Todo lo sólido se desvanece en el aire (y VI): Nueva York

Y con esta entrada concluimos la reseña del maravilloso Todo lo sólido se desvanece en el aire de Marshall Berman (recordemos: introducción, Fausto de Goethe, Marx, Baudelaire y San Petersburgo). El quinto capítulo está centrado en la ciudad de Nueva York, donde nació Berman (en el Bronx, en concreto) y los cambios que sufrió cuando las doctrinas de Robert Moses se fueron imponiendo.

Nueva York ha sido, durante décadas, una de las grandes ciudades del mundo occidental. El hecho de que no sea una capital política la ha desligado de representar países o entidades concretas y la ha dotado de un enorme capital simbólico. «Buena parte de la construcción y el desarrollo de Nueva York durante el siglo pasado debe ser visto como una acción y comunicación simbólica: no ha sido concebida y ejecutada simplemente para satisfacer unas necesidades políticas y económicas inmediatas, sino —lo que es al menos igual de importante— para demostrar al mundo entero lo que pueden construir los hombres modernos y cómo puede ser imaginada y vivida la vida moderna.» (p. 302). Por eso, por ejemplo, el ataque a las Torres Gemelas fue tan significativo: porque arrasó con un símbolo de la modernidad, el progreso y el capital; derribó una de las bases sobre las que se asienta, desde hace siglos, el mundo occidental.

El capítulo se centra en una figura esencial para la ciudad y «probablemente el mayor creador de formas simbólicas de Nueva York en el siglo XX»: Robert Moses. El constructor y promotor se comparaba a sí mismo con Haussmann y tenía la idea de desbrozar Nueva York, especialmente los barrios más densos (y que el urbanismo de la época consideraba como nocivos) para abrir espacio a las autopistas. Eso mismo proyectó para el Bronx: desplazar a 60.000 personas de clase obrera o media baja. Sucedió en la infancia de Berman y, dice, la imagen de las excavadoras demoliendo edificios quedó impresa en su retina. «Sentí una tristeza que, ahora puedo verlo, es endémica de la vida moderna.» (p. 310) El Bronx, del que el autor, como tantos otros de su generación, acabaría huyendo, se convirtió en un gueto, un lugar de bandas y personas dejada de la mano de Dios.

El talento de Moses para la crueldad extravagante, junto con su brillantez visionaria, su energía obsesiva y su ambición megalomaníaca, le permitieron labrarse, a lo largo de los años, una reputación casi mitológica. Se le veía como el último de una larga serie de constructores y destructores titánicos en la historia y la mitología cultural (…)

Sin embargo, al final —después de cuarenta años— la leyenda que cultivara contribuyó a acabar con él: le acarreó miles de enemigos personales, algunos de ellos tan resueltos y llenos de recursos como el propio Moses, que, obsesionados con él, se dedicaron apasionadamente a poner coto al hombre y sus máquinas. (p. 308)

El aspecto esencial de su personalidad, destaca Berman, era su capacidad para convencer al público de que encarnaba las fuerzas de la modernidad, que era alguien dispuesto a hacer lo que debía hacerse, «el espíritu en movimiento de la modernidad».

El primer logro urbanístico de Moses fue el parque estatal de Jones Beach, en Long Island, a finales de la década de 1920. Es una playa enorme construida de tal manera que, incluso cuando está ocupada por una multitud, presenta un aspecto sereno, a diferencia de, por ejemplo, Coney Island. Había trampa, sin embargo.

Pero Moses hizo que este pecho sólo fuera asequible por mediación de ese otro símbolo tan querido para Gatsby: la luz verde. Sus vías-parque sólo podían ser conocidas desde el coche particular: sus pasos a nivel fueron construidos deliberadamente demasiado bajos para que los autobuses pasaran por ellos, de modo que el transporte público no pudiera llevar grandes masas de la ciudad a la playa. Este era un jardín característicamente tecno-pastoral, abierto únicamente a quienes estuvieran en posesión de las máquinas más recientes —era, recordemos, la época del Ford T—, y una forma de espacio público singularmente privatizada. Moses utilizó el diseño físico como medio de criba social, para cribar a todos aquellos que no tuvieran sus propias ruedas. (p. 312)

Algo que contrasta, por ejemplo, con otro hito de Nueva York: el Central Park de Olmsted, que precisamente lo proyectó como lugar de reunión y encuentro de todas las clases sociales.

