Parias urbanos (y III): la marginalidad avanzada

El libro de Loïc Wacquant Parias urbanos. Gueto, banlieue, Estados dedica su primera parte al análisis del gueto negro en las ciudades de Estados Unidos y su paso a una nueva forma, el hipergueto, donde las clases medias negras han abandonado el gueto para residir en las zonas que liberaron los blancos al escapar (white flight) hacia las zonas residenciales periféricas y todo lo que subyace ahora en el gueto es pobreza y segregación, con muy pocas posibilidades de escapar de él. Y dedica la segunda parte al estudio de las banlieues francesas, los barrios periféricos de las ciudades del país, que a menudo son comparados con el gueto negro pero que, en realidad, tienen poco en común, salvo el estigma y unas condiciones depauperadas, algo que vimos a fondo en la segunda entrada.

En esta última parte del libro, Wacquant presenta un concepto nuevo surgido a raíz del postfordismo: la marginalidad avanzada. Si la marginalidad de mediado del siglo XX era una consecuencia del mal funcionamiento del fordismo, la marginalidad avanzada de finales del XX y principios del XXI es, por el contrario, la consecuencia del buen funcionamiento del postfordismo.

Visto desde esta perspectiva, el retorno de las realidades «refrenadas» de la pobreza extrema y de la degradación social, de las divisiones etnorraciales y de la violencia pública y su acumulación en las mismas zonas desheredadas sugieren que hoy las ciudades del Primer Mundo se hallan frente a lo que se podría denominar la marginalidad avanzada. Estas nuevas formas de cierre excluyente que se traducen en un destierro a los confines del espacio social y físico han emergido –o se han intensificado– en las metrópolis postfordistas, pero no bajo el efecto de la inadaptación o el subdesarrollo económico, sino, al contrario, como consecuencia de las mutaciones de los sectores más avanzados de las sociedades y de las economías occidentales tal como se imprimen en las fracciones inferiores de la clase obrera en recomposición y en las categorías étnicas dominadas, así como en los territorios que ocupan en el seno de las ciudades sometidas al tropismo de la dualización.

Aquí, el calificativo avanzada pretende indicar que estas formas de marginalidad no se sitúan detrás de nosotros: no son cíclicas, ni transitorias, y tampoco están en un proceso de desaparición progresiva por la expansión del «libre mercado» (esto es, la mercantilización creciente de la vida social, empezando por los bienes y los servicios públicos) o por la acción del Estado-providencia (protector o sancionador). Estas formas se hallan delante de nosotros: están inscritas en el futuro de las sociedades contemporáneas (…) las formas estructurales que las engendran, entre otros, el crecimiento económico polarizado y la fragmentación del mercado de trabajo, la precarización del trabajo y la automatización de la economía clandestina en las zonas urbanas degradadas, el paro masivo que induce a la desproletarización de las capas más vulnerables de la clase obrera (principalmente, de los jóvenes desprovistos de capital cultural), finalmente, las políticas de retirada social y de desinversión urbana. (p. 281)

Para tratar de comprender este fenómeno reciente, Wacquant recurre a seis puntos a partir de los rasgos característicos de la pobreza urbana de la década de crecimiento fordista:

  • 1. El trabajo asalariado como vector de inestabilidad y de inseguridad sociales. «El trabajo asalariado, al volverse inestable y heterogéneo, diferenciado y diferenciante, se ha convertido en una fuente de fragmentación y de precariedad sociales» (p. 283). Ejemplo de ello son los trabajos flexibles, a tiempo parcial o con horarios variables y que sólo permiten una cobertura social (y hasta médica) reducida o inexistente, la reducción de las jornadas, la subcontratación, el debilitamiento de los sindicatos y tantos otros.
  • 2. La desconexión funcional de las tendencias macroeconómicas. La prosperidad económica ya no supone una mejora en las condiciones laborales de los trabajadores, mientras que su contrario, las crisis, sí que supone otra excusa para recortarlas. Con el tema del COVID y las crisis de trabajadores hemos visto cómo los empresarios, que siempre se habían afanado en reducir las condiciones laborales con la excusa de que había mucha mano de obra, ante la ausencia de profesionales se niegan a mejorar esas condiciones y presionan a los gobiernos para que permitan mayores flujos migratorios, pues en general los inmigrantes estarán dispuestos a aceptar trabajos que no aceptarían los autóctonos.
  • 3. Fijación y estigmatización territoriales. «En vez de estar aislada y diseminada por el conjunto de las zonas de hábitat obrero, la marginalidad avanzada tiende a concentrarse en territorios aislados y claramente circunscritos, percibidos, cada vez más, y tanto en el exterior como en el interior, como lugares de perdición» (p. 287).
  • 4. Alienación espacial y disolución del «lugar». El estigma, visto desde dentro, supone la disolución del lugar antropológico, «la pérdida de un marco humanizado, culturalmente familiar y socialmente diferenciado» en el cual se sientan «entre los suyos». Se da el paso de lugares (places) a espacios (spaces), donde además los lazos se debilitan. Un ejemplo de esto lo vimos en la primera entrada con el paso del gueto (lugar de sociabilidad) al hipergueto (espacio de competición y exclusión), que ya no supone un recurso para sus habitantes.
  • 5. La pérdida de un hinterland. «A la desaparición del espacio se añade la desaparición de un hinterland o de una base de protección viable. En las fases anteriores de crisis y de restructuración del capitalismo moderno, los trabajadores podían replegarse en la economía social de su colectividad de origen» (p. 294), algo que ya no les es posible.
  • 6. Fragmentación social y desintegración simbólica, o la génesis inacabada del «precariado». La marginalidad avanzada se da en un contexto de descomposición de clase, en vez de en uno de consolidación de clase; y bajo la presión de una tendencia a la precarización y a la desproletarización, en vez de a la unificación y homogeneización proletarias que se dieron anteriormente, lo que hace que quienes sufren estos procesos carezcan de un lenguaje específico o una adecuada representación social de grupo. «La propia proliferación de etiquetas para designar los sectores de población dispersos y dispares atenazados por la marginación social y espacial, «nuevos pobres», «marginales», «excluidos», «underclass», «jóvenes de las banlieues», y la trinidad de los «sin» (sin trabajo, sin techo, sin papeles) dice mucho del estado de desarreglo simbólico en el que se hallan las zonas marginales y de las fisuras de la estructura social y urbana» (p. 297).

