La ciudad negocio, China Cabrerizo

La ciudad negocio. Turismo y movilización social en pugna (2016), de la geógrafa China Cabrerizo, es un estudio (parte de la tesis doctoral de la autora) sobre el turismo y sus efectos en la ciudad. El primer capítulo estudia los flujos del turismo y cómo éstos no han dejado de aumentar con el paso al postfordismo o la sociedad informacional; el segundo, la transformación del territorio y especialmente de las ciudades para acoger a estas hordas, tanto de forma literal (tipos de negocios o morfología de los centros urbanos) como en su imaginario (centros reconstruidos o simulados); el tercer capítulo escoge un ejemplo concreto, la costa mediterránea en España, y cómo la historia urbana del país se refleja en la forma de sus pueblos y construcciones costeras; y el cuarto capítulo busca alternativas y sigue los movimientos sociales que luchan contra esta forma de ciudad capitalista.

A partir del concepto de biopolítica, Cabrerizo destaca tres ideas: la primera, que a la economía postfordista ya no sólo le interesan los productos «sino que se interesa por todos los ámbitos de la vida», como la salud, la educación y, por supuesto, el ocio. La segunda: la libertad como estrategia de poder. Pero no una libertad absoluta sino una falsa libertad basada en la «libre» elección entre una serie de opciones.

Esa supuesta libertad controlada se realiza mediante el manejo de las subjetividades e imaginarios individuales y colectivos, la tercera idea que interesa destacar. Al modo de explotación y apropiación capitalista le interesa la diferencia y también la repetición. Valora lo excepcional, lo particular, lo original, lo creativo, que deja fluir hasta cierto límite, el límite que le permite extraer excedentes con todo ello. La contradicción es que, para su mercantilización, lo convierte en modas o lo reduce a su factor diferenciador. (p. 29)

Es una idea que encontramos en el producto de la gentrificación de barrios y que vimos en First We Take Manhattan pero que luego también hemos leído, por ejemplo, en Espacios del capital de Harvey, en Urbanalización de Francesc Muñoz o en Ciudad hojaldre de Carlos García Vázquez.

El turismo, como parte fundamental de la economía del ocio, se ha convertido en uno de los principales agentes transformadores de los territorios, especialmente los urbanos y costeros. Se trata de una de las grandes actividades del mundo globalizado, utilizada históricamente como forma rápida y amable de dar entrada, en los países en vías de desarrollo, a la cultura del consumo propia del sistema capitalista. (p. 30)

Cabrerizo da una gran cantidad de datos para respaldar esta afirmación, pero no parecen necesarios: todos, en mayor o menos medida, somos conscientes del impacto del turismo. Porque lo hemos vivido en nuestras carnes como receptores de él y porque, probablemente, lo hemos llevado a cabo en multitud de ocasiones. El poder ha encontrado en el turismo y su motor económico una excusa perfecta para erradicar toda oposición a él. Se habla con facilidad de las ventajas que conlleva; pero se suelen obviar sus efectos perversos: sobre los recursos y ecosistemas naturales, que explota; sobre la contaminación que genera; la precariedad laboral y concentración económica; y la apropiación de las identidades locales, que transforma para mercantilizar.

La creación de nuevos destinos que se han multiplicado por el mundo no es resultado, en exclusiva, del incremento del número de turistas. Tiene más que ver con la necesidad que tiene el sistema de producción dominante, y hoy globalizado, de incorporar lugares adaptados como receptores de los flujos de capitales y personas, y donde poder dar respuesta a las crecientes necesidades de consumo, así como a los cambiantes deseos de los turistas. (…)

El capitalismo conceptualiza el tiempo libre como tiempo para el consumo, y el turismo se presenta como una actividad amable que desarrollar en nuestro tiempo libre y, por tanto, un fin para consumir, que es una de las funciones vitales que requiere el capitalismo para subsistir. El asunto es que, hoy en día, el consumo no es solo sinónimo de la adquisición de productos materiales, sino también de experiencias, de emociones, de deseos e, incluso, de sueños. Nuevos modos de consumir que, en las sociedades ricas y contemporáneas, están motivados por la búsqueda de distinción y exclusividad, y de sensaciones y experiencias emocionantes.

