La condición de la posmodernidad, David Harvey

La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural (publicado en 1990 y editado en España en 1998, aunque la edición que leemos es de 2017, traducción de Martha Eguía) es la exploración que hizo el geógrafo David Harvey sobre un cambio cultural por entonces muy en boga: la aparición y auge del posmodernismo. Nacido alrededor de los años sesenta o setenta (Harvey lo fecha en 1972), pronto «se conectó con el posestructuralismo, con el posindustrialismo y con todo un arsenal de otras «nuevas ideas»», aunque nadie era capaz de definirlo con exactitud. Sin embargo, Harvey abordó su estudio «no tanto como un conjunto de ideas, sino como una condición histórica que debía ser dilucidada». Para ello, el libro empieza con una primera parte que indaga en el paso (si es que se ha dado) de la modernidad a la posmodernidad. Tratando de buscar si se trata sólo de un cambio de la visión cultural o de un verdadero cambio social, en la segunda parte bucea en el paso del fordismo a lo que acabará llamando la acumulación flexible, la nueva forma que adopta el capital a finales del siglo XX. La tercera parte se centra en el cambio de concepción tanto del tiempo como del espacio surgido a raíz de esta nueva configuración capitalista y la cuarta, finalmente, aborda de nuevo el posmodernismo tras todo este trayecto.

¿Qué es el posmodernismo? Harvey empieza el libro refiriéndose a la descripción que hace la novela Soft city, publicada por Jonathan Raban en 1974, de la ciudad de Londres. Desde un punto de vista de descripción personal, casi autobiográfica, Raban presenta la ciudad como un laberinto o un panal, lleno de espacios inconexos cuya única relación posible es habitar la misma ciudad. Sin entrar en críticas sobre la novela, Harvey la usa como evidencia de que se está dando un cambio cultural.

Los redactores de la revista de arquitectura PRECIS son algo más concretos en 1987: si el modernismo era «positivista, tecnocéntrico y racionalista», «identificado con la creencia en el progreso lineal, las verdades absolutas, la planificación racional de regímenes sociales ideales y la uniformización del conocimiento y la producción», el posmodernismo privilegia «la heterogeneidad y la diferencia como fuerzas liberadoras en la redefinición del discurso cultural». Eagleton es más preciso, hablando de «la muerte de los meta-relatos cuya función secretamente terrorista era fundar y legitimar la ilusión de una historia humana «universal»»; oímos ecos de Foucault y de Lyotard en estas palabras.

Y Harvey da el paso lógico para entender la posmodernidad: acudir a la modernidad, nada menos que al Todo lo sólido se desvanece en el aire de Berman que leímos hace nada. Berman describía la modernidad como una vorágine, el sentimiento de que el mundo no deja de cambiar pero, aún así, uno decide vivir en él, aceptar el cambio y tratar de llegar el mejor lugar posible. Se habla de «lo efímero, lo fragmentario y lo contingente»; Harvey comenta también que, si la modernidad es cambio constante, «si la historia tiene algún sentido, ese sentido debe descubrirse y definirse dentro del torbellino del cambio, un torbellino que afecta tanto los términos de la discusión como el objeto acerca del cual se discute» (p. 27), algo que ya adelantó Berman en referencia a las esperanzas de Marx de que la dictadura del proletariado fuese un estado final.

El pensamiento de la Ilustración (y recurro aquí al trabajo de Cassirer de 1951) abrazaba la idea del progreso y buscaba activamente esa ruptura con la historia y la tradición que propone la modernidad. (…) además, en nombre del progreso humano, alababa la creatividad humana, el descubrimiento científico y la búsqueda de excelencia individual, los pensadores de la Ilustración dieron buena acogida al torbellino del cambio y consideraron que lo efímero, lo huidizo y lo fragmentario eran una condición necesaria a través de la cual podría realizarse el proyecto modernizante. Proliferaron las doctrinas de la igualdad, la libertad y la fe en la inteligencia humana (una vez garantizados los beneficios de la educación) y en la razón universal. (…) Esta concepción era increíblemente optimista. Los escritores como Condorcet, señala Habermas (1983, pág. 9), están imbuidos «de la extravagante expectativa de que las artes y las ciencias promoverían no sólo el control de las fuerzas naturales, sino también la comprensión del mundo y la persona, el progreso moral, la justicia de las instituciones y hasta la felicidad de los seres humanos».

En efecto, el siglo XX —con sus campos de concentración, escuadrones de la muerte, militarismo, dos guerras mundiales, amenaza de exterminio nuclear y la experiencia de Hiroshima y Nagasaki– ha aniquilado este optimismo. Peor aún, existe la sospecha de que el proyecto de la Ilustración estaba condenado a volverse contra sí mismo, transformando así la lucha por la emancipación del hombre en un sistema de opresión universal en nombre de la liberación de la humanidad. Esta era la desafiante tesis de Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración. (p. 28)

¿Estaba el proyecto de la Ilustración condenado al fracaso desde el principio, conducía ineludiblemente a Auschwitz y a Hiroshima? Los hay que opinan que, pese a las revisiones necesarias, el proyecto debe sostenerse (Habermas); «y luego están aquellos –y esto, como veremos, es el núcleo del pensamiento filosófico posmodernista– que insisten en la necesidad de abandonar por completo el proyecto de la Ilustración en nombre de la emancipación del hombre» (p. 29).

«Al proyecto de la Ilustración nunca le han faltado críticos», señala Harvey. Burke, Malthus, De Sade; pero los dos grandes nombres de principios de siglo son Weber y Nietzsche. Para el primero (en palabras de Bernstein), «una vez desenmascarado el legado de la Ilustración, resulta ser el triunfo de (…) la racionalidad instrumental con arreglo a fines», cuyo crecimiento «no conduce a la realización concreta de la libertad universal sino a la creación de una «jaula de hierro» de racionalidad burocrática de la cual no es posible escapar» (p. 31). Nietzsche, desde el lado opuesto, quiso demostrar que «lo moderno no era otra cosa que una energía vital, la voluntad de vida y de poderío, que nadaba en un mar de desorden, anarquía, destrucción, alienación individual y desesperación» (p. 31), y para ello usó la figura de Dionisos, que era a la vez «destructivamente creativa» (es decir, «dar forma al mundo temporal de la individuación y el devenir») y «creativamente destructiva» («aniquilar el universo ilusorio de la individuación»). «El único camino de afirmación de la persona era el de actuar, manifestar el deseo en este torbellino de creación destructiva y destrucción creativa aunque el resultado estuviera condenado a ser trágico.

La figura clásica que representa lo anterior es, como ya adelantaron Lukács y Berman, el Fausto de Goethe, que quiere modernizar el mundo (en parte, para que los hombres puedan ser libres y felices) y acaba asesinando a la pareja de ancianos que se oponen a dicho cambio.

Hacia comienzos del siglo XX, y en particular después de la intervención de Nietzsche, ya no era posible asignar a la razón de la Ilustración un estatuto privilegiado en la definición de la esencia eterna e inmutable de la naturaleza humana. Así como Nietzsche había abierto el camino para colocar a la estética por encima de la ciencia, la racionalidad y la política, la exploración de la experiencia estética —«más aliá del bien y del mal>>- se convirtió en un medio poderoso para instaurar una nueva mitología acerca de lo que seria lo eterno y lo inmutable en medio de lo efímero, de la fragmentación y del caos patente de la vida moderna. Esto otorgó un nuevo papel y un nuevo ímpetu al modernismo cultural. (p. 34)

El papel de la estética (recordemos la Crítica del Juicio de Kant, donde «el juicio estético constituía un nexo necesario aunque problemático» entre la razón práctica (juicio moral) y el entendimiento (conocimiento científico)) dio una posición especial a artistas, escritores, poetas, filósofos… dentro del proyecto modernista. De ahí todos los movimientos y las vanguardias de principios de siglo que trataban, a la vez, de buscar una voz propia y de mostrar lo que de artificio tenían las artes, convirtiéndolas «en una construcción auto-referencial más que en un espejo de la sociedad». Joyce, Proust, Mallarmé, Aragon, Manet, Pisarro, Pollock. «Pero si la palabra era sin duda huidiza, efímera y caótica, por esa misma razón el artista debía representar lo eterno mediante un efecto instantáneo, apelando a las técnicas del shock y a la violación de continuidades esperadas, condición vital para transmitir el mensaje que el artista se propone comunicar» (p. 36). Todo esto, además, con el trasfondo de la mercantilización del arte y la necesidad de los artistas por «vender su arte», es decir, conseguir mantenerse a base de sus ventas o patrocinios.

Por lo tanto, es importante tener en cuenta que el modernismo que apareció antes de la Primera Guerra Mundial fue más una reacción a las nuevas condiciones de producción (la máquina, la fábrica, la urbanización), circulación (los nuevos sistemas de transporte y comunicaciones) y consumo (el auge de los mercados masivos, la publicidad y la moda masiva) que un pionero en la producción de esos cambios. (p. 39)

Por otro lado, las raíces de este arte modernista eran claramente urbanas. Simmel, en «Las metrópolis y la vida del espíritu«, ya había adelantado que, en las aglomeraciones que se estaban formando, el grado de libertad era mucho más alto pero a costa de «dar a los otros un trato objetivo e instrumental» basado en el cálculo monetario y en la función que cada cual desarrolla, más que la persona que es.

Hay un fuerte hilo conductor que va de la remodelación de París por Haussmann en la década de 1860, pasando por las propuestas de la «ciudad-jardín» de Ebenezer Howard (1898), Daniel Burnham (la «Ciudad Blanca» construida para la Feria Mundial de Chicago de 1893 y el Plan Regional de Chicago de 1907), Garnier (la ciudad industrial lineal, de 1903), Camillo Sitte y Otto Wagner (con proyectos muy diferentes para la transformación de la Viena de fin de siécle). Le Corbusier (La ciudad del mañana y la propuesta del Plan Voisin para París de 1924), Frank Lloyd Wright (el proyecto Broadacre de 1935) a los esfuerzos de renovación urbana en gran escala iniciados en las décadas de 1950 y 1960 e inspirados en el espíritu del alto modernismo. La ciudad, observa De Certeau (1984, pág. 95) «es simultáneamente la maquinaria y el héroe de la modernidad». (p. 41)

Otros embates sacudieron la idea del progreso unívoco de la modernidad. Los nuevos lenguajes artísticos estaban evidenciando una multiplicidad de voces, pero también hubo frentes en las ciencias sociales («la teoría estructuralista del lenguaje de Saussure, según la cual el significado de las palabras depende de su relación con otras palabras y no tanto de su referencia a los objetos»), las teorías de Einstein o el principio de incertidumbre de Heisenberg, además de la primera cadena de montaje de Ford en 1913 o las búsquedas del erotismo y el inconsciente de Klimt o Freud. «La comprensión debía construirse a través de la exploración de múltiples perspectivas. En definitiva, el modernismo adoptó el relativismo y la múltiple perspectiva como la epistemología que daría a conocer aquello que aún se consideraba como la verdadera naturaleza de una realidad unificada pero compleja.» (p. 46)

El modernismo de entreguerras, que se denominó como «heroico», se vinculó a la técnica y el progreso, al mito de la máquina funcional y la eficiencia. Surgieron escritores que buscaban la eficiencia de la máquina, algo que había propuesta Ezra Pound, y de esta época son también la Bauhaus, que buscaba la funcionalidad en la estética, y los CIAM, de donde surgió la arquitectura racionalista o modernista. En ocasiones, incluso, dejando de lado la moral, pues no pocos de entre ellos se adhirieron a los movimientos fascistas que iban surgiendo por Europa (los futuristas o Pound admiraban a Mussolini).

Si el modernismo de los años de entreguerras fue «heroico», aunque signado por el desastre, el modernismo «universal» o «alto» que ejerció su hegemonía después de 1945 exhibió una relación mucho más confortable con los centros de poder dominantes de la sociedad. Sospecho que, en cierta forma, la pugna por encontrar un mito apropiado se apaciguó cuando el sistema de poder internacional –organizado, como veremos en la Segunda parte, según las líneas fordistas-keynesianas bajo el ojo vigilante de la hegemonía norteamericana– adquirió relativa estabilidad. El arte, la arquitectura, la literatura del alto modernismo, se convirtieron en artes y prácticas de establishment, en una sociedad donde predominaba, en los planos político y económico, la versión capitalista corporativa del proyecto de desarrollo de la Ilustración para el progreso y la emancipación humana. (p. 52)

La arquitectura glosaba el poder y el capital, creando al mismo tiempo viviendas alienadas para la clase obrera; las obras de las vanguardias, que surgieron como un revulsivo para su época y como un desafío, fueron canonizadas e instauradas en las universidades como parte del cánon. En Estados Unidos triunfó el expresionismo abstracto, un arte carente de crítica o significado, anclado en una estética vana y respaldado por el establishment y el capital, deseoso de usar la cultura para validarse.

La despolitización del modernismo introducida por el auge del expresionismo abstracto presagiaba, curiosamente, su captación por el establishment político y cultural como arma ideológica en la guerra fría. El arte estaba demasiado marcado por la alienación y la ansiedad, y expresaba demasiado la violenta fragmentación y la destrucción creadora (todo lo cual era sin duda apropiado a la era nuclear) como para que se lo utilizara en calidad de ejemplo maravilloso del compromiso de los Estados Unidos con la libertad de expresión, el individualismo rudo y la libertad creadora. La represión maccartista imperante carecía de importancia porque las telas atrevidas de Pollock demostraban que los Estados Unidos eran el bastión de los ideales liberales en un mundo amenazado por el totalitarismo comunista. (…) En la práctica, esta apelación al mito daba lugar a una veloz transición «del nacionalismo al internacionalismo y luego del internacionalismo al universalismo». Pero para que se distinguiera del modernismo existente en otras partes (sobre todo en París), debía forjarse una «nueva estética viable» con materia prima específicamente norteamericana. Lo específicamente norteamericano debía celebrarse como la esencia de la cultura occidental. Y eso ocurría con el expresionismo abstracto, el liberalismo, la Coca-Cola y los Chevrolets, y con las casas suburbanas repletas de bienes de consumo. (p. 54)

El modernismo dejó de ser revolucionario y se puso al servicio de la industria cultural, sirviendo de propaganda al sueño americano. Esa estabilidad (rigidez, lo llamará Harvey más adelante) fue el caldo de cultivo para los movimientos culturales (y antimodernistas) de los 60, eminentemente urbanas y que acabaron conquistando Chicago, París, Praga, México.

