Los orígenes de la posmodernidad (y II): Jameson

Perry Anderson es un historiador y sociólogo inglés de tradición marxista. Hacia 1997 o 98 le pidieron que escribiese el prólogo del libro de Fredric Jameson El giro cultural. Escritos seleccionados sobre el postmodernismo (Nueva York, 1998; hay edición en español, Buenos Aires, 2002). Dicho prólogo se le hizo tan largo que acabó siendo publicado como un texto independiente y es el libro que nos atañe, Los orígenes de la posmodernidad. Ya analizamos en una primera entrada los orígenes de este nuevo movimiento intelectual: sus predecesores, desde el modernismo de Rubén Darío, el historicismo de Toynbee u otros, hasta los primeros que trataron el tema, como Hassan y Jencks, hasta sus dos máximos exponentes a finales de los setenta: Lyotard y Habermas.

Sin embargo, teniendo en cuenta el origen de esta obra (es decir, un prólogo a un libro de Jameson), no extraña que la mayor parte de ella esté dedicada a los logros de este pensador y a la obra que dio forma al movimiento postmoderno desde ese momento: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, que ya reseñamos en su momento.

Hasta el año de esa primera conferencia, en otoño de 1982, que dio Jameson sobre la posmodernidad, estaba considerado uno de los mejores críticos literarios marxistas, «aunque esos términos le estaban quedando ya estrechos». Había publicado Marxism and Form (Princeton, 1971), una historia del canon marxista , y The Prison-House of Language (1972). En el epílogo a Aesthetics and Politics ya había dejado entrever que el desarrollo «del capitalismo de posguerra de consumidores» había dado al traste tanto con las esperanzas de Brecht y Benjamin de que un arte revolucionario fuese «capaz de apropiarse la tecnología moderna para llegar a los públicos populares» como con la idea de Adorno de que «la propia lógica formal de la alta modernidad era, justamente en su autonomía y abstracción, el único refugio verdadero de la política», algo que la política del establishment en el nuevo capitalismo desmentía. El realismo aparecía como demasiado antiguo para reflejar una forma de vida pasada y la modernidad sufría de mayores contradicciones que el propio realismo.

Jameson retomaba la misma idea en Marxism and Form al insistir en la «ruptura de toda continuidad con el pasado por los nuevos modos de organización del capital». Según el autor, la Europa y América de los años 30 tenía más que ver con los siglos anteriores que con los años 70 del siglo XX por, entre otros, «el retroceso del conflicto de clases en la metrópoli, (…) el enorme peso de la publicidad y de las fantasías de los mass media que eliminaban las realidades de división y explotación, la desconexión entre la existencia privada y la pública».

A estas ideas, ya previas, de Jameson, se le sumaron dos influencias reconocidas por el autor: El capitalismo tardío, de Ernest Mandel, que ya hablaba de una nueva configuración social, y los escritos de Baudrillard sobre el simulacro. [Aquí Anderson hace un inciso para destacar que, si bien los escritos y las ideas de Baudrillard fueron esenciales para la cristalización de la posmodernidad, el francés jamás teorizó sobre ella y, cuando finalmente habló del tema, lo hizo con un fuerte rechazo en «The Anorexic Ruins».] A estas influencias de Jameson, Anderson añade el traslado del pensador a Yale, donde el decano era un arquitecto moderno y uno de los profesores era Venturi, es decir: en plena pugna por las formas modernas o postmodernas de la arquitectura, y también cerca de Henri Lefebvre, que habitaba por entonces en California.

Todo esto confluye en la conferencia que dio Jameson en el otoño de 1982 (reproducida como primer capítulo de El giro cultural) y que luego sería el núcleo de El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Según Anderson, «rehizo de un solo golpe todo el mapa de lo posmoderno: un prodigioso gesto inaugural que ha venido dominando el terreno desde entonces» y que consta de cinco movimientos.

El primero y fundamental estaba expresado en el título: el anclaje de lo posmoderno en las alteraciones objetivas del orden económico del propio capital. La posmodernidad deja de ser una mera ruptura estética o un cambio epistemológico para convertirse en señal cultural de un nuevo estadio de la historia del modo de producción dominante. Sorprende que esta idea, que Hassan había tanteado para luego volverle la espalda, fuera bastante ajena a Lyotard y a Habermas, a pesar de que ambos provenían de una formación marxista no del todo olvidada. (p. 77)

Jameson se refería, por supuesto, a la formación de las corporaciones transnacionales que deslocalizaban las industrias y al paso de trabajadores de industria al sector servicios en los países del Primer Mundo, algo que afectaba a todos los ámbitos de la vida. Se planteaba como la cúspide de la modernización, como un nuevo mundo donde ya casi no quedaba naturaleza por descubrir y donde «la cultura se ha expandido necesariamente hasta hacerse virtualmente coextensiva a la economía misma, no sólo como base sintomática de alguna de alguna de las mayores industrias del mundo –el turismo estaba sobrepasando ya todos los demás ramos del empleo global–, sino mucho más profundamente, en tanto que todo objeto material y todo servicio inmaterial se convierte a la vez en signo complaciente y mercancía vendible» (p. 78).

El segundo movimiento consistía en el estudio de la psique humana en esta nueva coyuntura. Tras la confusión generada por las múltiples disoluciones de las revoluciones de los sesenta, y tras las derrotas políticas de los setenta, surgía una nueva subjetividad carente de «todo sentido activo de la historia», sin sentido del pasado, ya fuese como carga o como esperanza; «a lo sumo proliferaban estilos e imágenes nostálgicos como sucedáneos de lo temporal que se desvanecían en un perpetuo presente» (p. 79). Sumando a todo lo anterior la enorme red de visibilidad y conexión, Jameson llega a hablar de «lo sublime histérico».

El tercer movimiento abarcó la cultura. Pero no de modo sectorial, como se había hecho hasta el momento (primero en la literatura, luego Hassan lo amplió a la pintura y la música, Jencks se centró en la arquitectura, Lyotard, en la ciencia y Habermas, en la filosofía), sino en todos sus distintos ámbitos. Pese a la ampliación a todo el espectro, sin embargo, Jameson fue consciente del papel central que jugaba la arquitectura (en la reseña del libro ya hablamos de las implicaciones sobre el sujeto del espacio del Hotel Bonaventura de Los Ángeles, por ejemplo), comprendiendo las implicaciones de un arte que configura el propio espacio físico.

Pero Jameson no se quedó ahí. Analizó también el cine, que hasta ahora el resto de críticos había dejado de lado, y destacó la existencia de un género que llamó «nostalgia del presente» (Fuego en el cuerpo o incluso La guerra de las galaxias), así como otras películas que lidiaban con la presencialidad total del capital global. Luego pasó a las artes gráficas, la publicidad, el diseño, hasta acabar hablando del pastiche, «una parodia inexpresiva, sin impulso satírico, de los estilos del pasado» (p. 85), una especie de collage donde los pedazos no remitían a sus orígenes, sino que quedaban desgajados, sin contexto.

Este tercer movimiento se desbordó también hacia las disciplinas, que vieron sus bordes difuminados y borrosos: la historia del arte, la sociología, la historia, la crítica literaria… empezaron a cruzarse en estudios híbridos y transversales (Jameson puso como ejemplo a Foucault) bajo el paraguas de la theory. Si precisamente Weber había formulado que «el rasgo distintivo de la modernidad era la diferenciación estructural» en ámbitos estancos y el propio Habermas lo había reforzado, declarando que este proceso no se podía cancelar, «so pena de regresión», como vimos en la entrada anterior, «no podía haber síntoma más ominoso del resquebrajamiento de lo moderno que el derrumbe de esas divisiones conquistadas con tanto esfuerzo».

El cuarto movimiento especulaba sobre las clases en esta nueva era. El capitalismo seguía siendo un sistema de clases, pero todas ellas habían cambiado: habían surgido unas élites culturales (lo que luego se llamará, con mayor o menor fortuna, las clases creativas), seguían existiendo los propietarios de los grandes grupos multinacionales, los obreros se habían disgregado en múltiples identidades… «A escala mundial –que es el terreno decisivo de la época posmoderna– no ha cristalizado aún ninguna estructura de clases estable que se pudiera comparar a la del capitalismo anterior» (p. 88). Además, al ampliarse a la arena mundial, una nueva gran cantidad de población formaba parte ahora del mercado, con el consiguiente «descenso de nivel»: si la cultura moderna era «irremediablemente elitista», producida por una minoría para otras minorías y hasta burlándose de las demandas del mercado, la cultura posmoderna es «mucho más vulgar». La propia extensión de los medios de comunicación, la publicidad, la llegada de grandes obras de la literatura a las listas de los más vendidos, la irrupción de grupos hasta entonces ignorados… por un lado era una reacción a la torre de marfil moderna, claro, pero por el otro también una nueva relación entre cultura y mercado.

El quinto y último movimiento era un abandono de las posiciones morales que habían mostrado los anteriores teorizadores del posmodernismo. Hasta ese momento, cada uno de ellos había incluido una valoración positiva o negativa. Jameson, situado más a la izquierda que todos ellos, destacaba como algo evidente la complicidad entre la lógica del mercado, el espectáculo y lo posmoderno; pero insistía en la inutilidad de moralizar sobre su auge.

Una crítica genuina de la posmodernidad no podía ser un rechazo ideológico. La tarea dialéctica sería más bien abrirnos paso a través de lo posmoderno de manera tan completa que nuestra comprensión de la época saliera transformada por el otro lado. Una comprensión totalizadora del nuevo capitalismo ilimitado, una teoría adecuada a la escala global de sus conexiones y disyunciones, seguía siendo el proyecto marxista irrenunciable. Ese proyecto excluía toda respuesta maniquea a lo posmoderno. (p. 91)

El último capítulo del libro lo dedica Anderson a analizar las consecuencias de la toma de posición de Jameson y, en concreto, a tres libros que tratan de precisar conceptos posmodernistas: el trasfondo político en Against Postmodernism (Alex Callinicos, 1989); un análisis más profundo de la economía en La condición de la posmodernidad de Harvey, que ya leímos (1990) y el impacto de su difusión ideológica con Illusions of Postmodernity (Terry Eagleton, 1996). Sin embargo, el tono se vuelve mucho más intelectual en esta parte, más parecido a un debate entre artículos y libros que a una verdadera aportación definitiva sobre el tema, como lo fue la de Jameson, por lo que terminamos aquí la reseña, que concluye con dos observaciones extraídas del libro.

El arte moderno se había definido virtualmente como «antiburgués» desde sus orígenes en Baudelaire o en Flaubert. La posmodernidad es lo que sucede cuando este adversario ha desaparecido sin que se haya obtenido ninguna victoria sobre él. (p. 119)

Esa condición de «libertad artística perfecta» en la que «todo está permitido» no contradecía, sin embargo, la Estética de Hegel, sino que, por el contrario, la comprende, pues «el fin del arte consiste en la toma de conciencia de la verdadera naturaleza filosófica del arte»: es decir, el arte se convierte en filosofía (como Hegel afirmaba que debía) en el momento en que sólo una decisión intelectual puede determinar qué es arte y qué no es arte. (p. 137)

Los orígenes de la posmodernidad, Perry Anderson

Conocimos la posmodernidad a partir de la lectura de Fernando Javier Ullán de la Rosa Sociología Urbana: en el quinto capítulo se hablaba de la llegada del posmodernismo a las ciencias sociales y se hacía también la distinción entre la sociedad postmoderna (postfordista, postindustrial o informacional, según se prefiera potenciar uno u otro aspecto) y el paradigma postmoderno (una nueva concepción epistemológica nacida alrededor de los años 70, por poner una fecha). Leímos también que, según Peter Hall, Aprendiendo de Las Vegas, de Venturi, Scott Brown e Izenour, supuso la inauguración de la arquitectura postmoderna. Leímos luego a Marshall Berman en Todo lo sólido se desvanece en el aire para comprender qué era la modernidad (algo que, según él, no había sido aún superado), y finalmente llegamos al Harvey de La condición de la posmodernidad donde, reflexionando sobre esta nueva forma epistemológica, llegaba a la nueva forma social: de los cambios espaciotemporales de las vanguardias modernas a la expansión espaciotemporal del capitalismo a la acumulación flexible (es decir: la sociedad postfordista).