En Estados Unidos era la época del New Deal. La crisis del 29 había azotado a todo el mundo y el Estado se lanzó a financiar grandes obras públicas con una serie de objetivos: crear negocio, claro; dar empleo a tantas personas como fuese posible; acelerar y concentrar las economías en las zonas donde construían; pero también dar un nuevo significado a «lo público», «haciendo demostraciones simbólicas de cómo la vida en Estados Unidos podía ser enriquecida, tanto material como espiritualmente, a través de las obras públicas» (p. 314).

Moses comprendió que los designios de las ciudades se iban a decidir desde Washington, lugar del que fluían los fondos, y se rodeó de un enorme equipo de ingenieros y constructores para llevarlo a cabo. Además, comprendió también que cada obra iba a ser un espectáculo: rodeaba los solares de enormes focos y los trabajadores estaban allí día y noche; el ruido de las máquinas nunca cesaba y siempre había una nube de espectadores atento a lo que sucedía allí.

Tras el éxito conseguido con los parques, Moses pudo pasar a proyectos mayores: «un sistema de autovías, vías-parque y puentes que entrelazaría todo el área metropolitana». Técnicamente, el proyecto fue una virguería que aún es glosada. Además, ofrecía nuevos puntos desde los que contemplar Manhattan y sus rascacielos, extendiendo el sueño de la modernidad y el progreso. A esta vorágine por un futuro glorioso se le sumó la repercusión del libro Space, time and architecture (1941), de Sigfried Giedion, que glosaba el progreso y presentaba la obra de Moses como la culminación de tres siglos de urbanismo en Nueva York.

Otra apoteosis de Moses fue la de la Feria Mundial de Nueva York, en 1939-1940, inmensa celebración de la tecnología y la industria modernas: «Construyendo el Mundo de Mañana». Dos de los pabellones más populares de la feria —el Futurama de la General Motors, de orientación comercial, y el utópico Democracity— mostraban autopistas urbanas elevadas y vías-parque arteriales que unirían el campo y la ciudad, precisamente como las recién construidas por Moses. Los visitantes, en el camino de ida y vuelta de la feria, mientras recorrían las rutas de Moses y cruzaban sus puentes, podían experimentar directamente parte de ese futuro visionario, y ver que aparentemente, funcionaba. [*]

Y añadimos la nota al pie de Berman porque no tiene desperdicio.

[*] Walter Lippmann parece haber sido uno de los pocos en comprender las implicaciones a largo plazo y los costes ocultos de esta futuro. «La General Motors ha gastado una pequeña fortuna en convencer al público norteamericano», escribía, «de que si desea disfrutar del pleno beneficio de la empresa privada en la fabricación de automóviles, tendrá que reconstruir sus ciudades y sus carreteras a través de la empresa pública».

Y, nos parece, es exactamente lo que está sucediendo con las smart cities: las empresas privadas tratan de convencer a las ciudades de que, para disfrutar de sus sueños de progreso tecnocráticos, «tendrán que reconstruir sus ciudades y sus carreteras a través de la empresa pública»; pero, como ahora las empresas son más listas, ¡además tendrán que pagarles mensualmente las licencias de software y gestión!

A partir de este punto de inflexión, surge la parte oscura de Moses y éste acaba víctima de su propia hybris. Trataba a las personas como objetos; se rodeó de una intrincada red de conexiones que le dio un poder sin precedentes por el que no debía rendir cuentas ante nadie. Sus proyectos, hasta ahora más o menos comprensibles, se convirtieron en arrasar barrios con la excusa de abrir avenidas cada vez mayores; pero éstas ya no disponían de ningún atractivo visual ni pretensiones estéticas; eran el progreso por el progreso. «Entre finales de la década de 1930 y finales de la de 1950, Moses creó o se hizo cargo de una docena de estas autoridades —para parques, puentes, autopistas, túneles, centrales eléctricas, renovación urbana, etcétera—, integrándolas en una máquina inmensamente poderosa, una máquina con innumerables ruedas dentro de otras ruedas, que transformó a sus engranajes en millonarios, incorporando a miles de hombres de negocios y políticos a su cadena de producción, arrastrando inexorablemente a millones de neoyorquinos en su rotación cada vez más amplia.» (p. 321)

