proximidad», continúa Montaner. Augé lo denomina «la última etapa del consumo»: «consumimos una imagen de intimidad, vivimos en un apartamento que parece un apartamento en el que se vive diariamente, y los que van allí se dejan penetrar por esta atmósfera y piensan que están en su lugar. Pero este apartamento es el mismo esté donde esté (…) Es el engaño supremo del consumo y es un fenómeno de lujo» que ayuda a perpetuar las diferencias. «Estamos viviendo el fenómeno de la «uberización» o nueva fase del capitalismo, basada en aprovecharse de la precariedad de los contratos (que conllevan una vida, vivienda, etc. precaria) (…) y en sacar rendimiento rápido y abusivo de unos recursos, facilidades y valores urbanos que cada cultura pública y local ha elaborado a lo largo de siglos.»

Sin embargo, Augé rompe una lanza a favor del turista: podemos caricaturizarlo; basta con ir a Pisa para verlos posando delante de la torre haciendo ver que la aguantan. Pero creo que también hay en cada turista, si lo observamos individualmente, un deseo de ver algo distinto, lo cual en sí mismo es respetable. Una vez denunciados los excesos del turismo, deberíamos tener un poco de respeto con los viajeros. El viajero es aquel que busca el encuentro, el que sea, y el encuentro es siempre con el otro.» El antropólogo llega a hablar de «la doble imagen de nuestra época»: «los turistas que van a Centroamérica o Asia o África y los centroamericanos, asiáticos o africanos que van a las metrópolis para encontrar la manera de ganarse la vida».

La cultura, las culturas, las que sean, inclusive las que fueron estudiadas por los etnólogos en las sociedades «primitivas», obedecen todas a la necesidad de enseñar a los individuos que existen en relación con el otro, que no hay identidad sin alteridad -y éstas definen normas que permiten todo esto-. Pero ello al precio de una negación de la libertad individual. Pienso que el sentido social y la libertad individual, la autonomía individual, son dos cosas opuestas. Y el día en que hagamos saltar por los aires esta oposición entre sentido social y autonomía individual habremos ganado. [Augé, p. 44]

«Si en el nacimiento del Estado-nación las grandes obras estatales eran los ayuntamientos, los mataderos, los mercados, los teatros, etc. y luego fueron las grandes infraestructuras, con el tiempo las grandes obras de las ciudades las está haciendo el sector privado», destaca Montaner; «la memoria en nuestras ciudades cada día es más de propiedad privada», a medida que el capital va adquiriendo los edificios relevantes o usándolos como nodos de atracción de flujos (de capital, de turistas). Esto tiene que ver con otro movimiento habitual de nuestros tiempos, el NIMBY (de las siglas en inglés Not In My Backyard, «no en mi patio trasero»), la oposición por parte de grupos de vecinos de la construcción en su barrio de un centro para los sin techo, un psiquiátrico, un lugar de acogida para los drogadictos o una mezquita. En ocasiones de modo justificado, pues nadie quiere una incineradora cerca de casa o un vertedero; pero en otras, simplemente, por falta de empatía. Está relacionado, claro, con la idea de comunidad a la que se oponía Richard Sennet en El declive del hombre público: aquella comunidad cerrada, donde los vecinos comparten o creen compartir aspectos comunes más allá de los situacionales y donde la mejor argamasa es siempre la creación de un enemigo común. Pero tiene también que ver con la situación característica de estos lugares: siempre en los barrios populares. No encontrarán mezquitas en el barrio de Salamanca ni en el de Sarrià, ni centros para drogodependientes; porque el suelo allí es extraordinariamente valioso y sólo los grandes capitales son capaces de permitírselo. Es otra muralla de contención que crea el capital para mantener sus espacios privados.

Jodidos turistas

Jodidos turistas (Antipersona, 2017) son cuatro artículos de autores distintos que reflexionan alrededor del actual concepto de turismo y sus consecuencias.

