Fin de milenio es el tercer volumen en la famosa trilogía del sociólogo Manuel Castells La era de la información. Economía, sociedad y cultura. Leímos el primer volumen, La sociedad red, e hicimos múltiples reseñas (introducción, economía, trabajo, cultura de la virtualidad real y, sobre todo, el espacio de los flujos), quedándonos, sobre todo, con este último concepto. La definición exacta que daba Castells del espacio de los flujos era «la organización material de las prácticas sociales en tiempo compartido que funcionan a través de los flujos» (p. 488-9), lo que más o menos viene a significar, diluyendo algo la definición, una nueva forma espacial y social («el espacio no es un reflejo de la sociedad: es la sociedad misma», decía también) caracterizada por redes complejas, superpuestas, flexibles y dinámicas por las cuales circulan flujos; de capital, de personas, de mercancías, de turismo, de esclavos, de drogas.
Por poner un ejemplo sencillo: la acumulación de mercancías que se dio durante la pandemia del COVID, las dificultades para volver a poner en marcha la cadena de suministros, las rutas alternativas que se buscaron cuando se colapsó el canal de Suez. Los flujos buscan siempre un lugar por el que fluir; puesto que no existe un sólo cauce en una sociedad de redes, cada vez escogen flujos distintos; si no hay uno adecuado, lo abren, y la apertura del primero lleva a la creación de muchos más. El espacio de los flujos es una de las expresiones que hemos usado a menudo en el blog para referirnos al tiempo postfordista, es decir, la forma del tardocapitalismo que surge alrededor de los años 70 del pasado siglo, se consolida hacia los 90 y donde ahora vivimos plenamente. La otra expresión que usamos a menudo es la de acumulación flexible, que es la forma como David Harvey definía este nuevo tardocapitalismo (a raíz de sus reflexiones sobre La condición de la posmodernidad). Y no es casualidad que usemos la expresión del uno o del otro: ya nos explicó Sharon Zukin en su artículo sobre la sociología urbana de los 80 que estos dos nombres eran los pesos pesados de la disciplina.
El segundo volumen, El poder de la identidad, indagaba en cómo respondían los distintos pueblos y culturas a la llegada del espacio de los flujos (global y opuesto al espacio de los lugares, que es local): se abrían oportunidades, claro, pero también temores de pérdida o disolución de la identidad, y aumentaban las proclamas nacionalistas, religiosas o fundamentales. Sin embargo, si el análisis de La sociedad red era atemporal, y hablaba de la apertura de una nueva forma capitalista y social (a pesar de que «la ciudad informacionalista» o «la era informacionalista» no sea un concepto que haya calado, sí lo hizo el de «espacio de los flujos»), El poder de la identidad había envejecido algo y era una colección de casos concretos característicos de su tiempo.

Algo similar sucede con este Fin de milenio. Se analizan procesos sociales complejos que, sin duda, han conformado nuestro día a día; pero no dejan de ser análisis concretos de procesos puntuales que ya han terminado o se han visto modificados. Por ejemplo: el colapso de la Unión Soviética, el auge del Pacífico asiático (hoy hablaríamos de China, claro) o la unificación europea (de la que hoy, con el Brexit o la guerra de Ucrania, por ejemplo, hablaríamos de otro modo, y no tanto como «el advenimiento de una nueva forma de Estado, el Estado red»). Todos estos análisis son, como siempre con Castells, profundos, muy bien documentados y amenos de leer, así que los aconsejamos totalmente; pero escapan al propósito del blog.
Sin embargo, nos quedamos con gran parte de las conclusiones. Por su gran capacidad de observación y de perspectiva (Castells siempre afirma que no es futurólogo y que no se atreve a pronosticar lo que puede pasar; que él sólo da datos de lo que sucede y aventura, a partir de lo documentado, el camino más probable), por su resumen de los cambios en los que ahora estamos inmersos; y porque, tras escribir tal enorme trilogía, y haberse convertido en uno de los referentes en ciencias sociales de las últimas décadas, Manuel Castells se lo merece.
Tras la desaparición del estatismo como sistema, en menos de una década el capitalismo prospera en todo el mundo y profundiza su penetración en los países, las culturas y los ámbitos de la vida. Pese a la existencia de un paisaje social y cultural muy diversificado, por primera vez en la historia, todo el planeta está organizado en torno a un conjunto de reglas económicas en buena medida comunes. Sin embargo, es un capitalismo diferente del que se formó durante la Revolución industrial o del que surgió de la Depresión de los años treinta y la Segunda Guerra Mundial, en la forma de keynesianismo económico y el estado de bienestar. Es una forma endurecida de capitalismo en cuanto a fines y valores, pero incomparablemente más flexible que cualquiera de sus predecesores en cuanto a medios. Es el capitalismo informacional, que se basa en la producción inducida por la innovación y la competitividad orientada a la globalización, para generar riqueza y para apropiársela de forma selectiva. Más que nunca, está incorporado en la cultura y la tecnología. Pero esta vez, tanto la cultura como la tecnología dependen de la capacidad del conocimiento y la información para actuar sobre el conocimiento y la información, en una red recurrente de intercambios globalmente conectados. (p. 372).
