La ciudad y su trama, Álex Matas Pons

La relación entre la ciudad y la literatura ha sido muy, muy fecunda, especialmente a partir de cierto momento que podríamos situar hacia el siglo XVIII. París, sobre todo, se vuelve el centro (urbano) del mundo y los artistas allí reunidos lo reflejan. Surgen nuevas formas de habitar la ciudad, de convivir con esa multiplicidad de personas heterogéneas y la forma literaria de esa era, que es la novela, las sigue y configura. No hay ciudad, casi, que no tenga un gran autor que la haya glosado y usado como escenario (o protagonista) de sus obras, del mismo modo que una gran mayoría de autores están ligados a un espacio (urbano) concreto.

La lista es tan grande, de hecho, que en ocasiones los estudios que se refieren al tema acaban siendo una mera enumeración, una lista sin verdadero propósito. Es lo que sucedía, por ejemplo, en La ciudad: huellas en el espacio habitado, de Marta Llorente, donde los ejemplos que aparecían (la representación de la ciudad industrial en Dickens, Marx o Victor Hugo, la figura del transeúnte o la de una ciudad tan enorme que era difícil de representar) no tenían una verdadera justificación, más allá de ser relevantes por sí mismos. En otras ocasiones, la elección de los temas responde a una tendencia del autor hacia cierta forma de entender esa representación. Es el caso, por ejemplo, de Ciudades proyectadas. Cine y espacio urbano, de Stephen Barber (del que leímos también Tokyo Vertigo). En este libro, Barber escoge unos momentos muy puntuales en los que el cine ha representado la ciudad desde una perspectiva concreta que le permite acercarse a sus temas (que podríamos enumerar o describir bajo epígrafes como la decadencia de la belleza, el sexo o la concupiscencia de la noche). No se trata, ya, de una enumeración basada en un criterio concreto sino de momentos puntuales escogidos de forma claramente subjetiva.

Otra opción, aún, para acercarse a la relación entre ciudad y literatura es la que lleva a cabo Álex Matas Pons, doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, en este La ciudad y su trama. Literatura, modernidad y crítica de la cultura (Lengua de Trapo, 2010). De hecho, éste no es un ensayo sobre ciudades, sino sobre literatura y el despertar de la modernidad. Pero va inextricablemente unido al lugar donde se dio, y se percibió, ese despertar: en las metrópolis de los siglos XVIII y XIX.

La ciudad y su trama puede ser leída como una continuación (o una respuesta comentada) a Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman. De hecho, el primer capítulo, además de indagar algo en los orígenes míticos de la ciudad, se centra rápidamente en San Petersburgo y en la visión que de esta ciudad, creada casi de la nada, ofrecían distintos autores (Pushkin, Gogol, Dostoievski), que son los mismos que analizaba Berman en su capítulo dedicado a la ciudad. De una ciudad mítica en Pushkin se pasa a una ciudad comercial en Gogol y a una ciudad percibida en Dostoievsi. Ése es uno de los temas que sobresalen a lo largo del ensayo: la legibilidad de la ciudad. Una ciudad que se vuelve rápidamente industrial, frenética, y donde el día (convertido ya en jornada laboral) acabará siendo la muestra de toda una vida (desde el Ulises de Joyce hasta La señora Dalloway de Woolf).

Es de nuevo el movimiento lo que conforma el espacio de la modernidad y este texto [La atalaya del primo, Hoffmann] en realidad culmina aquel proceso que, ya vimos, inauguraba Madame de Lafayette y confirmaba más adelante Diderot en El sobrino de Rameau. El panorama urbano de la modernidad literaria muestra cómo se ha disuelto el espacio codificado en el que gobernaba la noción abstracta de «hombre natural» u «hombre social». El movimiento no sólo expresa la actividad cobrada por la gran ciudad debido al auge del comercio y de toda clase de actividades mercantiles en su interior. Tampoco expresa únicamente la realidad física de todas las capitales europeas que, como es sabido, sufren enormes procesos de remodelación urbanística y, como consecuencia de estos, conquistan grandes y neutros espacios que favorecen el libre movimiento de personas y mercancías. Más allá de todo esto, lo que muestra la ciudad literaria de la modernidad es que, por muy especializado que pretenda estar este recién cobrado espacio, ya no estará libre de lo imprevisible y lo inclasificable: la aparición, por ejemplo, de «un auriga buscando cismáticamente su propio estrecho de Bering [se refiere a la obra de Hoffmann] destruye la ilusión de cualquier escenario ordenado, y por supuesto el de aquel consensuado escenario de las convenciones acordadas y exhibidas. (p. 134)