Si el tema nos ha importado en el blog, además de por su carácter de signo de nuestros tiempos, es porque una de las artes que sufrió más cambios a raíz de la llegada del postmodernismo fue la arquitectura y, ampliándolo, el espacio. No se trataba, sólo, de una forma distinta de pensar, sino una nueva concepción del espacio y de las ciudades. Los orígenes de la posmodernidad, de Perry Anderson, deja un poco de lado ese aspecto y se centra en el hecho intelectual, en el paradigma postmoderno de lleno y en su visión, o descripción, por parte de los intelectuales. Es un libro muy adecuado porque sitúa su origen, sus precursores, la voz de máxima autoridad y apunta posibles devenires (aunque es entonces cuando el libro se pierde un poco). Es poco acertado para el blog, sin embargo, porque se queda en eso, en cuestiones intelectuales que, directamente, poco afectan a la ciudad, al urbanismo o al devenir de sus gentes.

Los orígenes de la posmodernidad son remotos. Anderson habla de Rubén Darío y su movimiento «modernista» iniciado en 1890, y cómo luego Federico de Onís habló de «posmodernismo» para referirse a «un reflujo conservador dentro del propio modernismo». También el historiador Toynbee relacionó modernidad con auge de la burguesía y, por lo tanto, hablaba de postmodernismo en otros lugares del planeta, como hizo Charles Olson al hablar de «post-modernidad o post-Occidente».

Pero, si lo anterior eran preliminares, el pistoletazo de salida se dio con la revista boundary 2, aparecida en otoño de 1972 y titulada Journal of Postmodern Literature and Culture. En uno de sus artículos, David Antin atacaba la poesía moderna norteamericana (Eliot, Tate, Auden, Lowell y hasta Pound) enfrentándolos a «la genuina modernidad internacional –la línea de Apollinaire, Marinetti, Jlébnikov, García Lorca, József y Neruda–, cuyo principio era el collage dramático» (p. 25).

El rumbo que tomó la revista fue otro (se sigue publicando a día de hoy), pero ese espacio que quedó vacante lo ocupó un ingeniero reconvertido en crítico y teórico literario: Ihab Hassan. «Su interés se había centrado originalmente en una alta modernidad reducida a un mínimo expresivo, lo que el llamaba «literatura del silencio», desde Kafka a Beckett. Pero cuando propuso en 1971 la noción de postmodernism, Hassan subsumió ese linaje a un espectro mucho más amplio de tendencias que habían o bien radicalizado o bien rechazado los rasgos dominantes de la modernidad, una configuración que abarcaba las artes visuales, la música, la tecnología y la sensibilidad en general» (p. 28). Entre ellas estaban Cage, con su famosa composición 4’33», Robert Rauschenberg y Buckminster Fuller, pero Hassan fue añadiendo nombres y se basó en una serie de conceptos surgidos del postestructuralismo francés, como «la noción de ruptura epistémica» de Foucault, y atribuyó «que la unidad subyacente de lo posmoderno residía en «el juego de la indeterminación y la inmanencia», cuyo genio originador de las artes había sido Marchel Duchamp» (p. 29).

Hassan fue uno de los primeros en postular qué era la postmodernidad (recordemos que fue uno de los pilares que usó Harvey en La condición de la posmodernidad para tratar de entender el paso de la modernidad a ésta), pero acabó encontrándose ante un muro: ¿la postmodernidad era «sólo una tendencia artística o también un fenómeno social»?

La construcción de lo posmoderno que ofrecía Hassan, por muy pioneras que fuesen muchas de sus observaciones -fue el primero que lo amplió a través de las artes y señaló unas pautas que luego serían ampliamente aceptadas-, tenía, pues, un límite intrínseco, en tanto que el camino hacia lo social quedaba cerrado. Fue ésta sin duda una de las razones por las que se retiró del terreno a finales de los años ochenta. Hassan se había dedicado originalmente a las formas exasperadas de la modernidad clásica, como Duchamp o Beckett: justamente lo que De Onís en los años treinta había denominado proféticamente «ultramodernismo». Cuando Hassan empezó a explorar la escena cultural de los años setenta, la construyó ante todo a través de este prisma. (p. 31)

Hassan intuyó que el camino que tomaría la postmodernidad sería el de Warhol; y, una década después, desengañado, sentenciaba: «La posmodernidad misma ha cambiado, y ha tomado, a mi entender, un rumbo equivocado. Atrapada entre la truculencia ideológica y la futilidad desmistificadora, atrapada en su propio kitsch, la posmodernidad se ha convertido en una especie de bufonada ecléctica, en el refinado cosquilleo de nuestros placeres prestados y nuestros triviales desengaños.» (p. 32), lo que es, claro, uno de los riesgos de la posmodernidad, al quedar carente de referentes.

Pero hubo un arte al que Hassan no prestó atención y que iba a convertirse en un revulsivo. En 1972 se publicaba Aprendiendo de Las Vegas, que venía a decir, directamente en su prefacio, que el tema del juego, la moralidad y los intereses que hubiese tras ellos no interesaban a los autores: sólo la morfología de los edificios. «Los valores de Las Vegas no se cuestionan aquí.»

Contrastando la monotonía planificada de las megaestructuras modernas con el vigor y la heterogeneidad del espontáneo desparramamiento urbano, Learning from Las Vegas resumía la dicotomía entre ambas en una frase: «Construir para el Hombre» contra «construir para hombres (mercados)». La simplicidad del paréntesis lo dice todo. Ahí estaba, deletreada con engañosa candidez, la nueva relación entre el arte y la sociedad que Hassan había conjeturado sin alcanzar a definirla. (p. 34)

La autoridad que elevó el concepto a canónico fue el crítico Charles Jencks (Language of Post-Modern Architecture, 1977), para quien lo posmoderno era una hibridación entre «la sintaxis moderna e historicista y que apelaba al gusto educado a la vez que a la sensibilidad popular» (p. 35) Dando un paso adelante, y ensalzando la mezcla entre lo alto y lo bajo, lo popular y lo elitista, Jencks aventuraba el fin de «polaridades pasadas de moda tales como izquierda y derecha, clase capitalista y clase obrera». «En una sociedad en la que la información importa más que la producción, «ya no hay ninguna vanguardia artística», puesto que en la red electrónica global «no hay enemigo al que vencer». En las condiciones emancipadas del arte de hoy, «más bien hay incontables individuos en Tokio, Nueva York, Berlín, Londres, Milán y otras metrópolis comunicándose y compitiendo unos con otros, al igual que lo están haciendo en el mundo de la banca». (p. 37)

La postmodernidad se había unido, indisociablemente, al mercado; pero pronto dio un paso adelante. Y lo hizo de la mano, ahora, del filósofo francés Jean-François Lyotard, quien se apropió del término en 1979 al publicar La condición posmoderna.

Para Lyotard, la llegada de la posmodernidad estaba vinculada al surgimiento de una sociedad posindustrial, teorizada por Daniel Bell y Alain Touraine, en la que el conocimiento se había convertido en la principal fuerza económica de producción, en un flujo que sobrepasaba a los Estados nacionales, pero al mismo tiempo había perdido sus legitimaciones tradicionales. Pues si la sociedad no había de concebirse ni como un todo orgánico ni como un campo dualista de conflicto (Parsons o Marx), sino como una red de comunicaciones lingüísticas, entonces el lenguaje mismo -«el vínculo social entero»- se componía de una multiplicidad de juegos diferentes cuyas reglas eran inconmensurables y cuyas relaciones recíprocas eran agonales. (p. 38)

En estas condiciones, la ciencia perdía su lugar preeminente y se convertía en un juego de lenguaje más; si hasta ahora descansaba en dos postulados, el de «la humanidad como agente heroico de su propia liberación» (derivado de la Revolución Francesa) y el «cuento del espíritu como despliegue progresivo de la verdad» (derivado del idealismo alemán), la condición posmoderna supone «la pérdida de credibilidad de esas metanarrativas» (p. 39). Estas metanarrativas que sostenían la ciencia habían sido destruidas, según Lyotard, «por la proliferación de la paradoja y del paralogismo, anticipada en filosofía por Nietzsche, Wittgenstein y Levinas», y por «la tecnificación de la demostración», pues las observaciones científicas dependen de una enorme maquinaria tan costosa que sólo es accesible al poder y a los Estados. «La ciencia al servicio del poder halla una nueva legitimación en la eficiencia.» Finalmente, La condición posmoderna acababa con el auge del contrato temporal en todos los ámbitos, ocupacional, emocional, sexual y político: «unos lazos más económicos, flexibles y creativos que los vínculos de la modernidad».

Paradójicamente, La condición posmoderna no trataba de artes ni de política, las dos pasiones principales del filósofo, sino que era un encargo del Conseil des universités du Québec para entender los efectos de la tecnología en las ciencias exactas. El propio Lyotard reconoció que sabía poco del tema y que era su peor libro. Anderson sitúa, además, la andanada de Lyotard contra las metanarrativas en una en concreto: el marxismo. A medida que las informaciones del Gulag iban llegando, la fe en el comunismo o la revolución marxista se iba hundiendo.

El trasfondo más amplio del tránsito de Lyotard desde un socialismo revolucionario hacia un nihilismo hedonista residía obviamente en la evolución misma de la Quinta República. El consenso gaullista de los primeros años sesenta lo había convencido de que la clase obrera estaba esencialmente integrada en el capitalismo. La fermentación de finales de los sesenta le inspiró la esperanza de que el heraldo de la revuelta acaso fuera, en lugar de la clase, la generación, la juventud del mundo entero. La oleada eufórica de consumismo que atravesó el país a principios y mediados de los setenta condujo a las muy difundidas teorizaciones del capitalismo como una maquinaria aerodinámica del deseo. (p. 43)

Lyotard no estaba muy al corriente del uso del concepto «posmodernismo» en la arquitectura «con un significado estético que era la antítesis de todo lo que él valoraba». Se enteró en 1982, no sólo de la construcción de lo posmoderno propuesto por Jencks sino también del éxito que había tenido el libro en Norteamérica; lo que descubrió no le gustó mucho, porque esta clase de posmodernidad era una restauración subrepticia del realismo degradado que antaño habían fomentado el nazismo y el estalinismo y que ahora era reciclado como un eclecticismo cínico por el capital contemporáneo: era todo aquello que las vanguardias habían combatido» (p. 46) y a Lyotard no le quedó más remedio que posicionarse respecto al arte y a la política, los dos temas que había obviado.

