Fin de milenio, Manuel Castells

Fin de milenio es el tercer volumen en la famosa trilogía del sociólogo Manuel Castells La era de la información. Economía, sociedad y cultura. Leímos el primer volumen, La sociedad red, e hicimos múltiples reseñas (introducción, economía, trabajo, cultura de la virtualidad real y, sobre todo, el espacio de los flujos), quedándonos, sobre todo, con este último concepto. La definición exacta que daba Castells del espacio de los flujos era «la organización material de las prácticas sociales en tiempo compartido que funcionan a través de los flujos» (p. 488-9), lo que más o menos viene a significar, diluyendo algo la definición, una nueva forma espacial y social («el espacio no es un reflejo de la sociedad: es la sociedad misma», decía también) caracterizada por redes complejas, superpuestas, flexibles y dinámicas por las cuales circulan flujos; de capital, de personas, de mercancías, de turismo, de esclavos, de drogas.

Por poner un ejemplo sencillo: la acumulación de mercancías que se dio durante la pandemia del COVID, las dificultades para volver a poner en marcha la cadena de suministros, las rutas alternativas que se buscaron cuando se colapsó el canal de Suez. Los flujos buscan siempre un lugar por el que fluir; puesto que no existe un sólo cauce en una sociedad de redes, cada vez escogen flujos distintos; si no hay uno adecuado, lo abren, y la apertura del primero lleva a la creación de muchos más. El espacio de los flujos es una de las expresiones que hemos usado a menudo en el blog para referirnos al tiempo postfordista, es decir, la forma del tardocapitalismo que surge alrededor de los años 70 del pasado siglo, se consolida hacia los 90 y donde ahora vivimos plenamente. La otra expresión que usamos a menudo es la de acumulación flexible, que es la forma como David Harvey definía este nuevo tardocapitalismo (a raíz de sus reflexiones sobre La condición de la posmodernidad). Y no es casualidad que usemos la expresión del uno o del otro: ya nos explicó Sharon Zukin en su artículo sobre la sociología urbana de los 80 que estos dos nombres eran los pesos pesados de la disciplina.

El segundo volumen, El poder de la identidad, indagaba en cómo respondían los distintos pueblos y culturas a la llegada del espacio de los flujos (global y opuesto al espacio de los lugares, que es local): se abrían oportunidades, claro, pero también temores de pérdida o disolución de la identidad, y aumentaban las proclamas nacionalistas, religiosas o fundamentales. Sin embargo, si el análisis de La sociedad red era atemporal, y hablaba de la apertura de una nueva forma capitalista y social (a pesar de que «la ciudad informacionalista» o «la era informacionalista» no sea un concepto que haya calado, sí lo hizo el de «espacio de los flujos»), El poder de la identidad había envejecido algo y era una colección de casos concretos característicos de su tiempo.

Algo similar sucede con este Fin de milenio. Se analizan procesos sociales complejos que, sin duda, han conformado nuestro día a día; pero no dejan de ser análisis concretos de procesos puntuales que ya han terminado o se han visto modificados. Por ejemplo: el colapso de la Unión Soviética, el auge del Pacífico asiático (hoy hablaríamos de China, claro) o la unificación europea (de la que hoy, con el Brexit o la guerra de Ucrania, por ejemplo, hablaríamos de otro modo, y no tanto como «el advenimiento de una nueva forma de Estado, el Estado red»). Todos estos análisis son, como siempre con Castells, profundos, muy bien documentados y amenos de leer, así que los aconsejamos totalmente; pero escapan al propósito del blog.

Sin embargo, nos quedamos con gran parte de las conclusiones. Por su gran capacidad de observación y de perspectiva (Castells siempre afirma que no es futurólogo y que no se atreve a pronosticar lo que puede pasar; que él sólo da datos de lo que sucede y aventura, a partir de lo documentado, el camino más probable), por su resumen de los cambios en los que ahora estamos inmersos; y porque, tras escribir tal enorme trilogía, y haberse convertido en uno de los referentes en ciencias sociales de las últimas décadas, Manuel Castells se lo merece.

Tras la desaparición del estatismo como sistema, en menos de una década el capitalismo prospera en todo el mundo y profundiza su penetración en los países, las culturas y los ámbitos de la vida. Pese a la existencia de un paisaje social y cultural muy diversificado, por primera vez en la historia, todo el planeta está organizado en torno a un conjunto de reglas económicas en buena medida comunes. Sin embargo, es un capitalismo diferente del que se formó durante la Revolución industrial o del que surgió de la Depresión de los años treinta y la Segunda Guerra Mundial, en la forma de keynesianismo económico y el estado de bienestar. Es una forma endurecida de capitalismo en cuanto a fines y valores, pero incomparablemente más flexible que cualquiera de sus predecesores en cuanto a medios. Es el capitalismo informacional, que se basa en la producción inducida por la innovación y la competitividad orientada a la globalización, para generar riqueza y para apropiársela de forma selectiva. Más que nunca, está incorporado en la cultura y la tecnología. Pero esta vez, tanto la cultura como la tecnología dependen de la capacidad del conocimiento y la información para actuar sobre el conocimiento y la información, en una red recurrente de intercambios globalmente conectados. (p. 372).

También las vidas de los trabajadores han cambiado drásticamente. Junto a la opción de desarrollar, de forma rápida, casi cualquier tarea o empresa, surgen enormes bolsas de desigualdad y exclusión social, «los agujeros negros del capitalismo informacional». Además, debido a la velocidad de los cambios que imponen las redes, pocas personas están completamente a salvo de caer en uno de estos agujeros «de los que, estadísticamente, es difícil escapar».

Aproximadamente un tercio de la mano de obra, no especializada, necesita «a los productores para proteger su poder de negociación, pero los productores informacionales no los necesitan a ellos: ésta es una división fundamental en el capitalismo informacional, que conduce a la disolución gradual de los restos de la solidaridad de clase de la sociedad industrial». (p. 379)

¿Pero quién se apropia de una parte del trabajo de los productores informacionales? En cierto sentido, nada ha cambiado respecto al capitalismo clásico: sus empleadores; ése es el principal motivo por el que los emplean. Pero, por otra parte, el mecanismo de apropiación de la plusvalía es mucho más complicado. En primer lugar, las relaciones laborales están tendencialmente individualizadas, lo que significa que cada productor recibirá un trato diferente. En segundo lugar, una proporción creciente de productores controlan su propio proceso de trabajo y entran en relaciones laborales horizontales específicas, de tal modo que, en buena medida, se vuelven productores independientes, sometidos a las fuerzas del mercado, pero aplicando estrategias de mercado. En tercer lugar, sus ganancias suelen ir al torbellino de los mercados financieros globales, alimentados precisamente por el sector pudiente de la población mundial, de tal modo que también son dueños colectivos de capital colectivo, con lo que se vuelven dependientes de los resultados de los mercados de capital. En estas condiciones, apenas cabe considerar que exista una contradicción de clase entre estas redes de productores extremadamente individualizados y el capitalista colectivo de las redes financieras globales. Sin duda, se dan un abuso y una explotación crecientes de los productores individuales, así como de las grandes masas de trabajadores genéricos, por parte de quienes controlan los procesos de producción. No obstante, la segmentación de la mano de obra, la individualización del trabajo y la difusión del capital en los circuitos de las finanzas globales han inducido en conjunto la desaparición gradual de la estructura de clases de la sociedad industrial. Existen, y existirán, importantes conflictos sociales, algunos de ellos protagonizados por los trabajadores y los sindicatos, de Corea a España. No obstante, no son expresión de la lucha de clases, sino de reivindicaciones de grupos de interés o de revueltas contra la injusticia.

Las divisiones sociales verdaderamente fundamentales de la era de la información son: primero, la fragmentación interna de la mano de obra entre productores informacionales y trabajadores genéricos reemplazables. Segundo, la exclusión social de un segmento significativo de la sociedad compuesto por individuos desechados cuyo valor como trabajadores / consumidores se ha agotado y de cuya importancia como personas se prescinde. Y, tercero, la separación entre la lógica de mercado de las redes globales de los flujos de capital y la experiencia humana de las vidas de los trabajadores. (p. 380)

Las promesas del Estado, incapaz (o sin verdadera voluntad) de cumplir con el estado de bienestar y dar ciertas garantías sociales, cada vez se cumplen menos y se evidencia que están bajo el dictado de los grandes poderes internacionales del capital, por lo que pierden progresivamente legitimidad. ¿A dónde irá esa legitimidad?

En estas condiciones, la política informacional, que se realiza primordialmente por la manipulación de símbolos en el espacio de los medios de comunicación, encaja bien con este mundo en constante cambio de las relaciones de poder. Los juegos estratégicos, la representación personalizada y el liderazgo individualizado sustituyen a los agrupamientos de clase, la movilización ideológica y el control partidista, que caracterizaron a la política en la era industrial. Cuando la política se convierte en un teatro y las instituciones políticas son órganos de negociación más que sedes de poder, los ciudadanos de todo el mundo reaccionan a la defensiva y votan para evitar ser perjudicados por el Estado, en lugar de confiarle su voluntad. En cierto sentido, el sistema político se va vaciando de poder.

Sin embargo, el poder no desaparece. En una sociedad informacional, queda inscrito, en un ámbito fundamental, en los códigos culturales mediante los cuales las personas y las instituciones conciben la vida y toman decisiones, incluidas las políticas. En cierto sentido, el poder, aunque real, se vuelve inmaterial.

[…] Las batallas culturales son las batallas del poder en la era de la información. Se libran primordialmente en los medios de comunicación y por los medios de comunicación, pero éstos no son los que ostentan el poder. El poder, como capacidad de imponer la conducta, radica en las redes de intercambio de información y manipulación de símbolos, que relacionan a los actores sociales, las instituciones y los movimientos culturales, a través de iconos, portavoces y amplificadores intelectuales. (p. 381-2)

Aquí estamos en desacuerdo con Castells. Tal vez a finales de los 90 (recordemos: la trilogía es de 1996-98), la capacidad individual tenía cierto peso en las redes; en la red, mejor dicho, en internet. Ya en el primer apartado de La sociedad red reseñamos el valor que daba Castells a la cultura hacker que tuvo tanta importancia en los orígenes de internet, pero que, a dos décadas de distancia, se ha diluido en un ecosistema oligárquico controlado por unas pocas empresas, concentradas y con objetivos cada vez más conservadores, que deciden cómo se accede y se usa la red; y donde el anonimato de esos tiempos ha sido substituido por smartphones que nos imponen reconocimiento facial, de huellas dactilares o, como poco, repetir códigos a cada pocos minutos para confirmar nuestra identidad. En vez de terminales anónimas al ciberespacio, se han convertido en nodos de rastreamiento individual y colectivo. Por eso google nos informa de si hay mucha o poca gente en la carnicería tal cuando la buscamos en internet; porque la cantidad de información disponible es abrumadora y de muy difícil acceso para quien no tenga conocimientos especializados.

El espacio de los flujos de la era de la información domina al espacio de los lugares de las culturas de los pueblos. (…) La tecnología comprime el tiempo en unos pocos instantes aleatorios, con lo cual la sociedad pierde el sentido de secuencia y la historia se deshistoriza. Al recluir al poder en el espacio de los flujos, permitir al capital escapar del tiempo y disolver la historia en la cultura de lo efímero, la sociedad red desencarna las relaciones sociales, induciendo la cultura de la virtualidad real. (p. 383)

Es decir: Emilia Clarke es la madre de dragones, una mujer de voluntad férrea y decisión poderosa, obviando las distancias entre actriz y personaje; incluso el doblador al español de Sheldon Cooper (protagonista de The Big Bang Theory, una sitcom sobre físicos de alto nivel) realiza anuncios sobre tecnología, en una extraña carambola donde se le presupone cierta semejanza con el personaje no ya al actor que lo interpreta, sino al que dobla su voz a otro idioma. Pero el objetivo no es dicha semejanza, sino una curiosa chanza, un reconocimiento al canal, compartido entre el emisor y el receptor, cierta forma similar de pensamiento: «han escogido a tal persona para hacer tal anuncio…» y generar una cadena de simpatía que se vincule con el producto anunciado. La virtualidad real, en estado puro y cada vez más complejo.