«Mientras que antes la pobreza en las metrópolis occidentales era un fenómeno esencialmente residual o cíclico, incrustado en las comunidades obreras, geográficamente difuso y considerado remediable por la expansión continuada de la forma mercantil, en la actualidad aparece como persistente e incluso permanente, desconectada de las tendencias macroeconómicas y fijada en barrios de relegación rodeados de una aureola sulfurosa en cuyo seno el aislamiento y la alienación social se alimentan mutuamente, mientras que la distancia entre los que están a él destinados y el resto de la sociedad se va ensanchando. (p. 313)

Esta nueva forma de marginalidad ha avanzado sin freno en aquellos países carentes de protecciones sociales e, incluso en aquellos dotados de un estado del bienestar fuerte (Europa del Norte y Escandinavia), también ha hecho acto de presencia, a menudo mezclada con la temida «integración» de los extranjeros y la «inquietud por la formación de guetos». Tras esta marginalidad, Wacquant detecta cuatro lógicas estructurales:

  • La dinámica macrosocial: el progresivo distanciamiento en la escala de desigualdades en un contexto de prosperidad, es decir, un doble proceso socioprofesional que «multiplica los puestos de trabajo altamente cualificados y remunerados para un personal profesional surgido de la universidad», por un lado, y por el otro, «en la no cualificación y la eliminación pura y simple de millones de puestos de trabajo para los trabajadores sin estudios».
  • La dinámica económica: se da, de nuevo, una doble transformación en el trabajo que consiste, de modo cuantitativo, en la desaparición de puestos de trabajo debido a la progresiva automatización, a la deslocalización en lugares con peores condiciones laborales (y, por lo tanto, óptimos para las empresas) y por el trasvase de empleos industriales hacia empleos en el sector servicios; y, de modo cualitativo, por el empeoramiento general de las condiciones de trabajo (jornadas, salarios, protección social…). Una gran parte de la clase obrera se ha convertido en algo superfluo, pero no han aparecido opciones viables para ellos; además, el propio contrato de trabajo salarial ha dejado de ser una fuente de estabilidad y se ha convertido, por sí mismo, en «fuente de fragmentación social y de precariedad».
  • La dinámica política se refiere al paso de los Estados de garantes de la protección social universal de sus ciudadanos a simples guardianes de las normas del postfordismo, cuando no el propio origen de las desigualdades (lo que Harvey denominaba Estado-guardián, encargado de mantener el mercado bien protegido para que las empresas puedan obtener beneficios).
  • La dinámica espacial, que congrega a los pobres en zonas limítrofes carentes de inversión o las mínimas necesidades sociales. A diferencia del fordismo, en que la pobreza, más o menos, estaba distribuida por todos los barrios obreros y podía afectar a todos los trabajadores, hoy en día se concentra en núcleos que se perciben, como ha ido recorriendo Wacquant a lo largo de todo el libro, como lugares más allá de la salvación posible y, por supuesto, marcados por el estigma permanente.

En este último sentido, Wacquant sí que acepta que se hable de la «americanización de la pobreza». No lo hace si nos referimos a los guetos europeos como si fuesen los americanos; tampoco a la exclusión completa del espacio social en estos polígonos europeos tipo banlieues; pero sí para referirse a las nuevas formas de marginalidad avanzada creadas por el postfordismo con todas las características que hemos ido describiendo en esta entrada.

Finalmente, Wacquant acaba destacando el giro hacia políticas penitenciarias y de tolerancia cero de los estados con la pretensión de luchar contra estas nuevas formas de marginalidad, culpando siempre a quienes las sufren y evitando aceptar su propia responsabilidad. Propone una serie de fórmulas (una especie de salario mínimo, acceso gratuito a la educación, garantía universal de acceso a ciertos bienes públicos, etc.) que, por supuesto, los Estados no aceptarán a menos que sean forzados a ello, y dedica unas últimas palabras a la oleada de violencia que sacudió las afuera de París el 2005, cuando los jóvenes de las banlieues empezaron a quemar coches, algo que achaca al «incremento de la precariedad salarial y de la inseguridad social en las zonas urbanas olvidadas a lo largo de los últimos quince años» y que no sólo no recibían ayudas ni inversiones por parte del Estado, sino que además eran culpabilizadas y estigmatizadas constantemente por sus actos (como leímos, por ejemplo, en La cultura de los suburbios o Chavs. La demonización de la clase obrera).