Pero Moses no era un ser horrendo que odiase Nueva York, destaca Berman. Seguramente el constructor nunca fue capaz de comprender que, el sueño que tanto perseguía, el de la Exposición Futurama de 1939, en realidad estaba acabando con Nueva York. No era algo constreñido a la ciudad: todo Estados Unidos estaba siendo remodelado, a golpe de fondos federales, para adaptarse a su nueva esencia: el automóvil. La Federal Highway Association, por un lado, llenaba el país de enormes autovías con que conectar espacios; y la Federal Housing Administration, por el otro, vaciaba las ciudades (en general, de familias blancas) realojándolos en barrios residenciales donde sólo había hogares, malls y carreteras para enlazar ambos espacios: los famosos suburbs.

Este nuevo orden integró a toda la nación en un flujo unificado cuya alma fue el automóvil. Este orden concebía las ciudades principalmente como obstáculos al tráfico y como escombreras de viviendas no unificadas y de barrios decadentes, para escapar de los cuales se daría a los norteamericanos todas las facilidades. Miles de barrios urbanos fueron dejados a un lado por este nuevo orden; lo que sucedió con mi Bronx fue únicamente el ejemplo más importante y más espectacular de algo que estaba ocurriendo en todas partes. Tres décadas de construcción masivamente capitalizada de autopistas y suburbanizaciones de la FHA servirían para llevar a millones de personas y puestos de trabajos, y miles de millones de dólares de capital invertido, fuera de las ciudades de Norteamérica, hundiendo a esas ciudades en la crisis y el caos crónicos que hoy en día atenazan a sus habitantes. Este no era en absoluto el objetivo de Moses; pero fue lo que inadvertidamente contribuyó a producir.

Sin embargo, al menos Moses fue honesto con lo que hacía: «pasar el hacha de carnicero», a diferencia de muchos otros, que se escudaban en el «saneamiento», «higienización» o el famoso «esponjamiento» de Barcelona, nombres con los que aún hoy en día se justifica la expulsión de procesos como la gentrificación.

Las nuevas obras de Moses obedecían a la estética racionalista de Le Corbusier: enormes espacios de hormigón, «hechos para abrumar e imponer respeto: monolitos de cemento y acero, desprovistos de visión, sutileza o juego, aislados de la ciudad que los rodea por grandes fosos de espacio vacío, impuestos al paisaje con un feroz desprecio por cualquier clase de vida humana o natural» (p. 324). Moses se había ganado el respeto trayendo la modernidad; lo perdió imponiéndola de forma monolítica.

Berman ve en este momento algo más: «la escisión radical entre el modernismo y la modernización», la pérdida de la interacción dialéctica «entre el despliegue de la modernización del medio -y particularmente del medio urbano-, y el desarrollo del arte y el pensamiento modernistas». La relación entre el medio y los artistas, presente en el Ulises, el Berlín, Alexanderplatz y tantos otros, se pierde tras Auschwitz, Hiroshima y el advenimiento de artistas que no tienen relación alguna con el medio, ni siquiera para atacarlo: Esperando a Godot, La caída de Camus, El barril mágico de Malamud… Las dos grandes obras de la época, El tambor de hojalata de Grass y El hombre invisible de Ralph Ellison, bucean en un pasado de dos décadas antes; pero no son capaces de extender esas raíces hasta su época.

Poco a poco, el arte y los intelectuales trataron de saltar ese abismo: La condición humana, la Anna Wolf de Doris Lessing, que escribe en unos cuadernos inéditos, o el Moses Herzog de Saul Bellow, que escribe cartas nunca enviadas » a los grandes poderes de este mundo». Al final, sin embargo, las cartas se acaban enviando y surgieron nuevas formas, muchas de ellas originadas en los «motores y sistemas gigantescos de la posguerra», como el Howl de Ginsberg.

Los intelectuales tenían que encontrar una nueva voz capaz de oponerse a la inextricable vinculación entre progreso y modernización, entre el automóvil y avanzar; y «si hay una obra que expresa perfectamente el modernismo de las calles de los años sesenta, es el notable libro de Jane Jacobs Muerte y vida de las grandes ciudades» (p. 331). Jacobs retoma, con innegable modestia, uno de los grandes temas de la literatura: el montaje urbano. «El trozo de la calle Hudson donde vivo es cada día el escenario de un intrincado ballet en la acera.» Retoma las avenidas de París de Baudelaire, la Nevski Prospekt de Gogol, la Dublín de Joyce y tantas otras.