Despreciamos a los turistas porque su visita nos convierte en indígenas. Y nosotros no queremos serlo. En lugar de aprovechar la posición de sumisión en que nos deja el turismo para atacar al sistema que las genera, preferimos convertirnos en ellos. En otros lugares del mundo no hay posibilidad de elección -los sujetos visitados nunca podrán devolver la visita-, pero en este preferimos ser turistas que acabar con la dominación que genera. (Introducción)

«Detrás de los anuncios de viajes asoma siempre la idea de que nuestro día a día es algo que bien merece una «escapada», en una muestra de que el capitalismo es capaz incluso de rentabilizar la conciencia de que el mundo que ha creado es difícilmente soportable.» Así empieza el primero de los artículos, «Turismo industrial y consumo de lugares exóticos», de el Fanzine Malpaís. Entienden por turismo industrial por «la forma que adopta el viaje cuando se realiza mediante el sistema de relaciones e infraestructuras que el Capital y los Estados han dispuesto para la explotación turística de lugares a escala mundial», y es una serie de procesos que encontraron su auge después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el capital buscaba nuevos frentes que mercantilizar y que, por ejemplo, convirtieron al Mediterráneo y el Caribe en «las primeras piscinas del turismo internacional».

A este concepto de la «escapada» se le añade posteriromente, al pasar de una economía fordista a una postfordista, el elemento exótico, la alteridad, tanto geográfica como cultural. El viaje ya no sólo nos permite «abrirnos a nuevas culturas» o descubrir nuevos entornos, sino que además nos convierte en personas distintas en función de las destinaciones que hayamos consumido. Pero eso nos convierte, también, en agentes colonizadores, puesto que se visitan lugares cuyo habitantes no podrán devolver la visita, «a no ser que lo hagan como fuerza de trabajo migrante».

Se vende la industria turística como una «no contaminante, sostenible, generadora de riqueza y empleo», pero a menudo se esconde que esta riqueza va acompañada de una imposición concreta del modo de riqueza y de desarrollo y progreso capitalista.

Está bastante extendida esa idea de viajar muy lejos para «encontrarse con uno mismo». Es curioso que, aunque uno se haya perdido en alguna megalópolis occidental, un día se pone en marcha y va a buscarse a un hostal de mochileros de un poblado nepalí. (…) ¿Qué son esas cosas perdidas? Parece razonable pensar que se trata, por ejemplo, de una nostalgia ancestral de las condiciones de existencia arrebatadas históricamente por el capitalismo, de la autonomía que alguna vez pudieron tener las comunidades para decidir cómo vivir, de la capacidad de entenderse con el entorno natural, y de una cultura propia que aún no había sido aniquilada y sustituida por la homogeneización occidental y el triunfo de la mercancía. (p. 23)

La idea, además, es que la industria turística ayuda a los lugares «menos desarrollados» donde termina. Pero esta idea no se sostiene por diversas razones:

  • En primer lugar, la identidad colectiva del lugar visitado (que a menudo ha sido extirpado de su «identidad real», si es que existía) se genera a partir de las expectativas y necesidades de los visitantes, diluyendo así su identidad; ¿qué es, por ejemplo, algo muy auténtico?, algo que se aleja de lo que entendemos por habitual en nuestras dinámicas capitalistas actuales; por ello, eso precisamente es lo que tratarán de generar esas culturas para atraer los flujos del capital.
  • Esto genera unas vivencias que están en todo momento marcadas por la simulación y por la lógica mercantilista; un indígena no dirá lo que tenga en mente, sino lo que los visitantes esperan oír. Así, no es inhabitual las quejas de un turista porque los autóctonos no han sido lo «bastante» complacientes o no se han mostrado lo suficiente agradecidos por «la propina», o incluso porque han tratado de venderles algo más caro porque «son turistas», obviando que el precio es muchísimo más reducido que en su país de origen; y ya no entramos a hablar de mercados como el turismo sexual. «Y es que los viajes exóticos son para una buena parte de los turistas una oportunidad inigualable para acariciar el tipo de consumo de las clases adineradas, permitiéndose a precios más económicos lo que en su lugar de origen son lujos» (p. 32). Es decir, parte del viaje es el lujo de sentirse ricos al lugar donde se viaja; y la forma de hacerlo no es enriqueciéndose (algo harto complicado) sino visitando lugares pobres donde nuestro nivel de vida es muy superior.
  • Finalmente, las supuestas ventajas del capital que aporta el turismo a las zonas que «canibaliza» no suelen revertir en la población, sino en unos pocos de sus miembros, cuando alguno; los flujos del turismo están especializados en descubrir (o generar) nuevos espacios «exóticos», «jibarizándolos», es decir, apropiándose sólo de algunas de sus características más exóticas, despojándolos de las que son menos atrayentes; y, por lo tanto, están en una posición de poder para establecer las estructuras que buscan los turistas. A menudo se trata de complejos sólo para turistas desgajados del país, como resorts u hoteles de lujo que privatizan una playa o recursos del país, y donde los autóctonos ocupan solamente el lugar de siervos, obligados a formar parte del sector servicios.
  • Puesto que los turistas están de vacaciones, entregados a un exotismo (y un erotismo) distintos del día a día, no tardan en surgir redes de prostitución y narcotráfico.
  • Además, los efectos sobre los mercados y espacios indígenas son terribles. «Donde antes había pequeños barcos pesqueros, ahora se pueden ver yates y embarcaciones de recreo. Los bienes de consumo básico se encarecen en los mercados locales. Sube también el precio del suelo y la especulación inmobiliaria desplaza a los pobres locales. Las arcas públicas financian las infraestructuras, los oligopolios hacen negocio.» (p. 36)