Parias urbanos (II): las banlieues

Por un lado, la incidencia acumulada de la segregación, de la miseria, del aislamiento y de la violencia tiene un alcance muy diferente en los Estados Unidos. Por el otro, y esto es lo más importante, banlieue y gueto son el legado de trayectorias urbanas y el producto de criterios de clasificación y de formas de «selección» social diversas: esta selección se lleva a cabo prioritariamente sobre la base del origen de clase (modulada por la pertenencia o la apariencia étnica) en el primer caso, de la pertenencia etnoracial a un grupo históricamente paria (indiferentemente de la posición de clase) en el segundo. (p. 172)

Seguimos con la reseña de Parias urbanos. Gueto, banlieue, Estado, del sociólogo francés Loïc Wacquant. En la primera entrada analizamos el paso del gueto al hipergueto en las ciudades norteamericanas. El gueto, lugar de reclusión de los negros desde principios de siglo a causa, sobre todo, de un racismo estructural y de unas políticas de vivienda financiadas por el Estado y la FHA, se convirtió en la postguerra y hasta los años 60 en el lugar de residencia de la mayoría de los negros y en una especie de sociedad substitutiva que les permitía desarrollarse como individuos. El paso del fordismo al postfordismo y la deslocalización de muchas empresas, así como el trasvase de obreros fabriles al sector servicios, con menos poder sindical y empleos más flexibilizados, afectó especialmente al gueto; sumado a la reducción de las políticas del estado del bienestar y a la desinversión en sus barrios, el gueto se convirtió en el hipergueto, lugar donde sólo residen los negros de clase baja, carecen casi por completo de instituciones como escuelas u hospitales y se dedican a economías sumergidas.

En este segundo apartado, Wacquant estudia la relación entre el gueto negro (el Cinturón Negro) y las banlieues de Francia (el Cinturón Rojo). Durante las dos últimas décadas del siglo XX, desde ciertos sectores del periodismo y de las ciencias sociales, surgió la idea de que las banlieues (en general, los barrios marginalizados de las principales ciudades europeas) estaban sufriendo un proceso de «americanización» o «guetización» que los asimilaba a los guetos americanos. Wacquant rechaza esta idea y da gran cantidad de datos para demostrar lo que separa a ambas estructuras, en esencia originales desde su nacimiento. Como avance de las conclusiones: el gueto es un espacio de exclusión de los negros, formado con base racial; la banlieue se estructura para las clases bajas, independientemente de su origen étnico (aunque esté relacionado, claro) y, de hecho, quienes consiguen alcanzar la clase media la abandonan.

Wacquant empieza con las semejanzas. Tanto el gueto como la banlieue (que llevamos tiempo en el blog escribiendo, erróneamente, banlieu) son enclaves con una intensa concentración de minorías (negros en el gueto, con apariencia no europea en la banlieue). Ambos han experimentado en las últimas décadas cierta despoblación (a causa de los cambios en la economía al pasar al postfordismo, que afectó especialmente a las clases bajas) y ambos presentan distorsiones en cuanto a estructura de edades y composición de las unidades familiares respecto a sus entornos urbanos (en ellos viven muchos más jóvenes, que representan el 50% de los habitantes del gueto mientras que suelen ser un 30% alrededor).

La otra semejanza importante es el estigma que arrastran los habitantes de ambos lugares, así como «la atmósfera deprimente y opresiva que reina en su seno» (p. 186). El principal éxito posible en el gueto y la banlieue es abandonar el barrio; cualquier otro lugar les parece mejor a sus habitantes.

Luego vienen las diferencias, que Wacquant organiza en cinco apartados:

  • 1. Ecologías organizativas dispares. Pese a estar perdiendo población, el gueto de Chicago cuanta (datos de 2005, aproximadamente) con unos 400.000 habitantes, mientras que las banlieues tienen entre 15 y 35.000, como mucho. Son cifras muy dispares que suponen organizaciones sociológicas completamente distintas. Además, las banlieues en Francia son «islotes residenciales, grupos de viviendas públicas salpicados por la periferia de un paisaje urbano e industrial compuesto con el cual mantienen necesariamente relaciones funcionales regulares» (p. 190), a diferencia del gueto negro, que es un lugar donde se lleva a cabo la totalidad de la vida. Los jóvenes de las banlieues salen a visitar, comprar o divertirse por otros barrios, algo que no hacen los habitantes del gueto. Más aún: el problema del gueto son las relaciones consigo mismo, pues sus habitantes temen salir a las calles, debido a la delincuencia y las muestras de violencia habituales de que hablamos en la primera entrada. En cambio, el problema (percibido) de las banlieues es, precisamente, su relación con el exterior, con el resto de los barrios circundantes. El gueto, como ya hemos dicho, es una estructura prácticamente autónoma, creada como red alternativa en cuanto se privó a los negros el acceso al resto de redes.
  • 2. Concentración y unidad racial frente a dispersión y heterogeneidad étnica. El gueto es negro; es, «antes que nada, un mecanismo de reclusión social, un dispositivo que se propone cerrar a un grupo estigmatizado en un espacio físico y social reservado que le impedirá mezclarse con los otros y, por lo tanto, eliminará el riesgo de que los ‘manche'» (p. 192), mientras que las banlieues son profundamente multiétnicas. Si la reclusión negra en el gueto representa «la expresión de un dualismo racial», en las banlieues habita tal cantidad de etnias distintas porque, en general, «se debe principalmente a su representación tan elevada dentro de las facciones más bajas de la clase obrera y al hecho de que la mejora de su hábitat sólo se da mediante el acceso a la vivienda social» (p. 195).
  • 3. Porcentajes y niveles de pobreza divergentes. En La Courneuve, banlieue de París, el porcentaje de ocupación es del 48% de la población activa, mientras que en Grand Bulevar (centro del gueto de Chicago) es del 16%. En el primero hay un 6% de familias monoparentales y en el segundo, entre el 60 y el 80%.
  • 4. Criminalidad y peligrosidad. «En el gueto americano, la violencia física es una realidad inmediatamente palpable, y ya hemos visto que altera todos los datos de la existencia cotidiana. Es inimaginable coger el metro y pasear tranquilamente por el South Side de Chicago para hablar con la gente como se puede hacer en La Courneuve o cualquier otro polígono de los alrededores de París. Porque la frecuencia de los homicidios, los robos y las agresiones es tan alta, que ha comportado la práctica desaparición del espacio público.» (p. 198). En cambio, lo que los medios suelen describir como «violencia pública en las banlieues» tiene que ver con comportamientos al límite de la ilegalidad, robos, daños a edificios, peleas entre adolescentes o un tráfico reducido de drogas (a diferencia de los enormes mercados de la droga en plena calle de ciertas ciudades de Estados Unidos). El estigma en las banlieues se centra en la degradación relativa de las calles, la pequeña delincuencia y el aislamiento de sus habitantes. En el gueto, además, «la violencia letal es tan alta, que los jóvenes negros tienen una probabilidad más elevada de sufrir una muerte violenta recorriendo las calles del centro segregado de las ciudades de Estados Unidos que cuando iban al frente en el momento más álgido de la guerra de Vietnam» (p. 254).
  • 5. Políticas urbanas y degradación del espacio vital. Hay un contraste enorme entre las zonas depauperadas del gueto y las calles de la banlieue. Dice Wacquant que es difícil, para los habitantes de Europa, hacerse una idea del estado de las calles del gueto, verdaderas «zonas de guerra», donde también las escuelas, puentes, carreteras, alcantarillas, comisarías y hasta hospitales están en un estado de «decrepitud avanzada» o directamente abandonados a causa de la reducción del estado del bienestar desde los años 70.