(…) Al igual que la industrialización produjo el espacio que requería para su pleno desarrollo, colocando fábricas y naves industriales en los extrarradios de las ciudades junto a las colonias residenciales para los obreros desplazados de los cascos, y reconfigurando los centros urbanos para las burguesías triunfantes y la modernización, aceptando como «daños colaterales» la degradación medioambiental y las malas condiciones de vida de los obreros, en la actualidad el turismo y el ocio contribuyen con gran poder a la producción del espacio urbano para el consumo que sustenta el modelo fuertemente terciarizado de la sociedad contemporánea, y con ello, a la expansión de la urbanización del territorio y sus sociedades. (p. 58-60)

El turismo crea espacios propicios para la mercantilización. Para ello se apropia de los recursos naturales y también de los capitales simbólicos y culturales, provocando conflictos. El espacio es uno de los recursos consumidos. Pero, puesto que «el espacio público es un espacio improductivo» (p. 67) y que no genera plusvalías, hay que convertir los «espacios centrales e históricos de las ciudades en centros comerciales abiertos, elitistas y destinados al ocio que provoca, entre otras cosas, la erradicación del pequeño comercio de proximidad y de primera necesidad» (p. 67), generando también una revalorización del precio del suelo y una expulsión de los habitantes de la zona.

Puesto que la lógica empresarial es la misma o similar en todas partes (se da, por ejemplo, una enorme concentración de todos los procesos turísticos en unos pocos grupos empresariales, que se encargan tanto de la organización del viaje como del transporte de turistas, los hoteles, la gestión, etc.), todos los espacios se acaban asemejando puesto que la diferencia, para ser consumida, debe poder ser catalogada. Entramos aquí en los imaginarios y en la creación de esa experiencia, que es lo que acaba vendiendo el turismo: una vivencia distinta a la que se puede experimentar en el hogar. «Los mitos del paraíso, de lo salvaje y lo indómito, de lo auténtico, de lo mágico, del explorador romántico, de los estilos de vida o la buena vida, etc., son buenos ejemplos de estos enunciados codificados y prefabricados que utiliza la promoción turística ampliamente, estandarizando las experiencias y homogeneizando las miradas» (p. 75).

Centrándose en un ejemplo concreto, el de la urbanización de la costa mediterránea en España, Cabrerizo destaca que, a rebufo, sobre todo, de los grandes booms que ha habido en el país, se han llevado a cabo diversos tipos de construcciones.

En las ciudades del turismo del Mediterráneo se replican los tipos paisajísticos. La estandarización y banalización de los paisajes, credos al margen del lugar, son el resultado, paradójicamente, de la carrera hacia la competitividad mediante la distinción. Algunas peculiaridades de los lugares, tales como los elementos geográficos físicos, el carácter de la población local, la gastronomía típica o algunos elementos residuales de la arquitectura vernácula, sirven como fórmula de diferenciación y promoción. Es la apropiación de lo patrimonial y simbólico, pero si estos elementos no son capaces de mantener la representatividad cultural e identitaria del lugar, se practica la simulación o recreación haciendo uso de la historia o de imágenes hiperreales, con el objetivo de favorecer la comercialización de los lugares e incrementar los ingresos. La contradicción es que estos productos urbanos de la industria del ocio y el consumo, cuanto más se comercializan, menos excepcionales y especiales parecen. (p. 95)

Cabrerizo destaca cuatro tipos de paisajes distintos que desvelan, de alguna forma, el momento productivo en el que fueron construidos:

