El declive del hombre público (III)

Si en la primera entrada sobre este libro de Richard Sennett hablábamos de las hipótesis del autor respecto a la presencia actual del ciudadano en el espacio público y en la segunda sobre las diferencias históricas entre el Ancien Régime y el siglo XIX en París y Londres y la evolución del significado de estar en la calle, en esta tercera entrada lo haremos sobre la actualidad del tema.

La creencia que reina actualmente es la que se refiere a que la proximidad entre las personas constituye un bien moral. La aspiración regente es la de desarrollar la personalidad individual a través de experiencias de proximidad y calor con los demás. El mito de la actualidad se basa en que los males de la sociedad pueden ser todos comprendidos como males de la impersonalidad, la alienación y la frialdad. La suma de los tres representa una ideología de la intimidad: las relaciones sociales de todo tipo son más reales, verosímiles y auténticas cuanto más cerca se aproximen a los intereses psicológicos internos de cada persona. Esta ideología transmuta las categorías políticas dentro de categorías psicológicas. Esta ideología de la intimidad define el espíritu humanitario de una sociedad carente de dioses: el calor es nuestro dios. La historia del ascenso y ocaso de la cultura pública pone en tela de juicio este espíritu humanitario.

La creencia en la proximidad entre personas como un bien moral es en realidad el producto de una profunda dislocación ocasionada por el capitalismo y la creencia secular en el siglo pasado. Debido a esta dislocación la gente trató de hallar significados personales en situaciones impersonales, en objetos y en las condiciones objetivas de la sociedad misma. No pudieron encontrar estos significados; cuando el mundo se volvió psicomórfico también se volvió mistificador. (p. 319)

El miedo a traicionar sus emociones ante los demás impide que las personas manifiesten su sentir o su parecer; se convierten, entonces, en público, en espectadores y se dan fenómenos como la espiral del silencio de Noelle-Neumann.

Por otro lado, y sin dejar el tema, «observando la influencia que Paganini ejerció sobre músicos que poseían mejor gusto que él, señalábamos que sus ideas acerca de la interpretación tenían una atracción que trascendía las recompensas del egoísmo» (p. 357). En sus manos, la música se convertía en una experiencia (uno de los epítomes de nuestra actualidad) pero, además, elevaba el listón a que sólo una interpretación excelente merece ser tenida en cuenta. Si a ello le sumamos las reproducciones electrónicas (o digitales), que se pueden ensayar y atentar cuantas veces sea necesario, incluso a pedazos, hasta formar la obra definitiva, tal vez interpretada en muchos días consecutivos, arriesgarse a una ejecución en público parece, casi, un suicidio para un músico.

En resumen, el star system de las artes opera sobre dos principios. La máxima concentración de beneficios es producida por la inversión en la menor cantidad de ejecutantes; éstos son las «estrellas». Las estrellas existen únicamente por medio del control sobre la mayoría de artistas que practican su arte. En la medida en que exista cierto paralelo con la política, el sistema político funcionará sobre estos tres principios. Primero, el poder político entre bambalinas será más fuerte cuando los intermediarios del poder se concentren en la promoción de unos pocos políticos, más que en la construcción de una máquina o de una organización política. El promotor político (corporación, individuo, grupo de intereses) obtiene los mismos beneficios que el exitoso empresario moderno; todos los esfuerzos del promotor se orientan hacia la fabricación de un «producto» que sea distribuible, un candidato vendible, antes que hacia la construcción y el control del propio sistema de distribución, el partido, así como los menores beneficios en las artes de ejecución se acumulan para aquellos que controlan salas provinciales y para los contratistas subsidiarios. (p. 359).

Y pasamos al capítulo XIII, «La comunidad se vuelve incivilizada», uno de los más interesantes para los asuntos del blog.