Ante esta nueva ciudad, enorme y dinámica, la percepción común de la época era la de desorden y caos, tanto moral como espiritual. Por lo tanto, surgen nuevas formas de organizar este espacio, como la monumentalidad, «un instrumento por el que significar actividades, hallar formas elevadas para según qué prácticas y articular así el discurso urbano. Lo que resume la monumentalización burguesa es la moral que inspira la conformación del discurso urbano, una moral que aspira a la atribución de valores simbólicos a los espacios de las ciudades. El monumento burgués alberga estas siempre irresueltas tensiones modernas entre historia y progreso, y también entre belleza estética y utilidad.» (p. 139) Lo que nos lleva, claro, a la noción de la producción del espacio de Lefebvre.

Y de ahí a la pugna entre Camillo Sitte y Otto Wagner en cuanto a la reconstrucción de la Ringstrasse de Viena. Si el primero prefería un arcaísmo romántico, el segundo abogaba por una dignificación de lo tecnológico y de los nuevos materiales constructivos. No es de extrañar, por lo tanto, que los dos monumentos escogidos por Matas sean el Palacio de Cristal y la Torre Eiffel, dos emblemas del cristal y el acero, por un lado, y del hierro, por el otro; ambos, precisamente, erigidos con la excusa de una Exposición Internacional.

Tanto Balzac como Dickens fundan una novela estrictamente urbana y organizan una visión de la modernidad basada en la experiencia discontinua y fragmentaria. Este entorno metropolitano es el que motiva el omnipresente afán clasificatorio: es la época de las Exposiciones, de los escaparates, de los comercios, de las guías literarias… (p. 174)

De la progresiva complejización de la ciudad nacen los que son, a criterio de Matas, «los dos grandes géneros literarios que surgen en el siglo XIX y que dependen directamente del fenómeno urbano»: el poema en prosa y la novela de detectives. Las primeras muestras del segundo género son los cuentos de Poe, aunque tal vez su máximo exponente sea, claro, el detective de Conan Doyle.

Si pensamos en las historias de detectives protagonizadas por Sherlock Holmes, no es cualquier crimen el que suele ocupar sus deducciones, sino el crimen en forma de «enigma» o bajo la forma de «misterio» y no necesita en absoluto el homicidio llamativo por lo violento o sangriento que pueda ser. (…) El detective halla en la densidad de la ciudad, en sus bancos, en sus hoteles, en sus casas, el escenario de suficiente intensidad semiótica para que deba descubrirse el delito precisamente donde está oculto: bajo el comportamiento correcto. (p. 184)

«…mediante la atribución de significados se vuelve descifrable el laberinto de la siempre variable y fragmentaria ciudad de los signos. El detective resuelve el enigma que articula el argumento, pero también resuelve, volviéndola legible, el enigma de la ciudad» (p. 185). Además, y de forma similar, los grandes misterios exóticos, que hasta ahora habían ocurrido en entornos lejanos y misteriosos, poco a poco se acercan a la metrópolis, un lugar de mareas profundas donde los criminales pueden esconderse entre la multitud.

Eso lleva al nacimiento de la figura del observador; que puede ser el detective, en la novela policíaca; o un periodista, como Lucien de Rubempré en Las ilusiones perdidas de Balzac. Ambos tienen en común que no son héroes, sino tipos que están allí y permiten observar (o desentrañar) la ciudad.

Existe un tercer tipo de observador, pero para llegar a él hay que entender, primero, que la ciudad moderna no es la ciudad industrial, sino la ciudad burguesa. El mito de la ciudad moderna como industrial proviene, sobre todo, de la literatura inglesa y sus workhouses, descritas tanto por los propios autores ingleses como por autores extranjeros que las visitaron (Engels mismo).

