Los orígenes de la posmodernidad (y II): Jameson

Perry Anderson es un historiador y sociólogo inglés de tradición marxista. Hacia 1997 o 98 le pidieron que escribiese el prólogo del libro de Fredric Jameson El giro cultural. Escritos seleccionados sobre el postmodernismo (Nueva York, 1998; hay edición en español, Buenos Aires, 2002). Dicho prólogo se le hizo tan largo que acabó siendo publicado como un texto independiente y es el libro que nos atañe, Los orígenes de la posmodernidad. Ya analizamos en una primera entrada los orígenes de este nuevo movimiento intelectual: sus predecesores, desde el modernismo de Rubén Darío, el historicismo de Toynbee u otros, hasta los primeros que trataron el tema, como Hassan y Jencks, hasta sus dos máximos exponentes a finales de los setenta: Lyotard y Habermas.

Sin embargo, teniendo en cuenta el origen de esta obra (es decir, un prólogo a un libro de Jameson), no extraña que la mayor parte de ella esté dedicada a los logros de este pensador y a la obra que dio forma al movimiento postmoderno desde ese momento: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, que ya reseñamos en su momento.

Hasta el año de esa primera conferencia, en otoño de 1982, que dio Jameson sobre la posmodernidad, estaba considerado uno de los mejores críticos literarios marxistas, «aunque esos términos le estaban quedando ya estrechos». Había publicado Marxism and Form (Princeton, 1971), una historia del canon marxista , y The Prison-House of Language (1972). En el epílogo a Aesthetics and Politics ya había dejado entrever que el desarrollo «del capitalismo de posguerra de consumidores» había dado al traste tanto con las esperanzas de Brecht y Benjamin de que un arte revolucionario fuese «capaz de apropiarse la tecnología moderna para llegar a los públicos populares» como con la idea de Adorno de que «la propia lógica formal de la alta modernidad era, justamente en su autonomía y abstracción, el único refugio verdadero de la política», algo que la política del establishment en el nuevo capitalismo desmentía. El realismo aparecía como demasiado antiguo para reflejar una forma de vida pasada y la modernidad sufría de mayores contradicciones que el propio realismo.

Jameson retomaba la misma idea en Marxism and Form al insistir en la «ruptura de toda continuidad con el pasado por los nuevos modos de organización del capital». Según el autor, la Europa y América de los años 30 tenía más que ver con los siglos anteriores que con los años 70 del siglo XX por, entre otros, «el retroceso del conflicto de clases en la metrópoli, (…) el enorme peso de la publicidad y de las fantasías de los mass media que eliminaban las realidades de división y explotación, la desconexión entre la existencia privada y la pública».

A estas ideas, ya previas, de Jameson, se le sumaron dos influencias reconocidas por el autor: El capitalismo tardío, de Ernest Mandel, que ya hablaba de una nueva configuración social, y los escritos de Baudrillard sobre el simulacro. [Aquí Anderson hace un inciso para destacar que, si bien los escritos y las ideas de Baudrillard fueron esenciales para la cristalización de la posmodernidad, el francés jamás teorizó sobre ella y, cuando finalmente habló del tema, lo hizo con un fuerte rechazo en «The Anorexic Ruins».] A estas influencias de Jameson, Anderson añade el traslado del pensador a Yale, donde el decano era un arquitecto moderno y uno de los profesores era Venturi, es decir: en plena pugna por las formas modernas o postmodernas de la arquitectura, y también cerca de Henri Lefebvre, que habitaba por entonces en California.

Todo esto confluye en la conferencia que dio Jameson en el otoño de 1982 (reproducida como primer capítulo de El giro cultural) y que luego sería el núcleo de El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Según Anderson, «rehizo de un solo golpe todo el mapa de lo posmoderno: un prodigioso gesto inaugural que ha venido dominando el terreno desde entonces» y que consta de cinco movimientos.