También las vidas de los trabajadores han cambiado drásticamente. Junto a la opción de desarrollar, de forma rápida, casi cualquier tarea o empresa, surgen enormes bolsas de desigualdad y exclusión social, «los agujeros negros del capitalismo informacional». Además, debido a la velocidad de los cambios que imponen las redes, pocas personas están completamente a salvo de caer en uno de estos agujeros «de los que, estadísticamente, es difícil escapar».
Aproximadamente un tercio de la mano de obra, no especializada, necesita «a los productores para proteger su poder de negociación, pero los productores informacionales no los necesitan a ellos: ésta es una división fundamental en el capitalismo informacional, que conduce a la disolución gradual de los restos de la solidaridad de clase de la sociedad industrial». (p. 379)
¿Pero quién se apropia de una parte del trabajo de los productores informacionales? En cierto sentido, nada ha cambiado respecto al capitalismo clásico: sus empleadores; ése es el principal motivo por el que los emplean. Pero, por otra parte, el mecanismo de apropiación de la plusvalía es mucho más complicado. En primer lugar, las relaciones laborales están tendencialmente individualizadas, lo que significa que cada productor recibirá un trato diferente. En segundo lugar, una proporción creciente de productores controlan su propio proceso de trabajo y entran en relaciones laborales horizontales específicas, de tal modo que, en buena medida, se vuelven productores independientes, sometidos a las fuerzas del mercado, pero aplicando estrategias de mercado. En tercer lugar, sus ganancias suelen ir al torbellino de los mercados financieros globales, alimentados precisamente por el sector pudiente de la población mundial, de tal modo que también son dueños colectivos de capital colectivo, con lo que se vuelven dependientes de los resultados de los mercados de capital. En estas condiciones, apenas cabe considerar que exista una contradicción de clase entre estas redes de productores extremadamente individualizados y el capitalista colectivo de las redes financieras globales. Sin duda, se dan un abuso y una explotación crecientes de los productores individuales, así como de las grandes masas de trabajadores genéricos, por parte de quienes controlan los procesos de producción. No obstante, la segmentación de la mano de obra, la individualización del trabajo y la difusión del capital en los circuitos de las finanzas globales han inducido en conjunto la desaparición gradual de la estructura de clases de la sociedad industrial. Existen, y existirán, importantes conflictos sociales, algunos de ellos protagonizados por los trabajadores y los sindicatos, de Corea a España. No obstante, no son expresión de la lucha de clases, sino de reivindicaciones de grupos de interés o de revueltas contra la injusticia.
Las divisiones sociales verdaderamente fundamentales de la era de la información son: primero, la fragmentación interna de la mano de obra entre productores informacionales y trabajadores genéricos reemplazables. Segundo, la exclusión social de un segmento significativo de la sociedad compuesto por individuos desechados cuyo valor como trabajadores / consumidores se ha agotado y de cuya importancia como personas se prescinde. Y, tercero, la separación entre la lógica de mercado de las redes globales de los flujos de capital y la experiencia humana de las vidas de los trabajadores. (p. 380)
Las promesas del Estado, incapaz (o sin verdadera voluntad) de cumplir con el estado de bienestar y dar ciertas garantías sociales, cada vez se cumplen menos y se evidencia que están bajo el dictado de los grandes poderes internacionales del capital, por lo que pierden progresivamente legitimidad. ¿A dónde irá esa legitimidad?
En estas condiciones, la política informacional, que se realiza primordialmente por la manipulación de símbolos en el espacio de los medios de comunicación, encaja bien con este mundo en constante cambio de las relaciones de poder. Los juegos estratégicos, la representación personalizada y el liderazgo individualizado sustituyen a los agrupamientos de clase, la movilización ideológica y el control partidista, que caracterizaron a la política en la era industrial. Cuando la política se convierte en un teatro y las instituciones políticas son órganos de negociación más que sedes de poder, los ciudadanos de todo el mundo reaccionan a la defensiva y votan para evitar ser perjudicados por el Estado, en lugar de confiarle su voluntad. En cierto sentido, el sistema político se va vaciando de poder.
Sin embargo, el poder no desaparece. En una sociedad informacional, queda inscrito, en un ámbito fundamental, en los códigos culturales mediante los cuales las personas y las instituciones conciben la vida y toman decisiones, incluidas las políticas. En cierto sentido, el poder, aunque real, se vuelve inmaterial.