Al contrario que el gueto americano, la banlieue francesa no es una formación social homogénea, portadora de una identidad cultural unitaria, que disfruta de una autonomía y una duplicación institucional avanzadas, fundamentada en una división dicotómica entre razas (es decir, entre categorías étnicas a las cuales se les da una explicación biológica ficticia) oficialmente reconocida o tolerada por el Estado. Los polígonos populares de los alrededores de las ciudades no han tenido nunca ni tienen hoy en día vocación de encerrar a un grupo particular, a diferencia del Cinturón Negro de la metrópolis norteamericana, que siempre ha sido más una especie de contenedor urbano reservado a una categoría desacreditada que una reserva de mano de obra o un vertedero de detritus sociales. (p. 201)

El último capítulo de este apartado lo dedica Wacquant al estigma que arrastran los habitantes del gueto. Vivir allí supone «una presunción automática de demérito social y de inferioridad moral» (p. 215). Ésta surge, en primer lugar, de la propia realidad del deterioro físico del barrio, del que ya hemos hablado; en segundo lugar, en la inferioridad de sus instituciones propias en relación con las de los barrios cercanos, algo también evidente; y, en tercer lugar, por la actitud desconfiada y despreciativa del resto de la gente, que evitan entrar en el gueto o tratan con recelo a sus habitantes al conocer su origen.

A todos estos estigmas que provienen del exterior hay que sumarle uno propio: «la disgregación avanzada de la economía y de la ecología locales tiene un efecto difuso de desmoralización sobre los habitantes del gueto». La mayoría de sus propuestas, acciones o efectos de voluntad acaban en nada, son destruidos o bien por el propio entorno violento del gueto, o bien por el trato denigrante que reciben del exterior, por lo que poco a poco van perdiendo la esperanza y la voluntad y acaban asumiendo que nunca saldrán del barrio y que todo lo que intenten, salvo lo que se espera de ellos, acabará en fracaso.

Pese a que el gueto negro está en condiciones mucho peores que cualquier banlieue, son los habitantes de estas últimas los que peor llevan el peso del estigma. En general suelen vivir una rápida adaptación a los valores franceses, entre los cuales la «ciudadanía unificada y participación sin barreras»; pero, puesto que se relacionan habitualmente con gente que no vive en su barrio, comprueban pronto que estos principios no se cumplen con ellos, lo que los lleva a una mayor frustración. Los residentes del gueto negro, en cambio, tienen tan asumido que este racismo forma parte de la sociedad que sufrirlo en sus carnes es algo inherente a ellos mismos. También pesa el hecho, apunta Wacquant, de que los negros del gueto americano tienen interiorizada la ideología del éxito o el fracaso en la vida como algo personal, no social. Y, finalmente, los habitantes de las banlieues están acostumbrados a salir de su barrio en el día a día, tanto para el trabajo como de compras en barrios de todo tipo; por lo que, al comprobar que existen niveles de vida que, por su origen y su clase social, les están vedados, sienten con mayor virulencia el peso del estigma.

En ambos casos, el peso del estigma genera que sus habitantes sean «proclives a desarrollar estrategias de distanciamiento y de huida que tienden a debilitar y deshacer los vínculos sociales y, así, a validar las percepciones exteriores negativas del barrio», dando lugar a una «profecía autorrealizada funesta donde la lacra pública y el deshonor colectivo acabar por producir exactamente lo mismo que pretendían registrar: la atomización social, la desorganización comunitaria y la anomia cultural» (p. 224).