En ninguno tuvo demasiado éxito. Dijo del arte que «lo posmoderno no venía después de lo moderno, sino que era un movimiento de renovación desde dentro de la modernidad misma», una corriente que aceptaba jubilosamente la libertad de invención que posibilitaba; aunque el mercado, saturado del kitsch que celebraba Jencks, iba al contrario de lo que propugnaba Lyotard. Lo mismo le sucedió con la política: si las metanarrativas se estaban hundiendo, la religión, la política, el comunismo, el progreso d la Ilustración… ¿qué sucedía con el capitalismo? Si los setenta habían sido crisis económica que permitía argumentar la caída, también, de la ilusión capitalista, los ochenta trajeron progreso y el triunfo de las políticas neoliberales, tanto en la izquierda como en la derecha; por primera vez, un enorme relato dominaba el mundo y ninguna de las respuestas de Lyotard bastaba. «Pero las únicas formas de resistencia al sistema que quedaban eran interiores: la reserva del artista, la indeterminación de la infancia, el silencio del alma. Había desaparecido el «júbilo» ante la ruptura inicial de la representación por lo posmoderno; un malestar invencible definía ahora el tono del tiempo. Lo posmoderno era «melancolía».» (p. 52)

Justo un año después de la publicación de La condición posmoderna, en otoño de 1980 Jürgen Habermas dio un discurso en Frankfurt titulado La modernidad, un proyecto inacabado. Aunque se considera una respuesta al libro de Lyotard, probablemente Habermas no lo conocía y estaba, en cambio, reaccionando a la Bienal de Venecia de 1980, profundamente posmoderna. Habermas reconocía que las vanguardias habían envejecido y que se había perdido algo del espíritu que empezaba con Buaudelaire y culminaba con los dadaístas; sin embargo, el proyecto de la modernidad seguía sin realizarse. Éste tenía dos vertientes: por un lado, la ciencia, la moralidad y el arte se diferenciaban en esferas de valor autónomas, liberadas de una religión y gobernadas pro sus propias normas: verdad, justicia y belleza; por el otro, esos dominios debían verter todo su potencial en la vida cotidiana de las personas. «Éste era el programa que se había extraviado; pues en lugar de integrarse a los recursos comunes de la comunicación cotidiana, cada esfera había tendido a convertirse en una especialidad esotérica, cerrada al mundo de los significados ordinarios.» (p. 55). Por ejemplo: el arte del XIX y principios del XX se había vuelto críptico, hasta orgulloso de su progresivo alejamiento de la sociedad.

Pero llevar a cabo ese proyecto se presentaba difícil. «No se podía rescindir la autonomía de las esferas de valores, so pena de regresión». Por lo tanto, había que integrar esas culturas en la experiencia común, protegiendo a sus miembros y logros «de las incursiones de las fuerzas del mercado y de la administración burocráctica», algo que el propio Habermas consideraba improbable y que Anderson resume en «una amalgama contradictoria de dos principios opuestos: la especialización y la popularización».

Algo más de sustancia tenía su siguiente conferencia, un año después, en Munich, llamada «Arquitectura moderna y posmoderna». La tesis de Habermas era que la Revolución Industrial había planteado tres enormes desafíos a la arquitectura: el diseño de nuevas clases de edificios (bibliotecas, óperas, estaciones, grandes almacenes), la aparición de nuevos materiales (hierro, acero, hormigón, vidrio) y nuevos imperativos sociales (presiones del mercado, planes administrativos). Estos tres imperativos superaron las capacidades de la arquitectura de la época, «que se descompuso en un historicismo ecléctico o en el utilitarismo más horrendo», pero a principios del siglo XX el movimiento moderno, «reaccionando ante este fracaso, superó el caos estilístico y el simbolismo artificioso de la arquitectura victoriana tardía y se lanzó a transformar la totalidad del entorno edificado, desde los edificios más monumentales y expresivos hasta los más pequeños y prácticos» (p. 60).

La arquitectura modernista respondió con éxito a los dos primeros interrogantes, pero fracasó en el tercero: supo crear nuevos edificios y supo dar buen uso a los nuevos materiales; pero fracasó en su intento «de reformar a fondo el entorno urbano, error de cálculo que halló su expresión más famosa en los desafueros utópicos del primer Le Corbusier». Recordemos el primer Plan Voisin, que planeaba derruir barrios enteros de París para construir rascacielos de hormigón separados por parques verdes vacíos.

La pregunta que se plantea entonces Habermas es: ¿este fracaso se debía a la propia arquitectura o a otros factores? Las raíces de lo moderno en arquitectura se hallan en el constructivismo ruso, De Stijl y el círculo en torno a Le Corbusier. Con el paso al predominio de la Bauhaus, se la llamó funcionalista y ese nombre, inadecuado, según Anderson, pasó a dominar el concepto y a dejarlo a merced de empresarios de la construcción y burócratas. En palabras del propio Habermas: «las contradicciones de la modernización capitalista», el resultado de la propia vorágine de la modernización. Si a primera vista parece que Habermas está denunciando la «lógica despiadada del capitalismo de postguerra», en realidad va algo más allá: «La utopía de unas formas de vida preconcebidas, que había inspirado ya los proyectos de Owen y Fourier, no se podía realizar, y no solamente porque implicaba una irremediable subestimación de la diversidad, la complejidad y la variabilidad de las sociedades modernas, sino también porque las sociedades modernizadas, con sus interdependencias funcionales, transcienden las dimensiones de unas condiciones de vida que podían ser calculadas por la imaginación del planificador.» Es decir: Habermas se rinde ante la imposibilidad de llevar a cabo ese aspecto de la modernidad. Ni una ciudad habitable y humana, ni los sueños modernos, son realizables, debido a la lógica del desarrollo social, «más allá del capital y del trabajo».

Los discursos de Lyotard y Habermas dotaron al concepto de la posmodernidad con «el cuño de la autoridad filosófica», pero sus aportaciones fueron «indecisas» e incapaces de aportar un punto de vista marxista a la nueva concepción epistemológica.

Y así estaban las cosas en el otoño de 1981: con un posmodernismo ya cristalizado pero pendiente de definir por completo.

La idea de lo posmoderno, tal como se había consolidado en esa coyuntura, era de un modo u otro patrimonio de la derecha. Cuando Hassan alababa el juego y la indeterminación como señas distintivas de lo posmoderno, no ocultó su aversión hacia aquella sensibilidad que era su antítesis: el férreo yugo de la izquierda. Jencks celebraba el fin de lo moderno como liberación de la elección de los consumidores, como la liquidación de toda planificación en un mundo en que los pintores pueden comerciar con la propia libertad y no menos globalmente que los banqueros. Para Lyotard, los parámetros mismos de la nueva condición estaban determinados por el descrédito del socialismo como el último gran relato, la versión última de una emancipación que ya no tenía sentido. Habermas, si bien se negaba, desde una posición todavía de izquierdas, a rendir homenaje a lo posmoderno, abandonó, sin embargo, la idea a la derecha, construyéndola como una figura del neoconservadurismo. Lo que todos ellos tenían en común era que suscribían los principios de lo que Lyotard, que antaño fuera el más radical, llamaba democracia liberal como el horizonte irrebasable del tiempo. No podía haber nada más que capitalismo. Lo posmoderno era la condena de las ilusiones alternativas. (p. 66)

Hasta que llegó Fredric Jameson con su primera conferencia sobre lo posmoderno en 1982. Pero eso, y los efectos que tuvo, lo veremos en la siguiente entrada.

La condición de la posmodernidad (y VI): la compresión espacio-temporal

En lo que viene a continuación, haré un uso frecuente del concepto de «compresión espacio-temporal». Utilizo esta noción para referirme a los procesos que generan una revolución de tal magnitud en las cualidades objetivas del espacio y el tiempo que nos obligan a modificar, a veces de manera radical, nuestra representación del mundo. Empleo la palabra «compresión» porque, sin duda, la historia del capitalismo se ha caracterizado por una aceleración en el ritmo de la vida, con tal superación de barraras espaciales que el mundo a veces parece que se desploma sobre nosotros. (p. 267)

La compresión espacio-temporal, provocada por los desplazamientos espaciales y temporales del capitalismo fordista que acabaron generando la acumulación flexible, es la forma social de nuestro tiempo y la causa de la situación cultural posmodernista. Esto es un resumen acelerado de lo que hemos visto en las últimas cinco entradas en que hemos reseñado La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural, del geógrafo David Harvey, (I, II, III, IV y V) y nos quedan pendientes sólo dos apartados: la compresión espacio-temporal que se dio coincidiendo con el proyecto de la Ilustración (aunque empezó antes, claro) y su relación con las nuevas formas culturales posmodernas.

En los «mundos relativamente aislados» del feudalismo europeo, cada lugar era una entidad relativamente autónoma con su propio significado legal, político y social, con sus relaciones sociales y su comunidad. De hecho, a menudo se percibía el exterior como algo misterioso, poblado de seres lejanos (el bosque, el famoso «hic sunt dracones», aquí hay dragones, para referirse a todo territorio ignoto).

El Renacimiento supuso un cambio en las percepciones del tiempo y el espacio. Por un lado, los viajes de descubrimiento abrieron el mundo y dieron a entender que estaba lleno de riquezas y maravillas. «En una sociedad cada vez más consciente del lucro, el conocimiento geográfico se convirtió en una valiosa mercancía», es decir, no sólo el mundo se abría sino que se vinculaba al provecho que se podía obtener de él: la ruta de la seda era un trayecto de maravilla, claro, pero también una ruta comercial que permitía enriquecerse a quienes la transitaban. Por otro lado se establecieron unas reglas nuevas de la perspectiva que se mantendrían hasta principios del siglo XX: un espacio geométrico, con un punto de vista «elevado y discante, que cae completamente fuera del alcance plástico o sensorial». Esta geometría estaba a la vez limitada (perfecta, comprensible, mortal) pero no cuestionaba la cualidad de la divinidad.

Dicha concepción del tiempo y el espacio (el mundo como un globo, el globo como un teatro) sentó las bases para el proyecto de la Ilustración: la naturaleza no sólo podía ser controlada, sino que debía serlo para que el hombre pudiese emanciparse. Los mapas dejaron de tener cualidades fantasiosas o religiosas, desaparecían los dragones y estaban regidos por la lógica de la métrica matemática y el catastro; lo mismo sucedía con el tiempo, cada vez más compartimentado a medida que avanzaba la precisión de las herramientas para medirlo.

Aquí surge uno de los problemas de la Ilustración: «el espacio sólo puede ser conquistado a través de la producción de espacio», es decir, con una cierta concepción de lo que es el propio espacio y de lo que otorga derecho sobre él. Esto constituye un «marco fijo dentro del cual debe desenvolverse la dinámica de un proceso social», pero cuando se aplica esta organización espacial fija en un contexto de acumulación capitalista «se convierte en una absoluta contradicción» y se liberan los poderes de creación destructiva y las contradicciones capitalistas. Por un lado, para «aniquilar el espacio a través del tiempo» se genera espacio (inversiones en fábricas, plantas automatizadas, autopistas), que tienen un tiempo de rotación lenta pero a la vez buscan generar una rotación más veloz de la producción.

