Parias urbanos (y III): la marginalidad avanzada

El libro de Loïc Wacquant Parias urbanos. Gueto, banlieue, Estados dedica su primera parte al análisis del gueto negro en las ciudades de Estados Unidos y su paso a una nueva forma, el hipergueto, donde las clases medias negras han abandonado el gueto para residir en las zonas que liberaron los blancos al escapar (white flight) hacia las zonas residenciales periféricas y todo lo que subyace ahora en el gueto es pobreza y segregación, con muy pocas posibilidades de escapar de él. Y dedica la segunda parte al estudio de las banlieues francesas, los barrios periféricos de las ciudades del país, que a menudo son comparados con el gueto negro pero que, en realidad, tienen poco en común, salvo el estigma y unas condiciones depauperadas, algo que vimos a fondo en la segunda entrada.

En esta última parte del libro, Wacquant presenta un concepto nuevo surgido a raíz del postfordismo: la marginalidad avanzada. Si la marginalidad de mediado del siglo XX era una consecuencia del mal funcionamiento del fordismo, la marginalidad avanzada de finales del XX y principios del XXI es, por el contrario, la consecuencia del buen funcionamiento del postfordismo.

Visto desde esta perspectiva, el retorno de las realidades «refrenadas» de la pobreza extrema y de la degradación social, de las divisiones etnorraciales y de la violencia pública y su acumulación en las mismas zonas desheredadas sugieren que hoy las ciudades del Primer Mundo se hallan frente a lo que se podría denominar la marginalidad avanzada. Estas nuevas formas de cierre excluyente que se traducen en un destierro a los confines del espacio social y físico han emergido –o se han intensificado– en las metrópolis postfordistas, pero no bajo el efecto de la inadaptación o el subdesarrollo económico, sino, al contrario, como consecuencia de las mutaciones de los sectores más avanzados de las sociedades y de las economías occidentales tal como se imprimen en las fracciones inferiores de la clase obrera en recomposición y en las categorías étnicas dominadas, así como en los territorios que ocupan en el seno de las ciudades sometidas al tropismo de la dualización.

Aquí, el calificativo avanzada pretende indicar que estas formas de marginalidad no se sitúan detrás de nosotros: no son cíclicas, ni transitorias, y tampoco están en un proceso de desaparición progresiva por la expansión del «libre mercado» (esto es, la mercantilización creciente de la vida social, empezando por los bienes y los servicios públicos) o por la acción del Estado-providencia (protector o sancionador). Estas formas se hallan delante de nosotros: están inscritas en el futuro de las sociedades contemporáneas (…) las formas estructurales que las engendran, entre otros, el crecimiento económico polarizado y la fragmentación del mercado de trabajo, la precarización del trabajo y la automatización de la economía clandestina en las zonas urbanas degradadas, el paro masivo que induce a la desproletarización de las capas más vulnerables de la clase obrera (principalmente, de los jóvenes desprovistos de capital cultural), finalmente, las políticas de retirada social y de desinversión urbana. (p. 281)

Para tratar de comprender este fenómeno reciente, Wacquant recurre a seis puntos a partir de los rasgos característicos de la pobreza urbana de la década de crecimiento fordista:

  • 1. El trabajo asalariado como vector de inestabilidad y de inseguridad sociales. «El trabajo asalariado, al volverse inestable y heterogéneo, diferenciado y diferenciante, se ha convertido en una fuente de fragmentación y de precariedad sociales» (p. 283). Ejemplo de ello son los trabajos flexibles, a tiempo parcial o con horarios variables y que sólo permiten una cobertura social (y hasta médica) reducida o inexistente, la reducción de las jornadas, la subcontratación, el debilitamiento de los sindicatos y tantos otros.
  • 2. La desconexión funcional de las tendencias macroeconómicas. La prosperidad económica ya no supone una mejora en las condiciones laborales de los trabajadores, mientras que su contrario, las crisis, sí que supone otra excusa para recortarlas. Con el tema del COVID y las crisis de trabajadores hemos visto cómo los empresarios, que siempre se habían afanado en reducir las condiciones laborales con la excusa de que había mucha mano de obra, ante la ausencia de profesionales se niegan a mejorar esas condiciones y presionan a los gobiernos para que permitan mayores flujos migratorios, pues en general los inmigrantes estarán dispuestos a aceptar trabajos que no aceptarían los autóctonos.
  • 3. Fijación y estigmatización territoriales. «En vez de estar aislada y diseminada por el conjunto de las zonas de hábitat obrero, la marginalidad avanzada tiende a concentrarse en territorios aislados y claramente circunscritos, percibidos, cada vez más, y tanto en el exterior como en el interior, como lugares de perdición» (p. 287).
  • 4. Alienación espacial y disolución del «lugar». El estigma, visto desde dentro, supone la disolución del lugar antropológico, «la pérdida de un marco humanizado, culturalmente familiar y socialmente diferenciado» en el cual se sientan «entre los suyos». Se da el paso de lugares (places) a espacios (spaces), donde además los lazos se debilitan. Un ejemplo de esto lo vimos en la primera entrada con el paso del gueto (lugar de sociabilidad) al hipergueto (espacio de competición y exclusión), que ya no supone un recurso para sus habitantes.
  • 5. La pérdida de un hinterland. «A la desaparición del espacio se añade la desaparición de un hinterland o de una base de protección viable. En las fases anteriores de crisis y de restructuración del capitalismo moderno, los trabajadores podían replegarse en la economía social de su colectividad de origen» (p. 294), algo que ya no les es posible.
  • 6. Fragmentación social y desintegración simbólica, o la génesis inacabada del «precariado». La marginalidad avanzada se da en un contexto de descomposición de clase, en vez de en uno de consolidación de clase; y bajo la presión de una tendencia a la precarización y a la desproletarización, en vez de a la unificación y homogeneización proletarias que se dieron anteriormente, lo que hace que quienes sufren estos procesos carezcan de un lenguaje específico o una adecuada representación social de grupo. «La propia proliferación de etiquetas para designar los sectores de población dispersos y dispares atenazados por la marginación social y espacial, «nuevos pobres», «marginales», «excluidos», «underclass», «jóvenes de las banlieues», y la trinidad de los «sin» (sin trabajo, sin techo, sin papeles) dice mucho del estado de desarreglo simbólico en el que se hallan las zonas marginales y de las fisuras de la estructura social y urbana» (p. 297).