Era como si las pretensiones universales de la modernidad, combinadas con el capitalismo liberal y el imperialismo, hubieran tenido un éxito capaz de proporcionar un fundamento material y político a un movimiento de resistencia cosmopolita, transnacional y, por lo tanto, global, a la hegemonía de la alta cultura modernista. Aunque si se lo juzga en sus propios términos, el movimiento de 1968 resultó un fracaso, debe ser considerado, sin embargo, como el precursor político y cultural del surgimiento del posmodernismo. Por lo tanto, en algún momento entre 1968 y 1972, de la crisálida del movimiento anti-moderno de la década de 1960 surge el posmodernismo como un movimiento en pleno florecimiento, si bien aún incoherente. (p. 55)

Todo lo sólido se desvanece en el aire (y VI): Nueva York

Y con esta entrada concluimos la reseña del maravilloso Todo lo sólido se desvanece en el aire de Marshall Berman (recordemos: introducción, Fausto de Goethe, Marx, Baudelaire y San Petersburgo). El quinto capítulo está centrado en la ciudad de Nueva York, donde nació Berman (en el Bronx, en concreto) y los cambios que sufrió cuando las doctrinas de Robert Moses se fueron imponiendo.

Nueva York ha sido, durante décadas, una de las grandes ciudades del mundo occidental. El hecho de que no sea una capital política la ha desligado de representar países o entidades concretas y la ha dotado de un enorme capital simbólico. «Buena parte de la construcción y el desarrollo de Nueva York durante el siglo pasado debe ser visto como una acción y comunicación simbólica: no ha sido concebida y ejecutada simplemente para satisfacer unas necesidades políticas y económicas inmediatas, sino —lo que es al menos igual de importante— para demostrar al mundo entero lo que pueden construir los hombres modernos y cómo puede ser imaginada y vivida la vida moderna.» (p. 302). Por eso, por ejemplo, el ataque a las Torres Gemelas fue tan significativo: porque arrasó con un símbolo de la modernidad, el progreso y el capital; derribó una de las bases sobre las que se asienta, desde hace siglos, el mundo occidental.

El capítulo se centra en una figura esencial para la ciudad y «probablemente el mayor creador de formas simbólicas de Nueva York en el siglo XX»: Robert Moses. El constructor y promotor se comparaba a sí mismo con Haussmann y tenía la idea de desbrozar Nueva York, especialmente los barrios más densos (y que el urbanismo de la época consideraba como nocivos) para abrir espacio a las autopistas. Eso mismo proyectó para el Bronx: desplazar a 60.000 personas de clase obrera o media baja. Sucedió en la infancia de Berman y, dice, la imagen de las excavadoras demoliendo edificios quedó impresa en su retina. «Sentí una tristeza que, ahora puedo verlo, es endémica de la vida moderna.» (p. 310) El Bronx, del que el autor, como tantos otros de su generación, acabaría huyendo, se convirtió en un gueto, un lugar de bandas y personas dejada de la mano de Dios.

El talento de Moses para la crueldad extravagante, junto con su brillantez visionaria, su energía obsesiva y su ambición megalomaníaca, le permitieron labrarse, a lo largo de los años, una reputación casi mitológica. Se le veía como el último de una larga serie de constructores y destructores titánicos en la historia y la mitología cultural (…)

Sin embargo, al final —después de cuarenta años— la leyenda que cultivara contribuyó a acabar con él: le acarreó miles de enemigos personales, algunos de ellos tan resueltos y llenos de recursos como el propio Moses, que, obsesionados con él, se dedicaron apasionadamente a poner coto al hombre y sus máquinas. (p. 308)

El aspecto esencial de su personalidad, destaca Berman, era su capacidad para convencer al público de que encarnaba las fuerzas de la modernidad, que era alguien dispuesto a hacer lo que debía hacerse, «el espíritu en movimiento de la modernidad».

El primer logro urbanístico de Moses fue el parque estatal de Jones Beach, en Long Island, a finales de la década de 1920. Es una playa enorme construida de tal manera que, incluso cuando está ocupada por una multitud, presenta un aspecto sereno, a diferencia de, por ejemplo, Coney Island. Había trampa, sin embargo.

Pero Moses hizo que este pecho sólo fuera asequible por mediación de ese otro símbolo tan querido para Gatsby: la luz verde. Sus vías-parque sólo podían ser conocidas desde el coche particular: sus pasos a nivel fueron construidos deliberadamente demasiado bajos para que los autobuses pasaran por ellos, de modo que el transporte público no pudiera llevar grandes masas de la ciudad a la playa. Este era un jardín característicamente tecno-pastoral, abierto únicamente a quienes estuvieran en posesión de las máquinas más recientes —era, recordemos, la época del Ford T—, y una forma de espacio público singularmente privatizada. Moses utilizó el diseño físico como medio de criba social, para cribar a todos aquellos que no tuvieran sus propias ruedas. (p. 312)

Algo que contrasta, por ejemplo, con otro hito de Nueva York: el Central Park de Olmsted, que precisamente lo proyectó como lugar de reunión y encuentro de todas las clases sociales.

En Estados Unidos era la época del New Deal. La crisis del 29 había azotado a todo el mundo y el Estado se lanzó a financiar grandes obras públicas con una serie de objetivos: crear negocio, claro; dar empleo a tantas personas como fuese posible; acelerar y concentrar las economías en las zonas donde construían; pero también dar un nuevo significado a «lo público», «haciendo demostraciones simbólicas de cómo la vida en Estados Unidos podía ser enriquecida, tanto material como espiritualmente, a través de las obras públicas» (p. 314).

Moses comprendió que los designios de las ciudades se iban a decidir desde Washington, lugar del que fluían los fondos, y se rodeó de un enorme equipo de ingenieros y constructores para llevarlo a cabo. Además, comprendió también que cada obra iba a ser un espectáculo: rodeaba los solares de enormes focos y los trabajadores estaban allí día y noche; el ruido de las máquinas nunca cesaba y siempre había una nube de espectadores atento a lo que sucedía allí.

Tras el éxito conseguido con los parques, Moses pudo pasar a proyectos mayores: «un sistema de autovías, vías-parque y puentes que entrelazaría todo el área metropolitana». Técnicamente, el proyecto fue una virguería que aún es glosada. Además, ofrecía nuevos puntos desde los que contemplar Manhattan y sus rascacielos, extendiendo el sueño de la modernidad y el progreso. A esta vorágine por un futuro glorioso se le sumó la repercusión del libro Space, time and architecture (1941), de Sigfried Giedion, que glosaba el progreso y presentaba la obra de Moses como la culminación de tres siglos de urbanismo en Nueva York.

Otra apoteosis de Moses fue la de la Feria Mundial de Nueva York, en 1939-1940, inmensa celebración de la tecnología y la industria modernas: «Construyendo el Mundo de Mañana». Dos de los pabellones más populares de la feria —el Futurama de la General Motors, de orientación comercial, y el utópico Democracity— mostraban autopistas urbanas elevadas y vías-parque arteriales que unirían el campo y la ciudad, precisamente como las recién construidas por Moses. Los visitantes, en el camino de ida y vuelta de la feria, mientras recorrían las rutas de Moses y cruzaban sus puentes, podían experimentar directamente parte de ese futuro visionario, y ver que aparentemente, funcionaba. [*]

Y añadimos la nota al pie de Berman porque no tiene desperdicio.

[*] Walter Lippmann parece haber sido uno de los pocos en comprender las implicaciones a largo plazo y los costes ocultos de esta futuro. «La General Motors ha gastado una pequeña fortuna en convencer al público norteamericano», escribía, «de que si desea disfrutar del pleno beneficio de la empresa privada en la fabricación de automóviles, tendrá que reconstruir sus ciudades y sus carreteras a través de la empresa pública».

Y, nos parece, es exactamente lo que está sucediendo con las smart cities: las empresas privadas tratan de convencer a las ciudades de que, para disfrutar de sus sueños de progreso tecnocráticos, «tendrán que reconstruir sus ciudades y sus carreteras a través de la empresa pública»; pero, como ahora las empresas son más listas, ¡además tendrán que pagarles mensualmente las licencias de software y gestión!

A partir de este punto de inflexión, surge la parte oscura de Moses y éste acaba víctima de su propia hybris. Trataba a las personas como objetos; se rodeó de una intrincada red de conexiones que le dio un poder sin precedentes por el que no debía rendir cuentas ante nadie. Sus proyectos, hasta ahora más o menos comprensibles, se convirtieron en arrasar barrios con la excusa de abrir avenidas cada vez mayores; pero éstas ya no disponían de ningún atractivo visual ni pretensiones estéticas; eran el progreso por el progreso. «Entre finales de la década de 1930 y finales de la de 1950, Moses creó o se hizo cargo de una docena de estas autoridades —para parques, puentes, autopistas, túneles, centrales eléctricas, renovación urbana, etcétera—, integrándolas en una máquina inmensamente poderosa, una máquina con innumerables ruedas dentro de otras ruedas, que transformó a sus engranajes en millonarios, incorporando a miles de hombres de negocios y políticos a su cadena de producción, arrastrando inexorablemente a millones de neoyorquinos en su rotación cada vez más amplia.» (p. 321)

Pero Moses no era un ser horrendo que odiase Nueva York, destaca Berman. Seguramente el constructor nunca fue capaz de comprender que, el sueño que tanto perseguía, el de la Exposición Futurama de 1939, en realidad estaba acabando con Nueva York. No era algo constreñido a la ciudad: todo Estados Unidos estaba siendo remodelado, a golpe de fondos federales, para adaptarse a su nueva esencia: el automóvil. La Federal Highway Association, por un lado, llenaba el país de enormes autovías con que conectar espacios; y la Federal Housing Administration, por el otro, vaciaba las ciudades (en general, de familias blancas) realojándolos en barrios residenciales donde sólo había hogares, malls y carreteras para enlazar ambos espacios: los famosos suburbs.

Este nuevo orden integró a toda la nación en un flujo unificado cuya alma fue el automóvil. Este orden concebía las ciudades principalmente como obstáculos al tráfico y como escombreras de viviendas no unificadas y de barrios decadentes, para escapar de los cuales se daría a los norteamericanos todas las facilidades. Miles de barrios urbanos fueron dejados a un lado por este nuevo orden; lo que sucedió con mi Bronx fue únicamente el ejemplo más importante y más espectacular de algo que estaba ocurriendo en todas partes. Tres décadas de construcción masivamente capitalizada de autopistas y suburbanizaciones de la FHA servirían para llevar a millones de personas y puestos de trabajos, y miles de millones de dólares de capital invertido, fuera de las ciudades de Norteamérica, hundiendo a esas ciudades en la crisis y el caos crónicos que hoy en día atenazan a sus habitantes. Este no era en absoluto el objetivo de Moses; pero fue lo que inadvertidamente contribuyó a producir.

Sin embargo, al menos Moses fue honesto con lo que hacía: «pasar el hacha de carnicero», a diferencia de muchos otros, que se escudaban en el «saneamiento», «higienización» o el famoso «esponjamiento» de Barcelona, nombres con los que aún hoy en día se justifica la expulsión de procesos como la gentrificación.

Las nuevas obras de Moses obedecían a la estética racionalista de Le Corbusier: enormes espacios de hormigón, «hechos para abrumar e imponer respeto: monolitos de cemento y acero, desprovistos de visión, sutileza o juego, aislados de la ciudad que los rodea por grandes fosos de espacio vacío, impuestos al paisaje con un feroz desprecio por cualquier clase de vida humana o natural» (p. 324). Moses se había ganado el respeto trayendo la modernidad; lo perdió imponiéndola de forma monolítica.

Berman ve en este momento algo más: «la escisión radical entre el modernismo y la modernización», la pérdida de la interacción dialéctica «entre el despliegue de la modernización del medio -y particularmente del medio urbano-, y el desarrollo del arte y el pensamiento modernistas». La relación entre el medio y los artistas, presente en el Ulises, el Berlín, Alexanderplatz y tantos otros, se pierde tras Auschwitz, Hiroshima y el advenimiento de artistas que no tienen relación alguna con el medio, ni siquiera para atacarlo: Esperando a Godot, La caída de Camus, El barril mágico de Malamud… Las dos grandes obras de la época, El tambor de hojalata de Grass y El hombre invisible de Ralph Ellison, bucean en un pasado de dos décadas antes; pero no son capaces de extender esas raíces hasta su época.

Poco a poco, el arte y los intelectuales trataron de saltar ese abismo: La condición humana, la Anna Wolf de Doris Lessing, que escribe en unos cuadernos inéditos, o el Moses Herzog de Saul Bellow, que escribe cartas nunca enviadas » a los grandes poderes de este mundo». Al final, sin embargo, las cartas se acaban enviando y surgieron nuevas formas, muchas de ellas originadas en los «motores y sistemas gigantescos de la posguerra», como el Howl de Ginsberg.

Los intelectuales tenían que encontrar una nueva voz capaz de oponerse a la inextricable vinculación entre progreso y modernización, entre el automóvil y avanzar; y «si hay una obra que expresa perfectamente el modernismo de las calles de los años sesenta, es el notable libro de Jane Jacobs Muerte y vida de las grandes ciudades» (p. 331). Jacobs retoma, con innegable modestia, uno de los grandes temas de la literatura: el montaje urbano. «El trozo de la calle Hudson donde vivo es cada día el escenario de un intrincado ballet en la acera.» Retoma las avenidas de París de Baudelaire, la Nevski Prospekt de Gogol, la Dublín de Joyce y tantas otras.

La de Jacobs no sólo es una visión radicalmente moderna y completamente cotidiana: también es profundamente femenina.

Conoce su barrio tan precisa y detalladamente a lo largo de las veinticuatro horas, porque está en él durante todo el día de la forma en que lo están la mayoría de las mujeres normalmente durante todo el día, especialmente cuando se convierten en madres, y en que no lo está casi ninguno de los hombres, excepto cuando se convierten en desempleados crónicos. Conoce a todos los comerciantes, y las vastas redes informales que mantienen, puesto que ella es la encargada de atender a las cuestiones domésticas. Retrata la ecología y fenomenología de las calles con una fidelidad y sensibilidad extrañas, porque ha pasado años llevando niños (primero en cochecitos y sillas y luego en patinetes y bicicletas) por esas aguas agitadas, equilibrando al mismo tiempo las pesadas bolsas de la compra, conversando con los vecinos y tratando de controlar su vida. Buena parte de su autoridad intelectual emana de su perfecta comprensión de las estructuras y procesos de la vida cotidiana. Hace que sus lectores sientan que las mujeres saben lo que es vivir en la ciudad, calle a calle, día a día, mucho mejor que los hombres que las planifican y las construyen. (p. 339)

Su descripción tiene problemas, claro. Por un lado: es tan idílico que parece proclamar un retorno a la comunidad, a una arcadia muy difícil de conseguir en una ciudad, siempre cambiante y heterogénea. Y, por el otro: no hay negros. Es un barrio bastante homogéneo de empleados de nivel medio tirando a bajo, que hacen sus vidas sin la irrupción de los grandes poderes (pues habitan en otros barrios) pero sin la presencia de los pobres. Por eso Jacobs puede decir que, si hay ojos en la calle, no se dan delitos: porque se trata de una comunidad y porque en ella no hay pobres.