El primero y fundamental estaba expresado en el título: el anclaje de lo posmoderno en las alteraciones objetivas del orden económico del propio capital. La posmodernidad deja de ser una mera ruptura estética o un cambio epistemológico para convertirse en señal cultural de un nuevo estadio de la historia del modo de producción dominante. Sorprende que esta idea, que Hassan había tanteado para luego volverle la espalda, fuera bastante ajena a Lyotard y a Habermas, a pesar de que ambos provenían de una formación marxista no del todo olvidada. (p. 77)

Jameson se refería, por supuesto, a la formación de las corporaciones transnacionales que deslocalizaban las industrias y al paso de trabajadores de industria al sector servicios en los países del Primer Mundo, algo que afectaba a todos los ámbitos de la vida. Se planteaba como la cúspide de la modernización, como un nuevo mundo donde ya casi no quedaba naturaleza por descubrir y donde «la cultura se ha expandido necesariamente hasta hacerse virtualmente coextensiva a la economía misma, no sólo como base sintomática de alguna de alguna de las mayores industrias del mundo –el turismo estaba sobrepasando ya todos los demás ramos del empleo global–, sino mucho más profundamente, en tanto que todo objeto material y todo servicio inmaterial se convierte a la vez en signo complaciente y mercancía vendible» (p. 78).

El segundo movimiento consistía en el estudio de la psique humana en esta nueva coyuntura. Tras la confusión generada por las múltiples disoluciones de las revoluciones de los sesenta, y tras las derrotas políticas de los setenta, surgía una nueva subjetividad carente de «todo sentido activo de la historia», sin sentido del pasado, ya fuese como carga o como esperanza; «a lo sumo proliferaban estilos e imágenes nostálgicos como sucedáneos de lo temporal que se desvanecían en un perpetuo presente» (p. 79). Sumando a todo lo anterior la enorme red de visibilidad y conexión, Jameson llega a hablar de «lo sublime histérico».

El tercer movimiento abarcó la cultura. Pero no de modo sectorial, como se había hecho hasta el momento (primero en la literatura, luego Hassan lo amplió a la pintura y la música, Jencks se centró en la arquitectura, Lyotard, en la ciencia y Habermas, en la filosofía), sino en todos sus distintos ámbitos. Pese a la ampliación a todo el espectro, sin embargo, Jameson fue consciente del papel central que jugaba la arquitectura (en la reseña del libro ya hablamos de las implicaciones sobre el sujeto del espacio del Hotel Bonaventura de Los Ángeles, por ejemplo), comprendiendo las implicaciones de un arte que configura el propio espacio físico.

Pero Jameson no se quedó ahí. Analizó también el cine, que hasta ahora el resto de críticos había dejado de lado, y destacó la existencia de un género que llamó «nostalgia del presente» (Fuego en el cuerpo o incluso La guerra de las galaxias), así como otras películas que lidiaban con la presencialidad total del capital global. Luego pasó a las artes gráficas, la publicidad, el diseño, hasta acabar hablando del pastiche, «una parodia inexpresiva, sin impulso satírico, de los estilos del pasado» (p. 85), una especie de collage donde los pedazos no remitían a sus orígenes, sino que quedaban desgajados, sin contexto.

Este tercer movimiento se desbordó también hacia las disciplinas, que vieron sus bordes difuminados y borrosos: la historia del arte, la sociología, la historia, la crítica literaria… empezaron a cruzarse en estudios híbridos y transversales (Jameson puso como ejemplo a Foucault) bajo el paraguas de la theory. Si precisamente Weber había formulado que «el rasgo distintivo de la modernidad era la diferenciación estructural» en ámbitos estancos y el propio Habermas lo había reforzado, declarando que este proceso no se podía cancelar, «so pena de regresión», como vimos en la entrada anterior, «no podía haber síntoma más ominoso del resquebrajamiento de lo moderno que el derrumbe de esas divisiones conquistadas con tanto esfuerzo».

El cuarto movimiento especulaba sobre las clases en esta nueva era. El capitalismo seguía siendo un sistema de clases, pero todas ellas habían cambiado: habían surgido unas élites culturales (lo que luego se llamará, con mayor o menor fortuna, las clases creativas), seguían existiendo los propietarios de los grandes grupos multinacionales, los obreros se habían disgregado en múltiples identidades… «A escala mundial –que es el terreno decisivo de la época posmoderna– no ha cristalizado aún ninguna estructura de clases estable que se pudiera comparar a la del capitalismo anterior» (p. 88). Además, al ampliarse a la arena mundial, una nueva gran cantidad de población formaba parte ahora del mercado, con el consiguiente «descenso de nivel»: si la cultura moderna era «irremediablemente elitista», producida por una minoría para otras minorías y hasta burlándose de las demandas del mercado, la cultura posmoderna es «mucho más vulgar». La propia extensión de los medios de comunicación, la publicidad, la llegada de grandes obras de la literatura a las listas de los más vendidos, la irrupción de grupos hasta entonces ignorados… por un lado era una reacción a la torre de marfil moderna, claro, pero por el otro también una nueva relación entre cultura y mercado.