Sin embargo, la poética urbana tiene muy poco que ver con la tematización que se pueda haber hecho de la industrialización desde monolíticas posiciones de rechazo o de ensalzamiento. Sí tiene que ver, en cambio, con el modo en que las nuevas prácticas culturales, condicionadas por los avances materiales, alcanzan a una hasta entonces inexistente multitud urbana. Walter Benjamin es quien mejor ha explicado cómo estas nuevas prácticas convierten a la ciudad de París en una no oficial capital europea de la civilización y lo hace al recoger, en su inacabada Obra de los pasajes, incontables citas y documentos acerca de esta multitudinaria cultura material y de los diversos modos de experiencia ligados a ella: las Exposiciones Universales, la moda, la fotografía, los Panoramas, etc. (…)

Los inicios de la poética urbana coinciden, de este modo, con los inicios en el siglo XVIII de la era burguesa. Según la versión aceptada comúnmente, la Revolución de 1789 no es más que la culminación de un proceso por el que una inédita conciencia de clase burguesa habría conseguido propagar, a lo largo del siglo XVIII, su idea de libertad –interesadamente ligada a la demanda de libre comercio– y de igualdad –interesadamente ligada a la destrucción de según qué privilegios y exenciones aristocráticas–, hasta acabar liderando un frente popular compuesto por campesinos y artesanos. (p. 230-1)

Puesto que el lenguaje tradicional (el del Ancien Régime) ya no sirve, a medida que sus estructuras van cayendo o van siendo modificadas, se va desarrollando un nuevo lenguaje burgués que irá ligado, por una parte, a ciertos rituales de la antigua clase aristocrática pero, sobre todo, a la exposición y la ostentación públicas (algo que vimos detallado en gran medida en El declive del hombre público, de Richard Sennett, que también aparece citado por Matas). La moda, los cafés, la costumbre del paseo, incluso los porticones de la Rue Rivoli, erigidos para que las damas puedan pasear exhibiendo sus ropajes sin mojarse por la lluvia, así como otros fenómenos (los propios grandes almacenes, las mercancías exóticas, los pasajes) son muestras de esta opulencia pensada para ser consumida, primero, y exhibida, después. Con sus riesgos, claro: «…conforme más ciudadanos acceden al estatus burgués, la definición de este estatus se hace más imprecisa.» (p. 235)

En este embrollo surge la tercera figura del observador: el flâneur, el único, de entre los tres, verdaderamente burgués. El flâneur nace como un lector interesado, como alguien que consulta la prensa y está al día de las cosas, simplemente. Pero si esta figura se vuele tan importante es porque, merced, sobre todo, a los Salones de Baudelaire, se lo acaba identificando con el artista. Artista, burgués, ocioso y un transeúnte que pasea por la ciudad observando a los demás, lo que ya lo sitúa en un afuera o en una otredad; en un umbral, si acaso. O, como lo define Matas, a partir de un verso de Baudelaire («aquel para el que todo devient allégorie«), «aquel que deleitándose con lo efímero absorbe lo particular y lo convierte todo en signo» (p. 243).

El epílogo plantea un escenario alejado en el tiempo de lo anterior. Parte de la planificación para Washington de Charles de l’Enfant y la dibuja, a partir de la descripción que hizo Dickens de ella, como una ciudad vacía, a la espera de que sus bulevares, sus avenidas, sus calles y sus museos tengan casas, personas y transeúntes poblándolas y dotándolas de sentido. Se llega así a la planificación y su hija bastarda de principios del siglo XX: el racionalismo, la construcción de las ciudades desde lo alto sin tener en cuenta su idiosincrasia ni la vitalidad de sus calles. Un racionalismo que se confunde con el modernismo y que sufre progresivas embestidas en su contra, tras cuatro décadas de hegemonía. Por un lado, la demolición de los edificios Pruitt-Igoe en 1972, como ya sentenció Peter Hall en Ciudades del mañana, marca el nacimiento del postmodernismo arquitectónico. O tal vez lo hizo la publicación de Aprendiendo de Las Vegas, en 1972. O la de El lenguaje de la arquitectura, de Jencks, en 1977, a la que nos referimos a partir de La condición de la posmodernidad de Harvey. O incluso la Internacional Situacionista y su propuesta de «la deriva», es decir: una legibilidad de la ciudad alternativa donde los monumentos burgueses y las avenidas que los conectan, ofrecidas al gran tránsito rodado, no sean los puntos clave de la visita. O, incluso (todas ellas, propuesta que enumera Matas), lo sean la publicación de dos libros esenciales: Muerte y vida de las grandes ciudades, de la enorme Jane Jacobs, y La imagen de la ciudad, de Kevin Lynch. Todas ellas vienen a decir que la concepción unívoca de la ciudad que proponía el racionalismo ya no sirve; si es que alguna vez llegó a servir.