Precisamente en los años sesenta y setenta estaba empezando la desindustrialización que vaciaban las ciudades de fábricas textiles o los puertos de astilleros y los enormes flujos migratorios de negros e hispanos. ¿Qué sucederá con las calles cuando se llenen de personas que no son originarias de ese barrio o que viven en condiciones distintas? ¿Acaso el Bronx, castigado por las excavadoras, podrá emular al Greenwich Village de Jacobs?

Aquí Berman se plantea qué hubiese sucedido si, diez años antes de Jacobs, los vecinos del Bronx hubiesen tenido voz, presencia y estudios para contrarrestar la llegada de las excavadoras, como hicieron Jacobs y tantos otros con éxito en Greenwich. ¿Acaso entonces Berman seguiría en su barrio de la infancia? Él cree que no: porque el suyo era un barrio pobre y parte de tener éxito en la vida consistía en abandonarlo.

A lo largo de las décadas del boom de la posguerra, la energía desesperada de esta visión, la frenética presión psíquica y económica para que ascendiéramos y nos marcháramos, hicieron añicos cientos de barrios parecidos al Bronx, aunque no hubiera un Moses encabezando el éxodo ni una autopista que lo precipitara.

Así pues, no había manera de que un chico o una chica del Bronx fuera capaz de evitar el impulso que le hacía avanzar: estaba implantado tanto fuera como dentro de nosotros. Temprano entró Moses en nuestras almas. Pero al menos era posible pensar en qué dirección nos moveríamos, y a qué velocidad, y a qué precio humano. (p. 344)

Durante años, Berman consideró que Moses lo había expulsado del Bronx. Sin embargo, décadas después, al coincidir con otro vecino que también se había marchado, éste le hizo ver que, independientemente de Moses, marcharse de ese barrio era algo que todos querían; que Moses no había acabado con el Bronx, sólo había acelerado el proceso. «Por una vez en mi vida el estupor me dejó mudo. Esa era la verdad brutal: yo me había ido del Bronx, como él, y como nos habían enseñado a hacer, y ahora el Bronx se estaba viniendo abajo, no sólo por culpa de Robert Moses, sino también por culpa de todos nosotros. Era cierto, pero ¿era necesario que se riera?» (p. 345)

Si los sesenta fueron una pugna entre «el mundo de la autopista» (Moses) y «un grito en la calle» (Jacobs, pero también Ginsberg), los setenta fueron «el regreso a casa con todo». Una época en la que no se podía dejar el pasado atrás, pues éste volvía con toda su fuerza. No sólo las crisis económicas y la progresiva disolución de las identidades nacionales: el mundo de las autopistas se hundía, el de los grandes sistemas, el boom económico que llevaba en alza desde finales de la guerra. El futuro ya no auguraba un mundo feliz sólo que uno se dejase llevar; era necesario construirlo. De ahí la rehabilitación de la memoria y del pasado. Si los sesenta habían proclamado que ya no era importante ser mujer, latino o negra, los setenta reclamaron esa identidad como algo esencial. Raíces, Holocausto y tantas otras; sus huellas las podemos hallar hasta en las políticas de la identidad actuales.

Uno de los aspectos esenciales de la década fue el reciclaje: dar un nuevo uso a algo que había perdido su identidad original pero que no por ello dejaba de ser útil. Sucedió, por ejemplo, con ciertos barrios de la ciudad: el SoHo mismo, que se vació ante la amenaza de la llegada de Moses y que, en cuanto el proyecto se canceló, disponía de enormes espacios vacíos a precio de saldo. [Interrumpimos la narración de Berman para destacar el redlining, la expulsión de las familias blancas mediante las ayudas de la FHA o la completa dejadez de las autoridades que habían convertido el barrio en un gueto desagradable; la gentrificación, nombre que Berman no usa, no es una loa al reciclaje sino un proceso de explotación y exclusión; lo que no significa que no pueda traer cosas buenas, claro.]

Esta victoria épica sobre Moloch trajo consigo una súbita abundancia de naves disponibles a precios inusitadamente reducidos que resultaban ideales para la población de artistas de Nueva York en rápido crecimiento. A finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, miles de artistas se trasladaron allí, y al cabo de unos pocos años convirtieron este espacio anónimo en el principal centro mundial de la producción artística. Esta transformación asombrosa infundió a las calles decrépitas y tenebrosas de SoHo una vitalidad e intensidad singulares.

Buena parte del aura del barrio se debe a la interacción entre sus calles y edificios modernos del siglo XIX y al arte moderno de finales del siglo XX que se ha creado y expuesto en ellos. Otra manera de verlo podría ser como una dialéctica de los nuevos y viejos modos de producción del barrio: fábricas que producen cordeles y cuerdas, cajas de cartón, pequeños motores y piezas de máquinas, que recogen y procesan papel usado y trapos y chatarra, y formas artísticas que recogen, comprimen, unen y reciclan estos materiales de manera propia y muy especial. (p. 356)

De nuevo: ni rastro de gentrificación.

Berman acaba la obra con una reflexión muy oportuna: su vuelta al Bronx. De ser un gueto horrible destrozado por las excavadoras, con el paso del tiempo fue, poco a poco, recuperando algo de su identidad. O desarrollando una nueva, con nuevos vecinos que debían aprender a cohabitar con los agujeros urbanos, con las explanadas abiertas y los vacíos. Incluso surge un arte incipiente: un arte que, necesariamente, contiene una gran dosis del pasado, de lo sucedido en el barrio en décadas anteriores.

¿Pueden ser modernistas unas obras tan obsesionadas por el pasado?, se plantea Berman. Por un lado se puede argumentar que el ansia de modernidad es dejar atrás el pasado para crear un mundo nuevo; otros, que esa distinción se ha superado, por lo que cabría hablar de «posmodernismo».

Quiero responder a estos planteamientos antitéticos pero complementarios volviendo a la visión de la modernidad con que comenzaba este libro. Ser modernos, decía, es experimentar la vida personal y social como una vorágine, encontrarte y encontrar a tu mundo en perpetua desintegración y renovación, conflictos y angustia, ambigüedad y contradicción: formar parte de un universo en que todo lo sólido se desvanece en el aire. Ser modernista es, de alguna manera, sentirte cómodo en la vorágine, hacer tuyos sus ritmos, moverte dentro de sus corrientes en busca de las formas de realidad, belleza, libertad, justicia, permitidas por su curso impetuoso y peligroso. (p. 365)

Todo lo sólido se desvanece en el aire (V): San Petersburgo

Llevamos ya unas cuantas entradas con la monumental y enriquecedora Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman, una exploración de la dialéctica de la modernidad. Hemos reseñado la introducción y propósito de la obra, el Fausto de Goethe como tragedia del desarrollismo, la figura de Marx y los escritos de Baudelaire en el momento en que París cambiaba. En esta quinta entrada nos centraremos en la ciudad de San Petersburgo y la visión que se tiene de la modernidad desde lugares que no la vivieron en primera línea, sino a los que llegaba como un eco lejano, como un anhelo.

San Petersburgo nació como una ciudad planificada por arquitectos e ingenieros de fuera de Rusia. El objetivo de la ciudad: convertirse en la ventana abierta a Europa, cita que se ha repetido desde entonces hasta la saciedad. Era rectilínea y geométrica, algo habitual en el urbanismo occidental desde el Renacimiento pero completamente ajeno a Rusia, «cuyas ciudades eran aglomeraciones desorganizadas de calles medievales serpenteantes y retorcidas» (p. 178).

Mientras la ciudad se embellecía y enriquecía, Rusia se convirtió en un faro contrarrevolucionario europeo: sus emperadores y emperatrices rechazaban frontalmente todo lo que estaba sacudiendo a Europa. Paradójicamente, llamaban a su corte a los intelectuales más reaccionarios; lo que no hacía más que sacudir el fantasma en sus propias puertas.

«La primera chispa se encendió el 14 de diciembre de 1825, inmediatamente después de la muerte de Alejandro I, cuando cientos de reformistas de la guardia imperial -los «decembristas»- se congregaron en torno a la estatua de Pedro I en la plaza del Senado, manifestándose masiva y confusamente en favor del gran duque Constantino y de la reforma constitucional.» (p. 182) Este conato de revolución, no demasiado bien organizada y sin objetivos claros, fue desmembrada y reprimida con juicios sumarios, ejecuciones, encarcelamientos y destierros a Siberia, sembrando la semilla entre quienes fueron testigos de los hechos.

Y ahí surge el poema de Pushkin «El Jinete de Bronce». Empieza con la fundación mítica de la ciudad y sigue con la historia de una de sus grandes inundaciones (San Petersburgo se alza sobre tierras pantanosas). El protagonista es un funcionario ruso, Eugenio, de una categoría ínfima. Cuando llega la inundación se refugia junto a la estatua del Jinete, en la plaza del Senado, y se encarama para resistir el embate del oleaje. Cuando las aguas remiten busca una barca para llegar donde su enamorada; pero ella, que es más pobre, ha sido arrasada, como la totalidad del lugar donde vivía. Eugenio enloquece y da tumbos por la ciudad; al final, sin saber cómo, meses después llega hasta la plaza y, enfurecido, clama a la estatua por no haber sido capaz de defender a los pobres. La estatua cobra vida y, en su locura, persigue a Eugenio, que acabará muerto en las cercanías del lugar donde pereció su amada.

El poema de Pushkin habla de los mártires decembristas, cuyo breve momento en la plaza del Senado se producirá justo un año después del de Eugenio. Pero «El jinete de Bronce» va también más allá, pues penetra mucho más hondamente en la ciudad, en las vidas de las masas empobrecidas que fueran ignoradas por los decembristas. En las generaciones venideras, la gente corriente de San Petersburgo gradualmente encontrará la forma de hacer sentir su presencia, y hacer suyos los grandes espacios y estructuras de la ciudad. Sin embargo, de momento se escabullirá o se mantendrá fuera de la vista —en el subsuelo, en la imagen de Dostoievski en la década de 1860— y San Petersburgo seguirá encarnando la paradoja de un espacio público sin vida pública. (p. 192)

Bajo el reinado de Nicolás I (1825-1855), las cosas se recrudecen. Creó una policía secreta para controlar a su población, especialmente para sofocar cualquier atisbo de revolución. Además, una de sus principales ideas era la sacralidad de la servidumbre, algo muy arraigado en Rusia. «La insistencia de Nicolás en el carácter sagrado de la servidumbre hizo que el desarrollo económico de Rusia se frenara justamente en el momento en que despegaban con ímpetu las economías de Europa occidental y Estados Unidos. Esta es la razón por la que el retraso relativo del país aumentó considerablemente durante el período de Nicolás. Fue necesaria una derrota militar de consideración para sacudir la monumental autosatisfacción del gobierno. Solamente después del desastre de Sebastopol, desastre político y militar tanto como económico, se puso fin a la glorificación oficial del retraso de Rusia.» (p. 194)

A medida que aumentaba este régimen, San Petersburgo fue adquiriendo el mito de ciudad fantasma, de espejismo, de lugar de nieblas y jirones de luz «cuya grandeza y magnificencia se desvanecen continuamente en su aire lóbrego». Y surge la prosa de Gogol, que «inventa uno de los géneros fundamentales de la literatura moderna: el romance de la calle urbana, en el que la calle misma es la heroína»; le seguirán el Ulises de Joyce, el Berlín, Alexanderplatz de Döblin, «los paisajes urbanos cubistas y futuristas, los montajes dadaístas y superrealistas, el cine expresionista alemán…»

La Nevski Prospekt actual.

Hay otros dos aspectos modernos en la descripción de Gogol de la Nevski Prospekt (el relato habla de los amores de un artista romántico, por un lado, y un soldado joven, por el otro): la ciudad de noche, con su halo fantasmal y sus luces; y la ironía ambivalente que cuestiona, que critica de forma obscena la ciudad donde uno habita; con ese derecho que tienen los que la viven y sufren en sus carnes… pero no la abandonarían por nada del mundo.

El 19 de febrero de 1861 Alejandro II promulga un edicto por el que emancipa a los siervos. Es una línea divisoria, un antes y un después que no hace más que evidenciar algo que hace tiempo que se arrastra: «que Rusia tendría que experimentar cambios radicales». En este clima, en julio de 1862 arrestan al periodista y crítico radical Chernichevski bajo «vagas acusaciones de subversión y conspiración», aunque sin hallar pruebas. El Estado las fabricó durante unos años y condenó a Chernichevski a prisión permanente en Siberia, donde permanecería los siguientes veinte años hasta ser liberado con la mente y el cuerpo quebrados.

En prisión, Chernichevski escribió algunas obras, la más famosa de las cuales es ¿Qué hacer?, una novela, no muy lograda, donde reflexionaba sobre los logros morales. Sin embargo, debido a su peso moral, la obra fue encumbrada por nombres como Tolstoi o Lenin. En Las memorias del subsuelo, de Dostoievski, hay numerosas referencias tanto a la novela como a Chernichevski; la más famosa de ellas es la imagen del Palacio de Cristal, erigido en Hyde Park, Londres, para la exposición internacional en 1851 y reconstruido luego en 1859 en Sydenham Hill. Para Chernichevski era un símbolo de modernidad; para Dostoievski, en cambio, incluía también todos los aspectos nocivos que iban aparejados a ésta (luego volveremos sobre el tema).

Berman hace un inciso aquí para destacar las diferencias entre París y San Petersburgo. La primera era la ciudad moderna por antonomasia, con sus bulevares y sus cambios constantes, «con una burguesía dinámica y un Estado activo», con las explosiones políticas y revolucionarias constantes; aunque Baudelaire se sienta sólo entre la multitud, forma parte de sus tradiciones, suyos son sus logros: «vive en la ciudad más revolucionaria del mundo, ni por un instante duda de sus derechos humanos».

La Nevski Prospekt, de San Petersburgo, recuerda espacialmente un bulevar de París. De hecho, puede que sea más espléndida que un bulevar de París. Pero económica, política, espiritualmente, está a años luz de aquél. Incluso en la década de 1860, después de la emancipación de los siervos, el Estado está más preocupado por contener a su pueblo que por hacerlo avanzar. En cuanto a la clase acomodada, está ansiosa de disfrutar del cuerno de la abundancia de los bienes de consumo occidentales, pero sin trabajar por conseguir el desarrollo occidental de las fuerzas productivas que han hecho posible la economía de consumo moderna. Así, la Nevski es una especie de decorado que deslumbra a la población con brillantes productos, casi todos importados de Occidente, pero que esconde una peligrosa falta de profundidad detrás de la brillante fachada. (p. 237)

Estas contradicciones seguirán durante toda la década de 1860 y muestran, en definitiva, cómo las personas de la ciudad siguen estando atomizadas y sintiéndose incómodos en la calle. Tienen por delante la labor de desarrollar su propia cultura política; sin embargo, y pese a tener referencias en lugares lejanos cuyos ecos les van llegando, deben hacerlo de la nada, ex nihilo, porque ni el pensamiento ni la acción políticas en Rusia están aún permitidas. Por ello nace del subsuelo, y por eso la imagen de Dostoievski es tan potente; y por ello es una comunicación individual, personal, realizada en las calles, el único lugar restante; lo hizo el protagonista de «El jinete de bronce» y se sigue haciendo, décadas después, en la Nevski Prospekt.