El quinto y último movimiento era un abandono de las posiciones morales que habían mostrado los anteriores teorizadores del posmodernismo. Hasta ese momento, cada uno de ellos había incluido una valoración positiva o negativa. Jameson, situado más a la izquierda que todos ellos, destacaba como algo evidente la complicidad entre la lógica del mercado, el espectáculo y lo posmoderno; pero insistía en la inutilidad de moralizar sobre su auge.

Una crítica genuina de la posmodernidad no podía ser un rechazo ideológico. La tarea dialéctica sería más bien abrirnos paso a través de lo posmoderno de manera tan completa que nuestra comprensión de la época saliera transformada por el otro lado. Una comprensión totalizadora del nuevo capitalismo ilimitado, una teoría adecuada a la escala global de sus conexiones y disyunciones, seguía siendo el proyecto marxista irrenunciable. Ese proyecto excluía toda respuesta maniquea a lo posmoderno. (p. 91)

El último capítulo del libro lo dedica Anderson a analizar las consecuencias de la toma de posición de Jameson y, en concreto, a tres libros que tratan de precisar conceptos posmodernistas: el trasfondo político en Against Postmodernism (Alex Callinicos, 1989); un análisis más profundo de la economía en La condición de la posmodernidad de Harvey, que ya leímos (1990) y el impacto de su difusión ideológica con Illusions of Postmodernity (Terry Eagleton, 1996). Sin embargo, el tono se vuelve mucho más intelectual en esta parte, más parecido a un debate entre artículos y libros que a una verdadera aportación definitiva sobre el tema, como lo fue la de Jameson, por lo que terminamos aquí la reseña, que concluye con dos observaciones extraídas del libro.

El arte moderno se había definido virtualmente como «antiburgués» desde sus orígenes en Baudelaire o en Flaubert. La posmodernidad es lo que sucede cuando este adversario ha desaparecido sin que se haya obtenido ninguna victoria sobre él. (p. 119)

Esa condición de «libertad artística perfecta» en la que «todo está permitido» no contradecía, sin embargo, la Estética de Hegel, sino que, por el contrario, la comprende, pues «el fin del arte consiste en la toma de conciencia de la verdadera naturaleza filosófica del arte»: es decir, el arte se convierte en filosofía (como Hegel afirmaba que debía) en el momento en que sólo una decisión intelectual puede determinar qué es arte y qué no es arte. (p. 137)

Los orígenes de la posmodernidad, Perry Anderson

Conocimos la posmodernidad a partir de la lectura de Fernando Javier Ullán de la Rosa Sociología Urbana: en el quinto capítulo se hablaba de la llegada del posmodernismo a las ciencias sociales y se hacía también la distinción entre la sociedad postmoderna (postfordista, postindustrial o informacional, según se prefiera potenciar uno u otro aspecto) y el paradigma postmoderno (una nueva concepción epistemológica nacida alrededor de los años 70, por poner una fecha). Leímos también que, según Peter Hall, Aprendiendo de Las Vegas, de Venturi, Scott Brown e Izenour, supuso la inauguración de la arquitectura postmoderna. Leímos luego a Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire para comprender qué era la modernidad (algo que, según él, no había sido aún superado), y finalmente llegamos al Harvey de La condición de la posmodernidad donde, reflexionando sobre esta nueva forma epistemológica, llegaba a la nueva forma social: de los cambios espaciotemporales de las vanguardias modernas a la expansión espaciotemporal del capitalismo a la acumulación flexible (es decir: la sociedad postfordista).

Si el tema nos ha importado en el blog, además de por su carácter de signo de nuestros tiempos, es porque una de las artes que sufrió más cambios a raíz de la llegada del postmodernismo fue la arquitectura y, ampliándolo, el espacio. No se trataba, sólo, de una forma distinta de pensar, sino una nueva concepción del espacio y de las ciudades. Los orígenes de la posmodernidad, de Perry Anderson, deja un poco de lado ese aspecto y se centra en el hecho intelectual, en el paradigma postmoderno de lleno y en su visión, o descripción, por parte de los intelectuales. Es un libro muy adecuado porque sitúa su origen, sus precursores, la voz de máxima autoridad y apunta posibles devenires (aunque es entonces cuando el libro se pierde un poco). Es poco acertado para el blog, sin embargo, porque se queda en eso, en cuestiones intelectuales que, directamente, poco afectan a la ciudad, al urbanismo o al devenir de sus gentes.