Con todo esto, resulta evidente que desde los años cincuenta en adelante la experiencia urbana cobró suma importancia en muy diferentes modalidades discursivas. Como se ha visto, incluso en modalidades tan aparentemente distanciadas como lo eran, en principio, las propuestas de los situacionistas, y el deseo que albergaban de poder poner fin de una vez por todas al «mundo del espectáculo» al que tanto había contribuido la idea burguesa de arte autónomo heredada de la modernidad, y, por otro lado, las propuestas postmodernas, encantadas de construir y trabajar en este «espectáculo del fin del mundo», una vez que se ha dejado atrás la igualmente aborrecible idea del arte autónomo o desinteresado. La psicogeografía y el Strip confirman, eso sí, que toda modalidad discursiva que quiera desmarcarse del modelo de la «ciudad-objeto», y la planificación que lo sostiene, deberá hacerlo concediendo un mayor protagonismo al espacio y a la cotidiana percepción que tenga de él el ciudadano. Las ciencias sociales no fueron, por supuesto, ajenas a este nuevo protagonismo del individuo y, a lo largo de la década de los sesenta, participaron de ese mismo clima.

La ciudad: huellas en el espacio habitado, Marta Llorente

El libro se titula «La ciudad: huellas en el espacio habitado» y remite a los dos principios básicos que dan origen y final al hecho de conformar el espacio que compartimos: la voluntad de configurar la ciudad como estructura inscrita en un lugar, y las huellas, las improntas reales que la vida imprime en los espacios en que se desarrolla. (p. 10)

Marta Llorente es arquitecta y profesora en la UPC, aunque también completó los estudios de Bellas Artes; y ambas facetas se notan en este libro. La ciudad: huellas en el espacio habitado es un recorrido por diversos instantes de las ciudades y su formación desde un punto de vista claro: el de aquellos que la habitan. El estudio se divide en dos partes: la primera se detiene en momentos puntuales que han sido decisivos para la evolución de la ciudad y la segunda en las representaciones de la ciudad a partir de la Edad Media que de ella hacían sus habitantes, especialmente en la literatura.

La primera parte recorre el protoorigen de los enclaves urbanos: la sepultura y el camino; luego el origen mesopotámico y en Oriente Próximo; la idea de ciudad y colonización grecorromanas y la visión romana de la urbe. La segunda parte, centrada en las visiones urbanas, se inicia con la cosmovisión de la ciudad medieval y las arquitecturas del miedo y el castigo de la Inquisición española y acaba con el que es el gran tema del libro: las representaciones de la ciudad en la literatura, especialmente a lo largo de los siglos XIX y XX.

A este apartado dedica tres epígrafes: la ciudad industrial, con el inevitable Dickens pero también Marx, Ruskin y Hugo en París (Los miserables y Nuestra Señora de París); el transeúnte, con Bartleby, el escribiente, El hombre de la multitud de Poe, Kafka en general y La señora Dalloway de Virginia Woolf; y finalmente, la visión de la ciudad como un ente monstruoso, que casi escapaba de la representación, en las distintas formas en que Baudelaire (el burgués) y Eliot (retratando la cotidianidad del ciudadano), Lorca (Poeta en Nueva York) y Le Corbusier se referían a ella.

El primer problema que le encontramos a este libro es su indefinición. La idea de ciudad, de Joseph Rykvert, trataba de demostrar que las ciudades (occidentales) siempre han tenido una serie de puntos en común, de los que parten y que, a día de hoy, aún se mantienen; para ello, rastreaba gran cantidad de fuentes de la época clásica para tratar de dilucidar las distintas formas en que se fundaba una ciudad, física y míticamente. No encontramos el mismo afán aquí: se citan ejemplos sin explicar por qué esos son los escogidos, en detrimento de otros, que o se obvian u olvidan.