En la era industrial, el movimiento obrero luchó contra el capital. Sin embargo, capital y trabajo compartían los objetivos y valores de la industrialización –productividad y progreso material–, buscando cada cual controlar su desarrollo y una parte mayor de su cosecha. Al final alcanzaron un pacto social. En la era de la información, la lógica prevaleciente de las redes globales dominantes es tan omnipresente y penetrante que el único modo de salir de su dominio parece ser situarse fuera de esas redes y reconstruir el sentido atendiendo a un sistema de valores y creencias completamente diferente. (p. 385)

Volvemos a estar en desacuerdo con Castells. No tanto con el pacto social entre capital y trabajadores (nos parece más una paz ficticia que se pudo mantener mientras el capitalismo se expandía geográfica y temporalmente, algo que llegó a su fin cuando todo el mundo ya estaba bajo sus redes, como explicaba Harvey), sino por los enormes cambios sociales que debían llegar con el advenimiento de la era informacional y que, sin embargo, han sido absorbidos por la sociedad en apenas una generación. Eso sí: cada vez se ha vuelto más difícil cuestionar el sistema (de flujos, de acumulación flexible, llámenlo como quieran), con sus valores sobre eficacia y su conversión de todo lo existente en algo capaz de ser valorado monetariamente.

«Sin un Palacio de Invierno que tomar, las explosiones de revuelta puede que implosionen, transformándose en violencia cotidiana sin sentido.» (p. 387). O en un individualismo extremo, carente de la más mínima solidaridad social (algo que comentábamos a propósito de los residentes de las gated communities en el artículo de Carmen Bellet Visiones de privatopía).

La economía global se expandirá en el siglo XXI , mediante el incremento sustancial de la potencia de las telecomunicaciones y del procesamiento de la información. Penetrará en todos los países, todos los territorios, todas las culturas, todos los flujos de comunicación y todas las redes financieras, explorando incesantemente el planeta en busca de nuevas oportunidades de lograr beneficios. Pero lo hará de forma selectiva, vinculando segmentos valiosos y desechando localidades y personas devaluadas o irrelevantes. El desequilibrio territorial de la producción dará como resultado una geografía altamente diversificada de creación de valor que introducirá marcadas diferencias entre países, regiones y áreas metropolitanas. En todas partes se encontrarán lugares y personas valiosas, incluso en el África subsahariana, como he sostenido en este volumen. Pero también se encontrarán en todas partes territorios y personas desconectadas y marginadas, si bien en proporciones diferentes. El planeta se está segmentando en espacios claramente distintos, definidos por diferentes regímenes temporales. (p. 388)

El poder de la identidad, Manuel Castells

La trilogía La era de la información es una obra monumental del sociólogo Manuel Castells que se compone de los libros La sociedad red (1996), El poder de la identidad (1997) y Fin de milenio (1999), aunque su publicación generó tanto revuelo y comentarios que Castells reeditó una nueva edición aumentada en 2000. En su momento leímos, y disfrutamos, la primera parte, La sociedad red, donde se estudian los cambios sociales, políticos y económicos de la llegada de la sociedad de la información y del espacio de los flujos. Dividimos la reseña del libro en cinco entradas: la revolución tecnológica que permitió la globalización (las TIC, el nacimiento y expansión de internet, en la primera entrada); el trasvase empresarial de la unidad empresa a la unidad red (segunda entrada), la nueva tipología empresarial y laboral (tercera), la virtualidad real generada por el nuevo sistema informacional (cuarta) y el espacio y el tiempo de los flujos y cómo afectaba, sobre todo, a los entornos urbanos globales (quinta).

Este segundo libro, El poder de la identidad, se centra en los efectos que el espacio de los flujos o la globalización tienen sobre los Estados-nación y sobre la identidad social de los habitantes de cada país. Gran cantidad de movimientos, como el feminismo o el ecologismo, han pasado a articularse de modo global, mientras que muchos otros lugares han visto el resurgimiento de formas de identidad locales para oponerse a un entorno fluido, mutable, siempre cambiante donde se percibe que el control escapa progresivamente de las manos locales. Con ese objetivo, Castells analiza una gran cantidad de movimientos distintos que buscan afianzar la identidad, ya sea política, religiosa, nacional o de otros tipos, en determinados lugares.

Sin embargo, lo que en La sociedad red era el estudio de un momento concreto y sus efectos a corto y medio plazo sobre el ecosistema global, por lo que es un estudio relativamente atemporal, El poder de la identidad fue escrito hace veinte años, y se nota. La mayoría de los movimientos que Castells analiza en el libro han sufrido una gran evolución; todo el sistema económico, político y global, en definitiva, también lo ha hecho. Ni siquiera, por poner un ejemplo, había sucedido el 11-S, por lo que en general el libro queda bastante enmarcado en un momento concreto y la mayor parte de sus ejemplos, algo desfasados.

Hay partes que siguen teniendo actualidad, claro. En «la construcción social de la identidad que siempre tiene lugar en un contexto marcado por las relaciones de poder» (p. 29), Castells distingue tres formas distintas:

  • La identidad legitimadora, «introducida por las instituciones dominantes de la sociedad para extender y racionalizar su dominación frente a los actores sociales», Este tipo de identidad lleva a la creación de una sociedad civil, «un conjunto de organizaciones e instituciones, así como un serie de actores sociales estructurados y organizados, que reproducen, si bien a veces de modo conflictivo, la identidad que racionaliza las fuentes de la dominación estructural» (p. 30);
  • La identidad de resistencia, «generada por aquellos actores que se encuentran en condiciones/posiciones devaluadas o estigmatizadas por la lógica de la dominación, por lo que construyen trincheras de resistencia y supervivencia basándose en principios diferentes u opuestos a los que impregnan las instituciones de la sociedad». Esta identidad lleva a la formación de comunas o comunidades; por ejemplo, los «nacionalismos basados en la etnicidad, el fundamentalismo religioso, las comunidades territoriales, las comunidades gay» (p. 31), lo que Castells denomina «la exclusión de los exclusores por los excluidos».
  • La identidad proyecto «construye una nueva identidad que redefine su posición en la sociedad y, al hacerlo, busca la transformación de toda la estructura social». El ejemplo de Castells son las feministas al reclamar los derechos de las mujeres y desafiar al patriarcado y, por extensión, la familia patriarcal y toda una estructura social. Esta identidad produce sujetos, que «no son individuos, aun cuando estén compuestos por individuos. Son el actor social colectivo mediante el cual los individuos alcanzan un sentido holístico de su experiencia» (p. 32).

Cómo se construyen los diferentes tipos de identidades, por quiénes y con qué resultados no puede abordarse en términos generales y abstractos: depende del contexto social. La política de la identidad, como escribe Zaretsky, «debe situarse en la historia». (p. 32)

En la era informacional, «la planificación reflexiva de la vida se vuelve imposible, excepto para la élite que habita el espacio atemporal de los flujos de las redes globales y sus localidades subordinadas» (p. 33), lo que empuja al resto a una pugna por la construcción de su identidad social en aras de entender su lugar en el mundo y, desde ahí, proyectar sus objetivos o planes vitales. Si, por ejemplo, en la sociedad moderna el socialismo se basó en el movimiento obrero, «en la sociedad red, la identidad proyecto, en caso de que se desarrolle, surge de la resistencia comunal» (p. 34).

De los muchos ejemplos que da Castells sobre la formación de las identidades sociales (nacionalismos, luchas políticas, fundamentalismo religioso), escogemos la creación de los barrios gay de San Francisco.

Para expresarse, los gays siempre se han reunido, en los tiempos modernos, en bares nocturnos y lugares codificados. Cuando tuvieron suficiente conciencia y fuerza para «aparecer» colectivamente marcaron lugares donde podían estar a salvo juntos e inventar nuevas vidas. Las fronteras territoriales de sus lugares elegidos se convirtieron en la base para la construcción de instituciones autónomas y la creación de una autonomía cultural. Levine ha expuesto el modelo sistemático de las
concentraciones espaciales de los gays en las ciudades estadounidenses durante la década de los setenta. Aunque él y otros utilizaron el término «gueto», los militantes gays hablan de «zonas liberadas»: y, en efecto, existe una importante diferencia entre los guetos y las áreas gays, ya que las últimas suelen estar construidas deliberadamente por personas gays para crear su ciudad propia, en el marco de la sociedad urbana más amplia. ¿Por qué San Francisco? Ciudad instantánea, asentamiento para aventureros atraídos por el oro y la libertad, San Francisco siempre fue un lugar de normas morales tolerantes. La Barbary Coast era un punto de encuentro para marineros, viajeros, transeúntes, soñadores, estafadores, empresarios, rebeldes y desviados, un entorno de encuentros casuales y pocas reglas sociales, donde la línea divisoria de lo normal y lo anormal era borrosa. No obstante, en los años veinte, la ciudad decidió volverse respetable, surgiendo como la capital cultural del Oeste estadounidense y creciendo elegantemente bajo la sombra autoritaria de la Iglesia católica, con el apoyo de sus legiones de irlandeses e italianos de clase obrera. Cuando el movimiento de reforma alcanzó al ayuntamiento y la policía en los años treinta, los «desviados» fueron reprimidos y obligados a ocultarse. Así pues, los orígenes pioneros de San Francisco como ciudad libre no bastan para explicar su destino como escenario de la liberación gay. El punto decisivo fue la Segunda Guerra Mundial. San Francisco fue el principal puerto del frente del Pacífico. Pasaron por la ciudad unos 1,6 millones de hombres y mujeres jóvenes: solos, desarraigados, al borde de la muerte y el sufrimiento y compartiendo la mayor parte del tiempo con personas de su mismo sexo, muchos de ellos descubrieron, o eligieron, la homosexualidad. Y muchos fueron licenciados con deshonor de la marina y desembarcados en San Francisco. En lugar de volver a lugares como Iowa a soportar el estigma, se quedaron en la ciudad, y a ellos se unieron otros miles de gays al final de la guerra. Se reunían en bares y formaron redes de apoyo y participación. Desde finales de los años cuarenta, comenzó a surgir una cultura gay. Sin embargo, la transición de los bares a las calles hubo de esperar más de una década, cuando florecieron en San Francisco modos de vida alternativos, con la generación beatnik, y en torno a los círculos literarios que se interconectaron en la librería City Lights, con Ginsberg, Kerouac y los poetas de Black Mountain, entre otros. (…) Cuando los medios de comunicación se centraron en la cultura beatnik, destacaron la amplia presencia de la homosexualidad cómo una prueba de su desviación. Al hacerlo, dieron publicidad a San Francisco como una meca gay, atrayendo a miles de gays de todos los Estados Unidos. El ayuntamiento respondió con represión, lo que llevó a la formación, en 1964, de la Society of Individual Rights, que defendía a los gays, en conexión con el Tavern Guild, una asociación comercial de gays y propietarios de bares bohemios que luchaba contra el acoso policial. (p. 240)

A finales de los sesenta, sumando la revolución cultural y los hippies, tanto los gays como usuarios como los propietarios gays se hicieron con propiedades en la zona y se concentraron/construyeron un barrio que podían considerar suyo.

Por otro lado, Castells destaca el papel político de líderes como Harvey Milk, no sólo dando visibilidad al movimiento sino dejando claro que formaban parte de la ciudad y que, como tal, era una fuerza a tener en cuenta y una población con intención de luchar por sus propias metas.