El artículo huye de dar la imagen de los autóctonos como «pobres víctimas». «Es obvio que esta situación se da en contextos de dominación, pero también de negociación, traducción, acuerdo y conflicto.» Es similar a alquilar un piso a un habitantes de la ciudad o a los turistas por Airbnb; los réditos de uno y otro son distintos, claro, pero la elección la toma cada uno.

El segundo artículo habla del «modelo Barcelona» y cómo, ya desde el siglo XIX, el objetivo de una gran parte de su burguesía ha sido atraer turismo para hacer negocio. Ya se intentó con las Exposiciones Universal e Internacional, pero el pistoletazo de salida que realmente encumbró a la Ciudad Condal al éxito fueron los Juegos Olímpicos y la especulación que trajeron / permitieron. Otros cambios en la ciudad, como la ampliación de los muelles para atraer a los megacruceros o la celebración del Mobile y otros festivales o congresos, no han hecho más que potenciar esta tendencia, además de la potente publicidad del lobby turístico, que ha dominado con su discurso de que «el turismo es beneficioso para la ciudad» y cualquier proceso, o hasta decisión política, que trate de frenarlo está tratando de quitar riqueza a la ciudad. La cantidad de viviendas de alquiler puestas en Airbnb o la llegada de «turismo basura», así como el auge de trabajos también basura del sector servicios, destinados a satisfacer los deseos de los visitantes, son otras de las consecuencias que el turismo trae a la ciudad.

El tercer artículo trata sobre las Islas Baleares, otro enorme destino turístico que está sufriendo las mismas consecuencias, en este caso, además, agraviadas por el descalabro ecológico que supone la masificación veraniega que sufren las islas.

El último artículo, «Dulzainas y kebabs. La decepción del turista rural», de Layla Martínez, además e muy divertido, da una descripción de cómo estas dinámicas de sumisión entre los turistas de los países desarrollados y los autóctonos de lugares «más exóticos» se dan también en las relaciones entre la ciudad y el campo. Martínez estaba haciendo queso en un pueblecito de los Picos de Europa cuando un turista empezó a hacerle fotos con la cámara; sin más, sin pedir permiso, convencido de que tenía derecho a inmortalizar esa «forma ancestral» de hacer queso que aún se mantenía en los pueblos.

Martínez retrata la indignación que sufren los visitantes de la ciudad cuando ven que los habitantes del medio rural usan su todoterreno para ir a ordeñar las vacas, piden en Telepizza (o desearían que les llegase hasta el pueblo) y compran tranquilamente en Amazon mediante su Iphone. «Así no hay manera de que los urbanitas llenen su vacío existencial.»

Sin embargo, este sentimiento de estafa no se dirigía contra el parque o contra la industria del turismo que les había vendido algo que no era real, sino contra los pastores, a los que culpaban de haber traicionado a sus antepasados, de haberse dejado pervertir por las tentaciones del capitalismo, de no hacer el queso como antes. (…) Comerse un kebab en la ciudad es aceptable, e incluso una muestra de tu interés multicultural, pero comerse un kebab en un pueblo es una traición a tus antepasados, una señal de decadencia de la cultura europea y una muestra de la perversión capitalista. (p. 86)

La guerra de los lugares (III): el alquiler

En la primera entrada de La guerra de los lugares vimos cómo Raquel Rolnik mostraba el cambio de paradigma de la vivienda como un bien necesario que debe ser proveído por el Estado a una vivienda en propiedad, financiada y mantenida íntegramente por el usuario. En la segunda entrada vimos la evolución de este proceso a las zonas menos favorecidas del Sur global y cómo se usan acontecimientos tales como grandes eventos deportivos o incluso accidentes naturales como la avanzadilla del capital para adquirir tierras en situación marginal y aprovecharlas para extracción de materias primas o fines turísticos. En esta tercera entrada, Rolnik va un paso más allá y relaciona la actual crisis del alquiler que viven muchas ciudades con la estafa orquestada previamente por el capital.