Parias urbanos. Guetos, banlieues, Estado; Loïc Wacquant

Teníamos ya ganas de leer por fin a Loïc Wacquant. Llevaba tiempo apareciendo en la bibliografía de otras lecturas. Encontramos por fin este Parias urbanos. Guetos, banlieues, Estado, publicado en 2005 en Francia (leemos la traducción al catalán de Lourdes Bigorra, Edicions de 1984, 2007), lectura más que interesante. Se trata de una recopilación de artículos independientes readaptados para ser leídos como un libro; y, si tenemos algún reproche que hacerle, se trataría únicamente de que, en aras de que los apartados sigan siendo algo independientes, se ha mantenido bastante la estructura original y eso a veces convierte al conjunto en una lectura redundante, pues se van repitiendo conclusiones a las que ya se había llegado en capítulos anteriores. Pero sería el único defecto que le encontraríamos.

Los temas de los que se ocupa el libro son tres. El primero: el gueto negro en Estados Unidos, que desde mediados de los años 60-70 del pasado siglo ha ido sufriendo un proceso de hiperguetización, por causas que analizaremos pero que tienen que ver, sobre todo, con los cambios venidos por la economía postfordista. El segundo tema: pese a la insistencia de los medios de comunicación en lanzar la comparación, los barrios segregados europeos (especialmente los franceses, país de donde Wacquant es originario) no tienen especial relación con el gueto negro: sus condiciones, historia, formación y estructura social son muy diversos. Y el tercer punto: pese a que no sean comparables, ambos están sufriendo lo que Wacquant viene a denominar efectos de la marginalidad avanzada, una nueva forma de marginalidad opuesta, si acaso, a la que se dio durante la época álgida del fordismo y que no es un «error» del sistema sino una consecuencia directa de él.

El cierre social y la relegación espacial en el Cinturón Negro se llevan a cabo prioritariamente sobre la base de la pertinencia racial, modulada por la posición de clase después de la ruptura de los años 60, y ños dos son potenciados y agravados pro las políticas públicas de selección y abandono urbanos. Más o menos, es el caso inverso en el Cinturón Rojo [barrios periféricos en Francia], donde la marginación es en primer lugar producto de una lógica de clase, en parte reforzada por el origen nacional y en parte atenuada por la acción del Estado. Como consecuencia, el hipergueto americano es un universo étnica y socialmente homogéneo caracterizado por una densidad organizativa débil y una menor intervención del Estado en sus componentes sociales y, por lo tanto, una inseguridad física y social muy fuerte, mientras que la periferia urbana de Francia se caracteriza, al contrario, por una población profundamente heterogénea en cuanto a la procedencia etnonacional (y, secundariamente, en cuanto a la posición de clase), cuyo aislamiento queda mitigado por una fuerte presencia de las instituciones públicas. Además, a esta heterogeneidad interna se le añade la heterogeneidad externa de las banlieues obreras entre ellas, que contrasta fuertemente con la monotonía social y espacial exhibida por los guetos de las grandes ciudades norteamericanas. Por eso hablaremos, en cuanto sea posible, del gueto en singular y de las banlieues en plural. (p. 13)

Sin más, empezamos con el primer tema: el gueto negro en Estados Unidos. Wacquant, nacido en Montpellier, sociólogo y economista, llevó a cabo su doctorado en Chicago y su residencia estaba justo en el límite con el Cinturón Negro, la zona de la ciudad donde reside una gran mayoría de la población negra. Observando las enormes diferencias que había entre los barrios bajos de Europa y los de Estados Unidos, se interesó por el estudio de estos últimos y de ahí surgen las observaciones que recoge esta primera parte del libro.

Durante los años 60 del siglo pasado se acuñó en Estados Unidos una ideología, la de la meritocracia, que venía a proponer que cada cual tiene aquello por lo que ha luchado; obviando que el punto de partida de unos y otros siempre es distinto. Por esa misma época corría la noción de que las desigualdades iban desapareciendo a medida que el estado del bienestar (en Europa) o el famoso «trickle down», el goteo con el que supuestamente, a medida que la economía mejora, el dinero se va filtrando hacia las capas menos favorecidas, en Estados Unidos. «Con la seguridad que les proporcionaba la consolidación de su aparato industrial y la expansión continuada de los nuevos sectores de servicios, las sociedades del Primer Mundo llegaron a considerar la pobreza el simple residuo de desigualdades y vestigios de un pasado ya superado o el producto de deficiencias individuales susceptibles de ser reparadas o, en todo caso, un fenómeno destinado a decrecer y desaparecer» (p. 25)

Esa imagen se fue hundiendo a medida que surgían brotes de protestas públicas o tensiones éticas por doquier. Wacquant cita las de Octubre de 1990 en Vaulx-en-Velin (tres días de luchas entre los jóvenes del barrio y la policía), Julio de 1992 en Bristol (estallido de violencia tras la muerte de dos adolescentes que conducían una moto robada al chocar contra un coche de policía) y Los Ángeles de 1992 (tras la absolución de los policías que habían pegado una paliza a Rodney King), aunque podríamos citar los de 1995 en París o, sin ir muy lejos, el movimiento BlackLivesMatter. En su momento fueron descartados como «alborotos raciales» en Estados Unidos o protestas de barrios excluyentes en Europa, pero ninguna de esas explicaciones simplistas permite abarcar los hechos.