Sucede lo mismo con la segunda parte.

La ciudad de la era industrial, la ciudad desbordada en su espacio a partir de la importante transformación de los sistemas de producción que trajo consigo la industria, ha sido un privilegiado objeto de representación. Es la ciudad contemplada, por primera vez, como espectáculo, admirada y sufrida como parte de la vida. (p. 341)

¿Y la ciudad renacentista? Nos acaba de explicar Henri Lefebvre los modos de producción del espacio en la ciudad renacentista y cómo la representación del espacio (el espacio concebido) dominó los espacios de representación (el espacio habitado). Es decir: se vivía en un puro espectáculo, en una perspectiva. ¿Por qué, entonces, la visión literaria de la ciudad se centra en la era industrial? Porque es cuando abunda la que ha sido la forma literaria (y de representación, en general) que mejor ha descrito la ciudad industrial: la novela.

Pintura y dibujo fueron suficientes para la ciudad antigua, la palabra dio cuenta de la ciudad industrial, cine y fotografía se bastaron para el siglo XX, pero la urbe del siglo XXI escapa incluso a esos medios técnicos de representación. ¿Acaso debemos entender que la ciudad ha desaparecido como unidad conceptual?

Estas son las palabras de Félix de Azúa en La arquitectura de la no ciudad. La ciudad antigua fue representada por la pintura y el dibujo, la industrial, por la literatura, especialmente por la más proteica de sus formas: la novela; la metrópolis es demasiado grande para que la novela o la literatura traten de aprehenderla, por lo que su forma será el cine, incluso la publicidad. El gran problema que le achacaba Félix de Azúa a la ciudad actual (y que comparte Castells al hablar de la virtualidad real en La sociedad red) es que la ciudad resultante del espacio de los flujos no tiene forma fácil de representación (más allá, tal vez, de una hiperrealidad basada en el simulacro de Baudrillard, y entre comillas).

No encontramos un discurso similar en Llorente. Escoge determinados autores que retratan sus ciudades durante la era industrial, sin duda, y que lo hacen de forma espléndida. Pero, al dar el paso hacia la metrópolis, abandonamos la novela y entramos en la poesía; porque Eliot y Lorca son de los pocos autores que han sido capaces de plasmar la ruptura que supone con las anteriores formas de ciudad. No es que los otros autores no estén a la altura, sino que el medio de representación de la metrópolis pasa a ser el cine: es mucho más acertada la Metrópolis de Lang, no por las distintas ideologías que puedan subyacer sino porque incluye la visión, el sonido, la palabra y también el corte, el montaje. Las ciudades ya no son unívocas; una narración sí que lo es, incluso cuando da voz a distintos tonos (Las olas, de Virginia Woolf).

Por todo ello, más que un estudio riguroso centrado en un tema, nos encontramos ante un libro de ideas, una serie de reflexiones hilvanadas alrededor de unos temas comunes (la propia autora reconoce que han surgido a lo largo de las clases en las asignaturas que imparte en la universidad) en el que, sin embargo, se echa de menos cierta raíz teórica que hubiese reforzado las reflexiones.

La vida secreta de las ciudades, de Suketu Mehta

Algo en lo que todos los autores que hemos tratado en el blog están de acuerdo es que la ciudad es un ente complejo que sólo se puede abordar desde una multiplicidad de puntos de vista, lo que ni siquiera se acerca a agotar su significado, si es que eso es posible. La abordan urbanistas, arquitectos, geógrafos, ingenieros, sociólogos, paisajistas y tantos otros; y la viven todos sus habitantes, ya lo hagan físicamente, la usen, la visiten o simplemente la sueñen.

La vida secreta de las palabras, de Suketu Mehta, escritor indio residente en Nueva York, la aborda desde el tema literario. Mehta alcanzó la fama con la publicación de Maximun City: Bombay Lost and Found, una narración de su retorno a la ciudad que lo vio nacer y que abandonó con 14 años. El hombre recorre los paisajes que el niño recordaba y explica sus cambios y cómo la ciudad se ha convertido en una megalópolis enorme, colosal y ajena, pero al mismo tiempo reconocible y capaz de tender hilos con sus recuerdos.

vida secreta ciudades

La vida secreta de las palabras es un libro, no una novela, no un estudio, escrito por un autor que ya ha alcanzado el éxito y que repite la fórmula. Mehta desgrana episodios simpáticos que suceden en ciudades, la mayoría más o menos en barrios pobres de la India o favelas de Brasil, y lo mezcla con estadísticas de hechos que están sucediendo en las ciudades, mezclado todo con el amor por las mismas y la visión de los inmigrantes y cómo deben convivir sus distintas ciudades recordadas y habitadas.