  • Paisajes masivos del modelo fordista: conglomerados de edificios de gran altura «que actúan como gigantes muros a lo largo del litoral», como Benidorm, Torremolinos o La Manga del Mar Menor y que luego han sido replicados en Cancún o Cartagena de Indias. «Surgieron como enclaves turísticos masivos y sin dotaciones públicos», algo con lo que sus sucesivos gobiernos locales han tenido que lidiar, buscando fórmulas para conservar los enclaves o, en ocasiones, dotarlos de vida fuera de la temporada de verano.
  • Paisajes residenciales cerrados: generalizados a partir de los 90 con el auge del «turismo residencial, estos paisajes representan el urbanismo de la dispersión, la privatización, el encierro y la distinción, la cultura del despilfarro y el desprecio por el patrimonio natural y cultural» (p. 98). Son urbanizaciones a menudo vinculadas a campos de golf y en ocasiones cerradas o valladas. Su aparición coincide con la entrada de España en la Unión Europea y la llegada de los flujos del capital internacional, buscando lugares «apartados y sostenibles» que son, por el contrario, entornos ecológicamente poco sostenibles por su extensión, baja densidad y dependencia del vehículo privado. «Estos paisajes residenciales se enmarcan dentro de las nuevas formas globalizadas de habitar, lejos de los tradicionales modos mediterráneos. Se relacionan con la cultura del miedo y la seguridad que el aumento progresivo de las desigualdades sociales ha provocado, y por eso se encierran en espacios privados de segregación socioeconómica» (p. 100), además del anhelo de exclusividad y privacidad. Si bien nacieron como espacios destinados al lujo, con el tiempo se han adaptado a todos los bolsillos (variando, claro, sus especificaciones y necesidades según el precio).
  • Paisaje operativos: relacionados con la movilidad, el ocio y el consumo. Se incluyen aquí desde los grandes centros de ocio (parques temáticos, puertos deportivos, centros de congresos, centros comerciales) a las enormes infraestructuras de autopistas, vías férreas o aeropuertos destinados a permitir el acceso a ellos. «Completamente aterritoriales, se han multiplicado por la costa mediterránea en una suerte de negociación entre la globalización y el sustrato urbano local» (p. 103) Las ciudades cercanas los usan para atraer inversión y crearse una marca global; a menudo, se usan inversiones públicas que acaban directamente en manos privadas o cuyos beneficios son privatizados. Este modelo responde al interés por los espacios costeros de dejar de ser reductos de la temporalidad de verano y tienen la pretensión de generar desarrollo local; pero acaban por caer en una monotonía de paisajes efímeros de consumo rápido e intenso, «los paisajes del espectáculo, lugares del ocio y el consumo, donde dar rienda suelta a la experiencia única del turista que, en buena medida, se reduce a consumir múltiples productos» (p. 104).
  • Paisajes culturales escenificados. Los centros históricos se han convertido en «la síntesis de la ciudad», el único lugar que es necesario visitar para comprender su historia e identidad. Allí se concentran, también, todas las oportunidades de negocio: las visitas guiadas o culturales, la compra de souvenirs, las terrazas donde sentarse a consumir. «En estos centros surge la paradoja entre distinción y comercialización. La «industria», utilizando la historia como reclamo económico, convierte estos entornos urbanos residuales del pasado en escenarios teatrales, reformulando las identidades locales hacia las ansias de consumo, lo que las termina homogeneizando. El éxito de estos espacios centrales y de los imaginarios que los crean está en ofrecer a sus potenciales usuarios una vuelta a las realidades urbanas del pasado, en contraposición a los espacios de la nueva ciudad donde la uniformidad de usos, el encierro, la seguridad y lo individual caracterizan la vida. Uno puede pasear, durante un rato, por el viejo pueblo pintoresco de casas rústicas encaladas y por sus calles empedradas llenas de comercios y de vida. Sin embargo, estas maquetas de lo que fueron en origen estos pueblos marineros del Mediterráneo no han sido diseñadas para «el rescate de la identidad», sino para el fenómeno del consumo. Una vez más, consumo y placer se funden.» (p. 106)

Urbanalización (III): playas de ocio

La urbanalización (primera entrada, sobre la ciudad multiplicada y los territoriantes; segunda, sobre la propia urbanalización y los no lugares que genera) surge a partir de tres procesos, según Francesc Muñoz:

  • la especialización económica y mundial reduce la diversidad de actividades y otorga predominio a los monocultivos; sucede con los productos básicos, el café, el cacao, el aguacate; y sucede también con las ciudades o con partes de ellas;
  • la segregación morfológica del espacio urbano: los paisajes no se mezclan entre ellos, se generan «islas de funcionamiento especializado», lo que genera paisajes autistas y con poca o nula relación entre ellos;
  • la tematización del paisaje de la ciudad.