Los orígenes de la posmodernidad son remotos. Anderson habla de Rubén Darío y su movimiento «modernista» iniciado en 1890, y cómo luego Federico de Onís habló de «posmodernismo» para referirse a «un reflujo conservador dentro del propio modernismo». También el historiador Toynbee relacionó modernidad con auge de la burguesía y, por lo tanto, hablaba de postmodernismo en otros lugares del planeta, como hizo Charles Olson al hablar de «post-modernidad o post-Occidente».

Pero, si lo anterior eran preliminares, el pistoletazo de salida se dio con la revista boundary 2, aparecida en otoño de 1972 y titulada Journal of Postmodern Literature and Culture. En uno de sus artículos, David Antin atacaba la poesía moderna norteamericana (Eliot, Tate, Auden, Lowell y hasta Pound) enfrentándolos a «la genuina modernidad internacional –la línea de Apollinaire, Marinetti, Jlébnikov, García Lorca, József y Neruda–, cuyo principio era el collage dramático» (p. 25).

El rumbo que tomó la revista fue otro (se sigue publicando a día de hoy), pero ese espacio que quedó vacante lo ocupó un ingeniero reconvertido en crítico y teórico literario: Ihab Hassan. «Su interés se había centrado originalmente en una alta modernidad reducida a un mínimo expresivo, lo que el llamaba «literatura del silencio», desde Kafka a Beckett. Pero cuando propuso en 1971 la noción de postmodernism, Hassan subsumió ese linaje a un espectro mucho más amplio de tendencias que habían o bien radicalizado o bien rechazado los rasgos dominantes de la modernidad, una configuración que abarcaba las artes visuales, la música, la tecnología y la sensibilidad en general» (p. 28). Entre ellas estaban Cage, con su famosa composición 4’33», Robert Rauschenberg y Buckminster Fuller, pero Hassan fue añadiendo nombres y se basó en una serie de conceptos surgidos del postestructuralismo francés, como «la noción de ruptura epistémica» de Foucault, y atribuyó «que la unidad subyacente de lo posmoderno residía en «el juego de la indeterminación y la inmanencia», cuyo genio originador de las artes había sido Marchel Duchamp» (p. 29).

Hassan fue uno de los primeros en postular qué era la postmodernidad (recordemos que fue uno de los pilares que usó Harvey en La condición de la posmodernidad para tratar de entender el paso de la modernidad a ésta), pero acabó encontrándose ante un muro: ¿la postmodernidad era «sólo una tendencia artística o también un fenómeno social»?

La construcción de lo posmoderno que ofrecía Hassan, por muy pioneras que fuesen muchas de sus observaciones -fue el primero que lo amplió a través de las artes y señaló unas pautas que luego serían ampliamente aceptadas-, tenía, pues, un límite intrínseco, en tanto que el camino hacia lo social quedaba cerrado. Fue ésta sin duda una de las razones por las que se retiró del terreno a finales de los años ochenta. Hassan se había dedicado originalmente a las formas exasperadas de la modernidad clásica, como Duchamp o Beckett: justamente lo que De Onís en los años treinta había denominado proféticamente «ultramodernismo». Cuando Hassan empezó a explorar la escena cultural de los años setenta, la construyó ante todo a través de este prisma. (p. 31)

Hassan intuyó que el camino que tomaría la postmodernidad sería el de Warhol; y, una década después, desengañado, sentenciaba: «La posmodernidad misma ha cambiado, y ha tomado, a mi entender, un rumbo equivocado. Atrapada entre la truculencia ideológica y la futilidad desmistificadora, atrapada en su propio kitsch, la posmodernidad se ha convertido en una especie de bufonada ecléctica, en el refinado cosquilleo de nuestros placeres prestados y nuestros triviales desengaños.» (p. 32), lo que es, claro, uno de los riesgos de la posmodernidad, al quedar carente de referentes.

Pero hubo un arte al que Hassan no prestó atención y que iba a convertirse en un revulsivo. En 1972 se publicaba Aprendiendo de Las Vegas, que venía a decir, directamente en su prefacio, que el tema del juego, la moralidad y los intereses que hubiese tras ellos no interesaban a los autores: sólo la morfología de los edificios. «Los valores de Las Vegas no se cuestionan aquí.»