Los puntos de vista expresados son, en general, los del autor; acostumbrados como estamos en este blog a unas lecturas más, ehem, académicas, donde la mayoría de afirmaciones suelen recurrir a unas cuantas citas en que apoyarse, todo el armazón construido en La vida secreta de las ciudades parece… inestable. Y algo ñoño. Lo cual no le quita verdad, si es que ésta es posible: es una visión más.

Y una con apuntes más que interesantes:

A los chinos les gusta Europa, en particular, la vieja Europa. Sobre todo, los pueblos europeos viejos. A un magnate de la minería chino le gustó tanto Hallstatt, un pintoresco pueblo austríaco fundado en el siglo II a.C., que decidió encargar, con un coste de 940 millones de dólares, una réplica exacta del mismo cerca de la ciudad industrial de Huizhou, en el delta del río Perla. El nuevo Hallstatt contiene reproducciones de la torre del reloj del pueblo, sus casas de madera y sus calles adoquinadas… Todo está en venta. En 1997, la UNESCO declaró Hallstatt patrimonio de la Humanidad. Los chinos decidieron construir la imitación. Al principio los austriacos se molestaron: se quejaron de que las copias no pagaban regalías. Pero el gusto del pueblo facsímil ha despertado el interés pro el auténtico; si a la lacustre localidad austriaca original antes acudía una cincuentena escasa de turistas chinos al año, ahora la visitan miles. Y los austríacos están encantados de que los emule una superpotencia al alza. En la actualidad la empresa del magnate, Minmetals, está trabajando en una recreación de Escocia en el sudeste chino, cerca de Hunan. ¿Qué clase de Escocia será? No la Escocia de las deprimentes viviendas de protección oficial de Glasgow, por supuesto. Será una Escocia de hombres que lanzan haggis, beben whisky, tocan la gaita, visten falda y se parecen todos a Mel Gibson. En otras palabras, Marca Escocia. (p. 24).

Y, respecto a cómo la imagen de una ciudad hoy en día no viene determinada tanto por lo que sus ciudadanos quieren o incluso lo que a éstos les conviene, sino por las decisiones que toman quienes las financian, Mehta narra cómo cambió la imagen de la ciudad de Nueva York a mediados de los 70:

Felix Rohatyn, el banquero de Lazard que organizó el paquete de rescate cuando Nueva York iba a declararse en bancarrota en 1975, se quejaba de la imagen que la ciudad proyectaba de sí misma: una ciudad derrochadora, dominada por el crimen, dependiente de los subsidios, demasiado acogedora para las aglomeraciones de gente que llegaban de Puerto Rico y otros lugares desfavorecidos. «El estilo de vida de la ciudad desagrada a todo el país», dijo. Había que cambiar el relato: Nueva York tenía que convertirse en una «Meca turística para el resto del país y atraer también a los turistas europeos que observan alarmados la deriva izquierdista de sus respectivos gobiernos. Esta vez, la ciudad de Nueva York debería mirar a Europa y decir: «¡Entrégame a tus ricos!». El relato de Nueva York cambió, y llegaron los turistas: hoy, una de cada cinco personas que está en Manhattan es un turista. (p. 27).

skyline
Skyline de Nueva York, marcas de agua incluidas.

Finalmente, y sólo como apunte, terminamos con las tres reglas necesarias, según el autor, para una ciudad no excluyente:

  • no excluir a nadie de la ley,
  • no excluir a nadie de la celebración;
  • no excluir a nadie de la conversación.