Un análisis cuidadoso (…) de los desórdenes colectivos causados por los jóvenes desheredados de las ciudades de Europa y Estados Unidos durante los últimos quince años muestra que, lejos de ser la expresión irracional de una incivilidad impenitente o de un atavismo patológico, estos desórdenes constituyen una reacción (socio)lógica a una violencia estructural masiva desencadenada por una serie de transformaciones económicas y sociopolíticas que se han reforzado mutuamente. Estos cambios se han traducido en una polarización de la estructura de clases, que, combinada con la segregación étnica, ha desembocado en una dualización de las metrópolis que castiga a amplios sectores de la mano de obra no cualificada con la obsolescencia económica y la marginalidad social. Esta «violencia de arriba» tiene tres componentes principales:

1., el paro masivo, crónico y persistente que, para todo un sector de la clase obrera, se traduce en la desproletarización y en la difusión de la precariedad, que comportan toda una serie de privaciones materiales, de dificultades familiares y de desviaciones personales;

2., la relegación en los barrios olvidados en cuyo seno los recursos públicos y privados disminuyen en el mismo momento en que el descenso social de las familias obreras y la instalación de sectores de la población inmigrantes intensifican la competición por el acceso a los bienes colectivos;

3., el aumento de estigmatización, tanto en la vida cotidiana como en el discurso público, cada vez más estrechamente asociado no sólo al origen social y étnico, sino también al hecho de vivir en barrios degradados y degradantes. (p. 36)

Lejos del «trickle down» que se suponía que iba a mejorar la vida de todos, las desigualdades desde los años 80 no han hecho más que aumentar, algo que es especialmente grave cuando afecta a quienes ya tienen poco. En la mayoría de los casos, además, las soluciones propuestas por el Estado no consisten en una serie de medidas que atenúen las causas de la pobreza o de las revueltas, sino que se limitan a reforzar las medidas policiales y meter a más gente en la cárcel. Algo que, en el fondo, es añadir leña al fuego, pues refuerza los motivos que ya llevaron a los alzamientos originales.

«El proceso de guetización de los negros en Estados Unidos (…) se remonta a la formación inicial del gueto como institución de exclusión racial durante las primeras décadas del siglo XX.» (p. 66) Wacquant destaca que, curiosamente, sólo los negros han sufrido esa exclusión social en el país: el resto de blancos «no étnicos» (racializados, se los llamaría hoy) sí que vivían, al menos en un principio (a su llegada al país) en barrios étnicos (las famosas áreas naturales que estudió la Escuela de Chicago), pero ni eran tan étnicamente homogéneos como el gueto negro ni eran su lugar de residencia permanente, sino «etapas de aclimatación temporal y, en general, voluntarias en el camino hacia la integración en una sociedad blanca compuesta».

El gueto de la postguerra, sin embargo, era distinto al actual. Era «compacto, claramente delimitado y con todo un abanico de las clases sociales negras unidas entre ellas por una consciencia colectiva unitaria, una división social del trabajo prácticamente completa y unos instrumentos de movilización y de representación con un amplio arraigo social» (p. 60). En los 60, precisamente, los negros denominaban a su gueto con la palabra soul, «alma» (entre otras acepciones), pero era un término escogido por ellos mismos, «producida desde el interior por y para el consumo interno, servia de símbolo de solidaridad y de insignia de orgullo personal y colectivo». En cambio, la palabra que se usaba para referirse a los negros a finales del siglo XX era «underclass», la clase más baja, una palabra creada desde el exterior con el objetivo de desacreditar a sus miembros.

Un gueto se puede caracterizar, en tanto que tipo ideal, como una constelación socioespacial en la relegación forzada de una población estigmatizada –como los judíos en la Europa del Renacimiento y los afroamericanos en los Estados Unidos de la era fordista– en un territorio reservado, un territorio en cuyo seno dicha población desarrolla un conjunto de instituciones propias que actúan a la vez como un substituto funcional y como una cobertura protectora de la sociedad que los rodea. (p. 63)

El gueto no es, por lo tanto, un lugar de miseria, ni un lugar en el que haya pobreza; pueden existir guetos con dinero y, por supuesto, no todo lugar pobre es un gueto. En segundo lugar, el gueto es un lugar normal y corriente formado por personas normales y corrientes que tratan de llevar a cabo su vida; algo que, en su contexto determinado, es mucho más complejo que fuera de esa zona. Pero no forman una especia a parte ni actúan de modo esencialmente diverso, puntualiza Wacquant. Y, en tercer lugar, el gueto no sufre una «desorganización social» sino que tiene «una organización diferente que responde a la urgencia permanente que imponen la necesidad económica imperiosa, la inseguridad social generalizada, la hostilidad racial sin tregua y la estigmatización pública» (p. 65). El hipergueto, entonces, consiste en «un tipo particular de orden social asociado a una cesura racial rígida y organizado alrededor de una competencia intensa y de un conflicto por los escasos recursos que empapan un entorno donde pululas los depredadores sociales y que políticamente está constituido como inferior e inferiorizante».

¿Cuáles son las características del hipergueto? En primer lugar, calles y espacios públicos completamente deterioriados. Si en el gueto había una gran cantidad de población, pues los negros lo percibían como el único lugar en el que podían estar tranquilos (pese a que no dejaba de ser un lugar inferiorizante; que el gueto tuviese mejores características en tanto que estructura social que el hipergueto no lo hace un lugar ideal para vivir); si en el gueto había mucha población, el hipergueto está vacío porque en él sólo residen aquellas personas que no tienen otro remedio. Los servicios públicos son o inexistentes o mínimos; no suele haber presencia policial, bomberos, hospitales… y las pocas escuelas que hay sufren una desinversión constante y un personal que no quiere permanecer allí más de lo estrictamente necesario; ni eso, a ser posible, pues se percibe (y es) un entorno violento e inseguro. A estas características hay que sumarlos los movimientos migratorios:

«Este movimiento triple –la emigración de las familias afroamericanas que disponían de lugares de trabajo estables, posible gracias a la huida de los blancos hacia los barrios periféricos subvencionada por el gobierno federal; la acumulación de residencias sociales en las zonas negras ya degradadas; y la desproletarización de los habitantes que se habían quedado en el corazón del gueto– tuvo como consecuencia un aumento exponencial y endémico de la pobreza.» (p. 77)

Puesto que, a diferencia del gueto, el hipergueto no reproduce la estructura social externa ni permite una mejora de las condiciones, sus residentes recurren a la economía sumergida: pequeños trabajos temporales, chapuzas donde pueden, prostitución, tráfico de drogas.