Contrastando la monotonía planificada de las megaestructuras modernas con el vigor y la heterogeneidad del espontáneo desparramamiento urbano, Learning from Las Vegas resumía la dicotomía entre ambas en una frase: «Construir para el Hombre» contra «construir para hombres (mercados)». La simplicidad del paréntesis lo dice todo. Ahí estaba, deletreada con engañosa candidez, la nueva relación entre el arte y la sociedad que Hassan había conjeturado sin alcanzar a definirla. (p. 34)

La autoridad que elevó el concepto a canónico fue el crítico Charles Jencks (Language of Post-Modern Architecture, 1977), para quien lo posmoderno era una hibridación entre «la sintaxis moderna e historicista y que apelaba al gusto educado a la vez que a la sensibilidad popular» (p. 35) Dando un paso adelante, y ensalzando la mezcla entre lo alto y lo bajo, lo popular y lo elitista, Jencks aventuraba el fin de «polaridades pasadas de moda tales como izquierda y derecha, clase capitalista y clase obrera». «En una sociedad en la que la información importa más que la producción, «ya no hay ninguna vanguardia artística», puesto que en la red electrónica global «no hay enemigo al que vencer». En las condiciones emancipadas del arte de hoy, «más bien hay incontables individuos en Tokio, Nueva York, Berlín, Londres, Milán y otras metrópolis comunicándose y compitiendo unos con otros, al igual que lo están haciendo en el mundo de la banca». (p. 37)

La postmodernidad se había unido, indisociablemente, al mercado; pero pronto dio un paso adelante. Y lo hizo de la mano, ahora, del filósofo francés Jean-François Lyotard, quien se apropió del término en 1979 al publicar La condición posmoderna.

Para Lyotard, la llegada de la posmodernidad estaba vinculada al surgimiento de una sociedad posindustrial, teorizada por Daniel Bell y Alain Touraine, en la que el conocimiento se había convertido en la principal fuerza económica de producción, en un flujo que sobrepasaba a los Estados nacionales, pero al mismo tiempo había perdido sus legitimaciones tradicionales. Pues si la sociedad no había de concebirse ni como un todo orgánico ni como un campo dualista de conflicto (Parsons o Marx), sino como una red de comunicaciones lingüísticas, entonces el lenguaje mismo -«el vínculo social entero»- se componía de una multiplicidad de juegos diferentes cuyas reglas eran inconmensurables y cuyas relaciones recíprocas eran agonales. (p. 38)

En estas condiciones, la ciencia perdía su lugar preeminente y se convertía en un juego de lenguaje más; si hasta ahora descansaba en dos postulados, el de «la humanidad como agente heroico de su propia liberación» (derivado de la Revolución Francesa) y el «cuento del espíritu como despliegue progresivo de la verdad» (derivado del idealismo alemán), la condición posmoderna supone «la pérdida de credibilidad de esas metanarrativas» (p. 39). Estas metanarrativas que sostenían la ciencia habían sido destruidas, según Lyotard, «por la proliferación de la paradoja y del paralogismo, anticipada en filosofía por Nietzsche, Wittgenstein y Levinas», y por «la tecnificación de la demostración», pues las observaciones científicas dependen de una enorme maquinaria tan costosa que sólo es accesible al poder y a los Estados. «La ciencia al servicio del poder halla una nueva legitimación en la eficiencia.» Finalmente, La condición posmoderna acababa con el auge del contrato temporal en todos los ámbitos, ocupacional, emocional, sexual y político: «unos lazos más económicos, flexibles y creativos que los vínculos de la modernidad».

Paradójicamente, La condición posmoderna no trataba de artes ni de política, las dos pasiones principales del filósofo, sino que era un encargo del Conseil des universités du Québec para entender los efectos de la tecnología en las ciencias exactas. El propio Lyotard reconoció que sabía poco del tema y que era su peor libro. Anderson sitúa, además, la andanada de Lyotard contra las metanarrativas en una en concreto: el marxismo. A medida que las informaciones del Gulag iban llegando, la fe en el comunismo o la revolución marxista se iba hundiendo.