Metrópolis, de Jerome Charyn, y la teoría de las ventanas rotas

La relación entre ciudad y literatura siempre ha sido compleja; de amor unas veces, odio enconado otras, no suelen dejarse indiferentes una a la otra. Son muchos los autores que han tratado de reflejar cómo afecta lo urbano a las personas; vienen a la mente, sin ir más lejos, Virginia Woolf y La señora Dalloway (por hablar de uno de sus personajes), o Joyce y el Ulysses, dando sólo dos pasos de un camino que nos llevaría a recorrer a nuestros autores preferidos y que pasaría, en algún momento, por la psicogeografía de los situacionistas u otras formas de arte. No es casual que todos los ejemplos elegidos se decanten por el flujo de consciencia o por la escritura automática: ¿acaso existe mejor forma de retratar todo lo que sucede en la ciudad al unísono? Borges, otro escritor de lo urbano, narra en algún punto que la percepción es simultánea y la narración, lineal; que no podemos escribir lo que percibimos al tiempo que lo percibimos, sino paso a paso, porción a porción; por eso tal vez la narración sin leyes ni ortografía sea la que más se acerca a la percepción de lo urbano.

Metrópolis. New York como mito, centro mercantil y país mágico es una obra de Jerome Charyn de 1986. Charyn es un prolífico escritor estadounidense nacido, precisamente, en Nueva York al que se considera un gran narrador y también cronista de su época, comparándoselo a un moderno Balzac. En esta obra de no ficción, Charyn habla de la ciudad de Nueva York en el momento en que ésta parece resurgir de sus cenizas y librarse del yugo de la pobreza y la violencia que la azotaron durante los 70 y primeros 80. La capital era entonces famosa, sobre todo, por sus barrios degradados y la delincuencia, con especial mención al metro, que todos temían usar.

ventanas

De hecho existen numerosos estudios psicológicos sobre este tema, el primero de los cuales del doctor Philip Zimbardo y que explican en profundidad en este post de gizmodo. En resumen, Zimbardo observó, durante un trayecto en metro de 30 minutos de duración, cerca de 200 coches destrozados. Extrañado, ideó un experimento, compró un coche de segunda mano, le quitó las matrículas y dejó una puerta abierta y observó cómo, en menos de 20 minutos, otras personas saqueaban el vehículo y luego lo destruían. Llevó a cabo el mismo experimento en sitios distintos y en todos el resultado era similar; en algunos barrios hacía falta más tiempo, en otros se requería la oscuridad y en algunos el efecto se daba de forma inmediata, pero, en esencia, si el coche presentaba desperfectos, las personas no dudaban en robar o destruirlo. Es similar a la noción, ahora ya conocida, de que si una persona entra en un aseo de un lugar público y lo encuentra en buen estado lo dejará en estado similar, mientras que si lo encuentra hecho una piltrafa lo usará sin especial cuidado y quedará peor de lo que estaba.

Los estudios del doctor Zimbardo se usaron en los 80 en el metro de Nueva York para atajar la violencia, partiendo de una premisa que llegó a conocerse como la «teoría de las ventanas rotas«: si en un edificio aparece una ventana rota, y ésta no se repara, algún vándalo romperá otra. Cuando ya haya unas cuantas, todos asumirán que nadie vigila ese edificio, por lo que la resistencia a atacarlo será más baja. Tarde o temprano alguien entrará, robará en él, lo ocupará, etc. Por ello, la forma de prevenir el crimen mayor es atajándolo cuando aún es menor: reparando las primeras ventanas rotas.

Algo similar se hizo en el metro de Nueva York: se borraron todos sus graffitis y se retiraron los coches destrozados, y con ella (y otras medidas) el crimen fue decreciendo.

En ese momento ocurre la narración de Charyn, el año 1985. El autor recorre diversos barrios y aspectos de la ciudad: pasa un día con el alcalde, pasea por los parques con el Concejal de Parques y Distritos, habla a menuda de Jane Jacobs y cómo acabó con la tiranía de Robert Moses, recuerda el Bronx, donde nació, y los cambios que encontró al volver. En definitiva, historias pequeñas de una gran ciudad. Más que las historias en sí, lo memorable es la forma como un habitante de una ciudad se refiere a ella; hay veces en que el lector (al menos un lector alejado en el tiempo y de otro continente) se pierde, no conoce ni los lugares ni las personas referidas; sin embargo, el sentimiento es universal, el que puede sentir cada habitante por su ciudad. Los protagonistas cambian, las anécdotas son otras pero la forma de entender y abarcar lo urbano es similar en todos sus contextos.