Esta manifestación evidencia las diferencias entre una modernización plenamente aceptada, como en París, donde las calles se sacuden y confunden y abunda la mercancía, así como las protestas ante los cambios generados por esta modernización; y «el modernismo que nace del retraso y del subdesarrollo», ejemplificado aquí en Rusia pero presente en tantos países en vías de desarrollo. Se trata de un modernismo basado en «fantasías y sueños de modernidad», espejismos, fantasmas y la lucha contra ellos.

Volviendo al Palacio de Cristal: su construcción en Londres provocó odio y admiración a partes iguales. Por un lado, la mayoría de arquitectos e ingenieros británicos lo despreciaron como «parodia de arquitectura y ataque frontal a la civilización»; preferían las estaciones de ferrocarril habituales de su época, y de hecho no se construyó nada similar al Palacio durante cincuenta años. Los visitantes extranjeros, sin embargo, lo consideraban un símbolo de modernidad lleno de posibilidades y vieron en su construcción la demostración del liderazgo de Inglaterra en cuestiones técnicas.

Por otro lado, Berman compara a su constructor, Joseph Paxton, con el Olmsted que diseño Central Park: alguien que pretendía que la arquitectura supusiese un revulsivo para la ciudad y generase lugares donde todas las clases pudiesen encontrarse en condiciones similares, «como los bulevares de París o las avenidas de San Petersburgo de los que notoriamente carecía Londres».

Sin embargo, en los últimos años del siglo XIX , Ebenezer Howard comprendió las posibilidades antiurbanas del tipo de estructura del Palacio de Cristal, explotándolas de manera mucho más eficaz que Chernichevski. La enormemente influyente obra de Howard, Garden cities of tomorrow (1898, revisada en 1902) desarrolló de manera muy poderosa y convincente la idea, ya implícita en Chernichevski y en las utopías francesas que él había leído, de que la ciudad moderna no sólo estaba degradada espiritualmente, sino que era económica y tecnológicamente obsoleta. Howard comparó insistentemente la metrópoli del siglo XX con la diligencia del siglo XIX , argumentando que el desarrollo suburbano era la clave tanto para la prosperidad material como para la armonía espiritual del hombre moderno. Howard percibió las posibilidades formales del Palacio de Cristal como invernáculo humano —inicialmente se inspiró en los invernaderos construidos por Paxton en su juventud—, para crear un ambiente supercontrolado; se apropió de su nombre y forma para una gran galería comercial y centro cultural acristalado, que sería centro del nuevo complejo suburbano. Garden cities of tomorrow tuvo un impacto tremendo sobre los arquitectos, planificadores y constructores de la primera mitad del siglo XX , que concentraron todas sus energías en la producción de entornos «más agradables y ventajosos» que dejaran atrás la metrópoli turbulenta. (p. 255)

Acabamos con un detalle del año 1905, cuando San Petersburgo ya es un centro industrial con «cerca de 200.000 obreros fabriles, más de la mitad de los cuales han emigrado del campo desde 1890».

Ahora, el domingo del 9 de enero de 1905, una inmensa multitud de esos obreros, compuesta por 200 000 hombres, mujeres y niños, avanza desde todas las direcciones hacia el centro de la ciudad, decidida a llegar al palacio donde terminan todas las avenidas de San Petersburgo. Están encabezadas por el apuesto y carismático padre Gapon, capellán de la Siderúrgica Putilov aprobado por el Estado y organizador de la Asamblea de Obreros Fabriles de San Petersburgo. Todos van explícitamente desarmados (los ayudantes de Gapon han registrado a los participantes y desarmado a algunos) y son contrarios a la violencia. Muchos llevan iconos y retratos enmarcados del zar Nicolás II, y la multitud canta «Dios salve al zar» en su marcha. El padre Gapon ha suplicado al zar que comparezca ante el pueblo reunido frente al Palacio de Invierno y que responda a sus necesidades, que lleva escritas en un pergamino. (p. 259)

Las reivindicaciones incluyen la jornada laboral de 8 horas, un sueldo mínimo de un rublo diario, poder organizarse sindicalmente y la abolición de las horas extras obligatorias y no remuneradas. Ahí es nada. Sólo van dirigidas al zar formalmente: en realidad, es una petición a los patronos y empresarios. Además hay otras reivindicaciones, éstas sí, políticas, dirigidas al zar: libertad de prensa y reunión, garantías procesarles, una asamblea democrática…

Pero el zar ya no está en la ciudad: «Nicolás y su familia habían abandonado la capital apresuradamente, dejando a sus oficiales a cargo de la situación». Mientras la multitud se acercaba al palacio, 20.000 soldados los rodearon y dispararon a bocajarro, dispersándola. Las cifras oficiales hablan de 130 muertos, aunque ciertos cálculos los acercan al millar.

Trotski lo definió como «el intento de diálogo entre el proletariado y la monarquía en las calles de la ciudad»; Bertram Wolfe, citado por Berman, como el momento en que «millones de mentes primitivas dieron un salto desde la Edad Media al siglo XX (…) ahora se sabían huérfanos que tendrían que resolver sus problemas por sí mismos» (p. 261).

La contribución más original y duradera de San Petersburgo a la política moderna nació nueve meses más tarde: el sóviet, o consejo de los trabajadores. El Sóviet de Diputados Obreros de San Petersburgo irrumpió en la escena prácticamente de la noche a la mañana a comienzos de octubre de 1905. Tuvo una muerte prematura, con la Revolución de 1905, pero emergió nuevamente, primero en San Petersburgo y luego en toda Rusia, durante el año revolucionario de 1917. Ha sido la inspiración de los radicales y los pueblos oprimidos de todo el mundo a lo largo del siglo XX . Ha sido santificado por el nombre de la URSS, aunque es profanado por la realidad del Estado. Muchos de los que se han opuesto a la Unión Soviética en Europa del Este, incluyendo a los que se alzaron contra ella en Hungría, Checoslovaquia y Polonia, se han inspirado en una visión de lo que podría ser una auténtica «sociedad soviética».

Trotski, uno de los motores del primer Sóviet de San Petersburgo, lo describió como «una organización que tenía autoridad, y sin embargo no tenía tradiciones; que podía involucrar inmediatamente a una masa dispersa de miles de personas, sin tener prácticamente una maquinaria organizativa; que unía las corrientes revolucionarias existentes dentro del proletariado; que era capaz de iniciativa espontánea y autocontrol; y, lo más importante de todo, que podía salir de la, clandestinidad en veinticuatro horas». El sóviet «paralizó el Estado autocrático mediante una huelga insurreccional», procediendo a «introducir su propio orden democrático libre en la vida de la población obrera urbana». Quizá sea la forma de democracia más radicalmente participativa desde la antigua Grecia. La descripción de Trotski, aunque algo idealizada, generalmente resulta acertada, salvo en un aspecto. Trotski dice que el Sóviet de San Petersburgo «no tenía tradiciones».Pero este capítulo debería haber dejado claro que el sóviet procede directamente de la rica y vibrante tradición petersburguesa de política individual, de política a través de encuentros personales directos en las calles y plazas de la ciudad. Todos los gestos valientes e inútiles de generaciones de oficinistas de San Petersburgo —«“¡Conmigo ajustarás cuentas!” y escapó precipitadamente»—, todas las manifestaciones «ridículas e infantiles» de los raznochintsi del subsuelo se ven reivindicadas aquí durante un corto lapso de tiempo. (p. 261)

Todo lo sólido se desvanece en el aire (IV): Baudelaire y la vida en la calle

Continuamos con la lectura de Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, de Marshall Berman. La primera entrada nos presentó la obra, un estudio sobre la dialéctica del proceso de la modernidad y la modernización; la segunda entrada se centraba en el Fausto de Goethe y su lectura como una tragedia del desarrollo y la tercera giraba sobre la obra de Marx y su impulso moderno.

En esta cuarta entrada avanzamos medio siglo en el tiempo y nos desplazamos a las calles de un París que está cambiando bajo las directrices del barón Haussmann; y veremos los efectos que esto supone en la ciudad y sus calles desde los ojos de un espectador extraordinario: Baudelaire.

Y sin embargo, una cualidad notable de los muchos escritos de Baudelaire acerca de la vida y el arte modernos es que el significado de lo moderno es sorprendentemente escurridizo y difícil de fijar. (p. 131)

La primera visión del modernismo de Baudelaire (Salón del 1846, El pintor de la vida moderna) presenta a la burguesía como una entidad capaz de revolucionar el mundo y de traer progreso; incluso como un desfile incesante de novedades y modas. Berman lo llama «las pastorales modernas de Baudelaire».

Baudelaire, muy sonriente.

Sin embargo, esta visión poco a poco va cambiando. Baudelaire añade a su percepción elementos fluidos («existencias flotantes») y gaseosos («nos envuelve y empapa una atmósfera»), tan propios de la definición de modernidad de la época y posteriores (Marx, Kierkegaard, Dostoievski, Nietzche) y que se condensan en el título de la propia obra, «todo lo sólido se desvanece en el aire». Benjamin, en su lectura de los poemas en prosa de Baudelaire, ya encontró las características de la modernidad.

Los escritos parisienses de Benjamin constituyen una memorable actuación dramática (…) Su corazón y su sensibilidad lo arrastran irresistiblemente hacia las brillantes luces, las hermosas mujeres, la moda, el lujo de la ciudad, su juego de deslumbrantes superficies y escenas radiantes; mientras tanto, su conciencia marxista le arranca insistentemente de estas tentaciones, le dice que todo este mundo refulgente es decadente, hueco, vicioso, espiritualmente vacío, opresivo para el proletariado, condenado por la historia. Toma reiteradas resoluciones ideológicas de abandonar las tentaciones de París, pero no puede resistirse a una última mirada al bulevar o a los soportales; quiere salvarse, pero no todavía. (p. 145)

Y entonces, «a finales de la década de 1850 y a lo largo de la de 1860, mientras Baudelaire trabajaba en El spleen de París, Georges Eugène Haussmann, prefecto de París y sus aledaños, armado de un mandato imperial de Napoleón III, abría una vasta red de bulevares en el corazón de la vieja ciudad medieval» (p. 149). Haussmann abrió París: derribó barrio tras barrio, expandió el comercio local, contrató a una enorme cantidad de trabajadores y creó unos anchos corredores por donde las tropas y la artillería podían desplazarse de un punto a otro de la ciudad.

Pero no sólo ellos: por primera vez, todos los habitantes de París podían desplazarse por toda la ciudad: «después de vivir como una yuxtaposición de células aisladas, París se estaba convirtiendo en un espacio físico y humano unificado» (p. 150).

Los bulevares de Napoleón-Haussmann crearon nuevas bases —económicas, sociales, estéticas— para reunir enormes cantidades de personas. Al nivel de la calle, estaban bordeados de pequeños negocios y tiendas de todas clases, y en todas las esquinas había zonas acotadas para restaurantes y cafés con terrazas en las aceras. Estos cafés, como aquel en que se ven los amantes y la harapienta familia de Baudelaire, pronto serán vistos en todo el mundo como símbolos de la vie parisienne. Las aceras de Haussmann, como los propios bulevares, eran enormemente amplias, bordeadas de bancos y árboles frondosos. [99] Se dispusieron isletas peatonales para cruzar más fácilmente las calles, para separar el tráfico local del interurbano y para abrir rutas alternativas de paseo. Se diseñaron grandes panorámicas, con monumentos al final de cada bulevar, a fin de que cada paseo llevara a un clímax dramático. Todas estas características contribuyeron a hacer de París un espectáculo singularmente seductor, un festín visual y sensual. Cinco generaciones de pintores, escritores y fotógrafos (y un poco más tarde cineastas) modernos, comenzando por los impresionistas en la década de 1860, se nutrirían de la vida y la energía que fluían por los bulevares. Hacia 1880, el modelo de Haussmann era generalmente aclamado como el modelo mismo del urbanismo moderno. Como tal, no tardó en ser impuesto a las ciudades que surgían o se extendían en todos los rincones del mundo, desde Santiago a Saigón. (p. 151)

En este contexto es donde Baudelaire escribe «Los ojos de los pobres». En él, una pareja de amantes está en un café de un bulevar, disfrutando de la novedad, cuando una familia de pobres se asoma desde el exterior del escaparate y contempla el interior. Con ilusión, sí, como una novedad; pero también como algo ajeno, algo que ellos, por ahora, no pueden disfrutar. El chico se maravilla de la ilusión en los ojos de la familia pobre; la chica los aborrece, porque le están estropeando la experiencia. Y él se da cuenta, entonces, del abismo que los separa, y la tarde se vuelve triste.

Por un lado vemos el nacimiento del espacio urbano moderno, con sus luces y su esplendor. Por el otro, la escena «revela algunas de las ironías y contradicciones más hondas de la vida moderna en la ciudad». «Los bulevares, al abrir grandes huecos a través de los vecindarios más pobres, permitieron a los pobres pasar por esos huecos y salir de sus barrios asolados, descubrir por primera vez la apariencia del resto de su ciudad y del resto de la vida. Y, al mismo tiempo que ven, son vistos: la visión, la epifanía, es en ambos sentidos.» (p. 153)

París, antes [XIR164992 Rue Traversine, from rue d’Arras, Paris, between 1858-78 (b/w photo) by Marville, Charles (1816-79); black and white photograph; Musee de la Ville de Paris, Musee Carnavalet, Paris, France; (add. info.: on the right: rue Fresnel); Giraudon; French, out of copyright]

«¿Cómo podrían los enamorados mirar a las personas andrajosas que aparecen súbitamente entre ellos? En este punto, el amor moderno pierde su inocencia. La presencia de los pobres arroja una sombra inexorable sobre la luminosidad de la ciudad.» Las posiciones de los enamorados reflejan las visiones políticas de la época: la de quien quiere que esos pobres puedan disfrutar de los mismos placeres que uno mismo, y la de quien quiere defender lo que tiene para que no se lo arrebaten.

Pero la disolución va más allá. Tal vez lo que separa y entristece a los amantes no es la disparidad de su visión; sino que, en el fondo, ambos comparten puntos de vista. «Tal vez, incluso cuando él afirma noblemente su parentesco con la familia de ojos universal, comparte los mezquinos deseos de ella de negar a los parientes pobres, de sacarlos de su vista y de sus pensamientos. Tal vez detesta a la mujer que ama porque sus ojos le han mostrado una parte de sí mismo a la que detesta enfrentarse. Tal vez la división más profunda no se dé entre el narrador y su amada, sino dentro del mismo hombre. Si esto es así, nos muestra cómo las contradicciones que animan las calles de la ciudad moderna repercuten en la vida interna del hombre de la calle.» (p. 155)

Y ahí ve Berman la modernidad: en el impulso contradictorio que nos impulsa, valga la redundancia. Viene a la mente la reflexión que hacía Harvey sobre la industria automovilística de Oxford: si debía pensar en todo el bienestar de los obreros del mundo, o centrarse en el bienestar de esos obreros que podían perder su trabajo, en el momento en que ambas son contradictorias (Espacios del capital).