03
Resistencias al capital.

En efecto, tras la crisis de 2008 y la gran cantidad de viviendas que quedaron en propiedad de los bancos o cuyas hipotecas fueron ejecutadas, los fondos de inversión se lanzaron a comprar vivienda barata hasta encontrarse con que disponían de grandes reservas de ellas. Su intención original era esperar a que el precio volviese a subir para ponerlas en el mercado; pero se dieron cuenta de que, al poseer un parque tan grande, podían manipular el precio de los alquileres y obtener beneficio de ello. Además, contaban con un doble mercado: las personas que no habían podido acceder a las hipotecas seguían teniendo necesidad de una vivienda, y su única opción era el alquiler; pero también las personas que habían perdido la casa en propiedad por la ejecución de la hipoteca tuvieron que lanzarse al mercado del alquiler.

Así como en la oleada anterior, basada en la promoción de la compra de casas en propiedad para las familias, mediante la expansión del crédito hipotecario, estamos hablando de un proceso global, promovido por el mismo nuevo imperio colonial sin bandera ni rostro: las finanzas globales. Desterritorializado y abstracto, ficticio y especulativo por naturaleza -pues este es el carácter mismo del mercado financiero: el juego de las expectativas y apuestas futuras-, este nuevo poder colonial ocupa las ciudades, capturando espacios de vida y transformándolos rápidamente en paisajes para la renta, capaces de garantizar un flujo de remuneración futura enlazado al lugar… (p. 398)

E, igual como sucedió con la creación de las hipotecas y todos los mecanismos necesarios para su implementación y financiazión, esta nueva oleada de aumento del alquiler cuenta con la connivencia, cuando no con la participación -y protagonismo- de los Estados nacionales. Rolnik cita el Ireland’s National Asset Management Agency de Irlanda pero también el SAREB español: no sólo el Estado inyectó dinero público a mansalva para evitar la bancarrota de los bancos sino que además los liberó de sus activos más tóxicos creando una entidad que los acumuló. Se crearon además las SOCIMI, con una reformulación en el 2012 que incluyó, «por ejemplo, la exención total de impuestos sobre los rendimientos provenientes del alquiler de inmuebles. Una de la SOCIMI constituidas fue Anticipa, organizada en base al stock inmobiliario «podrido» de Caixa Catalunya, que fue adquirida en 2014 por Blackstone. Otros fondos inmobiliarios fueron constituidos del mismo modo. Su estrategia pasó a ser, entonces, vaciar rápidamente los pisos para ponerlos en el mercado de alquiler y, eventualmente, venderlos individualmente o en paquetes, generalmente para otros fondos o REIT’s –Real Estate Investment Trusts.» (p. 402)

Rolnik denuncia que las mismas víctimas de la primera oleada de financiarización de la vivienda, en general la gente con menos recursos, son ahora también los que reciben los efectos negativos de la segunda, viéndose obligados a pagar grandes cantidades por un alquiler, o a vivir a grandes distancias de sus zonas de trabajo, o a vivir en condiciones pésimas en viviendas no adecuadamente habilitadas; a menudo, una mezcla de las tres.

En cambio, «para una élite transnacional adinerada, comprar inmuebles de alto lujo en ciudades globales, capitales culturales o destinos turísticos, se ha convertido en una «caja fuerte» para parte de su capital, funcionando básicamente como una reserva de valor estable o, al menos, como potencial de revalorización» (p. 409). Ciudades como Londres, Nueva York o Miami, pero también Barcelona, pasan al punto de mira de los inversores extranjeros. Iniciativas como la Golden Visa española no ayudan: la concesión de la ciudadanía a cambio de una inversión inmobiliaria importante.

Tourists Flock To Barcelona As Spain Inches Towards A Full-Scale Bailout
Turismo de calidad.