La de Jacobs no sólo es una visión radicalmente moderna y completamente cotidiana: también es profundamente femenina.

Conoce su barrio tan precisa y detalladamente a lo largo de las veinticuatro horas, porque está en él durante todo el día de la forma en que lo están la mayoría de las mujeres normalmente durante todo el día, especialmente cuando se convierten en madres, y en que no lo está casi ninguno de los hombres, excepto cuando se convierten en desempleados crónicos. Conoce a todos los comerciantes, y las vastas redes informales que mantienen, puesto que ella es la encargada de atender a las cuestiones domésticas. Retrata la ecología y fenomenología de las calles con una fidelidad y sensibilidad extrañas, porque ha pasado años llevando niños (primero en cochecitos y sillas y luego en patinetes y bicicletas) por esas aguas agitadas, equilibrando al mismo tiempo las pesadas bolsas de la compra, conversando con los vecinos y tratando de controlar su vida. Buena parte de su autoridad intelectual emana de su perfecta comprensión de las estructuras y procesos de la vida cotidiana. Hace que sus lectores sientan que las mujeres saben lo que es vivir en la ciudad, calle a calle, día a día, mucho mejor que los hombres que las planifican y las construyen. (p. 339)

Su descripción tiene problemas, claro. Por un lado: es tan idílico que parece proclamar un retorno a la comunidad, a una arcadia muy difícil de conseguir en una ciudad, siempre cambiante y heterogénea. Y, por el otro: no hay negros. Es un barrio bastante homogéneo de empleados de nivel medio tirando a bajo, que hacen sus vidas sin la irrupción de los grandes poderes (pues habitan en otros barrios) pero sin la presencia de los pobres. Por eso Jacobs puede decir que, si hay ojos en la calle, no se dan delitos: porque se trata de una comunidad y porque en ella no hay pobres.

Precisamente en los años sesenta y setenta estaba empezando la desindustrialización que vaciaban las ciudades de fábricas textiles o los puertos de astilleros y los enormes flujos migratorios de negros e hispanos. ¿Qué sucederá con las calles cuando se llenen de personas que no son originarias de ese barrio o que viven en condiciones distintas? ¿Acaso el Bronx, castigado por las excavadoras, podrá emular al Greenwich Village de Jacobs?

Aquí Berman se plantea qué hubiese sucedido si, diez años antes de Jacobs, los vecinos del Bronx hubiesen tenido voz, presencia y estudios para contrarrestar la llegada de las excavadoras, como hicieron Jacobs y tantos otros con éxito en Greenwich. ¿Acaso entonces Berman seguiría en su barrio de la infancia? Él cree que no: porque el suyo era un barrio pobre y parte de tener éxito en la vida consistía en abandonarlo.

A lo largo de las décadas del boom de la posguerra, la energía desesperada de esta visión, la frenética presión psíquica y económica para que ascendiéramos y nos marcháramos, hicieron añicos cientos de barrios parecidos al Bronx, aunque no hubiera un Moses encabezando el éxodo ni una autopista que lo precipitara.

Así pues, no había manera de que un chico o una chica del Bronx fuera capaz de evitar el impulso que le hacía avanzar: estaba implantado tanto fuera como dentro de nosotros. Temprano entró Moses en nuestras almas. Pero al menos era posible pensar en qué dirección nos moveríamos, y a qué velocidad, y a qué precio humano. (p. 344)

Durante años, Berman consideró que Moses lo había expulsado del Bronx. Sin embargo, décadas después, al coincidir con otro vecino que también se había marchado, éste le hizo ver que, independientemente de Moses, marcharse de ese barrio era algo que todos querían; que Moses no había acabado con el Bronx, sólo había acelerado el proceso. «Por una vez en mi vida el estupor me dejó mudo. Esa era la verdad brutal: yo me había ido del Bronx, como él, y como nos habían enseñado a hacer, y ahora el Bronx se estaba viniendo abajo, no sólo por culpa de Robert Moses, sino también por culpa de todos nosotros. Era cierto, pero ¿era necesario que se riera?» (p. 345)