En la siguiente escena, «La pérdida de una aureola», un transeúnte se encuentra a un artista que, al cruzar la calle, azotado por caballos y carruajes que corren de un lado al otro, pierde su aureola tras caer ésta al suelo y decide dejarla atrás, pues teme que si se pone a buscarla entre el barro lo acaben atropellando. Sin embargo, descubre que sin ella es mucho más feliz, pues puede ir a los arrabales y a todo tipo de lugares que antes le estaban vedados.

Como hacía Marx, Baudelaire trata aquí de la desacralización que trae la modernidad. Los bulevares se hicieron increíblemente amplios; nadie entendía por qué hasta que empezaron a ser recorridos a toda velocidad por caballos y carruajes. El pavimento que los recubría hacia que el paso de los caballos fuese ágil y sin fricción; pero ese mismo polvo flotaba en el aire en verano y se llenaba de barrio los meses de lluvia.

Por otro lado, los caminantes son ahora peones lanzados en medio de un tráfico rodado que cada vez tendrá más velocidad. Ante esta explosión de vitalidad, sólo hay dos opciones: caer derrotado o aprender a moverse entre ellas. Así, el hombre moderno no tiene otro remedio que aprender a esquivar el tráfico, a vivir con él, a mezclarse con él; lo que lo lleva a nuevas formas de libertad, expresión y vitalidad.

París, después. Añadan artistas y absenta a discreción.

El resultado del cociente, para Baudelaire, es positivo: se ha perdido la aureola, sí, pero a cambio se abre todo un sinfín de posibilidades. «¿Qué pasaría si la multitud de hombres y mujeres aterrorizados por el tráfico moderno pudiesen aprender a afrontarlo juntos? Esto ocurrirá sólo seis años después de «La pérdida de una aureola» (y tres años después de la muerte de Baudelaire), en los días de la Comuna de París de 1871, y nuevamente en San Petersburgo en 1905 y 1917, en Berlín en 1918, en Barcelona en 1936, en Budapest en 1956, nuevamente en París en 1968, y en decenas de ciudades de todo el mundo, desde los tiempos de Baudelaire hasta los nuestros: el bulevar se transformará bruscamente en el escenario de una nueva escena primaria moderna. No será la clase de escena que le habría gustado ver a Napoleón o a Haussmann, pero será no obstante una escena que su forma de urbanismo habrá contribuido a crear.» (p. 164)

Todo esto da paso a una reflexión sobre el urbanismo, a propósito del hecho de que ya no se dan encuentros como el de «Los ojos de los pobres». «Una de las grandes diferencias entre el siglo XIX y el XX es que nuestro siglo ha creado una red de nuevas aureolas para reemplazar las que Baudelaire y Marx arrebataron.»

Si describimos los complejos espaciales urbanos más recientes que podamos imaginar —todos los que se han desarrollado, digamos, desde el final de la segunda guerra mundial, incluyendo todas nuestras nuevas ciudades y barrios urbanos recientes— nos resulta difícil imaginar que los encuentros primarios de Baudelaire pudieran suceder aquí. Esto no es casual: de hecho, durante la mayor parte de nuestro siglo, los espacios urbanos han sido sistemáticamente diseñados y organizados para asegurar que las colisiones y enfrentamientos no tengan lugar en ellos. El signo distintivo del urbanismo del siglo XIX fue el bulevar, un medio para reunir materiales y fuerzas humanas explosivos; el sello del urbanismo del siglo XX ha sido la autopista, un medio para separarlos. En esto vemos una dialéctica extraña, en que una forma de modernismo se activa y se agota tratando de aniquilar a la otra, todo en nombre del modernismo. (p. 165; la negrita es nuestra)

Y aquí entra otra figura, la del arquitecto más influyente del siglo XX: Le Corbusier. Baudelaire presentaba dos vías para sobrevivir a la vorágine de la modernidad: transformar los «sobresaltos» en una forma nueva de arte que reúna a los hombres modernos o, soterrada entre sus palabras, «la protesta revolucionaria que transforma una multitud de soledades urbanas en un pueblo, y reclama las calles de la ciudad para la vida humana». Le Corbusier da un gran salto: tras describir el tráfico… se identifica con él. El hombre de las calles se convierte en el hombre del tráfico, de la vorágine, de la velocidad y el progreso: el hombre del coche.

El hombre nuevo, dice Le Corbusier, necesita «un nuevo tipo de calle» que será «una máquina de tráfico» o, para variar la metáfora básica, «una fábrica de producir tráfico».

(…) Del momento mágico de Le Corbusier en los Campos Elíseos, nace la visión de un mundo nuevo: un mundo totalmente integrado de altas torres rodeadas de amplias áreas de césped y espacio abierto —«la torre en el parque»— unidas por superautopistas aéreas y provistas de garajes subterráneos y arcadas con tiendas. Esta visión tenía un claro objetivo político, enunciado en las últimas palabras de Hacia una nueva arquitectura: «Arquitectura o Revolución. La Revolución puede ser evitada». (p. 168)

Si la tesis había sido que las calles (urbanas) pertenecían al pueblo, la antítesis propuesta por Le Corbusier es: «no hay calles, no hay pueblo.» (p. 168) Recordemos: la zonificación, de la que tantas veces hemos hablado (y que quedó claramente establecida en La carta de Atenas). Todo separado, cada función en su lugar y, uniéndolos, enormes autopistas. Erradicar por completo a los peatones, salvo en los lugares donde deben estar para su ocio: parques debidamente amaestrados o contemplando la vegetación que se alza entre las torres donde habitan.

«La trágica ironía el urbanismo modernista», concluye Berman, «es que su triunfo ha contribuido a destruir la misma vida urbana que esperaba liberar.» (p. 169)

La homogeneización («achatamiento», lo llama Berman) del paisaje urbano corresponde a la del pensamiento social. Por un lado ha surgido una corriente de «modernolatría», donde se pregona el triunfo de la técnica por encima de todo, que será capaz de aliviar todos los males (Le Corbusier, claro, Marinetti, Maiakovski, Fuller, McLuhan); por el otro, la «desesperación cultural» (Ezra Pound, Eliot, Ortega, Foucault, Arendt, Marcuse), para quienes «la totalidad de la vida moderna parece uniformemente vacía, estéril, monótona, «unidimensional», carente de posibilidades humanas: cualquier cosa percibida o sentida como libertad o belleza en realidad es únicamente una pantalla que oculta una esclavitud y un horror más profundos» (p. 170). Ambos frentes se pueden rastrear hasta Baudelaire; pero lo que sin duda estaba en el poeta francés, y no en los intelectuales nombrados, era la voluntad de luchar hasta la última de sus fuerzas «con las complejidades y contradicciones de la vida moderna».

Al menos en el campo del urbanismo, acabaría surgiendo un punto de luz esplendoroso que trataría de poner fin, o al menos daría voz, a una nueva forma de vivir la calle: nuestra querida Jane Jacobs.

Jacobs argumenta brillantemente, primero, que los espacios urbanos creados por el modernismo eran físicamente limpios y ordenados, pero estaban social y espiritualmente muertos; segundo, que eran solamente los vestigios de la congestión, el ruido y la disonancia general del siglo XIX los que mantenían viva la vida urbana contemporánea; tercero, que el antiguo «caos en movimiento» urbano era, de hecho, un orden humano maravillosamente rico y complejo, inadvertido por el modernismo sólo porque sus paradigmas de orden eran mecánicos, reductivos y superficiales; y, finalmente, que lo que todavía pasaba por modernismo en 1960 podría ser algo evanescente y ya obsoleto. (p. 171)

Todo lo sólido se desvanece en el aire (III): Marx

El segundo capítulo de Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman, se titula «Marx, el modernismo y la modernización». Si en la primera entrada vimos la introducción a la obra y en la segunda analizamos el Fausto de Goethe como una tragedia del desarrollo, en esta tercera entrada Berman analiza la dialéctica entre modernidad y modernización en los escritos de Karl Marx.

Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de haber podido osificarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres al fin se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas [338]. (p. 90)

Siguiendo a Berman, dividimos la entrada en los distintos epígrafes en que se divide el capítulo y que analizan aspectos diversos de la obra de Marx.

I: La visión evanescente y su dialéctica. La primera parte del Manifiesto, «Burgueses y proletarios», analiza el proceso de modernización.

Ante todo está la aparición de un mercado mundial. Al expandirse, absorbe y destruye todos los mercados locales y regionales que toca. La producción y el consumo —y las necesidades humanas— se hacen cada vez más internacionales y cosmopolitas. El ámbito de los deseos y las demandas humanas se amplía muy por encima de las capacidades de las industrias locales, que en consecuencia se hunden. La escala de las comunicaciones se hace mundial, y aparecen los medios de comunicación de masas tecnológicamente sofisticados. El capital se concentra cada vez más en unas pocas manos. Los campesinos y artesanos independientes no pueden competir con la producción en serie capitalista, y se ven forzados a abandonar la tierra y cerrar sus talleres. La producción se centraliza y racionaliza más y más en fábricas sumamente automatizadas. (La situación no es diferente en las zonas rurales, donde las explotaciones se convierten en «fábricas en el campo», y los campesinos que no abandonan el campo, se ven transformados en proletarios agrícolas). Grandes cantidades de pobres desarraigados llegan a las ciudades, que experimentan un crecimiento casi mágico —y caótico— de la noche a la mañana. Para que estos grandes cambios se desarrollen con una relativa fluidez, debe producirse una cierta centralización legal, fiscal y administrativa; y se produce allí donde llega el capitalismo. Surgen los Estados nacionales, que acumulan un gran poder, aunque ese poder se ve continuamente minado por el ámbito internacional del capital. Mientras tanto, los trabajadores industriales despiertan gradualmente a algún tipo de conciencia de clase y se movilizan contra la terrible miseria y la crónica opresión en que viven. Al leer esto, nos encontramos en un terreno conocido; estos procesos todavía se están produciendo a nuestro alrededor, y un siglo de marxismo ha contribuido a fijar un lenguaje en que resultan comprensibles. (p. 85)

La burguesía no es el gran enemigo de Marx: para ellos tiene toda una lista de elogios. Son los que han sido capaces de llevar a cabo las grandes obras de la humanidad, los grandes proyectos: las presas, las vías férreas, las grandes industrias, las ciudades. «La burguesía», dice Marx, «con su dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de existencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas». (p. 87)

Sin embargo, lo que realmente interesa a Marx no es tanto estas grandes obras en sí, sino los procesos y las estructuras que subyacen bajo ellas y que las hacen posibles: la movilidad, el desarrollo, la capacidad de soñar y llevar a cabo esos sueños. De todo ello, lo único con lo que se queda la burguesía, y esa es «la ironía del activismo burgués», es con la de acumular dinero; «todas sus empresas son medios meramente para alcanzar ese fin y no tienen en sí mismas más que un interés intermediario y transitorio»; son «productos accesorios» (p. 88) El resto de «pensadores y trabajadores radicales» son libres para ir más allá y no tienen que limitarse a los aspectos de la vida que san rentables. De ahí, precisamente, es de donde Marx creía que surgiría la revolución.

El segundo logro burgués, para Marx, «ha sido liberar la capacidad y el impulso humanos para el desarrollo: para el cambio permanente· (p. 89) Todo burgués tiene, necesariamente, que evolucionar y modernizar su negocio, so pena de quedar obsoleto y dejar de ganar dinero. Siguiendo el hilo, la propia burguesía estimula las crisis y se aprovecha de ellas, pues toda destrucción es una oportunidad de hacer dinero (recordemos la avidez con que las empresas estadounidenses corrían a Irak para obtener fondos de la reconstrucción tras la guerra).

Esta revolución constante genera personas dialécticas, «su personalidad deberá adoptar la forma fluida y abierta de esta sociedad»; no es ninguna sorpresa que, dos siglos después, Bauman hable de Modernidad líquida o Vida líquida como las nuevas formas sociales de finales del siglo XX. La propia burguesía, por lo tanto, genera el ideal humanista que culminará en la revolución; Marx «espera curar las heridas de la modernidad mediante una modernidad más plena y más profunda» (p. 93)

II: La autodestrucción innovadora.

¿Qué es lo que temen reconocer en sí mismos los miembros de la burguesía? No su tendencia a explotar a las personas, a tratarlas simplemente como medios o (en un lenguaje económico más que moral) como mercancías. A la burguesía, tal como la ve Marx, esto no le quita el sueño. Después de todo, se lo hacen unos a otros, e incluso a sí mismos, así que ¿por qué no iban a hacérselo a todos los demás? La verdadera fuente de problemas es la pretensión burguesa de ser el «partido del orden» en la política y la cultura modernas. Las inmensas cantidades de dinero y energía invertidas en la construcción, y el carácter conscientemente monumental de buena parte de ella —de hecho, a lo largo del siglo de Marx, en un interior burgués no había mesa ni silla que no pareciera un monumento— testifican la sinceridad y seriedad de esta pretensión. Y, sin embargo, el fondo de la cuestión, en opinión de Marx, es que todo lo que la burguesía construye, es construido para ser destruido. «Todo lo sólido» —desde las telas que nos cubren hasta los telares y los talleres que las tejen, los hombres y mujeres que manejan las máquinas, las casas y los barrios donde viven los trabajadores, las empresas que explotan a los trabajadores, los pueblos y ciudades, las regiones y hasta las naciones que los albergan—, todo está hecho para ser destruido mañana, aplastado o desgarrado, pulverizado o disuelto, para poder ser reciclado o reemplazado a la semana siguiente, para que todo el proceso recomience una y otra vez, es de esperar que para siempre, en formas cada vez más rentables. (p. 95)

«La fuerza material y la solidez» de todos los monumentos burgueses «no significan nada en realidad»: como todo, están construidos para ser substituidos. Ya sean bancos, museos, el Palacio de Cristal o hasta el Guggenheim, se asemejan más por su itinerario a «las tiendas y los campamentos» que a las Pirámides o las catedrales góticas.

Ejemplo de esto lo vemos en las palabras de Engels al horrorizarse por la pobreza de los materiales con que se construían las casas de los proletarios en la Inglaterra del siglo XVIII; pero está también en las grandes mansiones burguesas o, extendiéndonos hasta nuestro siglo, en la obsolescencia programada de todo los útiles que consumimos, preparados para durar lo que su garantía, o, por ejemplo, en la destrucción nipona de todos los edificios simbólicos de Tokio que vimos en Ciudad hojaldre.

Por todo ello, y a pesar de su apariencia de placidez, la burguesía es «la clase dominante más violentamente destructiva de la historia» (p. 97). El nihilismo de la siguiente generación (que Nietzsche atribuirá al trauma de la muerte de Dios) «son localizados por Marx en el funcionamiento cotidiano, aparentemente banal, de la economía de mercado» y lo lleva a compararlos con el mago que ha desatado unas potencias infernales que ya no es capaz de controlar.