El otro gran factor que ha inducido al alza los precios del alquiler son las plataformas de alquiler turístico. Creadas como forma de economía colaborativa y para compartir vivienda y poder viajar de forma económica, sin tener que pagar los precios costosos de los hoteles, pronto evolucionaron en empresas enormes y gran cantidad de personas, tanto particulares como fondos de inversión, que ponen a disposición de los flujos turísticos viviendas a precios más económicos. Los efectos en el mercado de alquiler son evidentes: es mucho más rentable poner a disposición de los turistas una vivienda en zona más o menos céntrica que a disposición de un habitante de la ciudad, pues el precio que pagarán los primeros por unas pocas noches de vacaciones siempre es más alto que el que pagará un residente habitual. Eso forma bolsas de alquiler en los barrios más visitados que impide la residencia para los habitantes de la ciudad.

Rolnik acaba con una nota positiva y destaca las resistencias que todos estos procesos van generando en las ciudades: plataformas antidesahucios, el 15M, Occupy Wall Street…

Estamos, entonces, ante una «guerra de los lugares» o una «guerra por los lugares». En esa guerra lo que está en juego son los procesos colectivos de construcción de «contraespacios»: movimientos de resistencia a la reducción de los lugares a loci de extracción de renta y, simultáneamente, movimientos de experimentación de alternativas y futuros posibles. Como toda guerra, esta también está marcada por la confrontación y la violencia. (p. 391)

«Barcelona. City for sale», documental de Laura Álvarez

En la Barceloneta [barrio céntrico y marítimo de Barcelona] ya hace tiempo que tenemos un problema muy grande: los pisos turísticos. Por las noches es imposible dormir, porque los extranjeros montan fiestas sin cesar; no tienen respeto por los vecinos que tienen que madrugar para trabajar. Los precios han subido muchísimo, es casi imposible encontrar vivienda de alquiler y a los abuelos que han residido aquí se los presiona para echarlos del barrio.

«Barcelona. City for sale» es un documental de Laura Álvarez que trata el tema de la presencia masiva del turismo en algunos barrios de Barcelona, sobre todo los del centro, y los distintos procesos de gentrificación que se dan en la ciudad. Tratamos el tema muy recientemente, a propósito de la conferencia de Raquel Rolnik «Las ciudades, en manos de las finanzas globales«, donde la arquitecta brasileña ponía como ejemplo el caso Barcelona: buscando singularizarse y destacar con la excusa de los Juegos Olímpicos, Barcelona se ofreció a los inversores globales como lugar no sólo donde vivir, sino también donde invertir, donde siempre habría turismo y por lo tanto negocio. Y con ello obligó a sus ciudadanos a competir por la vivienda con las grandes fortunas del mundo, con el resultado de que los ciudadanos fueron poco a poco apartados del centro, de barrios anteriormente humildes y que ahora se ofrecen al turismo ya sea como alquileres o como zona de negocios destinadas a ellos.

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El documental de Laura Álvarez sigue cuatro casos concretos, los cuatro en el mismo barrio, Ciutat Vella, y su día a día en una zona repleta de turistas. Los cuatro permanecen como rara avis en sus viviendas rodeados de apartamentos turísticos (uno vive incluso en lo que ahora es un hotel y su vivienda es la última del hotel que no es una habitación ofertable) o bien en el vacío, a la espera de que se muden o mueran para que los nuevos propietarios del edificio lo reconstruyan o lo demuelan y puedan construir un nuevo bloque destinado al turismo, mucho más lucrativo.

El documental tiene un tono costumbrista que me parece algo innecesario. Es cierto que tienen imágenes muy significativas, como la del último residente de lo que ahora es un hotel entrando en su casa y comentando que ni siquiera tiene llave del portal o que carece de buzón o de la señora que sale a hacer la compra con su carrito y se ve obligada a ir esquivando turistas por las Ramblas, sin duda una de las calles de Europa más transitadas por los turistas; sin embargo, los protagonistas a menudo se ven incómodos por la presencia de la cámara y tienen conversaciones forzadas y poco naturales, como la inicial entre dos mujeres en la playa comentando lo mucho que echan de menos el pasado, cuando la playa era un lugar tranquilo.

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Echo de menos, también, un trato algo más alejado del tema, no tan personal: la presencia de un sociólogo o un antropólogo (Manuel Delgado tiene un libro titulado «La ciudad mentirosa: fraude y miseria del «modelo Barcelona», por citar sólo uno, pero hay varios sobre el tema), de políticos o autoridades que expliquen la normativa vigente y si ésta se está cumpliendo o no, incluso de los inversores o inmobiliarias implicadas en el tema.