La relación entre ciudad y literatura siempre ha sido compleja; de amor unas veces, odio enconado otras, no suelen dejarse indiferentes una a la otra. Son muchos los autores que han tratado de reflejar cómo afecta lo urbano a las personas; vienen a la mente, sin ir más lejos, Virginia Woolf y La señora Dalloway (por hablar de uno de sus personajes), o Joyce y el Ulysses, dando sólo dos pasos de un camino que nos llevaría a recorrer a nuestros autores preferidos y que pasaría, en algún momento, por la psicogeografía de los situacionistas u otras formas de arte. No es casual que todos los ejemplos elegidos se decanten por el flujo de consciencia o por la escritura automática: ¿acaso existe mejor forma de retratar todo lo que sucede en la ciudad al unísono? Borges, otro escritor de lo urbano, narra en algún punto que la percepción es simultánea y la narración, lineal; que no podemos escribir lo que percibimos al tiempo que lo percibimos, sino paso a paso, porción a porción; por eso tal vez la narración sin leyes ni ortografía sea la que más se acerca a la percepción de lo urbano.
Metrópolis. New York como mito, centro mercantil y país mágico es una obra de Jerome Charyn de 1986. Charyn es un prolífico escritor estadounidense nacido, precisamente, en Nueva York al que se considera un gran narrador y también cronista de su época, comparándoselo a un moderno Balzac. En esta obra de no ficción, Charyn habla de la ciudad de Nueva York en el momento en que ésta parece resurgir de sus cenizas y librarse del yugo de la pobreza y la violencia que la azotaron durante los 70 y primeros 80. La capital era entonces famosa, sobre todo, por sus barrios degradados y la delincuencia, con especial mención al metro, que todos temían usar.
De hecho existen numerosos estudios psicológicos sobre este tema, el primero de los cuales del doctor Philip Zimbardo y que explican en profundidad en este post de gizmodo. En resumen, Zimbardo observó, durante un trayecto en metro de 30 minutos de duración, cerca de 200 coches destrozados. Extrañado, ideó un experimento, compró un coche de segunda mano, le quitó las matrículas y dejó una puerta abierta y observó cómo, en menos de 20 minutos, otras personas saqueaban el vehículo y luego lo destruían. Llevó a cabo el mismo experimento en sitios distintos y en todos el resultado era similar; en algunos barrios hacía falta más tiempo, en otros se requería la oscuridad y en algunos el efecto se daba de forma inmediata, pero, en esencia, si el coche presentaba desperfectos, las personas no dudaban en robar o destruirlo. Es similar a la noción, ahora ya conocida, de que si una persona entra en un aseo de un lugar público y lo encuentra en buen estado lo dejará en estado similar, mientras que si lo encuentra hecho una piltrafa lo usará sin especial cuidado y quedará peor de lo que estaba.
Los estudios del doctor Zimbardo se usaron en los 80 en el metro de Nueva York para atajar la violencia, partiendo de una premisa que llegó a conocerse como la «teoría de las ventanas rotas«: si en un edificio aparece una ventana rota, y ésta no se repara, algún vándalo romperá otra. Cuando ya haya unas cuantas, todos asumirán que nadie vigila ese edificio, por lo que la resistencia a atacarlo será más baja. Tarde o temprano alguien entrará, robará en él, lo ocupará, etc. Por ello, la forma de prevenir el crimen mayor es atajándolo cuando aún es menor: reparando las primeras ventanas rotas.
Algo similar se hizo en el metro de Nueva York: se borraron todos sus graffitis y se retiraron los coches destrozados, y con ella (y otras medidas) el crimen fue decreciendo.
En ese momento ocurre la narración de Charyn, el año 1985. El autor recorre diversos barrios y aspectos de la ciudad: pasa un día con el alcalde, pasea por los parques con el Concejal de Parques y Distritos, habla a menuda de Jane Jacobs y cómo acabó con la tiranía de Robert Moses, recuerda el Bronx, donde nació, y los cambios que encontró al volver. En definitiva, historias pequeñas de una gran ciudad. Más que las historias en sí, lo memorable es la forma como un habitante de una ciudad se refiere a ella; hay veces en que el lector (al menos un lector alejado en el tiempo y de otro continente) se pierde, no conoce ni los lugares ni las personas referidas; sin embargo, el sentimiento es universal, el que puede sentir cada habitante por su ciudad. Los protagonistas cambian, las anécdotas son otras pero la forma de entender y abarcar lo urbano es similar en todos sus contextos.