Sin embargo, la comunidad gay de los años noventa no es la misma que la formada en los setenta, debido a la aparición del sida a comienzos de la década de los ochenta. En diez años, murieron unas 15.000 personas por su causa en San Francisco y a varios miles se les diagnosticó infección por el VIH. La reacción de la comunidad gay fue notable, ya que San Francisco se convirtió en un modelo para todo el mundo en cuanto a autoorganización, prevención y acción política orientada a controlar la epidemia de sida, un peligro para la humanidad. Creo que es exacto decir que el movimiento gay más importante de la década de los ochenta/noventa es el componente gay del movimiento contra el sida, en sus diferentes manifestaciones, de las clínicas a los grupos militantes como ACT UP!. (p. 244)

El esfuerzo más importante de la comunidad gay de San Francisco, añade Castells, fue «la batalla cultural para desmitificar el sida, para quitarle el estigma y convencer al mundo de que no lo producía la homosexualidad o la sexualidad.»

En los noventa hubo otra tendencia: tal vez por el progresivo envejecimiento de los miembros de la comunidad, tal vez porque algunas de las principales batallas ya se estaban librando y su visibilidad iba en aumento, «los patrones de interacción sexual se volvieron más estables, en parte como modo de canalizar la sexualidad en pautas más seguras» (p. 245). «El anhelo de familias del mismo sexo se convirtió en una de las tendencias culturales más intensas entre los gays y, aún más, entre las lesbianas. La comodidad de una relación duradera y monógama se volvió el modelo predominante entre los gays y las lesbianas de mediana edad. En consecuencia, brotó un nuevo movimiento en la comunidad gay para obtener el reconocimiento institucional de esas relaciones estables como familias.» «Lo que comenzó como un movimiento de liberación sexual cerró el círculo en torno a la familia patriarcal, atacando sus raíces heterosexuales y subvirtiendo su apropiación exclusiva de los valores familiares.» (p. 246)

Castells presenta también (p. 255-262) una interesantísima reflexión sobre «la reproducción del maternaje bajo la no reproducción del patriarcado» siguiendo el argumentario de Chodorow. Simplemente lo mentamos, porque exponerlo sería muy largo y supondría meternos en temas que se escapan a la consideración del blog.

El control estatal sobre el espacio y el tiempo se ve superado cada vez más por los flujos globales de capital, bienes, servicios, tecnología, comunicación y poder. La captura, por parte del estado, del tiempo histórico mediante su apropiación de la tradición y la (reconstrucción de la identidad nacional es desafiada por las identidades plurales definidas por los sujetos autónomos. El intento del estado de reafirmar su poder en el ámbito global desarrollando instituciones supranacionales socava aún más su soberanía. Y su esfuerzo por restaurar la legitimidad descentralizando el poder administrativo regional y local refuerza las tendencias centrífugas, al acercar a los ciudadanos al gobierno pero aumentar su desconfianza hacia el estado-nación. (p. 271)

Reflexionando sobre las distinciones entre identidad y gobierno, Castells destaca que la mayoría de estados-nación modernos «se han construido sobre la negación de las identidades históricas/culturales de sus constituyentes en beneficio de la identidad que mejor se acopla a los intereses de los grupos sociales dominantes que se encuentran en los orígenes del estado». (p. 299) Esto se puede ver, por ejemplo, en cómo la burguesía catalana dominó las organizaciones institucionales para reproducirse a sí misma pese a ser culturalmente minoritaria, usando las escuelas, universidades, el cuerpo de funcionarios y la mayoría de relaciones con sus habitantes en catalán como una forma de convertir a las familias mixtas o inmigrantes en «nuevos catalanes» que siguiesen legitimando su dominio. Pero también se ve, por ejemplo, concentrando a los pobres y minorías étnicas «en el centro de las ciudades estadounidenses o en las banlieus periféricas francesas» para confinar los problemas que generan y al tiempo reducir los recursos públicos disponibles que se les destinan.

Sin embargo, lo que parece estar surgiendo ahora, por las razones presentadas en este capítulo, es la pérdida de peso relativo del estado-nación dentro del ámbito de la soberanía compartida que caracteriza al escenario de la política mundial actual.

(…) el estado-nación cada vez está más sometido a la competencia más sutil y más preocupante de fuentes de poder que no están definidas y, a veces, son indefinibles. Son redes de capital, producción, comunicación, crimen, instituciones internacionales, aparatos militares supranacionales, organizaciones no gubernamentales, religiones transnacionales y movimientos de opinión pública. Y por debajo del estado están las comunidades, las tribus, las localidades, los cultos y las bandas. Así que, aunque los estados-nación continúan existiendo, y seguirán haciéndolo en el futuro previsible, son, y cada vez lo serán más, nodos de una red de poder más amplia. (p. 334)

Es en este contexto, el de tratar de asir los flujos de poder por sí mismos, donde Castells sitúa los movimientos independentistas o nacionalistas europeos, que buscan más un reconocimiento supranacional que la verdadera independencia del estado en el que están inmersos.

En el siguiente capítulo, el sexto, reflexiona sobre la importancia de los medios de comunicación y la percepción, creciente (que no ha hecho más que aumentar en estos veinte años) de que la mayoría de los políticos son corruptos. Castells deja claro que los medios ya no son el cuarto poder, sino el campo de batalla donde se lleva a cabo la batalla política. Para acceder a ellos, lo que es un proceso caro y arduo, todo político tiene, más o menos, que hacer alguna especie de pacto fáustico; por ello, en cuanto alcanzan la palestra y se vuelven notorios, todos disponen de munición que se lanzan unos contra otros en momentos clave.

En los albores de la era informacional, una crisis de legitimidad está vaciando de significado y función a las instituciones de la era industrial. Superado por las redes globales de riqueza, poder e información, el estado-nación moderno ha perdido buena parte de su soberanía. Al tratar de intervenir estratégicamente en este escenario global, el estado pierde capacidad de representar a sus electorados, arraigados en un territorio histórico. En un mundo donde el multilateralismo es la regla, la separación entre naciones y estados, entre la política de representación y la política de intervención, desorganiza la unidad contable sobre la que se construyó la democracia liberal y se ejerció en los dos últimos siglos. La privatización de los organismos públicos y el declive del estado de bienestar, aunque alivian a las sociedades de algunas cargas burocráticas, empeoran las condiciones de vida para la mayoría de los ciudadanos, rompen el contrato social entre el capital, el trabajo y el estado, y eliminan buena parte de la red de seguridad social, el sostén del gobierno legítimo para el ciudadano de a pie. (p. 393)

El poder en la era de la información, concluye Castells, se encuentra en «la mente de la gente» (p. 399). «El nuevo poder reside en los códigos de información y en las imágenes de representación en torno a los cuales las sociedades organizan sus instituciones y la gente construye sus vidas y decide su conducta.» Por ello se vuelve de esencial importancia el control del discurso; no tanto que éste sea unívoco como que exista un público receptor capaz de ampliar el mensaje que cada grupo trata de emitir. De ahí, en veinte años, hemos pasado del control del cuarto poder o de la producción social de la realidad de Berger y Luckman a las fake news y los youtubers.

De forma bastante preclara hablaba Castells de «las entidades que expresan proyectos de identidad orientados a cambiar los códigos culturales», que deben ser «movilizadoras de símbolos» y «actuar sobre la cultura de la virtualidad real que encuadra la comunicación red, subvirtiéndola en nombre de valores alternativos e introduciendo códigos que surgen de proyectos de identidad autónomos» (p. 400). Existen dos tipos:

  • el primero: los profetas, personalidades simbólicas que dan un rostro «a una sublevación simbólica»; el subcomandante Marcos, el compadre Palenque de La Paz-El Alto, Jordi Pujol, Sting en el movimiento ecologista, líderes religiosos fundamentalistas (son ejemplos de Castells, extraídos de temas presentados en el libro) o, por ser algo más actuales, Greta Thunberg;
  • el segundo y principal: los movimientos sociales, «una forma de organización e intervención interconectada y descentralizada» (p. 401), los «productores y distribuidores reales de códigos culturales» y que se convertirían en objeto de estudio del sociólogo durante los siguientes años de su vida (recordemos la reseña de Redes de indignación y esperanza).

La sociedad red (y V): el espacio de los flujos

Y por fin llegamos al concepto clave. Tras analizar la revolución tecnológica (primera entrada), las formas de la nueva economía (segunda), la nueva tipología empresarial y de los trabajadores (tercera) y la virtualidad real generada por el nuevo sistema informacional (cuarta) llegamos a la quinta y última entrada de La sociedad red, de Manuel Castells, primer libro de la trilogía La era de la información.

¿Qué es el espacio de los flujos? Pongamos un ejemplo. Ya destacó Saskia Sassen la existencia de tres ciudades globales, Nueva York, Tokio y Londres, que cubren todos los espectros de la franja horaria y determinan el devenir de las finanzas globalizadas. «A medida que la economía global se expande e incorpora nuevos mercados, también organiza la producción de los servicios avanzados requeridos para gestionar las nuevas unidades que se unen al sistema y las condiciones de sus conexiones, siempre cambiantes.» El ejemplo es Madrid, que vio extraordinariamente aumentada la inversión extranjera en los años 1986-1990 después de entrar en la Comunidad Europea en 1986. La ciudad, «profundamente transformada por la saturación del valioso espacio del centro y por un proceso de suburbanización periférica», sufrió los mismos cambios que habían sufrido Londres y Nueva York en la década anterior, cambios que progresivamente irán sufriendo otras ciudades a medida que se incorporan a la red de las finanzas globales.

Convertidas en nodos informacionales, estas ciudades y muchas otras se ven sacudidas por cambios cada vez más veloces a medida que la red se readapta. Por ejemplo: a principios de los 90, Madrid, París o Londres entraron en recesión tras la caída del precio de sus valores inmobiliarios mientras, por ejemplo, Taipei, Bangkok o Shangai estaban al alza; pero la crisis económica de las ciudades asiáticas (en parte por la explosión de la burbuja de sus mercados inmobiliarios) provocó otra oleada de cambios. En esta dinámica, las ciudades conectadas a la red están cada vez más desgajadas de sus regiones; no necesitan tanto incorporar trabajadores y proveedores como «tener capacidad de acceso a ellos cuando convenga».

La era de la información está marcando el comienzo de una nueva forma urbana, la ciudad informacional. No obstante, al igual que la ciudad industrial no fue una réplica mundial de Manchester, la ciudad informacional emergente no copiará a Silicon Valley, y mucho menos a Los Ángeles. (…) Sostengo que, debido a la naturaleza de la nueva sociedad, basada en el conocimiento, organizada en tomo a redes y compuesta en parte por flujos, la ciudad informacional no es una forma, sino un proceso, caracterizado por el dominio estructural del espacio de los flujos. Antes de desarrollar esta idea, creo que es necesario introducir la diversidad de las formas urbanas que surgen en el nuevo periodo histórico para refutar una visión tecnológica primitiva que contempla el mundo a través de las lentes simplificadas de las autovías interminables y las redes de fibra óptica. (p. 476)

La primera imagen urbana que surge en la mente es la extensión «homogénea e infinita» de Los Ángeles (aunque City of Quartz, de Mike Davis, ya revela las contradicciones inherentes al modelo), como adalid del desmán suburbano americano. Una de sus metamorfosis más afortunadas ha sido la edge city de Joel Garreau, una «ciudad borde» que surge a rebufo de una gran capital, situada en sus afueras, en general cerca de aeropuertos y autopistas (para aprovechar la conectividad que ofrece el gran nodo financiero) y formada casi en su totalidad por una (o más) gran empresa y multitud de trabajadores en casas unifamiliares y que Castells denomina, con mucho acierto, «constelaciones exurbanas». Aunque las edge city son, en gran medida, resultado de la dinámica de Estados Unidos y un gran problema social y medioambiental que algún día el país deberá resolver.