[…] Las batallas culturales son las batallas del poder en la era de la información. Se libran primordialmente en los medios de comunicación y por los medios de comunicación, pero éstos no son los que ostentan el poder. El poder, como capacidad de imponer la conducta, radica en las redes de intercambio de información y manipulación de símbolos, que relacionan a los actores sociales, las instituciones y los movimientos culturales, a través de iconos, portavoces y amplificadores intelectuales. (p. 381-2)
Aquí estamos en desacuerdo con Castells. Tal vez a finales de los 90 (recordemos: la trilogía es de 1996-98), la capacidad individual tenía cierto peso en las redes; en la red, mejor dicho, en internet. Ya en el primer apartado de La sociedad red reseñamos el valor que daba Castells a la cultura hacker que tuvo tanta importancia en los orígenes de internet, pero que, a dos décadas de distancia, se ha diluido en un ecosistema oligárquico controlado por unas pocas empresas, concentradas y con objetivos cada vez más conservadores, que deciden cómo se accede y se usa la red; y donde el anonimato de esos tiempos ha sido substituido por smartphones que nos imponen reconocimiento facial, de huellas dactilares o, como poco, repetir códigos a cada pocos minutos para confirmar nuestra identidad. En vez de terminales anónimas al ciberespacio, se han convertido en nodos de rastreamiento individual y colectivo. Por eso google nos informa de si hay mucha o poca gente en la carnicería tal cuando la buscamos en internet; porque la cantidad de información disponible es abrumadora y de muy difícil acceso para quien no tenga conocimientos especializados.
El espacio de los flujos de la era de la información domina al espacio de los lugares de las culturas de los pueblos. (…) La tecnología comprime el tiempo en unos pocos instantes aleatorios, con lo cual la sociedad pierde el sentido de secuencia y la historia se deshistoriza. Al recluir al poder en el espacio de los flujos, permitir al capital escapar del tiempo y disolver la historia en la cultura de lo efímero, la sociedad red desencarna las relaciones sociales, induciendo la cultura de la virtualidad real. (p. 383)
Es decir: Emilia Clarke es la madre de dragones, una mujer de voluntad férrea y decisión poderosa, obviando las distancias entre actriz y personaje; incluso el doblador al español de Sheldon Cooper (protagonista de The Big Bang Theory, una sitcom sobre físicos de alto nivel) realiza anuncios sobre tecnología, en una extraña carambola donde se le presupone cierta semejanza con el personaje no ya al actor que lo interpreta, sino al que dobla su voz a otro idioma. Pero el objetivo no es dicha semejanza, sino una curiosa chanza, un reconocimiento al canal, compartido entre el emisor y el receptor, cierta forma similar de pensamiento: «han escogido a tal persona para hacer tal anuncio…» y generar una cadena de simpatía que se vincule con el producto anunciado. La virtualidad real, en estado puro y cada vez más complejo.
En la era industrial, el movimiento obrero luchó contra el capital. Sin embargo, capital y trabajo compartían los objetivos y valores de la industrialización –productividad y progreso material–, buscando cada cual controlar su desarrollo y una parte mayor de su cosecha. Al final alcanzaron un pacto social. En la era de la información, la lógica prevaleciente de las redes globales dominantes es tan omnipresente y penetrante que el único modo de salir de su dominio parece ser situarse fuera de esas redes y reconstruir el sentido atendiendo a un sistema de valores y creencias completamente diferente. (p. 385)
Volvemos a estar en desacuerdo con Castells. No tanto con el pacto social entre capital y trabajadores (nos parece más una paz ficticia que se pudo mantener mientras el capitalismo se expandía geográfica y temporalmente, algo que llegó a su fin cuando todo el mundo ya estaba bajo sus redes, como explicaba Harvey), sino por los enormes cambios sociales que debían llegar con el advenimiento de la era informacional y que, sin embargo, han sido absorbidos por la sociedad en apenas una generación. Eso sí: cada vez se ha vuelto más difícil cuestionar el sistema (de flujos, de acumulación flexible, llámenlo como quieran), con sus valores sobre eficacia y su conversión de todo lo existente en algo capaz de ser valorado monetariamente.
«Sin un Palacio de Invierno que tomar, las explosiones de revuelta puede que implosionen, transformándose en violencia cotidiana sin sentido.» (p. 387). O en un individualismo extremo, carente de la más mínima solidaridad social (algo que comentábamos a propósito de los residentes de las gated communities en el artículo de Carmen Bellet Visiones de privatopía).
La economía global se expandirá en el siglo XXI , mediante el incremento sustancial de la potencia de las telecomunicaciones y del procesamiento de la información. Penetrará en todos los países, todos los territorios, todas las culturas, todos los flujos de comunicación y todas las redes financieras, explorando incesantemente el planeta en busca de nuevas oportunidades de lograr beneficios. Pero lo hará de forma selectiva, vinculando segmentos valiosos y desechando localidades y personas devaluadas o irrelevantes. El desequilibrio territorial de la producción dará como resultado una geografía altamente diversificada de creación de valor que introducirá marcadas diferencias entre países, regiones y áreas metropolitanas. En todas partes se encontrarán lugares y personas valiosas, incluso en el África subsahariana, como he sostenido en este volumen. Pero también se encontrarán en todas partes territorios y personas desconectadas y marginadas, si bien en proporciones diferentes. El planeta se está segmentando en espacios claramente distintos, definidos por diferentes regímenes temporales. (p. 388)