La manera en que el capitalismo enfrenta y sucumbe periódicamente a este nudo de contradicciones constituye una de las historias no narradas de mayor importancia en la geografía histórica del capitalismo. La compresión espacio-temporal es un signo de la intensidad de fuerzas que confluyen en este nudo de contradicciones, y bien puede suceder que las crisis de la hiper-acumulación así como las crisis de las formas políticas y culturales estén fuertemente conectadas con esas fuerzas. (p. 287; el destacado es nuestro).

Eso nos lleva a la depresión que empezó en Gran Bretaña en 1846-47 y que se extendió rápidamente al resto del mundo capitalista y que Harvey considera «la primera crisis clara de hiper-acumulación capitalista». Ya habían sucedido otras crisis económicas y políticas, pero todas ellas podían atribuirse a algunas otras causas; ésta fue diferente. «El capitalismo había madurado bastante, de modo que hasta el más ciego de los apologistas burgueses podía advertir que las condiciones financieras, la especulación descarnada y la hiper-acumulación algo tenían que ver con los acontecimientos» (p. 288).

Los obreros vieron la crisis como la consecuencia de la explotación burguesa; los burgueses, como producto de los estamentos del Ancien Régime que se negaban a desaparecer, como la aristocracia; y éstos, como una pérdida de los valores tradicionales y la distinción de clases. Para Harvey, la crisis generó una «crisis de representación y esta, por su parte, fue el efecto de un reajuste esencial de las nociones del tiempo y el espacio en la vida económica, política y cultural».

Hasta ese momento se había seguido utilizando la concepción del tiempo surgida de la Ilustración; la crisis de mediados de siglo acabó con eso. Europa estaba tan integrada que los sucesos acontecidos en un extremo, ya fuesen una crisis o una revolución, sacudían al continente entero, por lo que las certezas espaciales y temporales se derrumbaban. «Las revoluciones que habían estallado al mismo tiempo a lo largo del continente acentuaban las dimensiones sincrónicas y diacrónicas del desarrollo capitalista. La certeza acerca del espacio y el tiempo absolutos dio lugar a las inseguridades de un espacio relativo en transformación, en el cual los acontecimientos de un lugar podían tener efectos inmediatos y ramificados en muchos otros lugares.» (p. 289) O, como dirá luego Jameson: «la verdad de la experiencia ya no coincide con el lugar donde ocurre».

También el espacio económico se modificaba con una tensión constante entre el crédito y el dinero en efectivo, hasta que éste último alcanzó la primacía; fue otro factor que alteró el significado del tiempo (tiempo de inversión, tasa de retorno). De hecho, Harvey data a partir de 1850 el momento en que los mercados de valores se organizaron sistemáticamente. Toda esta cuestión de cómo conciliar las nuevas perspectivas del tiempo y el espacio «se convirtió en un serio problema al que el modernismo se aplicó con creciente vigor hasta el impacto de la Primera Guerra Mundial».

Todos estas desplazamientos generaron una crisis de representación. Ni la literatura ni el arte podían evitar la cuestión del internacionalismo, la sincronía, la temporalidad insegura y la tensión dentro de la medida del valor dominante entre el sistema financiero y su base monetaria o de mercancías. «Alrededor de 1850», escribe Barthes (1967, pág, 9), «la escritura clásica se desintegró y la literatura en su conjunto, desde Flaubert hasta el presente, se convirtió en la problemática del lenguaje». No es casual que el primer gran impulso cultural modernista ocurriera en París después de 1848. Las pinceladas de Manet, que empezaban a descomponer el espacio tradicional de la pintura y a modificar su marco, examinando las fragmentaciones de la luz y el color; los poemas y reflexiones de Baudelaire, cuyo propósito era trascender el carácter efímero y estrecho de las políticas del lugar en busca de significados eternos; y las novelas de Flaubert, con sus peculiares estructuras narrativas en el espacio y el tiempo, se asociaban a un lenguaje de distanciamiento helado; todo esto constituía una señal de ruptura radical del sentimiento cultural, que reflejaba un profundo cuestionamiento del significado del espacio y el lugar, del presente, del pasado y del futuro, en un mundo de inseguridad y de horizontes espaciales en rápida expansión. (p. 291)

El espacio y el tiempo siguieron modificándose a merced de las nuevas invenciones y la extensión de las vías del ferrocarril, el telégrafo, la navegación a vapor, la apertura del Canal de Suez. Los grandes almacenes poblaban las ciudades, el viaje en globo y la fotografía aérea modificaron la percepción del propio espacio. El comercio y las inversiones exteriores pusieron a «las grandes potencias capitalistas en la vía del globalismo», pero lo hicieron «a través de la conquista imperial y la rivalidad inter-imperialista que llegaría a su apogeo en la Primera Guerra Mundial: la primera guerra global. En el camino, los espacios del mundo fueron desterritorializados, despojados de sus significaciones anteriores y luego reterritorializados según la conveniencia de la administración colonial e imperial.» (p. 293; el destacado es nuestro). Además, las Exposiciones Universales, empezando por el Palacio de Cristal de 1851, ensalzaban el globalismo y lo que Benjamin denominó «la fantasmagoría» del mundo de las mercancías y la competencia entre los Estados y los sistemas de producción territoriales. Por ello el arte, destaca Harvey, ya no podía ser realista: porque en todo acto confluía una enormidad de aspectos distintos y la vida de un campesino polaco estaba regida, en parte, por los designios de París, Londres o Nueva York. Las estructuras realistas, por lo tanto, «eran inconsistentes con una realidad en la que dos sucesos acaecidos al mismo tiempo en espacios enteramente distintos podían entrar en una intersección que modificara el funcionamiento del mundo», por lo que «Flaubert, el modernista, abrió el camino que a Zola, el realista, le fue imposible imitar».

«La segunda gran ola de innovación modernista en el ámbito estético comenzó en media de esta fase de rápida compresión espacio-temporal. ¿Hasta qué punto puede interpretarse entonces el modernismo como una respuesta a una crisis en la experiencia del espacio y el tiempo?» A partir de aquí, Harvey sigue el libro The culture of time and space, 1880-1918, de Kern (1983).

El periodo 1910-1914 es determinando para la evolución del pensamiento modernista. Coinciden, por ejemplo, Virginia Woolf, D. H. Lawrence o Henri Lefebvre, para el cual «alrededor de 1910 se produjo la ruptura de un cierto espacio». Sin entrar en todo el detalle que le dedica Harvey al tema: Ford erige la cadena de montaje en 1913, el mismo año en que se emite una señal de radio desde lo alto de la Torre Eiffel, «lo cual puso de manifiesto la posibilidad de reducir al espacio a la simultaneidad de un instante en el tiempo público universal». Ese mismo público universal se había horrorizado un año antes al conocer el hundimiento del Titanic. No es casualidad que De Chirico llenase sus lienzos de relojes, que Joyce empezase a investigar para captar la simultaneidad del tiempo y la preeminencia del presente o que Proust tratase de recuperar el tiempo pasado. Ambos novelistas coincidieron en dotar al tiempo y al espacio de un matiz pasado por la consciencia y la experiencia. En la pintura, Picasso y Braque seguían los pasos de Cézanne y quebraban definitivamente el espacio con el cubismo, aboliendo la perspectiva que dominaba desde el Renacimiento.

Ante la disolución aparente del espacio, surgieron dos corrientes: una que acentuaba esa disolución y hablaba de «la irrealidad del lugar» (y que más adelante denominará «universalismo») y otra que, en ese océano cambiante de espacios, luchaba por acentuar las diferencias concretas de cada espacio («particularismo»). No son opuestas: nos viene a la mente la distinción entre «el espacio de los flujos» y «el espacio de los lugares» de La sociedad red de Castells. Harvey ve indicios del particularismo en el auge de las bibliotecas y museos, que se proponían registrar el pasado y «describir la geografía a la vez que rompían con ella». Paradójicamente, los artistas modernistas acabarían «pintando para los museos y escribiendo para las bibliotecas». El interés por lugares exóticos, aumentado por estas muestras de arte lejano, era a la vez una loa a la mercancía y una fuente de reivindicación de la artesanía y los trabajos manuales que culminó con el art noveau francés o la tradición artesanal impulsada por William Morris.

Esta tendencia a privilegiar la espacialización del tiempo (Ser) por encima de la aniquilación del espacio por el tiempo (Devenir) es coherente con gran parte de lo que expresa hoy el posmodernismo; con los «determinismos locales» de Lyotard, las «comunidades interpretativas» de Fish, las «resistencias regionales» de Frampton y las heterotopías de Foucault. Evidentemente, ofrece múltiples posibilidades dentro de las cuales puede florecer una «otredad» espacializada. El modernismo, considerado en su conjunto, exploró la dialéctica del lugar versus el espacio, del presente versus el pasado, en formas diferentes. Si bien celebraba la universalidad y la desaparición de las barreras espaciales, también exploraba los nuevos significados del espacio y el lugar desde algunas perspectivas que reforzaban tácitamente la identidad local. (p. 301; el destacado es nuestro)

Volviendo a las dos corrientes del universalismo y el particularismo, el modernismo defendió particularmente la primera y «nunca pudo saldar sus cuentas con el parroquialismo y el nacionalismo». En efecto, el modernismo tendía al elitismo, ya fuese alejándose de las «clases medias», ya fuese loando las grandes ciudades del mundo como los lugares donde sucedía lo importante.

Un ejemplo concreto de lo anterior sucedió en la Viena de fin-de-siècle entre Camillo Sitte y Otto Wagner en relación a la producción del espacio urbano. Sitte, siguiendo la tradición artesanal de la ciudad, buscaba espacios no modernistas y no funcionalistas: plazas pequeñas, refugios interiores donde poder desarrollar la comunidad, no muy alejadas, por ejemplo, de las que luego defendería Jacobs. Esas ideas pueden ser interpretadas «como una reacción específica a la comercialización, al racionalismo utilitario y a las fragmentaciones e inseguridades que suelen surgir por la compresión espacio-temporal» y a menudo apelan a la estetización de la política. En poco tiempo, sin embargo, muchos de los artesanos vieneses que Sitte defendía se aglutinarían en esas mismas plazas para oponerse al internacionalismo, a lo exterior: a los judíos. Vuelven las palabras de Sennett en El declive del hombre público: no hay nada que una tanto a una comunidad como un enemigo externo, sea real o imaginario. «En definitiva, fueron los sentimientos ligados al lugar, al Ser y a la comunidad, los que condicionaron la adhesión de Heidegger al nacional-socialismo» (p. 307).

Wagner, por su lado, aceptó la universalidad con los brazos abiertos y trató de imponer orden en el caos basándose en los principios de la eficiencia, la economía y la facilitación de los emprendimientos comerciales. También tuvo que buscar algún sentido en esa lógica, y lo hizo buscando la ruptura con el pasado y «cultivando la imagen de la máquina como la forma esencial de la racionalidad eficiente», lo que lo convertiría en un pionera de las formas «heroicas» del modernismo de que hablaba Harvey al principio del libro (aquí) y que cristalizarían en Le Corbusier, Gropius o Mies van der Rohe.

Ambas líneas chocaron vivamente en la Primera Guerra Mundial, lo que ilustra «la forma en que las condiciones de la compresión espacio-temporal, ante la ausencia de un medio adecuado que las represente, convierten a las líneas de conducta nacionales en algo imposible de determinar, y menos aun de seguir». La guerra, sin embargo, acabó con todo ello, destruyendo la fe en el progreso, la evolución y hasta en la historia, algo que la Segunda Guerra Mundial acabaría de profundizar.