Este Mago burgués bebe de la figura de Fausto, por supuesto; pero también de otra contemporánea: el Frankenstein de Mary Shelley.

Así, en la primera parte del Manifiesto, Marx expone las polaridades que animarán y darán forma a la cultura del modernismo en el siglo siguiente: el tema de los deseos e impulsos insaciables, de la revolución permanente, del desarrollo infinito, de la perpetua creación y renovación de todas las esferas de la vida; y su antítesis radical, el tema del nihilismo, la destrucción insaciable, el modo en que las vidas son engullidas y destrozadas, el centro de la oscuridad, él horror. Marx muestra cómo estas dos posibilidades humanas han impregnado la vida de todos los hombres modernos a través de las presiones e impulsos de la economía burguesa. (p. 98)

«Los aprendices de mago, los miembros del proletariado revolucionario, están destinados a arrebatar el control de las fuerzas productivas modernas a la burguesía fáustico-frankensteiniana.» (p. 99)

Y, sin embargo… ¿por qué detenerse ahí?

Berman encuentra en esta presentación de la sociedad moderna una contradicción a Marx. Éste parece dar por sentado que las progresivas crisis irán socavando los cimientos del poder de la burguesía; pero precisamente esta burguesía es la que ha sido capaz de obtener rédito de las sucesivas crisis. «Dada la capacidad burguesa para hacer rentables la destrucción y el caos, no existe una razón aparente por la cual la espiral de estas crisis no pueda mantenerse indefinidamente, aplastando a personas, familias, empresas, ciudades, pero dejando intactas las estructuras del poder y de la vida social burguesa.» (p. 100)

¿Por qué la comunidad proletaria, que no deja de ser un producto de la industria capitalista, ha de ser más perdurable que el resto de productos?, ¿acaso no está hecha ella misma para ser substituida por el siguiente? El propio Berman señala cómo las «formas abstractas del capitalismo parecen subsistir (capital, trabajo asalariado, mercancías, explotación, plusvalor) mientras que sus contenidos humanos están sometidos a un cambio perpetuo» (p. 101), como de hecho hemos visto progresivamente en nuestras sociedades donde cada vez menos nos identificamos con nuestra clase social y donde prácticamente nadie se ve como un obrero, sino como distintas modalidades de explotación cada una de ellas con sus propias idiosincrasias.

Incluso en el caso de que la revolución obrera llegue y se dé… ¿qué garantías hay de que permanezca? Dicho de otro modo, ¿acaso su permanencia en el tiempo, su estabilidad, su estancamiento, no sería precisamente algo profundamente antimoderno?

III. Desnudez. El hombre desguarnecido. En este apartado Berman explora la dicotomía entre el mundo real y el mundo ilusorio. Al principio se concebían como dos mundos opuestos (concepción espiritual), pero la modernidad los coloca a ambos sobre la tierra y uno se convierte en el mundo falso (un pasado que hemos perdido o estamos perdiendo) y un mundo físico o verdadero. «Las ropas se convierten en el emblema del viejo e ilusorio modo de vida; la desnudez pasa a significar la verdad recientemente descubierta y experimentada; y el acto de quitarse la ropa se convierte en un acto de liberación espiritual, de hacerse real.» (p. 103)

Para Marx, la desnudez y la caída de los velos suponen la liberación de las cadenas: darse cuenta de la opresión a que han sido sometidos los obreros y dejar de venerar a sus «superiores naturales». De hecho, al darse cuenta de esta evidente desnudez, se unirán para, colectivamente, superar «el frío que los atenaza»; y, de nuevo, Berman deja claras las contradicciones de este pensamiento. ¿Por qué, de todas las reacciones posibles, la del comunismo y la unidad va a ser la mayoritaria? Y, un paso más allá: en el bombardeo de opciones y posibilidades que el capitalismo promueve, «¿cómo pueden sus miembros llegar a decidirse por una personalidad real?» (p. 107) «Junto con la comunidad la sociedad, la propia individualidad puede estar desvaneciéndose en el aire moderno». (p. 108)

IV. La metamorfosis de los valores. De repente todos los valores que habían regido las sociedades anteriores han sido substituidos por uno nuevo: «la sociedad burguesa no borra las antiguas estructuras del valor, sino que las incorpora. Las antiguas formas de honor y dignidad no mueren; son incorporadas al mercado, se les añade una etiqueta de precio, adquieren una nueva vida como mercancías.» (p. 108) El libre mercado supone, en el fondo, una forma de libertad: la de que todo producto pueda acceder en libertad al mercado. Esto, de algún modo, tendría que suponer también una libertad política y cultural para que las masas accediesen a todos los productos por igual, limitados únicamente por su capacidad para generar dinero. Así, incluso el Manifiesto, que va directamente en contra de los supuestos de la burguesía, se pone a la venta puesto que genera valor.

En la práctica, ya sabemos que esto no ocurre y que uno de los objetivos principales de toda empresa es alcanzar la renta de monopolio de la que, por ejemplo, hablaba Harvey en Espacios del capital. O la aparición de oligopolios, mercados cerrados, aranceles, pactos Estado-empresa, etc.

V. La pérdida de la aureola. Todas las ambigüedades anteriores cristalizan en una sola imagen poderosa:

«La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de respeto reverente. Al médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al sabio [Mann der Wissenschaft], los ha convertido en sus servidores asalariados» (476) (p. 112)

La propia burguesía tratará constantemente de crear otra aureola alrededor del producto (que Marx denunciará en «El fetichismo de la mercancía», dentro de El capital). El problema es que todas las profesiones se han vuelto similares en el sentido de que sólo son viables si alguien paga por ellas; en última instancia, si son rentables. «Así pues, pueden escribir libros, pintar cuadros, descubrir leyes físicas o históricas, salvar vidas, solamente si alguien con capital les paga.» (p. 115)

Marx dedica un lugar especial a los intelectuales (Mann der Wissenschaft) porque su caso es algo especial. Sus habilidades los colocan algo por encima de la media, puesto que suelen ser más rentables; sin embargo, por un lado son más volubles a las fluctuaciones del mercado; y por el otro lo que deben vender es su propia creación, su sensibilidad, su aprehensión del mundo (sin entrar en vaharadas románticas).

Finalmente, en las conclusiones, Berman intenta determinar si la modernización capitalista que se ha impuesto en el mundo era la única viable. Marx, siguiendo a Goethe, hablaba de una literatura universal, opuesta a las literaturas nacionales que iban surgiendo en los siglos XVIII y XIX. Goethe proponía que, aunque fuesen en idiomas distintos, los grandes nombres de todas las lenguas se leían entre ellos; y la tradición que compartían, la grecolatina y hebrea (de la que bebe, por ejemplo, el Ulises de Joyce), era la misma.

Este argumento de Marx podría servir como programa perfecto para el modernismo internacional que ha brotado entre su época y la nuestra: una cultura de mente amplia y muchas facetas, que expresa el panorama universal de los deseosmodernos y que, pese a la mediación de la economía burguesa, es «patrimonio común» de la humanidad. Pero ¿y si después de todo esta cultura no fuese universal como Marx pensó que sería? ¿Y si resultara ser un asunto provinciano y exclusivamente occidental? Esta posibilidad fue planteada por primera vez a mediados del siglo XIX por varios populistas rusos. Argumentaban que la atmósfera explosiva de la modernización en Occidente —la ruptura de las comunidades y el aislamiento psíquico del individuo; el empobrecimiento masivo y la polarización clasista, una creatividad cultural nacida de una anarquía desesperada, tanto moral como espiritual— podía ser una peculiaridad cultural más que un férreo imperativo que aguardara inexorablemente a toda la humanidad. ¿Por qué no habrían las otras naciones y civilizaciones de alcanzar unas fusiones más armoniosas de las formas tradicionales de vida con las potencialidades y necesidades modernas? En resumen —unas veces esta creencia se expresó como un dogma complaciente, y otras como una esperanza desesperada— sólo era en Occidente donde «todo lo sólido se desvanece en el aire». (p. 123)

Es decir, y en palabras de los rusos del XIX: ¿es posible pasar del feudalismo al socialismo sin caer en los abismos de la fragmentación y la modernización? Berman responde que la modernización tiene muchos rostros, por supuesto; pero si en tantos países en vías de desarrollo los dirigentes tratan de reprimir las ansias de democracia y libertad de su pueblo, debe de ser porque en el fondo es lo que quieren.

Y, sin embargo, la respuesta de Berman no es convincente. Dice, citando a Octavio Paz, que todos estamos «condenados a ser modernos»; puede ser, pero lo estamos porque vivimos en un mundo que ha globalizado la modernización y lo ha hecho a manos del capitalismo. ¿Eran viables otras opciones? Es tarde para saberlo. Nos viene a la mente la explicación que daba Castells sobre la llegada de los flujos y la globalización como una profecía autocumplida: cuando ya suficientes países estaban en el ajo, el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio ofrecían dos opciones: dejarse globalizar, o quedar estancado y alejado de la red de los flujos, condenado a la inflación y a suplicar, años después, que la globalización volviese a golpear en tu puerta. Una vez empezada, la modernización es imparable; pero eso no significa que otras formas de modernización no hubiesen sido posibles.

Es cierta, por ejemplo, la crítica de Arendt que Berman recoge sobre que Marx nunca desarrolló una teoría de la comunidad política. Daba a entender que los comunistas, una vez superada la revolución, serían conscientes de que esta sociedad sólo se mantenía de forma individual y colectiva; de ambas.

Arendt comprende la profundidad del individualismo que subyace en el comunismo de Marx, y comprende también las direcciones nihilistas a que puede llevar ese individualismo. En una sociedad comunista en la cual el libre desarrollo de cada uno es la condición del libre desarrollo de todos, ¿qué es lo que va a mantener unidos a esos individuos que se desarrollan libremente? Podrían compartir una búsqueda común de infinita riqueza de experiencias; pero éste no sería “un verdadero ámbito público, sino solamente unas actividades privadas desplegadas abiertamente”. (p. 127)

En busca de un punto donde comenzar, me he remontado a uno de los primeros y más grandes modernistas, Karl Marx. Me he dirigido a él no tanto en busca de sus respuestas, como de sus preguntas. El gran obsequio que puede ofrecernos hoy, a mi entender, no es el camino para salir de las contradicciones de la vida moderna, sino un camino más seguro y profundo para entrar en esas contradicciones. El sabía que el camino que condujera más allá de esas contradicciones tendría que llevar a través de la modernidad, no fuera de ella. Sabía que debemos comenzar donde estamos: psíquicamente desnudos, despojados de toda aureola religiosa, estética, moral, y de todo velo sentimental, devueltos a nuestra voluntad y energía individual, obligados a explotar a los demás y a nosotros mismos, a fin de sobrevivir; y sin embargo, a pesar de todo, agrupados por las mismas fuerzas que nos separan, vagamente conscientes de todo lo que podríamos ser unidos, dispuestos a estirarnos para coger las nuevas posibilidades humanas, para desarrollar identidades y vínculos mutuos que puedan ayudarnos a seguir juntos, mientras el feroz aire moderno arroja sobre todos nosotros sus ráfagas frías y calientes. (p. 128)

Todo lo sólido se desvanece en el aire (II): Fausto y el desarrollo

Seguimos con la lectura de Todo lo sólido se desvanece en el aire, estudio de Marshall Berman sobre los procesos de la modernización y la modernidad y cómo, según el autor, éstos aún no han concluido en nuestros tiempos.

Fausto comienza en una época cuyo pensamiento y sensibilidad son modernos de una manera que los lectores del siglo XX pueden reconocer inmediatamente, pero cuyas condiciones sociales y materiales son todavía medievales; la obra concluye en medio de las conmociones materiales y espirituales de la revolución industrial. Comienza en la solitaria habitación de un intelectual, en la esfera abstracta y aislada del pensamiento; finaliza en medio de la amplia esfera de la producción y el intercambio, regida por organizaciones complejas y gigantescos órganos corporativos que el pensamiento de Fausto está ayudando a crear, y que le permiten seguir creando. (p. 30)

De los muchos mitos y obras literarios a los que Berman recurrirá para trazar la evolución de la modernización a lo largo de los últimos tres siglos, el primero es el Fausto de Goethe. El Fausto es «la primera tragedia del desarrollo», porque ejemplifica que «los poderes humanos sólo pueden desarrollarse mediante lo que Marx llamaría «las potencias infernales», las oscuras y pavorosas energías que pueden entrar en erupción con una fuerza más allá de todo control humano» (p. 32).

Para analizar mejor la obra, Berman la divide en tres fases: Fausto como Soñador; luego como el Amante, durante su relación amorosa con Margarita; y finalmente como Desarrollista.

Fausto empieza en la soledad de su habitación, a oscuras y sumido en sus pensamientos. Hijo de un médico y hombre de éxito en muchos ámbitos, se lamenta precisamente de que todos esos éxitos «han sido del mundo interior». Ha leído, experimentado, meditado y, sin embargo, esos logros no pueden ser compartidos con el mundo exterior.

No es un problema personal suyo, claro, sino algo propio de la sociedad europea «en los años anteriores a la revolución francesa e industrial».

La división social del trabajo en la Europa moderna temprana, desde el Renacimiento y la Reforma hasta la época de Goethe, produjo una clase numerosa de productores de ideas y cultura relativamente independientes. Estos especialistas artísticos y científicos, jurídicos y filosóficos, han creado a lo largo de tres siglos una cultura moderna brillante y dinámica. Y sin embargo, la propia división del trabajo que ha hecho posible la vida y el empuje de esta cultura moderna, ha mantenido también sus nuevos descubrimientos y perspectivas, su riqueza potencial y su fecundidad, separados del mundo que los rodea. Fausto ayuda a crear y participa de una cultura que ha explorado la riqueza y la profundidad de los deseos y sueños humanos mucho más allá de las fronteras clásicas y medievales. Al mismo tiempo, forma parte de una sociedad estancada y cerrada que está todavía enquistada en unas formas sociales medievales y feudales: formas tales como la especialización gremial, que lo mantiene y mantiene sus ideas bajo llave. Como portador de una cultura dinámica en el seno de una sociedad estancada, está desgarrado entre la vida interior y la exterior. En los sesenta años que tarda Goethe en terminar Fausto, los intelectuales modernos encontrarán sorprendentes formas nuevas de romper su aislamiento. (p. 34).

Esta «identidad subdesarrollada», la disparidad entre un mundo exterior estancado y un mundo interior que bulle de ansias de cambio, en ocasiones fue fuente de vergüenza, en otras (el caso del «conservadurismo romántico alemán») de orgullo y, en general, una mezcla de ambas, como en el San Petersburgo del siglo XIX que veremos en entradas posteriores o en los intelectuales del siglo XX de los países en vías de desarrollo: la percepción de que existe un mundo que está evolucionando mientras que el suyo no sabe, o teme, o no es capaz, de subirse al carro.