Desde los trabajos de Cammillo Sitte hace un siglo, los diseñadores de la ciudad se han comprometido con la fabricación o conservación del territorio de la comunidad dentro de la ciudad como un objetivo social. Sitte fue el líder de la primera generación de urbanistas que se rebeló contra la escala monumental incluida en el diseño que el barón Haussmann había destinado para París. Sitte fue un prerrafaelista de las ciudades, afirmando que sólo cuando la escala y las funciones de la vida urbana retornasen a la simplicidad de la última época medieval, la gente encontraría la clase de sustento recíproco y contacto directo que hace de la ciudad un medio ambiente valioso. (p. 361)

El propio Sennett afirma que esta visión ha quedado algo anticuada (demasiado idealizada). El capitalismo separa al hombre del trabajo que realiza, por lo que la propia «disociación» que genera se imbrica en otros ámbitos. «Una muchedumbre sería un ejemplo básico: las muchedumbres son malas porque la gente no se conoce entre sí.» Pero de este síntoma surge el problema: «Para eliminar este desconocimiento entre la gente, uno trata de volver íntima y local la escala de la experiencia humana, o sea que transforma el territorio local en algo moralmente sagrado. Es la celebración del gueto.» (p. 362; la negrita es nuestra). El gueto, a priori la panacea de la ciudad, priva al ciudadano de conocer nuevos ámbitos, nuevas personas, situaciones, incluso, adversas que forjarían su civilidad; destruye de un plumazo el «heterogéneo» de la definición de Wirth del hecho urbano.

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Tenemos que reconocer que en este blog nos encantan las imágenes caseras de los años 50.

Ya Haussmann impuso en parte la idea de que los nuevos distritos de la ciudad debían ser de una sola clase; éste fue el principio de la «función particular» del desarrollo urbano que llegó su cúspide con los barrios residenciales de 1950 en Estados Unidos. Tres ejemplos mundiales: Brasilia, Levittown en Pensilvania y el Euston Center de Londres; «hallaremos los resultados de una planificación en la que el espacio único y la función única constituyen el principio operativo. En Brasilia es edificio por edificio, en Levittown es zona por zona y en el Euston Center es nivel horizontal por nivel horizontal» (p. 365).

La zonificación es comprensible: una inversión inicial conocida de antemano, una distribución clara sobre el territorio. El problema es que, aun cuando los usos de la ciudad fuesen estables, las personas llevan a cabo multitud de acciones diariamente; lo que implica mucha mayor movilidad. Pero el problema esencial, no salvable: las ciudades cambian; y las ciudades zonificadas no permiten adaptarse al cambio. Además, impiden que diversas funciones se lleven a cabo de forma simultánea, «por ejemplo, que padres y madres puedan ver a sus hijos mientras juegan y trabajan al mismo tiempo, esta misma eliminación despierta una gran necesidad de contacto humano». Por ello, por ejemplo, en las zonas residenciales norteamericanas esta necesidad se palia recurriendo a asociaciones de voluntarios o grupos de lectura o entidades para organizar meriendas; la cuestión es acercarse a los demás, alcanzar proximidad. En definitiva: que las relaciones próximas sean significativas.

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A los hechos nos remitimos.

Pero esta necesidad imbuye también las multitudes. Los trabajos de Lyn Lofland y Erving Goffmann han explorado en todo detalle, por ejemplo, los rituales por los cuales los extraños en las calles atiborradas proporcionaban a los demás pequeños indicios de confianza que dejaban a cada persona aislada al mismo tiempo: usted baja la vista en lugar de fijarla en un extraño como una forma de asegurarle que no representa un peligro; usted se compromete en el baile de peatones a apartarse del camino de los demás, de modo que cada uno posee una senda recta por donde desplazarse; si debe hablar con un extraño, usted comienza por disculparse, etcétera.» (p. 367). De forma mucho más definitiva: «La comunidad se ha transformado tanto en una retirada emocional de la sociedad como en una barricada territorial dentro de la ciudad. La guerra entre psique y sociedad ha cobrado un enfoque verdaderamente geográfico, uno que reemplaza el antiguo enfoque del equilibrio de la conducta entre público y privado.»