Hubo hebras que sobrevivieron al conflicto. La Revolución Rusa, por un lado, se adentraba en la lucha de clases y daba algo de esperanza al movimiento obrero, que también tuvo que enfrentarse al conflicto particularismo-internacionalismo. Eso permitió a los rusos ciertas vanguardias que cortaban fuertemente con el pasado (el formalismo y el constructivismo rusos), mientras que, en las sociedades donde la acumulación de capital «seguía siendo el pivote efectivo de la nación, sólo había lugar para el modernismo maquinista del estilo Bauhaus».

Pero el modernismo se revelaba incapaz de contener los flujos dinámicos del capitalismo y la acumulación.

Y aquí comienza la verdadera tragedia del modernismo. Porque los que en fin predominaron no fueron los mitos sostenidos por Le Corbusier, Otto Wagner o Walter Gropius. Fue el culto de Mammon o, peor aún, fueron los mitos suscitados por una política estetizada los que se afianzaron. Le Corbusier coqueteaba con Mussolini y se comprometía con la Francia de Pétain; Oscar Niemeyer proyectó Brasilia para un presidente populista pero la construyó para generales despiadados; las intuiciones de la Bauhaus se aplicaron al diseño de campos de concentración, y en todas partes dominó la idea de que la forma debía adecuarse al beneficio tanto como a la función. Eran, en última instancia, la estetización de la política y el poder del capital los que triunfaban sobre un movimiento estético que había mostrado cómo la compresión espacio-temporal se podía controlar y acondicionar racionalmente. Sus visiones fueron trágicamente absorbidas por propósitos que no eran, en líneas generales, los propios. (p. 312)

La oposición entre Ser y Devenir resulta central en la historia del modernismo. Esa oposición se debe considerar en términos políticos como una tensión entre e1 sentido del tiempo y la concentración en el espacio. Después de 1848, el modernismo como movimiento cultural luchó con esa oposición, a menudo en forma creativa. La lucha se distorsionó, en muchos aspectos, a causa del apabullante poder del dinero, el beneficio, la acumulación del capital y el poder estatal como marcos de referencia dentro de los cuales se desarrollaban todas las formas de la práctica cultural. Aun en las condiciones de una rebelión de clases extendida, la dialéctica del Ser y del Devenir ha planteado problemas al parecer inabordables. Sobre todo, los cambiantes significados del espacio y el tiempo que el capitalismo produjo han impuesto re-evaluaciones constantes en las representaciones del mundo en la vida cultural. Sólo en una era de especulación sobre el futuro y de formación de capital ficticio pudo adquirir sentido el concepto de vanguardia (tanto artística como política), La transformación en la experiencia del espacio y e1tiempo tuvo mucho que ver con el nacimiento del modernismo y sus confusos recorridos de un lado a otro de la relación espacio-temporal. Si es realmente así, vale la pena analizar la proposición según la cual el posmodernismo es un tipo de respuesta a un nuevo conjunto de experiencias sobre e1 espacio y e1 tiempo, un nuevo giro en la «compresión espacio-temporal». (p. 312)

La nueva compresión espacio-temporal que se vivió desde los años 70 «ha generado un impacto desorientador y sorpresivo en las prácticas económico-políticas, en el equilibrio del poder de clase, así como en la vida cultural y social». Las dos grandes tendencias en el ámbito del consumo que Harvey destaca son la llegada de la moda a los mercados masivos (en oposición a una élite), con su enorme velocidad cambiante que ha acabado inundando todos los ámbitos (ocio, música, videojuegos, cultura) y el desplazamiento del consumo de mercancías al de servicios (desde los esenciales para la vida, como sanidad y educación, hasta los destinados al ocio y el consumo). La instantaneidad se ha vuelto una virtud (ya sea en el consumo rápido, comida, series, likes en las redes sociales), de la mano de lo desechable, lo fácil, lo que no requiere esfuerzo, pero sobre todo destaca la irrupción de la publicidad y el márqueting en controlar los gustos cambiantes de las multitudes o de sus cada vez más numerosos nichos, lo que llevo a Baudrillard a sostener que «hoy el capitalismo se dedica a la producción de signos, imágenes y sistemas de signos, y no a las mercancías en sí mismas», algo que fácilmente podríamos observar, sin ir muy lejos, en el márqueting de las ciudades y cómo éstas pugnan por convertirse en marcas que publicitar ante los turistas y empresarios.

La identidad ha pasado a depender de las imágenes que se producen. Por ello los distintos grupos luchan por emanar una identidad concreta con símbolos determinados; el problema surge con la aparición de réplicas que simulan (más aún: se convierten en simulacros de) dichas identidades. ¿Qué diferencia hay entre un punk y un simulacro de punk? Ninguna, en apariencia; pero el simulacro, además, erosiona la realidad del primero, algo que ya nos explicó Baudrillard en Cultura y simulacro.

«Podemos ligar la dimensión esquizofrénica de la posmodernidad, en la que insiste Jameson, con las aceleraciones en los tiempos de rotación de la producción, el intercambio y el consumo, que causan, por así decirlo, la pérdida de un sentido de futuro, excepto cuando el futuro puede descontarse en el presente.» (p. 322) En este juego de espejos donde todo queda reducido a la apariencia, «si no es posible decir nada sólido y permanente en medio de este mundo efímero y fragmentado, entonces, ¿por qué no sumarnos al juego (de lenguaje)?», se cuestiona Harvey.

No es casualidad, sin embargo, que en este mundo fragmentado y donde es tan difícil hallar sentido, surjan luchas abruptas por hallarlo de nuevo: la reemergencia de la religión, de la familia, los localismos… como ya explicó Castells en El poder de la identidad, donde analizaba cómo bregaban las comunidades, grupos, naciones… con la llegada de la era de la información y del espacio de los flujos.

Todo esto genera una serie de contradicciones. Una de ellas: puesto que todos los lugares acaban siendo similares, ya que la obtención de beneficio es el único patrón, se busca, paradójicamente, diferenciar los lugares cada vez más. Es una situación similar a la que encontrábamos en las resistencias a la gentrificación: los mismos graffitis y actos «vandálicos» que luchan contra la llegada de las clases medias y altas son lo que atraen a los precursores del movimiento. Y ahí encontramos otra de las contradicciones o, en este caso, consecuencias de la compresión espacio-temporal. Con la preeminencia del dinero como algo virtual, no ligado a ningún producto material, «el dinero perdió su calidad de medio para conservar el valor por períodos largos», por lo que fue preciso «encontrar otros medios de almacenar valor de una manera efectiva». Ello explica, por ejemplo, la enorme inflación en el mercado del arte, donde hay ciertos valores que no dejan de subir, pero también que las ciudades, sus centros, se hayan convertido en reservas de valor inmobiliario; que la sanidad y la educación se privaticen a pasos agigantados o que existan fondos de inversión, como nos recordaba Sennett, que buscan lugares «específicos» capaces de convertirse en atractores globales y los compran, homogeneizándolos y convirtiendo todos los lugares en algo similar… en su búsqueda de la diferencia.

La cuisine mundial se reúne hoy en un solo lugar, exactamente como la complejidad geográfica mundial se reduce por las noches a una serie de imágenes en la pantalla estática de la televisión. Este mismo fenómeno es explotado en los palacios del entretenimiento como Epcot y Disneylandia; es posible, como dice uno de los eslóganes comerciales norteamericanos, «experimentar el Viejo Mundo por un día, sin tener que desplazarse hasta allí». La implicación general es que a través de la experiencia de todo, desde la comida hasta los hábitos culinarios, la música, la televisión, el entretenimiento y el cine, es hoy posible experimentar vicariamente la geografía mundial, como un simulacro. El entrelazamiento de simulacros en la vida cotidiana reúne diferentes mundos (de mercancías) en el mismo espacio y tiempo. Pera lo hace encubriendo casi perfectamente cualquier huella del origen, de los procesos de trabajo que los produjeron, o de las relaciones sociales implicadas en su producción. (p. 332)

Harrison Ford, descubriendo los simulacros.

Como artefacto posmoderno que analizar, Harvey escoge la película Blade Runner. Se fija en los replicantes, que no son copias de los humanos, sino simulacros mejorados. Son la perfecta mano de obra: con una obsolescencia programada, dedicados a las tareas más ingratas y sin un pasado verdadero, sólo con un simulacro de memoria que se crea y se sostiene mediante documentos gráficos: mediante fotografías. Paradójicamente, el mismo sistema que usa Deckard, el policía encargado de cazarlos, para evidenciar su humanidad. La ciudad de Los Ángeles del futuro está llena de influencias internacionales, sobre todo asiáticas (de donde provenía la mayoría de productos, igual que ahora), tecnología y espacios degradados. Los trabajadores son o bien autónomos, o bien pertenecientes a pequeñas factorías (como ya expuso Harvey anteriormente, en la posmodernidad coexisten todas las formas de producción, para que las empresas puedan escoger en cada momento la que mejor las satisfaga) y, de hecho, Deckard recurre a artesanos callejeros para obtener información sobre la manufactura final de los replicantes producidos por la Tyrell Corporation, lo que nos habla de flexibilidad y subcontratación.

Blade Runner es una parábola de la ciencia ficción en la que, mediante todo el poder imaginario de la ficción cinematográfica, se exploran los temas posmodernistas, situados en un contexto de acumulación flexible y de compresión espacio-temporal. El conflicto es entre personas vivas en diferentes escalas de tiempo, que en consecuencia ven y experimentan el mundo de manera muy diferente. Los replicantes no tienen historia real, pero quizá puedan construir una; la historia de todos se ha reducido al testimonio de la fotografía. Si bien la socialización sigue siendo importante para la historia personal, como lo demuestra Rachel, también puede ser replicada. El aspecto depresivo del filme es precisamente que, hacia el fin, la diferencia entre la replicante y el humano se vuelve tan irreconocible que pueden enamorarse (una vez que ambos se incorporan a la misma escala de tiempo). El poder del simulacro lo penetra todo. El lazo social más fuerte entre Deckard y los replicantes en rebelión –el hecho de que ambos estén controlados y esc1avizados por un poder empresario– nunca genera en ellos el menor atisbo de una posible alianza de los oprimidos. Aunque es cierto que a Tyrell le arrancan los ojos antes de matarlo, se trata de un acto de ira individual, no de clase. El final del filme es una escena de puro escapismo (tolerado, hay que señalarlo, por las autoridades) que no cambia en nada la situación de los replicantes ni las funestas condiciones de la masa humana que vive en las calles desamparadas de un mundo posmodernista decrépito, desindustrializado y en decadencia. (p. 346)

¿Acaso no es eso lo que nos permiten las redes sociales, construirnos una identidad mediante la fotografía? Aunque sea un simulacro; no habrá diferencia entre las identidades reales (si se puede usar la palabra) y aquellas producidas.