Fausto llega a plantearse el suicidio; pero en ese momento suenan las campanas y lo sacan de su ensimismamiento: es Domingo de Pascua, Fausto recuerda su infancia y sale a la calle, lleno de energía. «Dos almas, ay de mí, viven en mi pecho», proclama: la calidez de la villa, del hogar, de la comunidad cristiana; y el deseo ardiente del desarrollo. «Debe participar en la sociedad de una manera que dé a su espíritu aventurero margen para crecer y remontarse. Pero serán necesarias «las potencias infernales» para unir estas polaridades y hacer este trabajo de síntesis.» (p. 38).

Dicha síntesis pasa por asumir las contradicciones de las estructuras modernas. Y ahí aparece Mefisto, encarnado como el padre de las mentiras cristiano pero también quien es capaz de dar lugar a esas ansias de progreso. Mefisto le ofrece a Fausto las fuerzas de la destrucción; paradójicamente, son las fuerzas capaces de quebrar el mundo pequeño, enclavado en el tiempo, incapaz de evolucionar, donde Fausto vive, pero también serán las mismas fuerzas capaces de quebrar todo aquello que él construya.

Ése es el símbolo de la modernización: una rueda, un torbellino que lo arrastra todo, al que nada resiste, capaz de derruir y construir a la vez, capaz de modificar el sentido de todo.

La segunda metamorfosis de Fausto es la del Amante y retrata su historia de amor trágica con Margarita. Tradicionalmente se la ha considerado el centro de la obra; sin embargo, a ojos modernos, Margarita parece «demasiado buena para ser real… o para ser interesante» (p. 43). Berman argumenta en contra: Margarita es un personaje profundo y encerrado en contradicciones que se hacen evidentes al analizar la obra como una tragedia del desarrollo.

Margarita procede del «pequeño mundo», el lugar de origen de Fausto, la comunidad devotamente religiosa. El personaje de Fausto, merced a sus tratos con Mefisto, ya ha evolucionado: no sólo sus ropajes y su estatus son mejores, sino que sabe moverse por el mundo. «Pero el más importante de los dones del diablo es el menos artificial, el más profundo y más duradero: estimula a Fausto para que «confíe en sí mismo»; una vez que Fausto ha aprendido a hacer esto, emana encanto y seguridad, lo que, junto con su brillo y energía innatos, es suficiente para poner a las mujeres a sus pies.» (p. 44).

No hay que verlo como la transformación de Fausto en un Don Juan, sino como en un ser que se interesa, en todos los aspectos, por otras personas. Liberado del «pequeño mundo», vuelve a él y se enamora de él; de Margarita, que lo atrae como el símbolo de todo aquello que ha dejado atrás y perdido. A medida que Margarita acepta las atenciones de Fausto, también ella crece y evoluciona. Sin embargo, como este crecimiento carece de apoyo social de la comunidad, se torna en desesperación y Fausto huye.

El mundo de Margarita, que ella ha dejado en parte atrás, se derrumba ahora sobre ella. Agobiada, va a la catedral, que, recordemos, fue lo que salvó a Fausto al principio; pero si él fue capaz de escoger de ese pequeño mundo lo que necesitaba, Margarita es demasiado sincera «y siente que todo se le viene encima»: las campanas doblan por su perdición, no su salvación. «En otro tiempo, quizá, la visión gótica tal vez pudiera ofrecer a la humanidad un ideal de vida y actividad, de búsqueda heroica del cielo; ahora, sin embargo, tal como Goethe la presenta a finales del siglo XVIII, todo lo que tiene que ofrecer es un peso muerto que oprime a los que la sufren, destroza sus cuerpos y estrangula sus almas» (p. 49).

El destino de Margarita está sellado: es condenada a muerte y, la noche antes de ser ejecutada, Fausto acude a verla. Quiere salvarla, pero ella no quiere ir con él. Por un lado, porque la condena no es externa, sino interna y propia de sí; ha salido de su lugar de origen pero no ha sabido, o no ha podido, llegar a término; y por otro lado, porque el amor de Fausto no es sincero. La ha amado, sí, pero ya la ha dejado atrás y está dispuesto a dar el siguiente paso. «Claramente no hay espacio para el diálogo entre un hombre abierto y un mundo cerrado.» (p. 49)

La figura de Margarita, señala Berman, no queda como la de una víctima, sino una heroína trágica que conoce, acepta y, probablemente, desencadena, su propio final. Fausto trata de salir del mundo medieval «creando nuevos valores», mientras que Margarita toma en serio «los antiguos valores, viviendo realmente de acuerdo con ellos». Serán las primeras palabras de loa de Marx a la burguesía: su capacidad para haber destruido «las relaciones feudales, patriarcales, idílicas». Los pequeños mundos, como aquel donde vivían Fausto y Margarita, empiezan a disolverse, a convertirse en parte de algo mayor; a través del contacto con el exterior, claro, con la gente llegada de fuera, como Fausto y Mefisto; pero también por la propia evolución, personal e individual, de sus habitantes.

Y damos ahora un gran salto hasta los actos cuarto y quinto. En su tercera encarnación, Fausto «conecta sus impulsos personales con las fuerzas económicas, sociales y políticas que mueven el mundo; aprende a construir y a destruir. Expande el horizonte de su ser, de la vida privada a la pública, del intimismo al activismo, de la comunión a la organización (…) encuentra el medio para actuar eficazmente contra el mundo feudal y patriarcal: construir un entorno social radicalmente nuevo que vaciará de contenido el viejo mundo antiguo o lo destruirá» (p. 53).

Esboza grandes proyectos para utilizar el mar con fines humanos: puertos y canales artificiales por los que puedan circular barcos llenos de hombres y mercancías; presas para el riego a gran escala; verdes campos y bosques, pastizales y huertos; una agricultura intensiva; fuerza hidráulica que atraiga y apoye a las nuevas industrias; asentamientos pujantes, nuevas villas y ciudades por venir: todo esto se creará a partir de una tierra yerma y vacía donde los hombres nunca se atrevieran a vivir. Mientras Fausto expone sus planes, advierte que el diablo está aturdido, exhausto. Por una vez no tiene nada que decir. Hace mucho, Mefisto hizo surgir la visión de un coche veloz como paradigma de la forma de que un hombre se mueva por el mundo. Ahora sin embargo, su protegido lo ha sobrepasado: Fausto quiere mover el propio mundo. (p. 54)

Todas las barreras caen ante el hombre: incluso, mediante la iluminación artificial, la barrera entre el día y la noche, puesto que los obreros trabajan sin fin. Pero los obreros no son víctimas explotadas, sino trabajadores ilusionados por dar forma a un nuevo mundo; entre ellos, Fausto se siente a gusto, rodeado de personas tan modernas como él, «tätig-frei, libres para actuar, libremente activos».

Pero hay un espacio que no puede ser modernizado, el único que resiste. Lo ocupan Filemón y Baucis, «una dulce pareja de ancianos que están allí desde tiempos inmemoriales». Representan todas las virtudes cristianas: son amables y amados por todos. Fausto, irritado porque la pareja de ancianos se interponga en su visión del desarrollo, les ofrece dinero, una nueva propiedad, lo que sea. Pero, a su edad, la pareja se niega a partir.

Casa de Edith Macefield, que se negó a vendr su hogar y construyeron un centro comercial a su alrededor

Y Fausto comete «su primera maldad consciente». Llama a Mefisto y le pide que arregle la situación. No quiere conocer los detalles, pero que se ocupe de ello. Y Mefisto quema la casa y asesina a los ancianos. «Este es el tipo de mal característicamente moderno: indirecto, impersonal, mediatizado por organizaciones complejas y papeles institucionales» (p. 60). Al enterarse del asesinato, Fausto protesta, expulsa a Mefisto; pero éste, antes de irse, se ríe. Porque Fausto se estaba engañando a sí mismo al creer que podía levantar un mundo nuevo sin sacrificios ni maldades, sin oposiciones.

Berman lo llama «la tragedia del desarrollo», el precio que hay que pagar. Por otro lado, ¿por qué esa obsesión de Fausto por ocupar todo el terreno? Por el narcisismo del poder, la arrogancia, «un impulso colectivo e impersonal que parece ser endémico de la modernización: el impulso de crear un entorno homogéneo, un espacio totalmente modernizado en el que el aspecto y el sentimiento del viejo mundo han desaparecido sin dejar huella» (p. 60).

Sin embargo, Fausto no construye para ganar dinero: son múltiples las ocasiones en que Mefisto le indica oportunidades de negocio y él las desprecia.

Cuando dice que quiere «abrir a millones de personas un espacio vital no exento de peligros, pero en el que sean libres para seguir su curso», está claro que no construye para su propio beneficio a corto plazo, sino más bien para el futuro a largo plazo de la humanidad, en aras de la libertad y la felicidad públicas, que solamente se realizarán mucho después que él haya desaparecido. Si tratamos de recortar el proyecto fáustico para ajustarlo a las líneas del capitalismo, suprimiremos lo más noble y original en él y, además, lo que lo hace genuinamente trágico. Lo que Goethe quiere decir es que los horrores más profundos del desarrollo fáustico nacen de sus objetivos más honorables y de sus logros más auténticos. (p. 64)

Esto es lo que Berman llama «el modelo fáustico»: uno en el que el progreso es para el beneficio de la humanidad, unos logros concretos que van a permitir mejoras en la vida de las personas; o, al menos, en su capacidad para ser libres y tomar sus propias decisiones. Goethe veía estas mentes, por ejemplo, en los seguidores de Saint-Simon, un autor de Le Globe francés. Acabaron siendo ingenieros e innovadores durante la época de Napoleón III que organizaron el país, la moneda, las carreteras, las vías férreas, etc., y que acabarían siendo asimilados como la potencia de desarrollo dentro del Estado capaces de levantar grandes presas, proyectos de regadío o incluso de llevar al hombre al espacio.

En la época de Goethe, dichos avances eran una necesidad; y el alemán nunca olvidó el precio que había que pagar por ellos, los muertos en la construcción, las parejas de ancianos expulsados de su hogar en aras de la modernidad. El problema surge cuando, de todo este afán por avanzar, queda sólo el propio afán.

La primera generación soviética, especialmente durante los años de Stalin, ilustra con gran nitidez ambos horrores. El primer proyecto de desarrollo de Stalin de cara a la galería, el canal del mar Blanco (1931-1933), sacrificó cientos de miles de obreros, más que suficientes para dejar atrás cualquier proyecto capitalista contemporáneo. Y Filemón y Baucis podrían representar muy bien a los millones de campesinos muertos entre 1932 y 1934 por interponerse en el camino de los planes estatales de colectivización de la tierra que hacía apenas una década habían ganado en la revolución.

Pero lo que hace que estos proyectos, en lugar de fáusticos, sean seudofáusticos, y que no sean tanto una tragedia como un teatro del absurdo y la crueldad, es el hecho desgarrador —a menudo olvidado en Occidente— de que no sirvieron de nada. (p. 69)

Este es el modelo pseudofáustico: el progreso por el progreso. Construir aeropuertos o desarrollar trenes de gran velocidad que no van a ser usados y se convierten en despilfarro público; las obras faraónicas de los años 60 y 70 en las capitales europeas y en las que a menudo han caído, sobre todo, los países en vías de desarrollo. Dictadores levantando obras colosales con la excusa de ayudar a su sociedad pero sin que tales construcciones reviertan en ellos; tal vez podríamos extender el símil de Berman hasta los rascacielos y edificios «simbólicos» que se levantan en las ciudades globales del mundo para tratar de situarlas en el mapa, como los muchos hijos que le han salido al Guggenheim de Bilbao.

Berman identifica la ausencia del deseo de desarrollo moderno, por ejemplo, en las generaciones de los 60 que consideraron que ya lo habían alcanzado todo y sólo querían tenderse al sol a retozar y disfrutar de lo obtenido y cuyas esperanzas se fueron al traste con las crisis económicas de los 70. Durante los 70, precisamente, la figura de Fausto se vio como la del desarrollista que no tiene en cuenta los efectos de un falso crecimiento permanente (algo que nuestro planeta no podrá soportar, lógicamente) o incluso de un demiurgo que derrocha y socava el medio ambiente.

No necesito decir que ésta es una distorsión absurda de la historia de Fausto, que convierte la tragedia en melodrama. (…) Lo que me parece más importante es señalar el vacío intelectual que surge cuando Fausto es eliminado del escenario. Prácticamente todos los diversos defensores de la energía solar, eólica e hidráulica, de las fuentes de energía pequeñas y descentralizadas, de las «tecnologías intermedias», de la «economía estable», son enemigos de la planificación a gran escala, de la investigación científica, de la innovación tecnológica, de la organización compleja. Y sin embargo, para que cualquiera de sus planes y visiones pueda ser adoptado realmente por un número significativo de personas, tendría que producirse la redistribución más radical del poder político y económico. (p. 77)

Es decir, el cambio de paradigma requiere, por un lado, de grandes potencias e intereses de todo tipo para ser implementado (construcción de energías alternativas, redes para distribuirlo, etc.) pero también, aunque sea de forma pasiva, requiere la no oposición de los poderes actuales; por ello, propone Berman, no puede ser algo menor y casi individual, sino que debe hacerse grande.

Habría que confrontar estas ideas con las nuevas estructuras de poder, sin embargo. ¿No dijo Castells que estamos en la sociedad red? ¿Es necesario un ímpetu tan enorme como en siglos o décadas anteriores para alcanzar algunos cambios? El propio Berman destaca el valor que tienen todas las ideas alternativas que surgen, a pesar de que sean pequeñas, de que no hayan conseguido, o ni siquiera pretendan, enrolar a «las grandes potencias oscuras». Pero pensemos en el bitcoin, sin entrar en sus logros o contras; ¿acaso no es una tecnología que ha ido calando, poco a poco? Tal vez estemos ya en un tipo de sociedad donde algunas ideas puedan ir calando de forma más gradual, sin necesidad de la inclusión de grandes poderes en sus filas. Lo que por una parte es una ventaja, porque supone sabia nueva constante; pero también un inconveniente, porque ideas menores, que una sociedad podría decidir no tolerar como conjunto, pueden infiltrarse insidiosamente.

Todo lo sólido se desvanece en el aire, Marshall Berman

Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, de Marshall Berman, debe su título a una frase de Marx. El libro, publicado en Nueva York en 1982 y editado en España por Siglo XXI (1988, traducción de Andrea Morales Vidal), reivindica la experiencia de la modernidad como un proceso que aún no se ha agotado, en contra de los postulados postmodernistas. Para ello, Berman, doctor en Filosofía por Harvard y gran humanista marxista, recorre a algunos de los grandes nombres que han seguido la tradición modernista (Goethe, Marx, Baudelaire, Dostoyevski y tantos otros) para poner de manifiesto en qué consisten la modernidad, la modernización y su proyecto. Todo lo sólido se desvanece en el aire es de esas lecturas que estamos tentados de incluir por entero, de principio a fin, en el blog; pero entonces esto no sería un blog de apuntes, sino un compendio de libros. Sin embargo, recomendamos encarecidamente su lectura: es ameno, agradable de leer y da para muchas reflexiones.