El trasfondo más amplio del tránsito de Lyotard desde un socialismo revolucionario hacia un nihilismo hedonista residía obviamente en la evolución misma de la Quinta República. El consenso gaullista de los primeros años sesenta lo había convencido de que la clase obrera estaba esencialmente integrada en el capitalismo. La fermentación de finales de los sesenta le inspiró la esperanza de que el heraldo de la revuelta acaso fuera, en lugar de la clase, la generación, la juventud del mundo entero. La oleada eufórica de consumismo que atravesó el país a principios y mediados de los setenta condujo a las muy difundidas teorizaciones del capitalismo como una maquinaria aerodinámica del deseo. (p. 43)

Lyotard no estaba muy al corriente del uso del concepto «posmodernismo» en la arquitectura «con un significado estético que era la antítesis de todo lo que él valoraba». Se enteró en 1982, no sólo de la construcción de lo posmoderno propuesto por Jencks sino también del éxito que había tenido el libro en Norteamérica; lo que descubrió no le gustó mucho, porque esta clase de posmodernidad era una restauración subrepticia del realismo degradado que antaño habían fomentado el nazismo y el estalinismo y que ahora era reciclado como un eclecticismo cínico por el capital contemporáneo: era todo aquello que las vanguardias habían combatido» (p. 46) y a Lyotard no le quedó más remedio que posicionarse respecto al arte y a la política, los dos temas que había obviado.

En ninguno tuvo demasiado éxito. Dijo del arte que «lo posmoderno no venía después de lo moderno, sino que era un movimiento de renovación desde dentro de la modernidad misma», una corriente que aceptaba jubilosamente la libertad de invención que posibilitaba; aunque el mercado, saturado del kitsch que celebraba Jencks, iba al contrario de lo que propugnaba Lyotard. Lo mismo le sucedió con la política: si las metanarrativas se estaban hundiendo, la religión, la política, el comunismo, el progreso d la Ilustración… ¿qué sucedía con el capitalismo? Si los setenta habían sido crisis económica que permitía argumentar la caída, también, de la ilusión capitalista, los ochenta trajeron progreso y el triunfo de las políticas neoliberales, tanto en la izquierda como en la derecha; por primera vez, un enorme relato dominaba el mundo y ninguna de las respuestas de Lyotard bastaba. «Pero las únicas formas de resistencia al sistema que quedaban eran interiores: la reserva del artista, la indeterminación de la infancia, el silencio del alma. Había desaparecido el «júbilo» ante la ruptura inicial de la representación por lo posmoderno; un malestar invencible definía ahora el tono del tiempo. Lo posmoderno era «melancolía».» (p. 52)

Justo un año después de la publicación de La condición posmoderna, en otoño de 1980 Jürgen Habermas dio un discurso en Frankfurt titulado La modernidad, un proyecto inacabado. Aunque se considera una respuesta al libro de Lyotard, probablemente Habermas no lo conocía y estaba, en cambio, reaccionando a la Bienal de Venecia de 1980, profundamente posmoderna. Habermas reconocía que las vanguardias habían envejecido y que se había perdido algo del espíritu que empezaba con Buaudelaire y culminaba con los dadaístas; sin embargo, el proyecto de la modernidad seguía sin realizarse. Éste tenía dos vertientes: por un lado, la ciencia, la moralidad y el arte se diferenciaban en esferas de valor autónomas, liberadas de una religión y gobernadas pro sus propias normas: verdad, justicia y belleza; por el otro, esos dominios debían verter todo su potencial en la vida cotidiana de las personas. «Éste era el programa que se había extraviado; pues en lugar de integrarse a los recursos comunes de la comunicación cotidiana, cada esfera había tendido a convertirse en una especialidad esotérica, cerrada al mundo de los significados ordinarios.» (p. 55). Por ejemplo: el arte del XIX y principios del XX se había vuelto críptico, hasta orgulloso de su progresivo alejamiento de la sociedad.

Pero llevar a cabo ese proyecto se presentaba difícil. «No se podía rescindir la autonomía de las esferas de valores, so pena de regresión». Por lo tanto, había que integrar esas culturas en la experiencia común, protegiendo a sus miembros y logros «de las incursiones de las fuerzas del mercado y de la administración burocráctica», algo que el propio Habermas consideraba improbable y que Anderson resume en «una amalgama contradictoria de dos principios opuestos: la especialización y la popularización».