«El encanto evanescente de las ciudades europeas» es el título que escoge Castells para su epígrafe sobre las mismas. Focalizadas alrededor de sus centros de negocios, que son la conexión con la red informacional, las élites gestoras europeas no suelen abandonar la ciudad, sino ocupar sus lugares centrales o barrios específicos en los zonas privilegiadas (salvo el caso de Reino Unido, donde «la nostalgia por la vida de la nobleza en el campo» supone la existencia de suburbios selectos). En los barrios populares se da una pugna entre «los esfuerzos reurbanizadores del comercio» (gentrificación, museificación, flujos turísticos) «y los intentos de invasión de las contraculturas (…) que tratan de reapropiarse el valor de uso de la ciudad».

Pero la nueva forma urbana del espacio de los flujos son las megaciudades, que «se conectan en el exterior con redes globales y segmentos de sus propios países, mientras que están desconectadas en su interior de las poblaciones locales que son funcionalmente innecesarias o perjudiciales socialmente desde el punto de vista dominante. Sostengo que esto es así en Nueva York, pero también en México o Yakarta. Es este rasgo distintivo de estar conectada globalmente y desconectada localmente, tanto física como socialmente, el que hace de las megaciudades una nueva forma urbana» (p. 483).

Las megaciudades son el futuro porque son «los motores reales del desarrollo», porque son centros de innovación cultural y política pero, sobre todo, «porque son los puntos de conexión con las redes globales de todo tipo». Por ello, en un sentido fundamental, «en la evolución y gestión de esas áreas se está jugando el futuro de la humanidad, y del país de cada megaciudad. Son los puntos nodales y los centros de poder de la nueva forma/proceso espacial de la era de la información: el espacio de los flujos.» (p. 488)

El espacio es la expresión de la sociedad. Puesto que nuestras sociedades están sufriendo una transformación estructural, es una hipótesis razonable sugerir que están surgiendo nuevas formas y procesos espaciales. El propósito del presente análisis es identificar la nueva lógica que subyace en esas formas y procesos.

La tarea no es fácil, porque el reconocimiento aparentemente simple de una relación significativa entre sociedad y espacio oculta una complejidad fundamental. Y es así porque el espacio no es un reflejo de la sociedad, sino su expresión. En otras palabras, el espacio no es una fotocopia de la sociedad: es la sociedad misma. […]

He sostenido en los capítulos precedentes que nuestra sociedad está construida en torno a flujos: flujos de capital, flujos de información, flujos de tecnología, flujos de interacción organizativa, flujos de imágenes, sonidos y símbolos. Los flujos no son sólo un elemento de la organización social: son la expresión de los procesos que dominan nuestra vida económica, política y simbólica. Si ése es el caso, el soporte material de los procesos dominantes de nuestras sociedades será el conjunto de elementos que sostengan esos flujos y hagan materialmente posible su articulación en un tiempo simultáneo. Por lo tanto, propongo la idea de que hay una nueva forma espacial característica de las prácticas sociales que dominan y conforman la sociedad red: el espacio de los flujos. El espacio de los flujos es la organización material de las prácticas sociales en tiempo compartido que funcionan a través de los flujos. (p. 488-9)

El espacio de los flujos tiene tres capas de soportes materiales:

  • el soporte material del espacio de los flujos, esto es, un circuito de impulsos electrónicos. Los lugares no existen en la red por sí mismos «ya que las posiciones se definen por los intercambios de los flujos en la red». Los lugares no desaparecen, pero su lógica y su significado quedan absorbidos en la red.
  • la segunda capa son los nodos y ejes. Cada red tiene unos ejes y nodos distintos: el de las ciudades globales o las finanzas, por ejemplo, pero también la red de producción y distribución de estupefacientes que empieza en Bolivia o Perú, pasa a Cali o Medellín en Colombia, después a Miami, Panamá, Islas Caimán o Luxemburgo en tanto que centros financieros y finalmente a centros de distribución como Tijuana, Miami, Ámsterdam o La Coruña.
  • la tercera capa hace referencia a la organización espacial de las elites gestoras dominantes. «El espacio de los flujos no es la única lógica espacial de nuestras sociedades. Sin embargo, es la lógica espacial dominante porque es la lógica espacial de los intereses/funciones dominantes de nuestra sociedad.» Como lo resume más tarde: las élites son cosmopolitas; la gente, local. Las élites son capaces de proyectarse por el mundo en tanto que posición hegemónica de los flujos. Sin embargo, puesto que no quieren (ni pueden) convertirse en flujos, optan por desarrollar un conjunto de reglas y códigos mediante los que identificarse y comprenderse mutuamente. La primera barrera al acceso a su sociedad es la del precio de la propiedad inmobiliaria en sus zonas. Cómprese usted una casa en los Hamptons, vaya. En dichos lugares y mediante ceremonias sociales establecidas (club de golf, restaurantes exclusivos) es donde las élites se reúnen para gestionar los procesos de los flujos. Estas «jerarquías socioespaciales simbólicas» se van filtrando a niveles de poder directamente inferiores que también tratan de aislarse de la sociedad, «en una sucesión de procesos de segregación jerárquicos» cuyo límite son las gated communities o urbanizaciones amuralladas de acceso exclusivo. Las élites también forman unas redes espaciales relativamente aisladas «a lo largo de las líneas de unión del espacio de los flujos»: hoteles intercontinentales de similar decoración, espacios VIPs en aeropuertos, incluso prácticas similares de vida y gastronomía.

¿Y qué arquitectura surge en el espacio de los flujos? Una que «opaca la relación significativa entre la arquitectura y la sociedad.» Una arquitectura postmoderna, «que declara el fin de todos los sistemas de significado». Una arquitectura de la desnudez de formas tan neutras, tan puras, tan diáfanas, que no pretenden decir nada. De forma similar a los pisos de Airbnb, que caen en una homogeneización de tonos grises claros, madera, algunas plantas, tal vez un cuadro motivador con palabras como soñar o invitaciones a vivir el día, los espacios de los flujos son neutros. Se forma así una distinción entre el espacio de los flujos y el espacio de los lugares. ¿Ejemplo de espacio de los flujos para Castells? El aeropuerto de Barcelona diseñado por Bofill: limpio, diáfano, sin nada a lo que aferrarse. ¿Ejemplo del espacio de los lugares? El barrio de Belleville, donde coexisten todo tipo de etnias e intereses y que en la descripción del autor podría ser equivalente al Greenwich de Jane Jacobs.

La gente sigue viviendo en lugares; los flujos, el modo en que están organizados el poder y la función, lo que hacen es alterar de forma significativa el significado de estos lugares al incorporarlos (o expulsarlos) de sus redes. «La consecuencia es una esquizofrenia estructural entre dos lógicas espaciales que amenaza con romper los canales de comunicación de la sociedad.»

Del mismo modo que el espacio de los flujos es la forma dominante en la era informacional, y no substituye la existencia de los lugares, la «forma emergente dominante» del tiempo social en la red es el tiempo atemporal. Haciendo un recorrido por todos los temas tratados en el libro y la relación que tienen con el tiempo, como por ejemplo la reducción de la duración de la vida laboral, a la que accedemos cada vez a una edad más avanzada y de la que somos expulsados antes, o a la disociación actual entre el tiempo biológico marcado por el paso del sol y el tiempo en el que habitamos, entregado a la flexibilidad y el cambio, llevan a la aniquilación del ritmo del tiempo que habíamos vivido hasta ahora.

El ejemplo de la guerra es muy adecuado: en las sociedades occidentales, tras la Primera y Segunda Guerra Mundiales, la guerra se ha ido convirtiendo en algo que la población rechaza vivir. [Interesante la reflexión sobre cómo han cambiado las generaciones de hombres y, por lo tanto, de familias, al dejar de pesar sobre ellos el fantasma de que en algún momento tal vez deberían enfrentarse a una situación tan deshumanizadora de tener que ofrecer su vida o quitar la de otros, pero se nos escapa del tema.] Ha pasado de ser un enfrentamiento largo y costoso a ser un ejercicio «limpio» donde unos drones atacan los objetivos de forma selectiva y terminan el conflicto casi antes de que empiece.

Sin embargo, la guerra no ha terminado, ni mucho menos. Gran cantidad de conflictos se han ido desarrollando durante la segunda mitad del siglo XX por países no dominantes, a menudo guerras sangrientas que han durado años. Algunas de ellas, sin embargo, han encontrado un fin abrupto cuando confluían con los intereses de los países dominantes. Castells usa este hecho para reflexionar sobre los diversos tipos de tiempos que existen: como los flujos, no espaciales sino relacionales, llegan a un lugar y al conectarlo a la red le cambian la significación, el tiempo atemporal de la red puede llegar a un conflicto y cambiar su velocidad, su duración, su temporalidad.

Por otra parte, la mezcla de tiempos en los medios, dentro del mismo canal de comunicación ya elección del espectador/interactor, crea un collage temporal, donde no sólo se mezclan los géneros, sino que sus tiempos se hacen sincrónicos en un horizonte plano, sin principio, sin final, sin secuencia. (p. 540)

Es una cultura, al mismo tiempo, de lo eterno y lo efímero; «yo y el universo, el yo y la red». Dos tiempos opuestos entendidos como «el impacto de intereses sociales opuestos sobre la secuenciación de los fenómenos».

Entre las temporalidades sometidas y la naturaleza evolutiva, la sociedad red se yergue en la orilla de la eternidad.

La sociedad red (IV): la cultura de la virtualidad real

Seguimos con la reseña de La sociedad red, el primer volumen de la trilogía de Manuel Castells La era de la información. La primera entrada la dedicamos a los cambios en la tecnología que permitieron la llegada del informacionalismo; la segunda, a las formas de la nueva economía; la tercera, a los cambios en las empresas y el empleo hacia los que apunta el nuevo paradigma social; y esta cuarta entrada está dedicada a la llegada de internet a nuestras vidas como medio de comunicación. El problema con este tema, sin embargo, es que el libro es una publicación del año 2000 (el original se publicó en 1996 y esta segunda edición actualizada en el 2000), por lo que la situación ha cambiado enormemente: por entonces, por ejemplo, Amazon estaba creciendo, Google acababa de empezar, Apple no era la megacorporación que es hoy en día, Facebook daba sus primeros pasos y ni siquiera habían surgido las redes sociales o los smartphones. Por lo tanto, de este capítulo nos centraremos en la forma como Castells analiza el surgimiento y la llegada de la televisión y, en general, la irrupción de los medios de comunicación de masas en nuestras vidas.

La difusión de la televisión en las tres décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial (en momentos diferentes y con una intensidad variable según los países) creó una nueva galaxia de comunicación, si se me permite utilizar la terminología mcluhaniana. No es que el resto de los medios de comunicación desaparecieran, sino que fueron reestructurados y reorganizados en un sistema cuyo núcleo lo componían válvulas y cuyo atractivo rostro era una pantalla de televisión. (p. 402)

Por qué la televisión se convirtió en el medio de comunicación mayoritario aún es un debate abierto. La facilidad de su consumo ayudó, sin duda (aunque, más que atribuirlo a la pereza del ser humano o a la «búsqueda del camino más fácil», Castells lo atribuye a «las condiciones de la vida hogareña tras largas jornadas de trabajo agotador»), aunque también muchos otros factores: el más importante de ellos, que verla/consumirla no es una actividad exclusiva, a diferencia de, por ejemplo, leer un libro o el periódico; y que se adapta mejor al estilo conversacional, más fácil de captar.

Pronto surgieron mensajes alertando de cómo la sociedad se estaba convirtiendo en «espectador pasivo» de los mensajes que la televisión transmitía. Nada más lejos de la realidad. El ser humano no es un ente inútil, boquiabierto a la espera de que le disparen comandos, sino un ente autónomo inmerso en un cultura determinada que va a dotar a los mensajes que recibe de un significado determinado.