En la ciudad urbanalizada se dan cuatro requerimientos urbanos:

  • la imagen de la ciudad;
  • la necesidad de seguridad;
  • la existencia de playas de ocio en partes de la ciudad;
  • el consumo del espacio urbano a tiempo parcial.

Los analizaremos uno a uno.

El peso de la imagen. La ciudad siempre ha intentado ser bella. Podríamos citar el ejemplo de Haussmann en París o la beautiful city en Chicago. «Desde finales de 1970, sin embargo, empieza a entenderse que todo en la ciudad puede ser diseñado, incluso elementos no estrictamente urbanísticos como la misma imagen urbana o el sentimiento de pertenencia a ella por parte de los habitantes» (p. 68). El siguiente paso en la evolución de las marcas y el consumo se da cuando las propias marcas o el logo pasan a ser más importantes que el producto en sí. Hasta entonces, Adidas, Nike o Reebok eran marcas que garantizaban que sus bambas tuviesen una determinada calidad; a partir de los 80, sin embargo, lo importante pasa a ser la propia marca, no sus productos; cada zapatilla se convierte en una plataforma que da publicidad a la marca. Lo explica Naomi Klein en No logo:

Tommy HIlfiger se ocupa menos de fabricar ropa que de poner su firma. La sociedad está íntegramente dirigida por medio de acuerdos de explotación bajo licencia, y Hilfiger pasa todos sus productos a un conjunto de sociedades distintas: Jockey fabrica la ropa interior Hilfiger, Pepe Jeans London fabrica los Jeans Hilfiger, Oxford Industries fabrica las camisas Tommy, la Sride Rite Corporation fabrica su calzado. ¿Qué fabrica Tommy Hilfiger? Nada”.

Es decir: marca. Tommy Hilfiger genera productos que refuerzan su marca. Ikea, Starbucks o The Body Shop ya no publicitan sus productos, sino su propia existencia, unos valores determinados, una visión del mundo, tal vez.

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El tercer paso se da cuando las marcas entran directamente en la ciudad y esponsorizan partes de ella, festivales, actividades, la liga de fútbol, una estación de metro. La propia ciudad se vuelve una marca: I love NY, Barelona posa’t guapa. Al mismo tiempo, las marcas se vuelven ciudad, sobre todo en Estados Unidos: Disneylandia, pero también la villa que creó, Celebration, donde todo se vende como idílico; La Roca Village, un refugio entre autopistas donde ir a comprar ropa a precios outlet de distintas marcas; o el Sony Center de la Potsdamer Platz de Berlín.

La necesidad de seguridad se refiere a un imperativo que impone el comercio: que haya regiones de la ciudad lo bastante seguras para llevarlo a cabo de forma relajada. Segura no implica que no se permitan los crímenes, sino que se regule la entrada, como a los centros comerciales: no sólo que no haya delincuentes sino nadie susceptible de generar inseguridad: vagabundos, borrachos, prostitutas, parias de cualquier tipo. De la necesidad de seguridad a la vigilancia sólo hay un paso, fácil de dar; y pronto llegamos a las gates communities, de las que hemos hablado en el blog hasta la saciedad.

Los puntos tres y cuatro se solapan. De la necesidad de hacer la compra semanal para adquirir víveres y otros productos de primera necesidad se pasó a los supermercados, luego a los hipermercados y finalmente a los centros comerciales. De ahí, y viendo que las personas cada vez pasaban más rato en él, se instalaron cines, se aclimató el espacio, llegó la música… en fin, todo lo que comentamos en el maravilloso artículo de Margaret Crawford cuando lo analizamos.

De esos lugares se ha llegado a las playas de ocio de que habla Muñoz: lugares dedicados por completo al consumo, a menudo en forma de monocultivo, pero que se presentan como lugares seguros donde poder pasar el rato de ocio. Ejemplo evidente: Ikea. Uno no va a Ikea sólo porque necesite comprar algo: va a Ikea y ya comprará algo. O no, simplemente pasa la tarde, admira los nuevos modelos y se plantea cómo redecorar la casa, una habitación, o se limita a comprar unas velas o unos jarrones. Nunca estamos satisfechos, por lo que siempre necesitamos más. Algo similar ocurre con los grandes centros del bricolaje, la jardinería… Uno no va a adquirir productos sino a pasar el tiempo. «La diferencia entre ir a comprar e ir de compras es esencial y tiene que ver con toda una serie de contenidos y atributos de esa modernidad urbana» (p. 84).