«Mientras que antes la pobreza en las metrópolis occidentales era un fenómeno esencialmente residual o cíclico, incrustado en las comunidades obreras, geográficamente difuso y considerado remediable por la expansión continuada de la forma mercantil, en la actualidad aparece como persistente e incluso permanente, desconectada de las tendencias macroeconómicas y fijada en barrios de relegación rodeados de una aureola sulfurosa en cuyo seno el aislamiento y la alienación social se alimentan mutuamente, mientras que la distancia entre los que están a él destinados y el resto de la sociedad se va ensanchando. (p. 313)

Esta nueva forma de marginalidad ha avanzado sin freno en aquellos países carentes de protecciones sociales e, incluso en aquellos dotados de un estado del bienestar fuerte (Europa del Norte y Escandinavia), también ha hecho acto de presencia, a menudo mezclada con la temida «integración» de los extranjeros y la «inquietud por la formación de guetos». Tras esta marginalidad, Wacquant detecta cuatro lógicas estructurales:

  • La dinámica macrosocial: el progresivo distanciamiento en la escala de desigualdades en un contexto de prosperidad, es decir, un doble proceso socioprofesional que «multiplica los puestos de trabajo altamente cualificados y remunerados para un personal profesional surgido de la universidad», por un lado, y por el otro, «en la no cualificación y la eliminación pura y simple de millones de puestos de trabajo para los trabajadores sin estudios».
  • La dinámica económica: se da, de nuevo, una doble transformación en el trabajo que consiste, de modo cuantitativo, en la desaparición de puestos de trabajo debido a la progresiva automatización, a la deslocalización en lugares con peores condiciones laborales (y, por lo tanto, óptimos para las empresas) y por el trasvase de empleos industriales hacia empleos en el sector servicios; y, de modo cualitativo, por el empeoramiento general de las condiciones de trabajo (jornadas, salarios, protección social…). Una gran parte de la clase obrera se ha convertido en algo superfluo, pero no han aparecido opciones viables para ellos; además, el propio contrato de trabajo salarial ha dejado de ser una fuente de estabilidad y se ha convertido, por sí mismo, en «fuente de fragmentación social y de precariedad».
  • La dinámica política se refiere al paso de los Estados de garantes de la protección social universal de sus ciudadanos a simples guardianes de las normas del postfordismo, cuando no el propio origen de las desigualdades (lo que Harvey denominaba Estado-guardián, encargado de mantener el mercado bien protegido para que las empresas puedan obtener beneficios).
  • La dinámica espacial, que congrega a los pobres en zonas limítrofes carentes de inversión o las mínimas necesidades sociales. A diferencia del fordismo, en que la pobreza, más o menos, estaba distribuida por todos los barrios obreros y podía afectar a todos los trabajadores, hoy en día se concentra en núcleos que se perciben, como ha ido recorriendo Wacquant a lo largo de todo el libro, como lugares más allá de la salvación posible y, por supuesto, marcados por el estigma permanente.

En este último sentido, Wacquant sí que acepta que se hable de la «americanización de la pobreza». No lo hace si nos referimos a los guetos europeos como si fuesen los americanos; tampoco a la exclusión completa del espacio social en estos polígonos europeos tipo banlieues; pero sí para referirse a las nuevas formas de marginalidad avanzada creadas por el postfordismo con todas las características que hemos ido describiendo en esta entrada.

Finalmente, Wacquant acaba destacando el giro hacia políticas penitenciarias y de tolerancia cero de los estados con la pretensión de luchar contra estas nuevas formas de marginalidad, culpando siempre a quienes las sufren y evitando aceptar su propia responsabilidad. Propone una serie de fórmulas (una especie de salario mínimo, acceso gratuito a la educación, garantía universal de acceso a ciertos bienes públicos, etc.) que, por supuesto, los Estados no aceptarán a menos que sean forzados a ello, y dedica unas últimas palabras a la oleada de violencia que sacudió las afuera de París el 2005, cuando los jóvenes de las banlieues empezaron a quemar coches, algo que achaca al «incremento de la precariedad salarial y de la inseguridad social en las zonas urbanas olvidadas a lo largo de los últimos quince años» y que no sólo no recibían ayudas ni inversiones por parte del Estado, sino que además eran culpabilizadas y estigmatizadas constantemente por sus actos (como leímos, por ejemplo, en La cultura de los suburbios o Chavs. La demonización de la clase obrera).