«No obstante, destacar la autonomía de la mente humana y de los sistemas culturales individuales para rellenar el significado real de los mensajes recibidos no implica que los medios de comunicación sean instituciones neutrales ni que sus efectos sean insignificantes.» Los medios de comunicación audiovisuales son la base de la cultura y «crean el marco para todos los procesos que se pretenden comunicar a la sociedad en general, de la política a los negocios, incluidos los deportes y el arte». Es decir: el mensaje que transmite la televisión no es qué pensar de un determinado tema, sino sobre qué temas pensar. Por ejemplo: si se ha demostrado que, de los miles de anuncios que una persona recibe a diario, apenas atiende a un porcentaje mínimo, y no siempre de forma favorable, ¿por qué las empresas siguen gastando cantidades abrumadoras en publicidad? Parte de la respuesta es el imbricado mundo de los negocios y los intereses, claro; pero otra parte es que el precio por no estar en los medios es mucho más alto que el de estar y no llegar a calar. O, como dice Castells: el impacto social de la televisión «funciona en el modo binario: ser o no ser».

El precio que pagan los mensajes por estar en el medio es la difusión en un texto multisemántico, donde se mezclan información, entretenimiento, propaganda, etc. Ello lleva a que veamos imágenes de una guerra real y estemos totalmente inmunizados debido a la gran cantidad de imágenes del mismo tipo que hemos consumido; o, como lo mentamos a propósito de las fotografías del Kowloon de Hong Kong en Ciudad hojaldre: olvidamos que, tras la belleza de esas imágenes, existen personas en una situación de pobreza y condiciones extremas.

Pero la televisión pronto pasó de ser un medio de comunicación de masas masivo a convertirse en una larga lista de emisores distintos, fragmentando la audiencia y, de hecho, diversificando los mensajes en función de las audiencias que elegían cada medio, «mejorando la relación individual entre emisor y receptor». Si McLuhan había dicho que «el medio es el mensaje», hoy en día «el mensaje del medio (que aún opera como tal) está moldeando diferentes medios para diferentes mensajes».

Ojo, no perdamos de vista en ningún momento que, pese a la enorme fragmentación y la gran cantidad de canales existentes, la industria ha sufrido una serie de fusiones y concentraciones que suponen que la gran mayoría de mensajes vienen de unos pocos emisores. «Aunque los medios de comunicación están interconectados a escala global y los programas y mensajes circulan en la red global, no estamos viviendo en una aldea global, sino en chalecitos individuales, producidos a escala global y distribuidos localmente».

Y entonces llegó internet. Castells destaca los orígenes en parte contraculturales de sus creadores, como ya comentamos en la primera entrada; y la posibilidad de formar un lugar de interconexiones horizontales, incluso la fortaleza de los lazos débiles que se estrechan en la red. Permite y posibilita una gran serie de conexiones y hasta amistades basadas en intereses comunes, donde el precio es que tienen una «alta tasa de mortalidad» (un comentario mal escrito puede suponer la desaparición inmediata de cualquier contacto) pero también unos lazos mucho más fuertes de lo que pueda parecer a priori, generando comunidades y hasta encuentros en el mundo real que pueden forjar amistades. «La comercialización del ciberespacio estará más próxima a la experiencia histórica de las calles comerciales que brotaron de una cultura urbana llena de vitalidad que a los centros comerciales que se extendieron en la opacidad de los barios periféricos anónimos», pronostica Castells.

Una profecía fatídica, parece. Veinte años después podemos comprobar que hemos perdido el anonimato en la red. Ya no somos quienes queramos ser, sino nuestra persona real, o al menos un émulo de lo que suponemos que somos en la vida real. Entramos con nuestro nombre en Facebook, en LinkedIn, creamos una única cuenta en Instagram, consumimos vídeos de youtubers e incluso la gran cultura de lectura y multimedia que pregonaba internet se ha convertido en buscar tutoriales de nuestros influencers preferidos. Twitch, patreon y tantos otros se basan en saber comunicar lo que uno crea, más que en la propia creación en sí. Y no hablemos del comercio, dominado por unas megacorporaciones (viene a la mente Amazon, sin mucho esfuerzo) que además imponen unas condiciones draconianas a sus trabajadores, y buscadores patrocinados donde toda la información a la que accedemos está predeterminada según el Big Data y nuestros intereses para que Google siga ganando dinero.

No, parece que el sueño de Castells no tiene visos de cumplirse. Pero dejemos el pesimismo y volvamos a las palabras del sociólogo.

Las culturas están hechas de procesos de comunicación. y todas las formas de comunicación, como nos enseñaron Roland Barthes y Jean Baudrillard hace muchos años, se basan en la producción y el consumo de signos. Así pues, no hay separación entre “realidad” y representación simbólica. (p. 448)

Lo específico de este nuevo sistema de comunicación no es su introducción de la «realidad virtual», sino «la construcción de la virtualidad real». La realidad siempre ha sido virtual, «porque siempre se percibe a través de símbolos que formulan la práctica con algún significado que se escapa de su estricta definición semántica». Por ello el lenguaje no es formal o lógico como las matemáticas y por ello toda interacción con otras personas es tan rica y compleja. «Es en el carácter polisémico de nuestros discursos donde se manifiesta la complejidad de los mensajes de la mente humana, e incluso su naturaleza contradictoria.»

Las críticas que surgieron en cuanto a que internet no representa la «realidad» suponen la existencia de una realidad «no codificada» que nunca existió. El cambio que supone es la creación de un nuevo espacio donde las imágenes se mezclan independientemente de su sustrato. Las imágenes reales se mezclan en el mismo medio que aquellas virtuales hasta convertirse de forma igual en la experiencia. Castells pone un ejemplo de los miles que habría: en las elecciones presidenciales de 1992 de Estdos Unidos, el vicepresidente Dan Quayle, defensor de los valores tradicionales, tuvo un debate con el personaje de Murphy Brown interpretado por la actriz Candice Bergen. Murphy Brown representaba una nueva clase de mujer: «la profesional soltera que trabaja y tiene sus propios criterios sobre la vida». Cuando el personaje decidió tener un hijo sin casarse, el político la criticó y el personaje respondió, en el siguiente capítulo, quejándose de la necesidad de los políticos de meterse en la vida privada de las personas, aumentando la audiencia de su programa y contribuyendo a la derrota electoral de Bush (y Quayle), un hecho que se dio en la realidad. Cuando Quayle volvió a presentarse a las elecciones en 1999, lo primero que hizo es asegurar que él seguía allí pero Murphy Brown ya no. Perdió igualmente, pero eso no es lo relevante, sino el hecho de que un personaje virtual se había inmiscuido en la política real.

Algo así nos parece habitual hoy en día, donde en cualquier festival podemos ver a influencers o youtubers armados de sus cámaras y hablando a un público invisible para nosotros o, en otro nivel mucho más terrorífico, las fake news o las hordas de bots que se encaran de modificar las percepciones de la opinión pública en las distintas redes sociales.

Por ello es tan crucial para los diferentes tipos de efectos sociales que se desarrolle una red de comunicación multinodal horizontal, del tipo de Internet, y no un sistema multimedia de expedición centralizada, como la configuración del vídeo a solicitud. El establecimiento de barreras para entrar en este sistema de comunicación y la creación de contraseñas para la circulación y difusión de mensajes por el sistema son batallas culturales cruciales para la nueva sociedad, cuyo resultado predetermina el destino de los conflictos interpuestos simbólicamente que se librarán en este nuevo entorno histórico. Quiénes son los interactuantes y quiénes los interactuados en el nuevo sistema, para utilizar la términología cuyo significado sugerí anteriormente, formula en buena medida el sistema de dominación y los procesos de liberación en la sociedad informacional. (p. 451)

Como comentábamos, parece una oportunidad perdida; otra, si añadimos la ausencia de mecanismos para frenar la dualidad creciente que genera el informacionalismo y del que hablamos en la entrada anterior, sobre economía y empleo. Pero el tema nos permite entrar de lleno en el que será el concepto más relevante de la obra: el espacio de los flujos.

Por otra parte, el nuevo sistema de comunicación transforma radicalmente el espacio y el tiempo, las dimensiones fundamentales de la vida humana. Las localidades se desprenden de su significado cultural, histórico y geográfico, y se reintegran en redes funcionales o en collages de imágenes, provocando un espacio de flujos que sustituye al espacio de lugares. El tiempo se borra en el nuevo sistema de comunicación, cuando pasado, presente y futuro pueden reprogramarse para interactuar mutuamente en el mismo mensaje. El espacio de los flujos y el tiempo atemporal son los cimientos materiales de una nueva cultura, que transciende e incluye la diversidad de los sistemas de representación transmitidos por la historia: la cultura de la virtualidad real, donde el hacer creer acaba creando el hacer. (p. 452)

La sociedad red (III): cambios en el trabajo y las empresas

Llegamos a la tercera entrada de La sociedad red, primer volumen de la monumental trilogía de Manuel Castells La era de la información. Si la primera entrada trataba sobre Las nuevas tecnologías y la segunda sobre la nueva economía, en esta reseñamos los capítulos 3 y 4, centrados respectivamente en La empresa red y La transformación del trabajo y el empleo.

La tesis de partida de Castells en cuanto a la organización empresarial es que la nueva lógica organizativa está relacionada con el proceso de cambio tecnológico pero no depende de él; hay elementos comunes para todas las empresas, pero al mismo tiempo el factor cultural de cada lugar sigue siendo relevante.

Sean cuales fueren las causas, lo que es evidente es que durante los años 80 se produjeron una serie de cambios estructurales en las empresas. Algunos autores lo han atribuido al paso del fordismo al postfordismo, otros a las consecuencias de la crisis económica de los 70, que se podrían interpretar como el agotamiento del sistema de producción en serie; o una crisis de rentabilidad que sufría el proceso de acumulación de capital.

Cuando la demanda se volvió impredecible en cantidad y calidad, cuando los mercados se diversificaron en todo el mundo y, en consecuencia, se dificultó su control, cuando el ritmo del cambio tecnológico hizo obsoleto el equipo de producción de cometido único, el sistema de producción en serie se volvió demasiado rígido y costoso para las características de la nueva economía. (p. 204)

Las empresas fueron ganando flexibilidad, y esta flexibilidad vino por muchas rutas distintas: la subcontratación de empresas pequeñas y medianas, la deslocalización de la industrialización, el sistema de franquicias. Sin embargo, las grandes empresas, pese a volverse más flexibles y mucho más adaptadas a un mercado cambiante, nunca dejaron «el centro de la estructura de poder económico en la nueva economía global».

Castells destaca el paso de las grandes empresas verticales de la época fordista a empresas de redes horizontales y pone el ejemplo de Cisco Systems, una empresa que a lo largo de los años 90 externalizó su producción industrial y creó una página web muy eficiente que conectaba directamente a los clientes con la red de empresas que manufacturaba el producto; la propia Cisco se encargaba de la gestión de esta línea de suministros y del desarrollo industrial del producto, no de fabricarlo. Nos vienen a la mente las palabras de Naomi Klein en No logo que citamos en Urbanalización de Francesc Muñoz: «Tommy HIlfiger se ocupa menos de fabricar ropa que de poner su firma. La sociedad está íntegramente dirigida por medio de acuerdos de explotación bajo licencia, y Hilfiger pasa todos sus productos a un conjunto de sociedades distintas: Jockey fabrica la ropa interior Hilfiger, Pepe Jeans London fabrica los Jeans Hilfiger, Oxford Industries fabrica las camisas Tommy, la Sride Rite Corporation fabrica su calzado. ¿Qué fabrica Tommy Hilfiger? Nada.”