Si los sesenta fueron una pugna entre «el mundo de la autopista» (Moses) y «un grito en la calle» (Jacobs, pero también Ginsberg), los setenta fueron «el regreso a casa con todo». Una época en la que no se podía dejar el pasado atrás, pues éste volvía con toda su fuerza. No sólo las crisis económicas y la progresiva disolución de las identidades nacionales: el mundo de las autopistas se hundía, el de los grandes sistemas, el boom económico que llevaba en alza desde finales de la guerra. El futuro ya no auguraba un mundo feliz sólo que uno se dejase llevar; era necesario construirlo. De ahí la rehabilitación de la memoria y del pasado. Si los sesenta habían proclamado que ya no era importante ser mujer, latino o negra, los setenta reclamaron esa identidad como algo esencial. Raíces, Holocausto y tantas otras; sus huellas las podemos hallar hasta en las políticas de la identidad actuales.

Uno de los aspectos esenciales de la década fue el reciclaje: dar un nuevo uso a algo que había perdido su identidad original pero que no por ello dejaba de ser útil. Sucedió, por ejemplo, con ciertos barrios de la ciudad: el SoHo mismo, que se vació ante la amenaza de la llegada de Moses y que, en cuanto el proyecto se canceló, disponía de enormes espacios vacíos a precio de saldo. [Interrumpimos la narración de Berman para destacar el redlining, la expulsión de las familias blancas mediante las ayudas de la FHA o la completa dejadez de las autoridades que habían convertido el barrio en un gueto desagradable; la gentrificación, nombre que Berman no usa, no es una loa al reciclaje sino un proceso de explotación y exclusión; lo que no significa que no pueda traer cosas buenas, claro.]

Esta victoria épica sobre Moloch trajo consigo una súbita abundancia de naves disponibles a precios inusitadamente reducidos que resultaban ideales para la población de artistas de Nueva York en rápido crecimiento. A finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, miles de artistas se trasladaron allí, y al cabo de unos pocos años convirtieron este espacio anónimo en el principal centro mundial de la producción artística. Esta transformación asombrosa infundió a las calles decrépitas y tenebrosas de SoHo una vitalidad e intensidad singulares.

Buena parte del aura del barrio se debe a la interacción entre sus calles y edificios modernos del siglo XIX y al arte moderno de finales del siglo XX que se ha creado y expuesto en ellos. Otra manera de verlo podría ser como una dialéctica de los nuevos y viejos modos de producción del barrio: fábricas que producen cordeles y cuerdas, cajas de cartón, pequeños motores y piezas de máquinas, que recogen y procesan papel usado y trapos y chatarra, y formas artísticas que recogen, comprimen, unen y reciclan estos materiales de manera propia y muy especial. (p. 356)

De nuevo: ni rastro de gentrificación.

Berman acaba la obra con una reflexión muy oportuna: su vuelta al Bronx. De ser un gueto horrible destrozado por las excavadoras, con el paso del tiempo fue, poco a poco, recuperando algo de su identidad. O desarrollando una nueva, con nuevos vecinos que debían aprender a cohabitar con los agujeros urbanos, con las explanadas abiertas y los vacíos. Incluso surge un arte incipiente: un arte que, necesariamente, contiene una gran dosis del pasado, de lo sucedido en el barrio en décadas anteriores.

¿Pueden ser modernistas unas obras tan obsesionadas por el pasado?, se plantea Berman. Por un lado se puede argumentar que el ansia de modernidad es dejar atrás el pasado para crear un mundo nuevo; otros, que esa distinción se ha superado, por lo que cabría hablar de «posmodernismo».

Quiero responder a estos planteamientos antitéticos pero complementarios volviendo a la visión de la modernidad con que comenzaba este libro. Ser modernos, decía, es experimentar la vida personal y social como una vorágine, encontrarte y encontrar a tu mundo en perpetua desintegración y renovación, conflictos y angustia, ambigüedad y contradicción: formar parte de un universo en que todo lo sólido se desvanece en el aire. Ser modernista es, de alguna manera, sentirte cómodo en la vorágine, hacer tuyos sus ritmos, moverte dentro de sus corrientes en busca de las formas de realidad, belleza, libertad, justicia, permitidas por su curso impetuoso y peligroso. (p. 365)