Poland Ikea's Transformation

Estos espacios de ocio son capaces de generar una gran atracción: cualquier población que cuente con un Ikea verá aumentar considerablemente su número de visitantes. Pero no nos engañemos: no es la población la que aumenta, es la zona concreta donde se instala Ikea, que recibirá gran cantidad de visitantes y probablemente verá la generación de otras tiendas de muebles, cafeterías, párquings, etcétera, a su alrededor.

Acostumbrados a estos espacios, pues, es lógico que el siguiente paso sea solicitar que el espacio público se vuelva similar al espacio de ocio donde nos movemos habitualmente. Si el territorio Ikea, Starbucks, el Akí, los centros comerciales, los hípers, son seguros, asépticos, irreales, ¿por qué la ciudad no lo es? Por ello empiezan a generarse espacios dentro de la ciudad que sí lo son: el Portal de l’Àngel o el Paseo de Grácia en Barcelona, la Gran Vía de Madrid, otras mil calles que ustedes podrían nombrar, entregadas al comercio y pobladas sólo por consumidores que las buscan en las horas en que pueden llevar a cabo ese consumo. La ciudad, poco a poco, cede su terreno a este tipo de lugares; y lo hace mediante el diseño y la colocación estratégicas de mobiliario urbano. «Filtros en tanto que reglas, convenciones y regulaciones -junto con los elementos físicos cuya función es favorecer el cumplimiento de estas regulaciones- orientadas hacia el control y la organización de un espacio de naturaleza compleja.» (p. 87)

El gran problema antropológico de estos monocultivos es la falta de mezcla y diversidad: uno sólo encuentra a sus pares. De hecho, cada monocultivo tiene sutiles diferencias que atraen a personas determinadas, como cada supermercado está orientado a un tipo de cliente levemente distinto a los demás.

Existe otro problema de fondo: la gestión de estos espacios corresponde, casi siempre, a la iniciativa privada, aunque se trate de suelo público. Y los poderes públicos deben garantizar unos derechos (no entraremos aquí en si los garantizan o no; eso nos daría para un blog político inagotable) mientras que los promotores privados se rigen por un único fin: el beneficio.

A continuación, y como muestra de toda su exposición, Muñoz retrata cuatro ciudades que representan otros tantos aspectos de la urbanalización:

  • Londres es la ciudad intercambiada: prima los requerimientos de la economía global y entrega zonas completas de su territorio a los flujos de capital;
  • Berlín es la ciudad logo, un logo creado con el que vender la ciudad en los mercados globales que acaba impostando su propio carácter a la ciudad;
  • Buenos Aires es la ciudad cuarteada;
  • y Barcelona, la ciudad marca.

Los dos últimos capítulos del libro se centran en tratar de responder a sendas preguntas. La primera: ¿existen elementos comunes en toda forma de urbanalización de la ciudad? Aquí Muñoz recurre a Baudrillard:

Jean Baudrillard propondrá en obras como Cultura y simulacro un salto cualitativo en esta argumentación cuando explique la sustitución del original por el modelo. La copia siempre se había referido a la representación del objeto original, de forma que se podía hablar con propiedad de una buena o una mala copia. En cambio, el modelo no representa sino que sustituye al objeto original para, gracias a las posibilidades técnicas de reproducción, dar lugar a un conjunto infinito de copias.

[…] Todas las copias son, así pues, homólogas, intercambiables, y es esta condición estandarizada la que hace que, como ya observara Benjamin al reflexionar sobre la placa fotográfica, no tenga sentido interrogarse por el origen de la copia, es decir, el original, ya que este no es otro que el modelo. Es decir, en la serie hecha de infinitas copias la autenticidad del objeto original desaparece.

[…] La principal consecuencia de todo ello es que el modelo deviene así la única verosimilitud, lo cual significa, en último extremo, la negación de la capacidad de representación de la realidad. La simulación niega la propia realidad o, más bien, la supera.