Como hizo Max Weber al plantearse la ética bajo el capitalismo, Castells se pregunta: ¿cuál es la base ética del informacionalismo? «El capitalismo sigue operando como la forma económica dominante», por lo que «el ethos empresarial de la acumulación y el atractivo renovado del consumismo, son las formas culturales impulsoras en las organizaciones del informacionalismo». Pero ha surgido una nueva unidad: la empresa red.

Por primera vez en la historia, la unidad básica de la organización económica no es un sujeto, sea individual (como el empresario o la familia empresarial) o colectivo (como la clase capitalista, la empresa, el Estado). Como he tratado de exponer, la unidad es la red, compuesta por diversos sujetos y organizaciones, que se modifica constantemente a medida que se adapta a los entornos que la respaldan y a las estructuras del mercado. (p. 253)

Es una red tan extensa que no se apoya en una cultura común; ni en una serie conjunta de instituciones, porque abarca una gran diversidad de entornos. «Pero hay un código cultural común en sus diversas formas de funcionamiento.» «Es una cultura, en efecto, pero una cultura de lo efímero, una cultura de cada decisión estratégica, un mosaico de experiencias e intereses, más que una carta de derechos y obligaciones. Es una cultura multifacética y virtual, como las experiencias visuales creadas por los ordenadores en el ciberespacio mediante el reordenamiento de la realidad.»

El «espíritu del informacionalismo» es la cultura de la «destrucción creativa», acelerada a la velocidad de los circuitos optoelectrónicos que procesan sus señales. Schumpeter se encuentra con Weber en el ciberespacio de la empresa red. (p. 254)

Como es lógico, todos estos cambios que sólo parecen afectar a una elite superconectada acaban filtrándose hasta todas las capas de la sociedad, especialmente en la forma de la organización del trabajo. Muchos de los procesos que ya se estaban dando se agilizaron durante la llegada del informacionalismo, por lo que Castells acaba separando dos grandes épocas: 1920-1970, y 1970-1990. Tocamos el tema de forma sólo tangencial, pero, de nuevo, recomendamos la lectura del capítulo (y del libro) a todos los públicos.

Los rasgos generales que acaban conformando el «anteproyecto de la sociedad informacional» son:

  • los trabajos agrícolas se van eliminando;
  • el empleo industrial sigue descendiendo hasta convertirse en una mano de obra muy especializada de ingenieros y gestores;
  • los servicios de producción, así como la salud y educación, encabezan el crecimiento del empleo;
  • los puestos de trabajo en tiendas minoristas y servicios suponen las actividades de escasa cualificación de la nueva economía.

En contra de la creencia habitual de que se está pasando de una sociedad industrial a una sociedad de servicios, incluso de que es la evolución lógica del capitalismo el paso de la una a la otra, Castells destaca que el informacionalismo adopta formas distintas en cada país en función de su cultura y circunstancias; «en otras palabras, centrarse en el «modelo de economía de servicios» significa para un país que el resto está ejerciendo su papel como economía de producción industrial». Es decir, la estructura de empleo de, por ejemplo, Estados Unidos o Japón (que Castells ha situado como dos ejemplos distintos de economía de servicios o bien modelo de producción industrial) «refleja sus diferentes formas de articulación en la economía global y no sólo su grado de ascenso en la escala informacional». Dicho de otro modo, no hay una serie de pasos en la escala «industrial a informacional», sino una serie de situaciones características que se plasman de modos distintos.

¿Existe una mano de obra global, por lo tanto? Existe una clara tendencia hacia la interdependencia: las empresas se han vuelto globales y también sus redes; el comercio internacional tienen un profundo impacto sobre las condiciones de empleo y trabajo; así como los efectos de la competencia global y el nuevo modo de gestión flexible. Muchos países en vías de desarrollo, por ejemplo, han experimentado una ola de industrialización enorme. Sin embargo, la imagen de fábricas enormes con sistemas en vías de desarrollo no se corresponde con la realidad; una fábrica de México y una de Japón funcionan con productividad similar, pero los costes de la mano de obra son completamente distintos. Por lo tanto, en una primera instancia, la deslocalización de las empresas no supone un cambio directo en las condiciones del empleo de los lugares donde se instala; sin embargo, «sus efectos indirectos transforman por completo las condiciones e instituciones laborales de todas partes».

Cada vez será más difícil para las compañías japonesas continuar con las prácticas de empleo vitalicio para el 30% privilegiado de su mano de obra, si han de competir en una economía abierta con las compañías estadounidenses que practican el empleo flexible. El efecto entrecruzado de la globalización económica y la difusión de las tecnologías de la información está induciendo y posibilitando la producción escueta, la reducción de tamaño, la reestructuración, la consolidación y las prácticas de gestión flexible. Los efectos indirectos de estas tendencias sobre las condiciones laborales en todos los países son mucho más importantes que el impacto mensurable del comercio internacional o el empleo directo transnacional.

Así, aunque no existe un mercado de trabajo global unificado y, por lo tanto, tampoco una mano de obra global, sí hay una interdependencia global de la mano de obra en la economía informacional. Esta interdependencia se caracteriza por la segmentación jerárquica del trabajo, no entre los países, sino a través de las fronteras. (p. 294)

Dicho de otro modo: «El nuevo modelo de producción y gestión global equivale a la integración del proceso de trabajo y la desintegración de la fuerza de trabajo simultánemente.» Lo cual, como ya sabemos, supone elevar la polarización social, algo a lo que el propio Castells no es ajeno y alerta de que se puede redirigir con «políticas deliberadas»; pero, dejadas por su cuenta, las fuerzas de la competencia sin restricciones empujarían al empleo y la estructura social hacia la polarización. Surge un nuevo trabajador en la empresa red: el de tiempo flexible.

Uno de los resultados del paso al informacionalismo es la individualización del trabajador en el proceso de trabajo. Con los mercados personalizados en nichos cada vez más estrechos, se descentraliza la gestión, se segmenta el trabajo y también se fragmentan las sociedades. Esto se evidencia en cuatro grandes rasgos:

  • Jornada laboral flexible, no limitada a las 35-40 horas semanales;
  • el trabajo flexible está orientado a la tarea y no incluye el compromiso de empleo futuro;
  • localización: dada la multiplicidad de sedes y nodos que forman parte de la empresa, un número creciente de trabajadores lleva a cabo su tarea fuera del centro de trabajo principal; con la pandemia actual, esta cifra no ha hecho más que crecer;
  • contrato social: del trabajador se esperaba cierto compromiso con la empresa y sus valores o la disposición a realizar horas extras; de la empresa, estabilidad, un sueldo acorde, beneficios sociales y una carrera laboral predecible. Ese contrato queda cada vez más obsoleto.

De nuevo, estas tendencias encuentran caminos distintos en cada país (Castells cita los ejemplos de Holanda, donde una política de trabajos flexibles, contratos eventuales y a tiempo parcial fue respaldada por el apoyo del gobierno y la institución de la plena cobertura del sistema sanitario nacional; y Japón, donde se desarrolló una política de trabajos a tiempo completo con compensaciones sensiblemente inferiores a las del trabajo a tiempo completo que agravó la «lógica del mercado dual»).

El modelo prevaleciente de trabajo en la nueva economía basada en la información es el de una mano de obra nuclear, formada por profesionales que se basan en la información y a quienes Reich denomina «analistas simbólicos», y una mano de obra desechable que puede ser automatizada o contratada/despedida/externalizada según la demanda del mercado y los costos laborales. Además, la forma de funcionamiento en red de la organización empresarial permite el outsourcing y la subcontrata como formas de exteriorizar la mano de obra en una adaptación flexible a las condiciones de mercado. Los analistas han distinguido acertadamente entre varias formas de flexibilidad en los salarios, la movilidad geográfica, la posición ocupacional, la seguridad contractual y las tareas realizadas, entre otras. Con frecuencia, todas estas formas se agrupan en una estrategia interesada para presentar como inevitable lo que en realidad es una decisión empresarial o política. No obstante, es cierto que las tendencias tecnológicas actuales fomentan todas las formas de flexibilidad, por lo que, en ausencia de acuerdos específicos para estabilizar una o varias dimensiones del trabajo, el sistema evolucionará hacia una flexibilidad multifacética y generalizada para los trabajadores, tanto altamente especializados como no especializados, y las condiciones laborales. Esta transformación ha sacudido nuestras instituciones, induciendo una crisis en la relación entre el trabajo y la sociedad. (p. 337)

Las consecuencias son diferentes en cada país: por ejemplo, en Estados Unidos, epítome del nuevo trabajo flexible, supone la desigualdad de rentas y la caída de los salarios; en Europa, donde la presencia sindical es mayor, se traduce en un desempleo creciente debido a la entrada limitada de trabajadores jóvenes y la salida anticipada de los mayores, que suelen tener más antigüedad y mejores condiciones laborales y, por lo tanto, las empresas tratan de substituirlos. Hasta la mano de obra nuclear, «aunque mejor pagada y más estable, está sometida a la movilidad por la reducción del periodo de vida laboral».

La pertenencia a grandes empresas o incluso a países ha dejado de tener privilegios porque la competencia global intensificada sigue rediseñando la geometría variable del trabajo y los mercados. Nunca fue el trabajo más central en el proceso de creación de valor. Pero nunca fueron los trabajadores (prescindiendo de su cualificación) más vulnerables, ya que se han convertido en individuos aislados subcontratados en una red flexible, cuyo horizonte es desconocido incluso para la misma red. (p. 334)

La sociedad red (II): los cambios en la economía

Como ya dijimos en la presentación de este primer volumen de La era de la información titulado La sociedad red, el sociólogo Manuel Castells procede tema a tema para estudiar el paso de una sociedad industrial a una sociedad informacional, cambio de paradigma generado por el surgimiento durante los años 70 a 90 del siglo pasado de una serie de tecnologías (de la información y la comunicación) que permitieron la reestructuración de la configuración del sistema social. La primera entrada estudiaba el surgimiento de estas nuevas tecnologías y por qué su aparición supuso tal cambio en el paradigma; en esta segunda entrada, Castells estudia los efectos de estas tecnologías sobre la economía mundial.

En el último cuarto del siglo XX surgió una nueva economía a escala mundial. La denomino informacional, global y conectada en redes para identificar sus rasgos fundamentales y distintivos, y para destacar que están entrelazados. Es informacional porque la productividad y competitividad de las unidades o agentes de esta economía (ya sean empresas, regiones o naciones) dependen fundamentalmente de su capacidad para generar, procesar y aplicar con eficacia la información basada en el conocimiento. Es global porque la producción, el consumo y la circulación, así como sus componentes (capital, mano de obra, materias primas, gestión, información, tecnología, mercados), están organizados a escala global, bien de forma directa, bien mediante una red de vínculos entre los agentes económicos. Está conectada en red porque, en las nuevas condiciones históricas, la productividad se genera y la competencia se desarrolla en una red global de interacción entre redes empresariales. (p. 111)

La información no es un producto en sí: es la forma en que permite gestionar el resto de los productos. La importancia que tiene sobre un sistema económico es la forma como permite gestionar (y aumentar) la productividad.

La llegada de las TIC creó una economía verdaderamente global: hasta entonces había sido «mundial» en el sentido de que todas las economías del mundo funcionaban del mismo modo, basada en la acumulación de capital; pasó a ser global porque empezó a funcionar en tiempo real como una sola unidad. Eso supuso una nueva ola de competencia entre los agentes económicos, «desempeñada por las empresas pero condicionada por el Estado» que convirtió a algunos sectores de algunas regiones en muy productivos pero también provocó una destrucción creativa en grandes segmentos de la economía. «En otras palabras, la economía industrial tuvo que hacerse informacional y global o derrumbarse. Un ejemplo que viene al caso es la espectacular descomposición de la sociedad hiperindustrial, la Unión Soviética, debido a su incapacidad estructural para pasar al paradigma informacional y seguir su crecimiento en un aislamiento relativo de la economía internacional.» (p. 135)

A medida que este proceso se iba ampliando, se creaba un mercado global cuyo rendimiento es el que determinaba el destino de las economías en su conjunto. Es decir, y como veremos más adelante, el precio de no formar parte de la globalización era mucho más alto que el de formar parte de ella.