Harvey dedica la cuarta y última parte del libro a «La condición de la posmodernidad» y a plantearse si es patólogica y puntual o si supondrá una revolución «más profunda y amplia» en los asuntos humanos que las anteriores. Habla de la estetización de la política, de la tiranía de la imagen (recordamos siempre la belleza del Kowlon, que esconde sus miserias) y de las posibles respuestas a la compresión espacio-temporal:

  • el refugio en un silencio neurótico (o la rendición ante la complejidad apabullante), que viene reforzado por las tesis de la deconstrucción, que al sospechar de todo discurso que aspire a la coherencia pusieron en tela de juicio las proposiciones fundamentales;
  • negar la complejidad recurriendo a eslóganes cada vez más sencillos; Twitter, por supuesto, o las proclamas políticas; pero también la necesidad de encasillar a los consumidores en nichos binarios con mensajes que refuerzan su modo de pensar y los encasillan aún más;
  • encontrar un nicho donde los esfuerzos sean visibles y viables; lo cual lleva al riesgo de acabar encerrados en el localismo, la comunidad o la miopía ante un espectro más amplio;
  • «encabalgarse en la compresión espacio-temporal a través de la construcción de un lenguaje y de un imaginario que pueda reflejarla y quizá controlarIa», como hicieron Baudrillard o Virilio, o como hizo Nietzsche en su momento en La voluntad de poder.

El capital es un proceso, no una cosa. Es un proceso de reproducción de la vida social a través de la producción de mercancías, en el que todos los que vivimos en el mundo capitalista avanzado estamos envueltos. Sus pautas operativas internalizadas están destinadas a garantizar el dinamismo y el carácter revolucionaria de un modo de organización social que, de manera incesante, transforma a la sociedad en la que está inserto. El proceso enmascarara y fetichiza, crece a través de la destrucción creativa, crea nuevas aspiraciones y necesidades, explota la capacidad de trabajo y el deseo humanos, transforma los espacios y acelera el ritmo de la vida. Produce problemas de hiper-acumulación para los cuales sólo hay un número limitado de soluciones posibles.

Mediante estos mecanismos, el capitalismo crea su propia geografía histórica específica. No es posible predecir la línea de su desarrollo desde una óptica corriente, precisamente porque siempre se ha fundado en la especulación: en nuevas productos, nuevas tecnologías, nuevos espacios e instalaciones, nuevos procesos de trabajo (trabajo familiar, sistemas fabriles, círculos de calidad, participación laboral) y cuestiones semejantes. Hay muchas maneras de obtener beneficios. Las racionalizaciones post hoc de la actividad especulativa dependen de una respuesta positiva al interrogante: «¿Qué es rentable?». Diferentes empresarios, espacios enteros de la economía mundial, generan diferentes soluciones para esa pregunta y nuevas respuestas tornan el lugar de las anteriores a medida que una ola especulativa pasa a dominar a otra. (p. 375)

La vida cultural, por supuesto, no queda al margen de este proceso. Porque la cultura es también un bien de consumo; pero además porque permite articular los signos de que se alimenta (y es alimentado) el capitalismo. Harvey vuelve a las palabras de Bourdieu que ya citamos: la infinita capacidad de producción de cada uno de nosotros (de pensamientos, obras, acciones), limitada por «las condiciones históricamente determinadas» de su producción: «la libertad condicionada y condicional que esto garantiza está «tan lejos de la creación de la novedad impredecible como lo está de la simple reproducción mecánica de los condicionamientos iniciales».

La condición de la posmodernidad (V): el tiempo y el espacio

La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural, del geógrafo David Harvey, llegó en la entrada anterior a un punto crucial. Tras analizar el modernismo, el posmodernismo y el posmodernismo urbano, Harvey llegó a la conclusión de que, o bien el posmodernismo suponía un modo distinto de pensar el mundo, o era una reacción a un cambio en las formas capitalistas. Eso es lo que analizamos en la cuarta entrada, del fordismo a la acumulación flexible, donde entendimos que el capitalismo había recurrido durante mediados del siglo XX, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, a los desplazamientos temporales y espaciales para evitar las crisis periódicas de hiper-acumulación. En cuanto se agotaron esos desplazamientos, el fordismo entró en crisis (en los años 70) y hubo que buscar nuevas formas para aumentar la plusvalía y continuar con el crecimiento perpetuo.

Por ello, lógicamente, el siguiente paso en el estudio de la posmodernidad es analizar la experiencia del tiempo y el espacio, sacudidos por las andanadas capitalistas de la globalización (o de la acumulación flexible, en palabras de Harvey). Si el problema estético de las primeras décadas del siglo (de la cúspide de la modernidad, como veremos en breve) fue el tiempo (Proust y Joyce, por ejemplo), la organización del espacio «se ha convertido en el problema estético fundamental de la cultura de mediados del siglo XX», en palabras de Daniel Bell. Mismas palabras pronunciaba Jameson al declarar que parte de la crisis posmoderna se debía a que las categorías espaciales habían pasado a dominar a las temporales (motivo por el que reclamaba una nueva forma de pensar y establecer mapas cognitivos alternativos).

Para comprender los espacios y tiempos individuales en la vida social, Harvey recurre a La producción del espacio de Lefebvre y a la distinción que hace de las tres dimensiones del espacio:

  • Las prácticas materiales espaciales: «los flujos, transferencias e interacciones físicas y materiales que ocurren en y cruzando el espacio para asegurar la producción y reproducción social», y que Lefebvre caracterizó como «lo experimentado».
  • Las representaciones del espacio: «abarcan todos los signos y significaciones (…) que permiten que esas prácticas se comenten y se comprendan», ya sea con el sentido común, ya sea recurriendo a diversas disciplinas, como la geografía, la ingeniería, la arquitectura, la ecología social…, y que para Lefebvre suponían «lo percibido».
  • Los espacios de representación «son invenciones mentales» (como códigos, signos, discursos…, hasta paisajes utópicos o imaginarios) «que imaginan nuevos sentidos o nuevas posibilidades de las prácticas espaciales» y que se corresponden con «lo imaginado».

Lefebvre proponía que estas tres prácticas llevan a cabo una relación dialéctica, de modo que, por ejemplo, los espacios de representación utópicos (lo imaginado) afectan no sólo a las representaciones del espacio (lo percibido) sino que pueden llegar a alterar las prácticas materiales (lo experimentado). Pero para Bourdieu esa «relación dialéctica» era insuficiente, puesto que parte de una base material, es «engendrada por la experiencia material» de «estructuras objetivas» y «por la base económica de la formación social en cuestión».

En la medida en que el habitus es una capacidad infinita para engendrar productos -pensamientos, percepciones, expresiones, acciones- cuyos limites han sido instaurados por las condiciones históricas y socialmente determinadas de su producción, el condicionamiento y la libertad condicional que garantiza están tan lejos de la creación de una novedad impredecible como lo están de una simple reproducción mecánica de los condicionamientos iniciales» (Bourdieu, Outline of a theory of practice, 1977, pág. 95)

A estas tres prácticas, Harvey las cruza con otros cuatro aspectos de la práctica espacial: la distancia (entendida tanto física como socialmente), la apropiación del espacio por objetos, actividades, grupos…; el dominio del espacio por parte de grupos u organizaciones, formales o informales, con el objetivo de controlar la distancia o las apropiaciones del espacio; y la producción del espacio, refiriéndose al surgimiento de nuevos sistemas de uso de la tierra y el espacio. Con todo ello, forma la siguiente tabla.

Prácticas materiales (experiencia)Representaciones del espacio (percepción)Espacios de representación (imaginación)
Accesibilidad y distanciamientoFlujos de bienes, dinero, personas, información; sistemas de transporte y comunicación; jerarquías urbanas y de mercado, aglomeración. Medidas de distancia social, psicológica y física; trazado de mapas, teorías de la localización (centro-periferias). Atracción/repulsión, distancia/deseo, acceso/rechazo; «el medio es el mensaje».
Apropiación y uso del espacioUsos de la tierra, espacios sociales, designación de «territorios»; redes sociales de comunicación y ayuda mutua. Espacio personal, mapas mentales de un espacio ocupado, jerarquías espaciales, representación simbólica de espacios, «discursos» espaciales. Familiaridad; el hogar y la casa; lugares abiertos, de espectáculo popular (calles, plazas, mercados), iconografía y graffiti, publicidad.
Dominación y control del espacioPropiedad privada de la tierra; divisiones administrativas del espacio; comunidades o vecindarios exclusivos; zonificación excluyente, control policial y vigilancia. Espacios prohibidos; «imperativos territoriales», comunidad, cultura regional, nacionalismo, geopolítica, jerarquías. No familiaridad; espacios temidos, propiedad y posesión; monumentalismo y espacios de ritual construidos, barreras simbólicas y capital simbólico; espacios de represión.
Producción del espacioProducción de infraestructuras físicas, renovación urbana, organización territorial de infraestructuras sociales. Sistemas nuevos de trazado de mapas, representación visual, comunicación; nuevos «discursos» artísticos y arquitectónicos, semiótica. Proyectos utópicos, paisajes imaginarios, ontologías y espacios de la ciencia ficción; dibujos de artistas, mitologías del espacio y el lugar, poéticas del espacio, espacios del deseo.

La grilla [tabla] de prácticas espaciales no nos puede decir nada importante por sí sola. Suponerlo sería aceptar la idea de que hay algún lenguaje espacial universal independiente de las prácticas sociales. La eficacia de las prácticas sociales en la vida social sólo nace de las relaciones sociales dentro de las cuales ellas intervienen. Por ejemplo, en las relaciones sociales del capitalismo, las prácticas espaciales descritas en la grilla están impregnadas de significados de clase. Sin embargo, plantearlo de este modo no es sostener que las prácticas espaciales provienen del capitalismo. Ellas adquieren sus significados en las relaciones sociales específicas de c1ase, género, comunidad, etnicidad o raza y «se agotan» o «modifican» en el curso de la acción social. (p. 247)

Volviendo a las palabras de Bordieu, y siguiendo con la idea de Lefebvre de que «el dominio sobre el espacio constituye una fuente fundamental y omnipresente del poder social sobre la vida cotidiana», Harvey explora ahora cómo «en las economías monetarias en general, y en la sociedad capitalista en particular, el dominio simultáneo del tiempo y el espacio constituye un elemento sustancial del poder social que no podemos permitirnos pasar por alto» (p. 251).

La existencia del dinero modifica las cualidades del tiempo y el espacio. Por ejemplo, los mercaderes medievales instauraron un tiempo, simbolizado por los relojes y los campanarios, distinto al ritmo «natural» que se había llevado en la vida agraria; esta «red cronológica» atrapó la vida cotidiana. Hubo resistencias, claro, pero poco a poco se fue imponiendo. Lo mismo sucedió con las apropiaciones del espacio a partir, sobre todo, del trazado de los mapas del mundo (algo que ya expusimos en Espacios del capital, del mismo Harvey). En palabras de Thompson: «La primera generación de obreros fabriles aprendió de sus maestros la importancia del tiempo; la segunda generación formó comités para acortar el tiempo de trabajo hasta las diez horas; la tercera generación hizo huelgas por el pago de horas extras o por su doble pago. Habían aceptado las categorías de sus empleadores y aprendieron a luchar dentro de ellas.» Es decir: habían interiorizado las categorías temporales impuestas por el capital.

Uno de los objetivos del capitalismo se convirtió en aumentar la rotación del capital, para lo cual ha recurrido a todo tipo de innovaciones técnicas y organizativas (la línea de producción en serie, la aceleración de procesos físicos como la fermentación, los conservantes, la obsolescencia planificada en el consumo, como la moda y la publicidad, y hasta los sistemas de crédito). «El efecto general, entonces, es que uno de los ejes de la modernización capitalista es la aceleración del ritmo de los procesos económicos y, por lo tanto, de la vida social» (p. 255).