Puesto que no existe una ley exterior viable en sus calles, y puesto que el tráfico de drogas es una de las pocas dedicaciones que pueden llegar a dar cierto dinero, las «demostraciones rutinarias de violencia» sin habituales en las calles, puesto que son el ingrediente necesario para demostrar que uno, o la organización a la que representa, es lo bastante dura como para ocupar ese espacio de venta. «En un universo vaciado de los recursos de base y con una alta densidad de depredadores sociales, la confianza no es recomendable, de manera que, para liberarse de la violencia, cada uno debe de estar dispuesto a ejercerla en cualquier momento.»

¿Cuáles son las causas del paso del gueto al hipergueto?

Las causas de la hiperguetización de la inner city se deben a una concatenación compleja y dinámica de factores económicos y políticos desplegados durante todo el periodo de la postguerra que rechaza la explicación simplista y debida al corto plazo que la leyenda de la «underclass» ofrece. El más evidente de estos factores –pero no necesariamente el más desgarrador– es la transición de la economía norteamericana de un sistema cerrado, muy integrado y centrado en la industria pesada, a un sistema abierto, descentralizado y basado en los servicios. Un segundo factor, a menudo descuidado en el debate nacional debido a lo intrínseco que se considera, es la persistencia de la segregación residencial rígida que castiga a los afroamericanos, y la acumulación deliberada de las residencias sociales en las zonas negras, que ya son las más desheredadas de las grandes ciudades, lo que equivale a instaurar un apartheid urbano de hecho. En tercer lugar, encontramos el brutal retroceso de un Estado del bienestar ya subdesarrollado que, ayudado por las crisis cíclicas de la economía nacional, ha hecho posible el continuo aumento de la miseria en el Cinturón Negro a partir de los años 70. El cuarto y último de los principales factores es el cambio de dirección de las políticas urbanas nacional y locales durante las dos décadas pasadas, un cambio que se tradujo en la «recesión planificada» de las instituciones y los servicios públicos en los barrios negros históricos. (p. 88)

Veamos ahora estos factores de forma algo más detallada.

El primero se refiere al cambio de modelo económico que hemos referido otras veces en el blog (Castells lo analizaba en La sociedad red y Harvey lo denominaba el paso a la acumulación flexible en La condición de la postmodernidad). La economía pasó de una industrial, fordista, con fuertes sindicatos y un contrato social estable entre las grandes empresas y la mano de obra a un nuevo régimen donde prima el capital, la deslocalización, trabajos flexibles en el sector servicios y una reorganización de los mercados y las escalas salariales.

Este cambio de estructura de los mercados de trabajo no es el resultado de tendencias tecnológicas ineludibles, sino el producto de las decisiones de las grandes empresas americanas para dar preferencia a las estrategias de beneficio a corto plazo que convierten a los asalariados en una variable de ajuste y que exigen una reducción continua de sus costes de funcionamiento. (p. 91)

Por ejemplo: Chicago perdió entre 1977 y 1981 dos tercios de los 203.700 lugares de trabajo industriales de que disponía debido a los cierres de empresas o la deslocalización. Estos lugares de trabajo, que no requerían gran formación, eran tradicionalmente los que ocupaban las capas más bajas (y, por lo tanto, con acceso a menor formación) de la sociedad, de entre los cuales un gran porcentaje eran negros. Por ello, fueron más duramente castigados que el resto de la población.

El cambio en los puestos de trabajo también supuso un duro golpe para ellos. El mercado de trabajo se polarizó, aumentando el nombre de directivos y ejecutivos que requerían una alta formación (difícil de conseguir para las personas con menos recursos), dejándoles únicamente la opción de trabajar en los servicios. Pero estos empleos también se flexibilizaron, exigiendo, por ejemplo, una buena red de transporte público para poder acceder a los distintos lugares a los que fuese menester acudir; algo que no abunda en las ciudades de Estados Unidos y menos aún en el gueto negro. «En Chicago, los negros son dos veces más susceptibles que los blancos de utilizar los transportes comunitarios porque el coste de adquisición y mantenimiento de un vehículo supera sus ingresos. Pero la red de trenes y autobuses municipales, infrafinanciada y subdesarrollada, está configurada de tal modo que aísla los barrios periféricos prósperos del gueto, lo que significa que, en términos prácticos, los lugares de trabajo situados en las zonas suburbanas no son accesibles con los transportes comunitarios desde las zonas con un porcentaje elevado de paro» (p. 93).

El siguiente factor es la segregación. «El año 1980, cerca de dos tercios de los 1,2 millones de negros de la ciudad [Chicago] vivían en barrios de más del 95% de negros.» (p. 97) El gueto negro sufrió primero la huida de los blancos, que fueron financiados por la FHA para adquirir sus casas en propiedad en las zonas residenciales que rodean la ciudad, y eso fue el origen del gueto; pero luego los propios negros de clase media abandonaron el gueto para residir en los barrios que hasta ahora habían ocupado esos blancos, y ése fue el origen del hipergueto, donde sólo quedaron los negros que no tenían más remedio que vivir ahí.

