Lo urbano, en suspenso

El objeto de estudio de la antropología urbana no es la ciudad en sí sino una de las manifestaciones que en ella suceden: lo urbano. La distinción es de Lefebvre en El derecho a la ciudad (p. 71):

«una distinción entre, por un lado, la ciudad, en cuanto que realidad presente, inmediata, dato práctico-sensible, arquitectónico, y, por otro lado, lo urbano, en cuanto que realidad social compuesta por relaciones que concebir, que construir o reconstruir por el pensamiento.»

Lo urbano, concepto que hemos trabajado a fondo, sobre todo, con Manuel Delgado (De la ciudad a lo urbano), «no tiene habitantes, sino usuarios que lo usan de forma transitoria», que forman relaciones cristalizadas pero no estructuradas, siempre cambiantes, siempre desbordadas y a punto del desastre.

Cuando el habitante sale del espacio privado al público lo hace consciente de que será sometido a escrutinio por sus pares y por ello decide actuar. Actuar no implica mentir, sino ser consciente de que se es un actor sobre un escenario y que los otros son tanto espectadores como posibles actores con los que interactuar. El objetivo: no montar una escena, escamotear la verdad que se esconde en el interior de uno, mostrar una verdad falsa (pero siempre verosímil) o cualquier otra intencionalidad que un usuario pueda tener. Nos lo enseñó Erving Goffman (La presentación de la persona en la vida cotidiana). Delgado lo llamó «un baile de disfraces», Jane Jacobs, «el ballet de las aceras».

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Un vagón de metro es el ejemplo perfecto de lo urbano: efímero, cambiante, lleno de personas con intereses y fines diversos y unas normas, laxas, que cada cual podrá cumplir a su voluntad. Cada usuario decide qué normas le interesa cumplir; un acto flagrante de incumplimiento puede acarrear la censura por parte de otros usuarios y llevar al destierro de ese usuario de la escena y condenarlo al ostracismo; o no. Cada persona es juzgada por su apariencia; no juzgada en el sentido personal, emocional, sino analizada de un vistazo por los otros usuarios en función de sus características físicas (edad, género, raza) y sociológicas (ropa, estilismo, comportamiento) para tratar de intuir cómo se va a comportar. Es tanto un acto reflejo como un análisis del peligro; también nos enseñó Goffman que, del mismo modo que podemos herir a los demás con nuestro comportamiento, somos conscientes de que los otros pueden herirnos; y por ello llevamos a cabo ese análisis desde el desapego (Simmel y «Las grandes urbes y la vida del espíritu«).

Cuando el vagón se vacía y es por un motivo concreto, lo urbano se derrumba. El confinamiento del COVID-19 ha encerrado a todo el mundo en sus casas y nos ha convertido en sospechosos unos de otros. La calle, espacio público y lugar de manifestación de lo urbano, se ha vuelto un no-lugar cuyos habitantes son sospechosos de no estar usándolo bien por si no están cumpliendo la normativa del confinamiento. Los primeros días, con las calles vacías, cada encuentro suponía una amenaza y un pequeño desvío para alejarse unos de otros; con el paso del tiempo, la vuelta a las calles y la relajación del peligro, se vuelve poco a poco a las calles. Pero sólo en momentos puntuales y con las normas cambiadas: los usuarios pasan a ser analizados por sus actos en relación al acatamiento, no por sus características. Se tiene en cuenta si lleva o no mascarilla, si cumple con el espacio de distanciamiento; toser es un incumplimiento flagrante de la cortesía, como sentarse sin respetar el espacio seguro.

¿Cuáles de estas características serán transitorias y cuáles permanentes? Veremos.

Erving Goffman: La presentación de la persona en la vida cotidiana

Le tenía muchas ganas a este libro, y no ha defraudado en absoluto. Si acaso, le achaco lo mismo que a otros estudios sociológicos (me pasó con este otro, Los ritos de paso): que se pierde un poco en la forma de presentar el estudio y, tratando de ser exhaustivo, llega a un punto en que abruma con los datos y se escapa por las ramas. O, visto de otro modo, que no soy un lector acostumbrado a estudios sociológicos, y tal vez sólo sea eso lo que se me hace raro.

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Dejando de lado ese detalle, Goffman fue el pionero de lo que se conoce como microsociología, el estudio de la persona en ambientes muy reducidos. La tesis de Goffman es que el individuo, desde que se despierta hasta que se acuesta, se comporta como si estuviese en un teatro y tuviese ante sí un auditorio: cada acto que lleva a cabo, la forma incluso como lo hace, tiene en cuenta que hay espectadores y la impresión que se causará en estos.

Cuando un individuo llega a la presencia de otros, estos tratan por lo común de adquirir información acerca de él o de poner en juego la que ya poseen. Les interesará su status socioeconómico general, su concepto de sí mismo, la actitud que tiene hacia ellos, su competencia, su integridad, etc. Aunque parte de esta información parece ser buscada como un fin en sí, hay por lo general razones muy prácticas para adquirirla. La información acerca del individuo ayuda a definir la situación, permitiendo a los otros saber de antemano lo que él espera de ellos y lo que ellos pueden esperar de él. Así informados, los otros sabrán cómo actuar a fin de obtener de él una respuesta determinada.

Si no están familiarizados con el individuo, los observadores pueden recoger indicios de su conducta y aspecto que les permitirán aplicar su experiencia previa con individuos aproximadamente similares a los que tienen delante o, lo que es más importante, aplicarle estereotipos que aún no han sido probados.

Así da comienzo la introducción. A continuación, Goffman desarrolla una comparación entre el teatro y la persona, y diferencia entre estar sobre el escenario o entre bambalinas (backstage). En el primero actuamos para un auditorio, en el segundo para el círculo íntimo. Un camarero está en el escenario al salir a sala y entre bambalinas mientras preparan el restaurante para la apertura, rodeado de sus compañeros. Las máscaras usadas cambian en cada contexto; cambian en función del auditorio, de la impresión a dar, del vestuario y el escenario disponibles.»La vida urbana se volvería insoportablemente pesada para algunos si todo contacto entre dos individuos entrañara el compartir desgracias, preocupaciones y secretos personales. Por tanto, si un hombre desea que le sirvan una comida con tranquilidad, quizá busque los servicios de una camarera, más que los de una esposa.» (p. 64).
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