No es el único objetivo del capitalismo: también lo es controlar aquellos lugares donde ostenta el poder y desarmar aquellos donde no lo posee. «El aplastamiento de la Comuna de Parías y la huelga ferroviaria de 1877 en los Estados Unidos demostraron muy tempranamente que la superioridad en el gobierno del espacio pertenecería a la burguesía.» En efecto, el movimiento obrero trató de internacionalizarse hasta que se encontró ante la tesitura de ser leal «a los intereses de la nación (espacio) versus la lealtad a los intereses de clase (histórica)». Una de las tareas del Estado, destaca Harvey, es «desautorizar» aquellos espacios sobre los cuales los movimientos de oposición pueden ejercer un mayor poder, como hizo el gobierno de Thatcher al disolver los gobiernos metropolitanos del Greater London Council, por ejemplo. Si se concibe el espacio como «un sistema de contenedores», el capitalismo deconstruye constantemente ese poder mediante la re-configuración de sus bases geográficas para potenciar las que le interesan; por ello Deleuze y Guattari escribieron que «el capitalismo está reterritorializando constantemente con una mano lo que desterritorializa con la otra».

Todo movimiento de oposición al capital, por lo tanto, no sólo se enfrenta a éste sino que debe ser articulado en un espacio y un tiempo controlados, en gran medida, por el propio capital, o por las relaciones sociales que impone. «En suma, el capital sigue dominando y lo hace, en parte, a través de su superioridad en el control del espacio y el tiempo, aún cuando los movimientos de oposición logren controlar un lugar particular por un tiempo. La «otredad» y las «resistencias regionales» enfatizadas por las políticas posmodernistas pueden florecer en un lugar específico. Pera con demasiada frecuencia están sujetas al poder del capital sobre la coordinación del espacio universal fragmentado y la marcha del tiempo histórico global del capitalismo, que está fuera del alcance de cualquiera de ellas en particular.» (p. 265).

Durante las fases de mayor transformación del capitalismo (y el fin del fordismo y el paso a la acumulación flexible lo fue) es cuando «los fundamentos espaciales y temporales para la reproducción del orden social sufren la más severa desorganización». Es entonces «cuando se producen desplazamientos fundamentales en los sistemas de representación, en las formas culturales y en las concepciones filosóficas»; y fue en uno de esos momentos cuando surgió el posmodernismo.

Nos queda ahora por analizar la última parte del libro, la «compresión espacio-temporal» y su relación con el surgimiento del posmodernismo. Como es una reflexión algo larga que recorrerá toda la concepción del tiempo y el espacio durante el proyecto de la Ilustración, lo dejamos para la siguiente entrada, con la que concluiremos nuestra reseña de este libro fundamental.

La condición de la posmodernidad (IV): del fordismo a la acumulación flexible

Tras analizar la modernidad en la primera entrada y una primera aproximación a la posmodernidad en la segunda, Harvey se planteaba la pregunta importante en la tercera, donde analizamos el posmodernismo urbano: ¿supone la posmodernidad una ruptura con la modernidad o bien es el reflejo de un cambio en el modo en que funciona el capitalismo? Por ello, toda la segunda parte de La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural se titula, precisamente, «La transformación económico-política del capitalismo tardío del siglo XX» y recorre el paso del fordismo a la acumulación flexible en que vivimos.

«Sin duda, la fecha simbólica de iniciación del fordismo es 1914, cuando Henry Ford introdujo su jornada de cinco dólares y ocho horas para recompensar a los trabajadores que habían armado la línea de montaje en cadena de piezas de automóvil que había inaugurado el año anterior en Dearborn, Michigan.» Pero el fordismo no nació de cero: sólo tres años antes, por ejemplo, en 1911, se había publicado The principles of scientific management de Taylor; y Ford aprovechó también la cultura empresarial corporativa que se había ido forjando durante todo el siglo XIX, donde ya abundaban las fusiones y los trusts y cárteles y donde también se estaba dando la separación en la empresa entre la dirección, la concepción, el control y la ejecución. Lo que sí fue característico de Ford fue «su reconocimiento explícito de que la producción en masa significaba un consumo masivo, un nuevo sistema de reproducción de la fuerza de trabajo, una nueva política de control y dirección del trabajo, una nueva estética y una nueva psicología; en una palabra: un nuevo tipo de sociedad racionalizada, modernista, populista y democrática.» En palabras de Gramsci, el americanismo y el fordismo suponían «el esfuerzo colectivo más grande que se ha realizado hasta la fecha para crear, con una velocidad sin precedentes y con una conciencia del objetivo que no tiene parangón en la historia, un nuevo tipo de trabajador y un nuevo tipo de hombre.» (p. 148)

El objetivo de la jornada de cinco dólares y ocho horas era asegurar la sumisión del trabajador a la disciplina requerida para trabajar en el sistema de la linea de montaje. Al mismo tiempo quería suministrar a los obreros el ingreso y el tiempo libre suficientes para consumir los productos masivos que las corporaciones lanzarían al mercado en cantidades cada vez mayores. (p. 148)

El fordismo se enfrentó a dos problemas durante los años de entreguerras que le impidieron difundirse completamente: por un lado, las relaciones de clase no permitían aceptar con facilidad un sistema de producción que atacaba las prácticas artesanas, mayoritarias hasta entonces, y forzaba a los obreros a ser testigos manufactureros en grandes cadenas de montaje; por el otro, tampoco la estructura del Estado estaba lo bastante madura para el fordismo. El segundo obstáculo se superó con el crack del 29, que evidenció que el sistema no estaba funcionando y debía ser abordado de otro modo; y el primero se resolvió sólo tras la Segunda Guerra Mundial.

El período de posguerra asistió al surgimiento de una serie de industrias fundadas en tecnologías que habían madurado en los años de entreguerras y que habían sido llevadas a nuevos extremos de racionalización en la Segunda Guerra Mundial. Automóviles, construcción de barcos y de equipos de transporte, acero, petroquímica, caucho, artefactos eléctricos para el consumo, y la construcción, se convirtieron en mecanismos propulsores del crecimiento económico centralizado en una serie de regiones de gran producción de la economía mundial —-el Media Oeste en los Estados Unidos, el Ruhr-Renania, los West Midlands en Gran Bretaña, la región productiva Tokio-Yokohama–.

Sin embargo, el crecimiento fenomenal que se produjo en el boom de posguerra dependía de una serie de compromisos y reposicionamientos por parte de los actores más importantes del proceso de desarrollo capitalista. El Estado debía asumir nuevos roles (keynesianos) y construir nuevos poderes institucionales; el capital corporativo tenía que orientar sus velas en ciertos sentidos, a fin de moverse con menos sobresaltos por el camino de una rentabilidad segura; y el trabajo organizado tenía que cumplir nuevos roles y funciones en los mercados laborales y en los procesos de producción. El equilibrio de poder tenso aunque firme que se estableció entre el trabajo organizado, el gran capital corporativo y el Estado nacional, y que cimentó la base de poder para el boom de posguerra, no había llegado por azar. Era el resultado de anos de lucha. (p. 153-5; el destacado es nuestro)

Sin embargo, ese equilibrio duró poco y pronto quedó claro que uno de los tres elementos tenía más fuerza que los otros dos: el corporativo. El papel de las empresas era asegurar que sus ganancias repercutirían en inversiones cada vez mayores para mejorar la productividad y aumentar la calidad de vida. Ello supuso, por un lado, imponer la ideología del trabajo asalariado y de que el consumo (y, en el fondo, la acumulación) eran beneficiosos; y, por el otro, el predominio (la «hegemonía») de «la gestión científica de todas las facetas de la actividad corporativa». «Las decisiones de las corporaciones empezaron a hegemonizar la definición de las formas de crecimiento del consumo masivo, suponiendo, por supuesto, que los otros dos socios en la gran coalición harían lo que fuera necesario para sostener la demanda efectiva en niveles que pudieran absorber el crecimiento uniforme de la producción capitalista.» (p. 157)

Por su parte, el Estado se comprometía a invertir en las áreas más favorables a los negocios (transporte, servicios públicos) que «eran vitales para el crecimiento de la producción y del consumo masivos, y que también garantizarían relativamente el pleno empleo». Casualmente, «los gobiernos nacionales de muy diferentes características» y de un amplio espectro político organizaron sociedades similares, basadas en el estatismo del bienestar, una administración económica keynesiana y el control sobre las relaciones salariales. «Por lo tanto, el fordismo de la posguerra puede considerarse menos como un mero sistema de producción en masa y más como una forma de vida total». (p. 159) Esta forma de vida ligaba su existencia a la estética del modernismo: funcionalidad y eficiencia que se vinculaban a las líneas rectas y las formas geométricas del funcionalismo, el racionalismo y la zonificación.

Pero este progreso continuado requería, también, de un gran mercado al que Estados Unidos pudiese exportar. El fordismo se expandió a Europa y a Japón durante los años 40 integrado en el esfuerzo de la guerra. Luego, medidas como el Plan Marshall o el acuerdo de Bretton Woods de 1944, que convirtió al dólar en la moneda de reserva internacional, permitieron que «el excedente productivo de los Estados Unidos fuese absorbido en otra parte, mientras que el avance del fordismo en el nivel internacional significó la formación de mercados globales masivos y la incorporación de la masa de población mundial –fuera del mundo comunista– a la dinámica global de un nuevo tipo de capitalismo» (p. 160).

Pero la alianza fordista-keynesiana generaba resistencias. Por un lado: sólo algunos de los sectores disfrutaban de las ventajas de una resistencia sindical, aquellos donde había más organización; otros, por su propia estructura, dejaban a cada trabajador a merced de sus patrones. La estética funcionalista del modernismo suponía austeridad y se tradujo en derruir barrios pobres para permitir el paso de enormes autopistas (resumiéndolo mucho), por lo que cada vez era mayor el clamor de voces (como la de Jacobs) en contra de sus postulados. Y, en mucha mayor medida, una gran cantidad de naciones estaba quedando desconectada de este nuevo imperialismo americano: el Tercer Mundo. Esta amalgama sería la fuente de las protestas contra-culturales de los 60.

Pero no es oro todo lo que reluce, claro: «la caída de la productividad y de la rentabilidad de las corporaciones después de 1966 significó el comienzo de un problema fiscal en los Estados Unidos, que no desaparecería sino al precio de una aceleración inflacionaria que comenzó a deteriorar el papel del dólar como moneda estable de reserva internacional» (p. 164) El sistema fordista keynesiano era, en palabras de Harvey, demasiado «rígido». Por un lado, las organizaciones sindicales (en aquellas industrias donde las había) eran demasiado fuertes (y por ello todas las huelgas laborales que se dieron entre 1968 y 1972); por el otro, las empresas, poco a poco, se deslocalizaron hacia el Sudeste asiático, donde las condiciones laborales les eran mucho más favorables. De los tres grandes pilares de esta estructura, la única con capacidad de maniobra fue el Estado, que imprimió más moneda para mantener la estabilidad de la economía, provocando una ola inflacionaria.

El intento de poner un freno a la inflación creciente en 1973 dejó al descubierto una gran capacidad excedente en las economías occidentales, generando primero una crisis mundial en los mercados inmobiliarios y graves dificultades en las instituciones financieras. A lo cual se agregaron los efectos de la decisión de la OPEP de aumentar el precio del petróleo y la decisión árabe de embargar las exportaciones de petróleo a Occidente durante la Guerra árabe-israelí de 1973. (p. 168)

Para huir de los efectos de esta crisis de liquidez y legitimación, las empresas buscaron la automatización, se lanzaron a la búsqueda de nuevos productos o nichos de mercado, recurrieron a fusiones o se dispersaron hacia zonas con controles laborales más afines. Todo ello, por supuesto, deterioró el compromiso fordista y dio lugar a una nueva estructura económica que Harvey denominó, tentativamente, acumulación flexible.