La siguiente pregunta que se hace Castells: si la economía se ha vuelto global… ¿se ha vuelto también global el trabajo? La respuesta es compleja. Existe un trabajo que la sociedad informacional demanda y que es altamente cualificado: altos ejecutivos, analistas financieros, consultores, científicos, ingenieros, programadores… y que, por lo tanto, «no sigue las reglas habituales en lo que se refiere a normas de inmigración, salarios o condiciones de trabajo». Sucede lo mismo con otras profesiones como diseñadores, actores, estrellas del deporte, gurús espirituales, criminales: si son capaces de generar suficiente valor añadido, «son capaces de comprar en todo el mundo… y de ser comprados. Estas élites son pocas personas, pero muy significativas, por lo que Castells concluye que «el mercado para el trabajo más valorado sin duda se está revalorizando.»

Para el resto, sin embargo, la situación es ambivalente. Las tasas de natalidad de Norteamérica y Europa, por ejemplo, suponen que los flujos migratorios hacia ellas seguirán aumentando, por lo que existen oportunidades para cambiar significativamente de forma de vida; sin embargo, y en general, «aunque el capital es global, y las redes de producción del núcleo están cada vez más globalizadas, la inmensa mayoría del trabajo es local» (p. 168)

Explica más adelante Castells que, a pesar de la percepción habitual de que las economías informacionales son postindustriales, lo que han hecho es deslocalizar la industria, que no ha bajado en cómputo global, sino que se ha situado en otras regiones. Por ello, la red globalizada lo que demanda sobremanera es una clase dirigente para gestionar estas redes; pero la mayor parte del trabajo sigue siendo poco cualificada para hacer funcionar los productos que dichas redes mueven. Un apunte interesante sería estudiar la relación entre esta clase de gestores o personas muy famosas que Castells dice que «no alcanza las decenas de millones» con el concepto de clase creativa de Richard Florida que exploramos, por ejemplo, hablando de la obra de Martha Rosler Clase cultural, que son un número bastante mayor y cuya existencia está teniendo grandes efectos sobre la forma en que se diseñan y construyen las ciudades actuales.

La economía global no es una economía planetaria, aunque tenga un alcance planetario: no alcanza a todos los territorios, ni todos los procesos, ni incluye el trabajo de todas las personas, aunque sí afecta, directa o indirectamente, a los medios de vida de toda la humanidad. Existen unas redes planetarias de «creación de valor y apropiación de riqueza» que se vinculan a los sectores y territorios valiosos y que descartan todo aquello que «carece de valor según lo que se valora en las redes», y que por lo tanto queda desconectado de ellas.

En los últimos años del siglo xx ha surgido una economía global, en el sentido preciso definido en este capítulo 109. Resultó de la reestructuración de las empresas y los mercados financieros tras la crisis de los años setenta. Se expandió utilizando las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Fue posible, y en gran medida inducida, por políticas gubernamentales deliberadas. La economía global no fue creada por los mercados, sino por la interacción entre los mercados y gobiernos e instituciones financieras internacionales que actuaron en representación de los mercados… o de su idea de lo que deberían ser los mercados. (p. 172)

Ni la tecnología, por disruptiva que fuese, ni la economía privada podían haber desarrollado por sí solas la economía global. Los agentes decisivos fueron los gobiernos (en particular el G7) y sus instituciones internacionales auxiliares, el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, y tres políticas interrelacionadas:

  • la desregulación de la actividad económica interna;
  • la privatización de las compañías controladas por el sector público;
  • la liberalización del comercio y la inversión internacional.

Políticas que se iniciaron en Estados Unidos en los 70, pasaron al Reino Unido en los 80 y allí a la Unión Europea, hasta convertirse en un estándar común del sistema económico internacional en los noventa. Castells destaca que es trabajo de los historiadores abordar cómo sucedió todo este proceso, pero lo explica brevemente y, dado su interés, lo seguimos en unos cuantos detalles.

El punto de inflexión fue la llegada al poder de Reagan y Thatcher, ambos partidarios del libre mercado. En el continente europeo, el fracaso económico de Mitterrand dio fuerzas a la visión contraria, la política llevada a cabo por Helmut Kohl y Felipe González de construir una Europa «en torno a los principios de una economía de mercado atemperada con la compasión y una economía social de mercado». No fue una imposición de la derecha: «a finales de siglo, 13 de los 15 países de la UE estaban gobernados por socialdemócratas que (…) apoyaban esta estrategia pragmática».

El hombre clave en conseguir que la globalización se volviese planetaria, señala Castells, fue Bill Clinton, que se rodeó de una élite del mundo financiero («Robert Rubin, antiguo presidente de Goldman & Sachs y hombre de Wall Street»). Apoyados en las tres instituciones antes citadas (FMI, BM, OMC), la elección era clara: subirse a la globalización o ver cortado el flujo de crédito. «Sólo después de que las economías se liberalizaban acudía a ellas el capital global.» La primera ronda de la globalización de los años 80 había dejado las economías de los países latinoamericanos y africanos muy maltrechas «al imponer políticas de austeridad para el pago de la deuda»; Rusia y sus antiguos satélites trataban de pasar a una economía de mercado, lo que supuso un colapso económico inicial. A eso se le sumó la crisis asiática de 1997-98; ante tal panorma, el BM y el FMI acudían al rescate… si los gobiernos aceptaban las recetas del FMI para la salud económica. «Ésta era la lógica: si un país decidía permanecer fuera del sistema (por ejemplo, el Perú de Alan García en los años ochenta) era castigado con el ostracismo financiero y se derrumbaba, verificando así la profecía autocumpliente del FMI.» (p. 178)

Para economías orientadas al exterior, como los casos de China y la India, era esencial acceder al mercado internacional. Pero para ello, debían adherirse a las reglas ya impuestas en dicho comercio, que pasaban por «desmantelar gradualmente la protección de las industrias no competitivas por su tardío acceso a la competencia internacional». En una espiral, como ya la ha bautizado Castells, de profecía autocumplida, cuantos más países se sumaban al club, más difícil era para los otros seguir su propio camino.

¿Por qué entran los gobiernos en este espectacular avance hacia la globalización, socavando de ese modo su propio poder soberano? Si rechazamos las interpretaciones dogmáticas que reducirían a los gobiernos a su papel de “comité ejecutivo de la burguesía”, el asunto es bastante complejo. Requiere diferenciar cuatro niveles de explicación: los intereses estratégicos percibidos de un determinado Estado-nación, el contexto ideológico, los intereses políticos del liderazgo y los intereses personales de quienes ocupan los cargos. (p. 179)

Los intereses de Estados Unidos estaban claros: «una economía global abierta e integrada es una ventaja para las empresas estadounidenses y para las empresas radicadas en Estados Unidos, y por tanto para la economía estadounidense». En Europa, que adoptó la globalización en forma del Tratado de Maastricht, se percibió que era el único modo de competir en un mundo «cada vez más dominado por la tecnología estadounidense, la manufacturación asiática y los flujos financieros globales». Japón lo adoptó con reticencias, pero, tras una crisis económica profunda, no le quedó otro remedio que aceptar aperturas progresivas. China e India, como ya hemos comentado, necesitadas del comercio exterior, tuvieron que aceptar la desaparición progresiva de sus aranceles a las inversiones extranjeras. Los países emergentes fueron más o menos forzados, como hemos comentado, por la espiral del FMI y el BM; y las antiguas naciones soviéticas vieron aceptar la globalización como una ruptura definitiva con el pasado comunista.

El marco ideológico en el que sucedió todo esto fue el del colapso del estatismo y la «crisis de legitimidad sufrida por el estado del bienestar y el control gubernamental durante los años 80». Por doquier surgían ideólogos neoliberales («neoconservadores) a los que se unieron conversos «de pasado marxista, como filósofos franceses o hasta brillantes novelistas hispanoamericanos», hasta configurar lo que Ignacio Ramonet denominó el pensamiento único.

El interés político de los líderes está relacionado con el hecho de que muchos de ellos fueron escogidos en momentos en que la economía de su país estaba en retroceso, por lo que ligaron su éxito político al éxito financiero. La paradoja es que muchos de estos líderes provenían en su mayoría de la izquierda; pero Castells no habla de oportunismo, «sino más bien de realismo ante los nuevos desarrollos económicos y tecnológicos y de lo que se consideraba el camino más rápido para sacar a las economías de su estancamiento relativo» (p. 182).

Castells sostiene que «no es que el mundo financiero controle a los gobiernos; de hecho, ocurre lo contrario». Para gestionar las nuevas formas de la economía, los políticos necesitan un personal que incorpore dicho conocimiento; y este personal, que proviene de las finanzas, necesita rodearse de un equipo similar, que provenga del mismo entorno. Puesto que son los que acceden a las redes de las finanzas, su poder se vuelve desproporcionado y «establecen una relación simbiótica con los líderes políticos que llegan al poder gracias a su atractivo entre los votantes».

Esta explicación mezcla el tercer y el cuarto niveles: el interés político de los líderes y su interés personal. El interés personal se explica por una creciente fortuna personal obtenida a través de dos canales: «las recompensas financieras y los nombramientos lucrativos una vez dejan el cargo como resultado de la red de contactos establecida o como gratificación de las decisiones que hayan ayudado a hacer negocios», lo que se conoce como las puertas giratorias; o un segundo canal que es directamente la corrupción.

Por tanto, la economía global se constituyó políticamente. (…) Se requiere una perspectiva de política económica para entender el triunfo de los mercados sobre los gobiernos: los propios gobiernos buscaron semejante victoria en un histórico deseo de auto aniquilación. Lo hicieron para preservar o potenciar los intereses de sus estados en el contexto de la emergencia de una nueva economía y en el nuevo entorno ideológico que resultó del colapso del estatismo, la crisis del Estado de bienestar y las contradicciones del Estado desarrollista. Al actuar resueltamente a favor de la globalización (algunas veces esperando que tuviera un rostro humano), los líderes políticos también perseguían sus propios intereses políticos y, muchas veces, sus intereses personales, con diversos grados de decencia. Sin embargo, el hecho de que la economía global fuera inducida políticamente desde el principio no significa que pueda deshacerse políticamente en sus aspectos principales. (p. 184)

La economía global es una red de segmentos interconectados; una vez constituida, cualquier nodo que se desconecte pasa a ser ignorado por la red, sufriendo además un coste abrumador. «Así, dentro del sistema de valores del productivismo/consumismo, no existe una alternativa individual por países, empresas o personas», salvo un colapso catastrófico o la «autoexclusión de personas con valores completamente diferentes. Una vez constituida, la economía global es un rasgo fundamental de la nueva economía.»

Y esta nueva economía, desarrollada en Estados Unidos con muchos de los rasgos culturales de este país (espíritu emprendedor, individualismo, flexibilidad, multietnicidad, sumados a la desregulación y la liberalización de las actividades económicas), orbita alrededor de las finanzas y las nuevas tecnologías, sobre todo internet. Aquí Castells destaca cuatro niveles, que citamos; pero, dado que los datos son de hace 20 años, el panorama ha cambiado bastante:

  • primer nivel: las empresas de telecomunicaciones que proporcionan físicamente el acceso a la red;
  • segundo nivel: empresas de software;
  • tercer nivel: empresas que viven y proporcionan servicios en la red (Castells cita Yahoo! o e-bay, pero probablemente el ejemplo hoy serían Google o Facebook);
  • cuarto nivel: empresas que llevan a cabo transacciones basadas en la red, como Amazon.