Algo más de sustancia tenía su siguiente conferencia, un año después, en Munich, llamada «Arquitectura moderna y posmoderna». La tesis de Habermas era que la Revolución Industrial había planteado tres enormes desafíos a la arquitectura: el diseño de nuevas clases de edificios (bibliotecas, óperas, estaciones, grandes almacenes), la aparición de nuevos materiales (hierro, acero, hormigón, vidrio) y nuevos imperativos sociales (presiones del mercado, planes administrativos). Estos tres imperativos superaron las capacidades de la arquitectura de la época, «que se descompuso en un historicismo ecléctico o en el utilitarismo más horrendo», pero a principios del siglo XX el movimiento moderno, «reaccionando ante este fracaso, superó el caos estilístico y el simbolismo artificioso de la arquitectura victoriana tardía y se lanzó a transformar la totalidad del entorno edificado, desde los edificios más monumentales y expresivos hasta los más pequeños y prácticos» (p. 60).

La arquitectura modernista respondió con éxito a los dos primeros interrogantes, pero fracasó en el tercero: supo crear nuevos edificios y supo dar buen uso a los nuevos materiales; pero fracasó en su intento «de reformar a fondo el entorno urbano, error de cálculo que halló su expresión más famosa en los desafueros utópicos del primer Le Corbusier». Recordemos el primer Plan Voisin, que planeaba derruir barrios enteros de París para construir rascacielos de hormigón separados por parques verdes vacíos.

La pregunta que se plantea entonces Habermas es: ¿este fracaso se debía a la propia arquitectura o a otros factores? Las raíces de lo moderno en arquitectura se hallan en el constructivismo ruso, De Stijl y el círculo en torno a Le Corbusier. Con el paso al predominio de la Bauhaus, se la llamó funcionalista y ese nombre, inadecuado, según Anderson, pasó a dominar el concepto y a dejarlo a merced de empresarios de la construcción y burócratas. En palabras del propio Habermas: «las contradicciones de la modernización capitalista», el resultado de la propia vorágine de la modernización. Si a primera vista parece que Habermas está denunciando la «lógica despiadada del capitalismo de postguerra», en realidad va algo más allá: «La utopía de unas formas de vida preconcebidas, que había inspirado ya los proyectos de Owen y Fourier, no se podía realizar, y no solamente porque implicaba una irremediable subestimación de la diversidad, la complejidad y la variabilidad de las sociedades modernas, sino también porque las sociedades modernizadas, con sus interdependencias funcionales, transcienden las dimensiones de unas condiciones de vida que podían ser calculadas por la imaginación del planificador.» Es decir: Habermas se rinde ante la imposibilidad de llevar a cabo ese aspecto de la modernidad. Ni una ciudad habitable y humana, ni los sueños modernos, son realizables, debido a la lógica del desarrollo social, «más allá del capital y del trabajo».

Los discursos de Lyotard y Habermas dotaron al concepto de la posmodernidad con «el cuño de la autoridad filosófica», pero sus aportaciones fueron «indecisas» e incapaces de aportar un punto de vista marxista a la nueva concepción epistemológica.

Y así estaban las cosas en el otoño de 1981: con un posmodernismo ya cristalizado pero pendiente de definir por completo.

La idea de lo posmoderno, tal como se había consolidado en esa coyuntura, era de un modo u otro patrimonio de la derecha. Cuando Hassan alababa el juego y la indeterminación como señas distintivas de lo posmoderno, no ocultó su aversión hacia aquella sensibilidad que era su antítesis: el férreo yugo de la izquierda. Jencks celebraba el fin de lo moderno como liberación de la elección de los consumidores, como la liquidación de toda planificación en un mundo en que los pintores pueden comerciar con la propia libertad y no menos globalmente que los banqueros. Para Lyotard, los parámetros mismos de la nueva condición estaban determinados por el descrédito del socialismo como el último gran relato, la versión última de una emancipación que ya no tenía sentido. Habermas, si bien se negaba, desde una posición todavía de izquierdas, a rendir homenaje a lo posmoderno, abandonó, sin embargo, la idea a la derecha, construyéndola como una figura del neoconservadurismo. Lo que todos ellos tenían en común era que suscribían los principios de lo que Lyotard, que antaño fuera el más radical, llamaba democracia liberal como el horizonte irrebasable del tiempo. No podía haber nada más que capitalismo. Lo posmoderno era la condena de las ilusiones alternativas. (p. 66)

Hasta que llegó Fredric Jameson con su primera conferencia sobre lo posmoderno en 1982. Pero eso, y los efectos que tuvo, lo veremos en la siguiente entrada.