La edición española (reimpresión de 2011) empieza con un prefacio a la edición de Penguin de 1988 que habla de Brasilia, ciudad a la que Berman acudió en 1987. Desde el cielo le pareció una ciudad espléndida.

Pero desde el nivel del suelo, en el cual la gente vive y trabaja realmente, es una de las ciudades más deprimentes del mundo. Éste no es el lugar adecuado para hacer una descripción detallada del diseño de Brasilia, pero la sensación general —confirmada por todos los brasileños que conocí— es la de inmensos espacios vacíos en los cuales el individuo se siente perdido, tan sólo como un hombre que estuviese en la luna. Hay una ausencia deliberada de espacios públicos en los cuales las personas puedan reunirse y conversar, o simplemente mirarse entre sí y pasar el rato. Se rechaza explícitamente la gran tradición del urbanismo latino, en el cual la vida citadina se organiza en torno a una plaza mayor. (p. xii)

Brasilia podría funcionar como base militar o como sede de un poder autónomo; pero no como lugar de la democracia, porque sus calles rehuyen el encuentro, el diálogo, la posibilidad de toparse con otros. Niemeyer, autor de la ciudad junto a Lucio Costa, respondió de forma airada a las críticas de Berman defendiendo su ciudad como la encarnación «de las esperanzas del pueblo brasileño, en especial su deseo de modernidad» (p. xiii). Eso llevó a Berman a reflexionar hasta qué punto la ciudad era «culpa» de Costa o Niemeyer: ¿acaso en los 60 y 70 no hubo intentos por doquier de hacer ciudades como Brasilia, según los postulados de Le Corbusier?, ¿no es probable que cualquier otro proyecto ganador hubiese sido prácticamente igual al que finalmente se construyó? Y esas reflexiones llevan a Berman a resaltar uno de los temas esenciales del libro, y por ende de la modernidad: el diálogo. La comunicación y el diálogo «están entre las pocas fuentes sólidas de significado con que podemos contar» (p. xv).

Puede decirse que los posmodernistas desarrollaron un paradigma que choca enérgicamente con el de este libro. He sostenido que la vida y el arte y el pensamiento modernos tienen la capacidad de una autocrítica y una autorrenovación perpetuas. Los posmodernistas mantienen que el horizonte de la modernidad está cerrado, que sus energías se han agotado… de hecho, que la modernidad ha pasado de moda. El pensamiento social posmoderno vierte su desprecio sobre todas las esperanzas colectivas de progreso moral y social, de libertad personal y felicidad pública, que nos legaron los modernistas de la Ilustración del siglo XVIII . Esas esperanzas, dicen los posmodernos, han demostrado estar en bancarrota y ser, en el mejor de los casos, fantasías vanas y fútiles o, en el peor, máquinas de dominación y de una esclavización monstruosa. Afirman poder ver a través de las «grandes narrativas» de la cultura moderna, especialmente de «la narrativa de la humanidad como héroe de la libertad». La característica de la sofisticación posmoderna es haber «perdido incluso la nostalgia por la narrativa perdida». (p. xvi)

Ser modernos es vivir una vida de paradojas y contradicciones. Es estar dominados por las inmensas organizaciones burocráticas que tienen el poder de controlar, y a menudo de destruir, las comunidades, los valores, las vidas, y sin embargo, no vacilar en nuestra determinación de enfrentarnos a tales fuerzas, de luchar para cambiar su mundo y hacerlo nuestro. Es ser, a la vez, revolucionario y conservador: vitales ante las nuevas posibilidades de experiencia y aventura, atemorizados ante las profundidades nihilistas a que conducen tantas aventuras modernas, ansiosos por crear y asirnos a algo real aun cuando todo se desvanezca. Podríamos incluso decir que ser totalmente modernos es ser antimodernos: desde los tiempos de Marx y Dostoievski hasta los nuestros, ha sido imposible captar y abarcar las potencialidades del mundo moderno sin aborrecer y luchar contra algunas de sus realidades más palpables. (p. xix)

Y, ya en la introducción a la obra, empieza con estas palabras, toda una declaración de intenciones:

Hay una forma de experiencia vital —la experiencia del tiempo y el espacio, de uno mismo y de los demás, de las posibilidades y los peligros de la vida— que comparten hoy los hombres y mujeres de todo el mundo de hoy. Llamaré a este conjunto de experiencias la «modernidad». Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. Los entornos y las experiencias modernos atraviesan todas las fronteras de la geografía y la etnia, de la clase y la nacionalidad, de la religión y la ideología: se puede decir que en este sentido la modernidad une a toda la humanidad. Pero es una unidad paradójica, la unidad de la desunión: nos arroja a todos en una vorágine de perpetua desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx, «todo lo sólido se desvanece en el aire». (p. 1)

Berman habla de «la vorágine de la vida moderna» (p. 2), un proceso alimentado por muchas fuentes como los descubrimientos científicos, la industrialización, las alteraciones demográficas, el crecimiento urbano, el desarrollo de las comunicaciones o la creación de los Estados, con su enorme burocracia.

En el siglo XX, los procesos sociales que dan origen a esta vorágine, manteniéndola en un estado de perpetuo devenir, han recibido el nombre de «modernización». Estos procesos de la historia mundial han nutrido una asombrosa variedad de ideas y visiones que pretenden hacer de los hombres y mujeres los sujetos tanto como los objetos de la modernización, darles el poder de cambiar el mundo que está cambiándoles, abrirse paso a través de la vorágine y hacerla suya. A lo largo del siglo pasado, estos valores y visiones llegaron a ser agrupados bajo el nombre de «modernismo». Este libro es un estudio de la dialéctica entre modernización y modernismo. (p. 2).

Para comprener un proceso tan complejo, Berman lo divide en tres etapas: la primera aparición de la vida moderna, desde comienzos del siglo XVI a finales del XVIII, con la búsqueda de un vocabulario para comprender todos esos cambios; la ola revolucionaria a partir de 1790 (revoluciones francesa e industrial) y el surgimiento del gran público moderno que es consciente de vivir en una época de cambios y revoluciones pero que aún recuerda las formas de vida anteriores; de ahí surgen las ideas de modernidad y modernización. Y la tercera etapa, el siglo XX, cuando el proceso de modernización se expande a la totalidad del mundo y «se rompe en una multitud de fragmentos, que hablan idiomas privados inconmensurables» (p. 3).

Berman sitúa a Rosseau como la primera voz moderna arquetípica. En La nueva Eloísa, el protagonista, Saint-Preux, va del campo a la ciudad, como tantas personas a partir de entonces, y allí descubre un mundo nuevo donde todo es posible: desde lo sublime hasta lo profano. «Esta atmósfera -de agitación y turbulencia, vértigo y embriaguez psíquicos, extensión de las posibilidades de la experiencia y destrucción de las barreras morales y los vínculos personales, expansión y desarreglo de la personalidad, fantasmas en la calle y en el alma- en la atmósfera en que nace la sensibilidad moderna.» (p. 4)

Al cabo de sólo 100 años, el paisaje urbano ha cambiado completamente: fábricas, vías férreas, zonas industriales, ciudades enormes donde conviven la burguesía con un proletariado hacinado. Se alzan voces críticas contra el horror que eso supone; pero ninguna de esas voces, destaca Berman, querría ya vivir fuera de la modernización. En Marx encontramos que «el movimiento dialéctico de la modernidad se vuelve irónicamente contra su fuerza motriz: la burguesía». Pero eso no supone un final, porque todo movimiento, hasta el que supone el fin del modernismo, se encuentra atrapado en sus redes. También Nietzche comprendió que la dialéctica se hallaba en los fundamentos de la modernización: «la humanidad moderna se encontró en medio de una gran ausencia y vacío de valores pero, al mismo tiempo, una notable abundancia de posibilidades» (p. 8).

En la tercera fase, sin embargo, «hemos perdido o roto la conexión entre nuestra cultura y nuestras vidas», pese a la existencia de nombres tan modernos como Grass, García Márquez, Herzog o Richard Foreman, por citar sólo unos pocos de los que Berman menciona. «Jackson Pollock imaginaba sus cuadros chorreantes como selvas en que los espectadores podían perderse (y desde luego encontrarse); pero en gran medida hemos perdido el arte de introducirnos en el cuadro, de reconocernos como participantes y protagonistas del arte y del pensamiento de nuestro tiempo» (p. 11).

La dialéctica, la ambigüedad, se perdió por ejemplo a principios de siglo con los futuristas, para los cuales sólo existían la tradición como esclavitud y la modernidad como libertad. «(…) su romance acrítico con las máquinas, unido a su total alejamiento de la gente, se reencarnaría en formas menos fantásticas, pero de vida más larga (…) las pastorales tecnocrácticas del Bauhaus, Gropius y Mies van der Rohe, Le Corbusier y Léger, el Ballet mécanique» (p. 13) o incluso, más tade, en Buckminster Fuller y McLuhan.

Se perdió la fe en el hombre y su capacidad de lucha; es lo que sucedió, por ejemplo, con el Max Weber de La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904), donde «el poderoso cosmos del orden económico moderno» es visto como una «jaula de hierro» (p. 14). O, un paso más allá, cuando se contemplaba al hombre moderno como «esas masas pululantes que nos apretujan en las calles y en el Estado, no tienen una sensibilidad, una espiritualidad o una dignidad como la nuestra» (p. 16), donde Berman destaca a Ortega, Spengler, Maurras, T. S. Elliot y Allen Tate y que llega al extremo con El hombre unidimensional de Marcuse: cuando las masas, incluso las personas, están vacías y sus sueños no son suyos, sino vulgares programaciones del sistema.

En los sesenta surgieron tres formas distintas de modernismo. El modernismo «que intenta marginarse de la vida moderna» lo ejemplifica en Roland Barthes: el mensaje es el medio, «la búsqueda del objeto de arte puro y autorreferido», sin relación con la vida social moderna. Pese a que muchos artistas agradecieron la dignidad que este movimiento les otorgaba, pocos pudieron mantenerse fieles completamente a él, pues confería «la libertad de un hermoso sepulcro».

El «modernismo como revolución permanente» que buscaba derrocar la tradición (Rosenberg) o una cultura de la negación (Trilling) y se preocupaba poco por la reconstrucción de todo lo que quería construir. Berman lo vincula al amor desmedido por la técnica (Le Corbusier o Frank Lloyd Wright) y denunciar que carece de «la fuerza afirmativa y vitalizadora» de los grandes nombres modernistas: las figuras del Guernica luchando por vivir, Alisha Karamazov, «que en medio del caos y la angustia besa y abraza la tierra», o Molly Bloom, que acaba el Ulisses con «sí dije sí quiero Sí».

La visión «afirmativa» del modernismo incluye a John Cage, Marshal McLuhan, Susan Sontag o Robert Venturi, por citar algunos. Suponía «romper las fronteras de las especialidades para trabajar juntos en producciones y actuaciones que combinaran diversos medios y crearan unas artes más ricas y polivalentes» (p. 21). En ocasiones se llamaron a sí mismos «posmodernistas», y si bien Berman celebra algunos de sus logros, así como el soplo de aire fresco que supuso su llegada, lamenta que nunca tuviesen «la garra crítica» de los nombres del pasado como Apollinaire, Baudelaire o Whitman.

Muchos intelectuales, destaca Berman, han caído en el estructuralismo, un «mundo que simplemente deja la cuestión de la modernidad (…) fuera del mapa» (p. 23), o en el postmodernismo, que «se esfuerza por cultivar la ignorancia de la historia y la cultura modernas». Mientras tanto, los científicos sociales «han dividido la modernidad en una serie de componentes separados» y se han opuesto a cualquier intento de integrarlos en un todo (p. 23).

Casi el único autor de la pasada década que ha dicho algo sustancial sobre la modernidad es Michel Foucault. Y lo que dice es una serie interminable y atormentada de variaciones sobre los temas weberianos de la jaula de hierro y las nulidades humanas cuyas almas están moldeadas para adaptarse a los barrotes. Foucault está obsesionado por las prisiones, los hospitales, los asilos, por las queErving Goffman ha llamado las «instituciones totales». Sin embargo, a diferencia de Goffman, Foucault niega la posibilidad de cualquier clase de libertad, ya sea fuera de estas instituciones o entre sus intersticios. Las totalidades de Foucault absorben todas las facetas de la vida moderna. (p. 24)

Es muy gracioso el párrafo siguiente, donde, usando citas de las obras de Foucault, Berman deja claro que cualquier consideración o atisbo de libertad personal es, en palabras del francés, puro espejismo. Atribuye su éxito a la libertad que propició a toda la intelectualidad: puesto que todo es una prisión de la que es imposible escapar, al menos podían relajarse y disfrutar una vez asumida la inutilidad de todo.

Por todo lo anterior, Berman quiere resucitar esa concepción de la modernidad y aplicarla a nuestros tiempos: quisiera resucitar el modernismo dinámico y dialéctico del siglo XIX» (p. 26).

En este contexto tan desolado, quisiera resucitar el modernismo dinámico ydialéctico del siglo XIX . Un gran modernista, el crítico y poeta mexicano Octavio Paz, se ha lamentado de que la modernidad, «cortada del pasado y lanzada hacia un futuro siempre inasible, vive al día: no puede volver a sus principios y, así, recobrar sus poderes de renovación». Este libro sostiene que, de hecho, los modernismos del pasado pueden devolvernos el sentido de nuestras propias raíces modernas, raíces que se remontan a doscientos años atrás. Pueden ayudarnos a asociar nuestras vidas con las vidas de millones de personas que están viviendo el trauma de la modernización a miles de kilómetros de distancia, en sociedades radicalmente distintas a la nuestra, y con los millones de personas que lo vivieron hace un siglo o más.

(…) Marx, Nietzsche y sus contemporáneos experimentaron la modernidad como una totalidad en un momento en que sólo una pequeña parte del mundo era verdaderamente moderna. Un siglo más tarde, cuando el proceso de modernización había arrojado una red de la que nadie, ni siquiera en el rincón más remoto del mundo, puede escapar, podemos aprender mucho de los primeros modernistas, no tanto sobre su época como sobre la nuestra.

Entonces podría resultar que el retroceso fuera una manera de avanzar: que recordar los modernismos del siglo XIX nos diera la visión y el valor para crear los modernismos del siglo XXI . Este acto de recuerdo podría ayudarnos a devolver el modernismo a sus raíces, para que se nutra y renueve y sea capaz de afrontar las aventuras y peligros que le aguardan. Apropiarse de las modernidades de ayer puede ser a la vez una crítica de las modernidades de hoy y un acto de fe en las modernidades —y en los hombres y mujeres modernos— de mañana y de pasado mañana. (ps. 26-7)