La sociedad red, de Manuel Castells

La era de la información, del sociólogo Manuel Castells, es una trilogía formada por los libros La sociedad red (1996), El poder de la identidad (1997) y Fin de Milenio (1998), concebidos como un único y extenso estudio, aunque revisadas luego en el año 2000 para actualizarla e incluir parte de la gran cantidad de seminarios y comentarios que la obra suscitó. No es para menos: en ella, Castells proclama la llegada de un nuevo paradigma social y económico: la llegada de la era de la información, un cambio tan relevante para la sociedad como lo fue la llegada de la sociedad industrial.

Castells, del que hablamos en el apartado de la sociología urbana marxista de los años 60 a propósito de la obra de Francisco Javier Ullán de la Rosa, nació en España pero se fue pronto a vivir a Francia. Allí tuvo como profesor, entre otros, a Lefebvre (del que seguimos con la lectura de La producción del espacio, primera entrada, segunda entrada) y vivió el Mayo del 68, aunque no participó en él. En cuanto se convirtió en sociólogo urbano criticó la sobreexistencia de la ideología en la disciplina (La cuestión urbana es un estudio que trata de dejar claro que en las ciudades no se dan elementos sistémicos esencialmente distintos a los que se pueden dar en otros entornos, por lo que hubo que desarrollar una nueva teoría para explicar su importancia; según Castells, si la ciudad es importante es, sobre todo, por el consumo que se lleva a cabo en ella por parte de la clase trabajadora y por la relación que establece la fuerza de trabajo con los valores productivos; es decir, la ciudad entendida como un «nodo»).

A partir del estudio del consumo y dejando algo apartado el marxismo, Castells llegó a la economía y el papel de las nuevas tecnologías. Introdujo el concepto de espacio de los flujos en 1989 (del que hablaremos en este libro) y durante la década de los 90 se dedicó a escribir esta monumental trilogía, que le llevó 12 años. Sin más, pasamos a ella.

Permítannos acabar la presentación diciendo que la lectura de Castells es una delicia. Es un estudioso analítico, empírico, extraordinariamente bien estructurado, que presenta claramente los temas y procede hacia ellos con un gran despliegue de datos.

Este libro estudia el surgimiento de una nueva estructura social, manifestada bajo distintas formas, según la diversidad de culturas e instituciones de todo el planeta. Esta nueva estructura social está asociada con la aparición de un nuevo modo de desarrollo, el informacionalismo, definido históricamente por la reestructuración del modo capitalista de producción hacia finales del siglo XX. (p. 44)

Las sociedades, sigue Castells en el prólogo, están organizadas en torno a procesos humanos estructurados por relaciones de producción, experiencia y poder:

  • producción: la acción de la humanidad sobre la materia (naturaleza) en su propio beneficio para convertirla en un producto, el consumo de parte de este producto y la acumulación del excedente para la inversión;
  • experiencia: «la acción de los sujetos humanos sobre sí mismos, determinada por la interacción de sus identidades biológicas y culturales y en relación con su entorno social y natural. Se construye en torno a la búsqueda infinita de la satisfacción de las necesidades y los deseos humanos;
  • poder: la relación entre los sujetos humanos sobre esta base de producción y experiencia y la imposición de unos sujetos sobre otros mediante la violencia o la amenaza de dicha violencia; «las instituciones de la sociedad se han erigido para reforzar las relaciones de poder existentes en cada periodo histórico, incluidos los controles, límites y contratos sociales logrados en las luchas por el poder».

Las redes tejidas entre estos tres conceptos dan lugar a los tres volúmenes de la trilogía: economía, sociedad y cultura, aunque, por supuesto, no se trata de conceptos autónomos y están profundamente imbricados.

En el modo de producción industrial, la principal fuente de productividad es la introducción de nuevas fuentes de energía y la capacidad de descentralizar su uso durante la producción y los procesos de circulación. En el nuevo modo de desarrollo informacional, la fuente de la productividad estriba en la tecnología de la generación del conocimiento, el procesamiento de la información y la comunicación de símbolos.(p. 47)

El modelo keynesiano que originó una gran prosperidad económica tras la Segunda Guerra Mundial alcanzó su cenit a comienzos de los 70 y «su crisis se manifestó en forma de una inflación galopante». Dicha crisis provocó que los gobiernos y las empresas reestructurasen el sistema poniendo énfasis en «la desregulación, la privatización y el desmantelamiento del contrato social entre el capital y la mano de obra», lo que se conocía como el Estado del bienestar. Establecieron una serie de reformas que Castells resume en cuatro metas principales:

  • profundizar en la obtención de beneficios;
  • intensificar la productividad del trabajo y el capital;
  • globalizar la producción, circulación y los mercados;
  • conseguir que los estados se convirtiesen en aliados en esta búsqueda del beneficio, «a menudo en detrimento de la protección social y el interés público».

Estas metas sólo eran posibles porque se había desarrollado unas nuevas tecnologías que permitían el uso y transporte de la información por cauces casi instantáneos a lo largo del planeta, por lo que Castells habla de «sociedad informacional». Aquí hace una distinción entre sociedad de la información y sociedad informacional, del mismo modo que se puede hablar de sociedad de la industria y sociedad industrial: «una sociedad industrial no es sólo una sociedad en la que hay industria, sino aquella en la que las formas sociales y tecnológicas de la organización industrial impregnan todas las esferas de la actividad, comenzando con las dominantes (…) y alcanzando los objetos y hábitos de la vida cotidiana». Del mismo modo, la sociedad informacional es aquella donde la información ha alcanzado y modificado todos los ámbitos de la vida; la forma como ustedes leen esta entrada, por ejemplo en el ordenador de su domicilio, en su smartphone

Una duda que se nos suscita al respecto de las palabras de Castells: ¿es la sociedad informacional el siguiente paso lógico en la sociedad industrial -o postindustrial-, o es uno de los muchos caminos que podía haber tomado? Veremos en breve que Castells sitúa el origen de la globalización en el modo de trabajo que se daba a cabo en un pequeño lugar de California que acabaría siendo conocido como Silicon Valley. ¿Qué otros caminos podría haber llevado a cabo el capitalismo para volverse global?

Sin más, entramos en el primer capítulo: La revolución de la tecnología de la información. El primer punto necesario es explicar por qué se trata de una revolución, conclusión a la que llega tras comparar sus efectos en el día a día con los de la revolución industrial, «que se extendió a la mayor parte del globo durante los dos siglos posteriores», aunque con una expansión muy selectiva. En cambio, las nuevas tecnologías de la información se han expandido por el globo en apenas dos décadas, de 1970 a 1990.

El siguiente apartado es un resumen muy, muy recomendable sobre cómo se desarrollaron internet y otras tecnologías. Se escapa del tema del blog, aunque permítannos unos apuntes sobre la importancia que tuvo la contracultura americana y la primera cultura hacker en desarrollar la base de la actual internet. Como ya saben, Arpanet fue un desarrollo militar para conseguir una forma de comunicación en tiempo real entre distintas bases militares; pero el módem, por ejemplo, fue un desarrollo tecnológico de esta primera contracultura informática. La información pasó a estar indexada en función de su contenido, no de su localización, y luego se desarrolló el «hipertexto», estableciendo vínculos horizontales de información. Toda la información estaba jerarquizada de modo horizontal, no jerárquico; por ello se habla de red, y no de otro tipo de estructuras.

Una anécdota que cita Castells es la llegada de William Shockley a Palo Alto en 1955. Inventor del transistor, Shockley trató de levantar una empresa con ocho brillantes ingenieros de Bell Labs. La cosa no funcionó (se ve que Shockley era un hombre difícil de tratar) pero estos ingenieros fundaron la empresa Fairchild Semiconductors, donde en dos años inventaron el proceso planar y el circuito integrado y, al comprobar la potencialidad de dichas tecnologías, cada uno de ellos fundó su propia empresa. Así, Castells pone de manifiesto cómo la tecnología disruptiva que permitió que la información y la comunicación se extendiesen globalmente provino de núcleos muy pequeños pero con grandísimo poder de penetración. «Fue esta transferencia de tecnología de Shockley a Fairchild y luego a una red de empresas escindidas lo que constituyó la fuente inicial de innovación sobre la que se levantó Silicon Valley y la revolución de la microelectrónica.»

Pero un punto clave de este estilo no se crea de la nada: «requiere (…) la concentración espacial de centros de investigación, instituciones de investigación superior, compañía de tecnología avanzadas, una red de proveedores auxiliares de bienes y servicios y redes empresariales de capital riesgo para financiar las empresas recién constituidas». Una vez que un entorno así se ha generado, sin embargo, lo habitual es que desarrolle sus propias dinámicas y atraiga lo que necesita para seguir expandiéndose. Castells y Peter Hall (Ciudades del mañana) se lanzaron en 1988 a un viaje por el mundo para analizar los principales centros tecnológicos del planeta.

«Nuestro descubrimiento más sorprendente es que las viejas grandes áreas metropolitanas del mundo industrializado son los principales centros de innovación y producción en tecnología de la información fuera de los Estados Unidos.» El caso de Estados Unidos es distinto debido por un lado al «relativo retraso tecnológico de las viejas metrópolis», el «espíritu de frontera» y su «huida interminable de las contradicciones de las ciudades construidas y las sociedades constituidas».

La fuerza cultural y empresarial de las metrópolis (viejas o nuevas; después de todo, la zona de la Bahía de San Francisco es una metrópoli de más de seis millones de habitantes) las convierte en el entorno privilegiado de esta nueva revolución tecnológica, que en realidad desmiente la noción de que la innovación carece de lugar geográfico en la era de la información. (p. 100)

Sin estos empresarios innovadores (los que estuvieron en el origen de Silicon Valley, por ejemplo), «la revolución de la tecnología de la información habría tenido características muy diferentes y no es probable que hubiera evolucionado hacia el tipo de herramientas tecnológicas descentralizadas y flexibles» que existen hoy en día, con lo que aquí Castells ya nos ofrece una respuesta a la pregunta que planteábamos más arriba. «La innovación tecnológica se ha dirigido esencialmente al mercado», y los innovadores, los que consiguen cierto éxito, buscan establecer su empresa, a ser posible en Estados Unidos, lo que a su vez genera un efecto de atracción ya que «las mentes creadoras, llevadas por la pasión y la codicia, escudriñan constantemente la industria en busca de nichos de mercado en productos y procesos» (p. 102). Dicho de otro modo, este modelo tecnológico se da en un entorno muy concreto.

Acabamos el capítulo con los cinco paradigmas de la tecnología de la información, «que constituyen la base material de la sociedad red»:

  • la materia prima es la información: son tecnologías para actuar sobre la información, no sólo información para actuar sobre la tecnología;
  • su capacidad de penetración: puesto que la información es parte integral de toda actividad humana, todos los procesos individuales y colectivos quedan moldeados (no determinados) por el nuevo medio tecnológico;
  • la lógica de interconexión es la red: en primer lugar, porque es la menos estructurada de las estructuras y la que mantiene mayor flexibilidad, «ya que lo no estructurado es la fuerza impulsora de la innovación en la actividad humana»; y en segundo lugar, porque su crecimiento se vuelve exponencial, mientras que los costes de mantenimiento crecen de forma lineal;
  • el paradigma de la teoría de la información se basa en la flexibilidad; aunque Castells lo enuncia sin juicios de valor, «porque la flexibilidad puede ser una fuerza liberadora, pero también una tendencia represora si quienes reescriben las leyes son siempre los mismos poderes»;
  • y su quinta característica, la convergencia creciente de tecnologías específicas en un sistema altamente integrado.

En suma, el paradigma de la tecnología de la información no evoluciona hacia su cierre como sistema, sino hacia su apertura como una red multifacética. Es poderoso e imponente en su materialidad, pero adaptable y abierto en su desarrollo histórico. Sus cualidades decisivas son su carácter integrador, la complejidad y la interconexión. (p. 109)