Vivir en el hipergueto no es «ni la expresión de una afinidad o de una elección étnicas» ni la segregación «se debe a las diferencias de clase», puesto que entonces la clase media negra se distribuiría «por circunscripción de censo en Chicago entre el 10y el 27%, en vez del 90%, que es la norma en sus barrios». Esto supone la existencia de una «dualización flexible del mercado de alojamiento sobre una base racial» (p. 99). En ello influyen tanto la pertenencia étnica de los agentes de la propiedad (ya sean de alquiler o de venta), los prejuicios en la financiación de los préstamos y «la obstrucción informal de los blancos durante la búsqueda de viviendas». Pese a que los blancos manifiestan no tener problemas en compartir barrio con los negros, en la práctica sólo se sienten cómodos en barrios con una pequeña presencia negra y están en contra de cualquier ley que impulse la mezcla étnica.

Kenneth Jackson, en su obra clásica Crabgrass Frontier. The Suburbanization of the United States, que analiza todo el proceso de la evolución de la vivienda en el país durante más de medio siglo, concluía:

… el resultado, si no la intención, del programa de alojamiento público en los Estados Unidos [ha sido] segregar las razas, concentrar a las personas desfavorecidas en la inner city y reforzar la imagen de la periferia [suburbia] como un lugar de refugio contra problemas como los conflictos raciales, la criminalidad y la miseria. (p 219, citado en la p. 100 de este libro)

Esto, por supuesto, nos retrotrae al red-lining del que hemos hablado a menudo (aquí). Los poderes públicos son los responsables de «la extraordinaria concentración social y espacial del subproletariado negro en el hipergueto de finales del siglo XX» por un doble motivo. En primer lugar, apoyando activamente la segregación racial rígida del mercado de alojamiento y perpetuando su existencia mediante sus políticas sociales; y en segundo lugar, por la producción insuficiente de viviendas, la mayoría de una «calidad execrable», implantadas deliberadamente en el corazón degradado de la inner city.

El tercer y cuarto motivo están ligados. A partir de la crisis de los años 70 se redujeron las partidas económicas destinadas a garantizar ciertas protecciones sociales; es decir, se adelgazó el Estado del bienestar. Las cantidades que se recibían por subsidios, por ejemplo, se volvieron más difíciles de conseguir, requerían mayores trabas burocráticas y, además, eran de menor cuantía.

Por otro lado, y este es el cuarto motivo, esas mismas ayudas fueron redistribuidas para que las repartiesen los poderes políticos locales, lo que se tradujo en que «se reasignaron en beneficio del sector inmobiliario privado». Se generó una política de «retroceso planificado», es decir: se seleccionaban barrios en los que se decidía no invertir, o invertir poco, para privilegiar los barrios donde vivían las clases medias, lo que supuso que las escuelas, hospitales, parques de bomberos y similares del gueto se iban precarizando o desaparecían. «Los niños del Cinturón Negro histórico están escolarizados en establecimientos donde el 100% de los alumnos proceden de minorías (negros y latinos) y más del 80% de las familias viven por debajo del umbral de pobreza» (p. 109). Los profesores que tienen allí son, lógicamente, los que no han podido acceder a mejores lugares de trabajo, a menudo están desmotivados, carecen de medios y su trabajo da pocos frutos. Lo mismo sucede con servicios como policía u hospitales: el índice de mortalidad infantil de los negros en el Estado de Illinois era de 21,4 por mil entre los negros y de 9,3 entre los blancos en 1985; y, en ciertos sectores del gueto, supera el 3%, es decir, comparable a países del Tercer Mundo como Ecuador o Mali (p. 112).

A todos estos factores se le añade lo que Alejandro Portes denominó el error más grave de la teorías de la marginalidad urbana: «transformar lo que eran condiciones sociológicas en rasgos psicológicos e imputar a las víctimas las propiedades deformadas de sus verdugos», es decir: echarles la culpa, atribuir a sus características, su personalidad, sus decisiones, algo que responde en gran medida a las condiciones en que habitan sin tener en cuenta la connivencia, cuando no directamente las acciones, del Estado. Lo veíamos hace nada en Chavs. La demonización de la clase obrera, que estudiaba en Reino Unido este fenómeno que se está volviendo global: atribuir a los defectos personales algo que es estructural.

El siguiente capítulo analiza la estructura social del hipergueto, centrándose en el tipo de vida que llevan sus habitantes. Sin embargo, es aquí donde se nota la estructura de artículos independientes enlazados que forma el libro, y muchas de sus causas y conclusiones ya las hemos reseñado.

Al perder su función económica de vivero de mano de obra industrial, el gueto también ha perdido su capacidad organizativa de englobar y proteger a sus habitantes –las iglesias y la presa, que formaban la carcasa simbólica de Bronzeville de mediados del siglo XX según Drake y Coyton (1945), se han desplomado en tanto que agentes de unificación y acción colectivas–. La vida cotidiana ya no está estructurada en un espacio social paralelo y relativamente autónomo que reproduce, aunque sea en un nivel inferior, la estructura institucional de la sociedad global y proporciona a sus habitantes los recursos necesarios para desplegar sus estrategias de reproducción o de movilidad social (aunque sea en el seno de una estructura de clases negras truncadas).

Wacquant concluye este apartado comentando que los Estados Unidos «son, sin duda, la primera sociedad de inseguridad avanzada de la historia». No sólo porque generen y permitan porcentajes de criminalidad mucho más elevados que las otras naciones postindustriales («la frecuencia de homicidios es 10 veces más elevada que en los países de la Unión Europea y el porcentaje de encarcelamientos, de seis a doce veces superior»), sino «porque ha erigido la inseguridad en la categoría de principio de organización de la vida colectiva y a modo de regulación de los intercambios socioeconómicos y de los comportamientos individuales» (p. 151).