El resultado final no es otro que la superación de los límites de la simple imitación o la repetición para llegar a la sustitución de lo real -lo original, lo auténtico- por lo «hiperreal», algo paradójicamente real pero sin origen ni realidad. (p. 187)

Un ejemplo urbano de ello: Venice, el barrio de Los Ángeles que imita los puentes y canales de Venecia. En este caso existen copia y original. El siguiente paso: The Venetian, un casino en Las Vegas que reproduce los principales elementos de la ciudad pero situados de tal manera que ya no tratan la Venecia original como objeto auténtico sino como modelo. Todas las Venecias simuladas «no serían, por tanto, copias del original sino simulaciones equivalentes entre sí».

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Parafaseando las palabras de Guy Debord sobre el espectáculo, Muñoz concluye:

La urbanalización es el lugar en el cual la imagen ha conseguido la ocupación total de la vida social. La relación con la imagen no sólo es visible sino que es lo únicdo visible.

Muñoz habla de banalscapes, «morfologías urbanas relativamente autistas en relación con el territorio, reproducibles independientemente del lugar y sus características» y dan lugar a un género de paisajes «que, en realidad, no pertenecen a ningún territorio». Se trata de escenas urbanas donde se usa el pasado no como modelo, sino como simulación: pequeños detalles que evocan un pasado industrial en las ciudades pero, por ejemplo, sin traer a colación las luchas obreras, formando un pasado idealizado.

El último capítulo plantea formas de luchas contra la urbanalización. Lo hace desde la reflexión de que existen pequeñas diferencias en todas las ciudades banalizadas en cuanto a la gestión de su propia urbanalización. Sin embargo,ya mentamos a propósito de las revueltas de Kreuzberg contra la gentrificación cómo esas pequeñas diferencias son, en realidad, semillas que el tardocapitalismo aprovecha para vender como auténticas o diversas las experiencias que se pueden vivir por separado en cada ciudad. Si realmente todos los espacios fuesen igualmente banales no existiría la necesidad de moverse ni del turismo; algo que la sociedad requiere, y por ello también no sólo permite sino que impulsa esas pequeñas diferencias.

Lo cual no quita valor a la reflexión de Muñoz que lo hace llegar a un símil muy válido: la relación existente entre la imagen del puerto y la de la ciudad. Durante el siglo XIX y principios del XX, el puerto representaba la ciudad, tanto en el cine como en la iconografía general: el puerto era el lugar en el que la ciudad se relacionaba con el mundo exterior, lugar exótico, abierto, oscuro, sí, también zona de intercambio y de promesa. A partir de la mitad del siglo XX, sin embargo, las zonas portuarias, cada vez más abandonadas por el cambio en las formas de industrialización y relegadas a zonas alejadas de la ciudad donde poder absorber bien el enorme crecimiento del movimiento de mercancías, estas zonas, decíamos, se convirtieron en frentes marítimos vendidos al capital y al espacio de los flujos, lugares de ocio y altas finanzas, similares unos a los otros. «La promoción de la imagen de la ciudad ha encontrado en las operaciones de transformación portuario un referente que, en no pocos casos, ha inspirado incluso el modelo de cambio de imagen urbana que se proponía para toda la ciudad.» (p. 206)

Ya para concluir, Muñoz propone dos objetivos para luchar contra la urbanalización:

  • primero, favorecer los usos públicos del tiempo en detrimento de los privados; modificando el axioma del derecho a la ciudad como «el derecho al tiempo de la ciudad»;
  • segundo, reivindicar una geografía de los tiempos muertos. El nombre nace d ela paradoja que, mientras más avanza la tecnología y nos permite reducir los tiempos en el ejercicio de nuestras actividades cotidianas, los tiempos libres que resultan de esa mayor productividad del tiempo no restan como espacios vacíos o intervalos sino que son el nicho de nuevas actividades que estandarizan de forma acelerada el tiempo. «Hacer visible esta cartografía de los tiempos muertos es, sin embargo, necesario y reivindicable en aras de una mayor diversidad urbana, humana y social.» (p. 214)