A continuación Sennett explica la historia del barrio de Corona, en Nueva York, y la lucha que los acabó enfrentando al resto del mundo. No entramos en detalles del caso, pero un barrio residencial se acabó uniendo y formando una comunidad en el momento en que cayó sobre ellos la amenaza de que otro grupo de personas (destaquemos el «otro») fuese a vivir en parte de su barrio. Entonces se volvieron un grupo cerrado, temeroso de que la llegada de los nuevos los sumiese en la violencia y el terror en las calles. Sennett ejemplifica con ello que lo que realmente une a las comunidades en la actualidad es más una idea de sí mismos que una verdadera razón; y en parte esta pérdida se debe a la secularidad actual. Pero comunidades cerradas unidas por una única actitud se vuelven expectantes, atentas a sí mismas, pues el cambio en cualquiera de «los suyos» puede suponer que la persona traicione a la comunidad; «por lo tanto, la gente debe ser vigilada y puesta a prueba».

«…las personas pueden ser sociables sólo cuando disponen de cierta protección con respecto a los demás; sin la existencia de barreras, de fronteras, sin la distancia mutua que constituye la esencia de la impersonalidad, las personas son destructivas. Esto no se produce porque «la naturaleza del hombre» sea maligna -el error conservador-, sino porque el efecto total de la cultura, transmitido por el capitalismo y el secularismo modernos vuelve lógico el fratricidio cuando las personas utilizan las relaciones íntimas como un fundamento para las relaciones sociales. (p. 383).

La tiranía, concluye Sennett, se da «cuando todas las cuestiones están referidas a una persona o a un principio común»; pero puede darse tanto cuando ese principio se impone como cuando consigue seducir a la sociedad. «En la vida ordinaria la intimidad es una tiranía de este último tipo», sentencia el autor. «Es la medición de la sociedad en términos psicológicos. (…) En este libro no he intentado decir que nosotros comprendemos intelectualmente los sucesos y las instituciones exclusivamente en términos de la exhibición de la personalidad, ya que obviamente no es así, sino más bien que hemos llegado a preocuparnos por las instituciones y los acontecimientos sólo cuando somos capaces de discernir las personalidades que funcionan en ellos o que los encarnan.» (p. 414, negrita nuestra).

Cuando tanto la secularidad como el capitalismo adoptaron nuevas formas en el siglo pasado, esta idea de una naturaleza trascendente perdió paulatinamente su significado. Los hombres llegaron a creer que eran los autores de sus propios caracteres, de que cada acontecimiento en sus vidas debía tener un significado en términos de su propia definición, pero las inestabilidades y contradicciones de sus vidas hacían difícil establecer cuál era este significado. Con todo, la atención absoluta y la implicación en cuestiones de personalidad se volvieron aún mayores. Paulatinamente, esta fuerza misteriosa y peligrosa que era el yo comenzó a definir las relaciones sociales. Se transformó en un principio social. En ese punto, el dominio público de significado impersonal y acción impersonal comenzó a languidecer.

La sociedad que habitamos actualmente se encuentra agobiada por las consecuencias de esa historia, la destrucción de la res publica por la creencia de que los significados sociales son generados por los sentimientos de los seres humanos individuales. Este cambio ha oscurecido para nosotros dos áreas de la vida social. Una es el dominio del poder, la otra es el dominio de los entornos donde vivimos.

Sabemos que el poder es una cuestión de intereses nacionales e internacionales, el juego de clases y grupos étnicos, el conflicto de regiones o religiones. Pero no actuamos basándonos en este conocimiento. En la medida en que esta cultura de la personalidad controla la creencia, elegimos candidatos que son creíbles, tienen integridad y evidencian autocontrol.(…)

[Esta forma de ver el mundo en función de la personalidad ha deformado] en segundo término, nuestra comprensión de los propósitos de la ciudad. La ciudad es el instrumento de la vida impersonal, el molde en el cual se vuelve válida como experiencia social la diversidad y complejidad de personas, intereses y gustos. El temor a la impersonalidad es la fractura de dicho molde. En sus hermosos jardines, la gente habla de los horrores de Londres o Nueva York; es la retribalización. (…)

La medida en que las personas pueden aprender a perseguir agresivamente sus intereses en la medida en la que aprenden a actuar impersonalmente. La ciudad debería ser el maestro de esa acción, el foro en el cual se vuelve significativo reunirse con las demás personas sin la compulsión de conocerlas como tales.