La acumulación flexible, como la llamaré de manera tentativa, se señala por una confrontación directa con las rigideces del fordismo. Apela a la flexibilidad con relación a los procesos laborales, los mercados de mano de obra, los productos y las pautas del consumo. Se caracteriza por la emergencia de sectores totalmente nuevos de producción, nuevas formas de proporcionar servicios financieros, nuevos mercados y, sobre todo, niveles sumamente intensos de innovación comercial, tecnológica y organizativa. Ha traído cambios acelerados en la estructuración del desarrollo desigual, tanto entre sectores como entre regiones geográficas, dando lugar, por ejemplo, a un gran aumento del empleo en el «sector de servicios» así como a nuevos conglomerados industriales en regiones hasta ahora subdesarrolladas (como la «Tercera Italia», Flandes, los diversos Silicon Valleys, para no hablar de la vasta profusión de actividades en los países de reciente industrialización). Ha entrañado además una nueva vuelta de tuerca de lo que yo llamo «compresión espacio-temporal [que veremos más adelante]en el mundo capitalista: los horizontes temporales para la toma de decisiones privadas y públicas se han contraído, mientras que la comunicación satelital y la disminución en los costes del transporte han hecho posible una mayor extensión de estas decisiones por un espacio cada vez más amplio y diversificado. (p. 170)

Si el fordismo estuvo marcado por la rigidez, la acumulación flexible lo está, valga la redundancia, por la flexibilidad. La posibilidad de deslocalizar la industria supuso el fin del poder de negociación de los sindicatos, que tuvieron que aceptar condiciones cada vez peores. La flexibilidad vino también por el modo en que se modificaron las industrias: el mercado era más volátil, el margen de ganancias se había reducido y surgieron nuevas formas de contratación mucho más flexibles basadas en la temporalidad y la subcontratación. Las empresas se reducían a un núcleo cada vez menor de grandes directivos, considerados esenciales, y el resto de tareas se descentralizaban o deslocalizaban.

El tiempo de rotación del capital –que es siempre una de las claves de la rentabilidad capitalista– se redujo de manera rotunda con el despliegue de las nuevas tecnologías productivas (automatización, robots, etc.) y las nuevas formas organizativas (como el sistema de entregas «justo-a-tiempo» en los flujos de inventarios, que reduce radicalmente los que hacen falta para mantener la producción en marcha ). Pero la aceleración del tiempo de rotación en la producción habría sido inútil si no se reducía también el tiempo de rotación en el consumo. Por ejemplo, la vida promedio de un típico producto fordista era de cinco a siete años, pero la acumulación flexible ha reducido en más de la mitad esa cifra en ciertos sectores (como el textil y las industrias del vestido), mientras que en otros –como las llamadas industrias de «thought-ware (juegos de video y programas de software para las computadoras)– la vida promedio es de menos de dieciocho meses. Por consiguiente, la acumulación flexible ha venido acompañada, desde el punto de vista del consumo, de una atención mucho mayor a las aceleradas transformaciones de las modas y a la movilización de todos los artificios destinados a inducir necesidades con la transformación cultural que esto implica. La estética relativamente estable del modernismo fordista ha dado lugar a todo el fermento, la inestabilidad y las cualidades transitorias de una estética posmodernista que celebra la diferencia, lo efímero, el espectáculo, la moda y la mercantilización de las formas culturales. (p. 180)

De hecho, desde el momento en que escribió estas palabras, en 1990, vemos que la rotación no ha dejado de acelerarse y que el tiempo es cada vez menor, con la inmediatez no sólo de las modas (que ya no van por temporadas sino por quincenas) sino por lo efímero de las redes sociales o las noticias y la obsolescencia programada de los smartphones, que prácticamente cada dos o tres años dejan de ser funcionales para los nuevos programas de software cada vez más pesados.

Estos cambios sociales vinieron acompañados de una oleada de desregulaciones y de una constante reducción del Estado del bienestar. La información pasó a ser uno de los bienes más preciados: la institución capaz de reaccionar de forma más veloz a lo que sucede es, normalmente, la que puede alcanzar una situación privilegiada. El otro gran cambio de la acumulación flexible «fue la total reorganización del sistema financiero global y el surgimiento de mayores capacidades de coordinación financiera» (p. 184). Este movimiento fue doble: por un lado apuntaba hacia la creación de «conglomerados e intermediarios financieros de extraordinario poder global» y, por el otro, hacia una descentralización acelerada «de actividades y corrientes financieras a través de la creación de instrumentos financieros y mercados totalmente nuevos». Resumiéndolo en una palabra actual: la financiarización, el dinero virtual, el dinero líquido que se mueve por las redes, a menudo, despojado de todo vínculo no ya con el oro, sino con cualquier producto material. «Gran parte del flujo, de la inestabilidad y el torbellino puede atribuirse directamente a esta mayor capacidad de desplazamiento del capital que parece olvidar casi por completo las restricciones de tiempo y espacio que normalmente pesan sobre las actividades materiales de la producción y el consumo.» (p. 189).

De los tres pilares que sostenían el fordismo, las corporaciones se impusieron como líder indiscutible, como lo siguen siendo a día de hoy. El adelgazamiento del Estado del bienestar y la reducción de los sueldos, que se presentó con la excusa de la crisis de los años 70 como una medida necesaria para contener el gasto, «fueron transformados por los neo-conservadores en una simple virtud del gobierno. Se difundió así la imagen de gobiernos fuertes que administraban poderosas dosis de remedios desagradables a fin de restaurar la salud de las economías enfermas.» Curioso que los gobiernos fuertes sean aquellos que caen implacables sobre la clase obrera y los menos afortunados, y no los que son capaces de parar los pies a la acumulación desaforada de capital.

La excusa de los Estados, por supuesto, fue que debían competir entre ellos y que, si no se frenaban las pretensiones obreras o si se atendía a sus quejas, el capital huiría. Por ello, además de frenar los derechos obreros, los Estados debían crear un clima de seguridad y de bienestar para los negocios y volverse «empresariales», gestionando los países como si fuesen empresas. Y sin olvidar el papel que jugaron las instituciones internacionales (el FMI y el Banco Mundial), impuestas como jueces cuando eran parte interesada en el proceso y que siempre aconsejaban políticas restrictivas y austeras (de gasto público) e incluso sólo abrían su crédito a los países que cumplían estas recetas.

No sólo los Estados se volvieron «empresariales»: su forma de actuar modificó cómo concebimos hoy en día «ámbitos de la vida tan diversos como el gobierno urbano, el crecimiento del sector productivo informal, la organización del mercado laboral, la investigación y el desarrollo, y llega incluso a los confines de la vida académica, literaria y artística» (p. 196). La flexibilización de esta época «acentúa lo nuevo, lo transitorio, lo efímero, lo fugitivo y lo contingente de la vida moderna»; no es de extrañar, por ejemplo, que surjan conceptos como la Modernidad líquida de Bauman, que ponen de manifiesto la desaparición de los valores sólidos y tradicionales. La acción colectiva se vuelve más difícil, pues los valores que se dan por supuestos en la acumulación flexible son la competitividad y el individualismo.

Pero aunque la acumulación flexible sea una nueva forma de capitalismo, sigue siendo una forma de capitalismo. Por ello, se le aplican los mismos presupuestos, sacados de Marx, que Harvey ya desgranó en Los límites del capital (1982) y que resume en:

  • 1. El capitalismo tiende al crecimiento, que, según su ideología, es «a la vez inevitable y positivo»; por ejemplo, la palabra crisis se define como falta de crecimiento.
  • 2. El crecimiento de los valores depende de la explotación de la fuerza de trabajo, por lo que siempre habrá una pugna entre distintas clases y un recurso a la fuerza.
  • 3. El capitalismo es técnica y organizativamente dinámico, pues la competencia obliga a todos a mejorar la producción.

Estas «tres condiciones necesarias del modo de producción capitalista» son, como ya demostró Marx, inconsistentes y contradictorias, por lo que inevitablemente el capitalismo tiende siempre hacia una crisis. De hecho, tiende periódicamente hacia crisis de hiper-acumulación, definida como «una condición en la que la oferta de capital ocioso y de trabajo ocioso existirán una junto a otra, sin que se encontrara la manera de unir estos recursos ociosos para realizar tareas socialmente útiles» y caracterizada por, entre otros: «capacidad productiva ociosa, saturación de mercancías y exceso de inventarios, excedentes de capital dinero (…) y alto desempleo».

Para evitar o contrarrestar esta tendencia a la hiper-acumulación, el capitalismo ha optado por diversas vías:

  • 1. La devaluación de las mercancías, la capacidad productiva o el dinero. Sin embargo, este proceso tiene un coste social muy alto y es difícil de mantener en el tiempo, por lo que a menudo acaba revelando las costuras del propio capitalismo y significando una revolución (de derechas o izquierdas).
  • 2. El control macroeconómico, es decir, cierto intervencionismo (no necesariamente por parte del Estado, puede haber otros agentes). Es lo que sucedió, en cierto modo, durante el pacto que se dio entre el fordismo y el keynesianismo tras la Segunda Guerra Mundial.
  • 3. La absorción de la hiper-acumulación a través de un desplazamiento temporal y espacial. Puede ser temporal (que implica destinar recursos actuales a explorar usos futuros y que, en general, acaba suponiendo la aceleración en el tiempo de rotación de los productos) «de modo que el aumento de velocidad de este año absorba el exceso del año anterior»; puede ser espacial, lo que supone la producción de nuevos espacios capitalistas (a través de inversiones en infraestructura, por ejemplo) o una combinación de los dos anteriores, que ha sido la más habitual en el capitalismo.

Antes de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, se podían intentar desplazamientos temporales y espaciales, en general, dentro de los propios países o en algunos países de ultramar, aunque de forma tan limitada que el único recurso de los anteriores era la devaluación. A partir de 1945 «surge una estrategia más o menos coherente de acumulación construida en torno del control de la devaluación y la absorción de la hiper-acumulación por otros medios» (p. 208). Se combinó la devaluación, controlada, con la obsolescencia planificada y el pacto entre los tres estamentos actuó como control macroeconómico que contenía la lucha de clases, redirigía el cambio tecnológico y organizativa y mantenía ciertas líneas de producción bajo control estatal. Sin embargo, una gran parte de los buenos resultados que dio el sistema se debieron a los desplazamientos temporales y espaciales.

El régimen fordista de acumulación resolvió el problema de hiper-acumulación durante el largo boom de posguerra, fundamentalmente a través del desplazamiento espacial y temporal, Hasta cierto punto, la crisis del fordismo puede interpretarse por lo tanto como el agotamiento de las opciones para manejar el problema de la hiper-acumulación. El desplazamiento temporal suponía amontonar deuda sobre deuda, hasta el punto de que la única estrategia viable para el gobierno era monetizarla. En efecto, esto se llevó a cabo imprimiendo tanto dinero como para dar lugar a un brote inflacionario que redujo radicalmente el valor real de las deudas pasadas (los mil dólares tomados en préstamo diez anos antes tienen poro valor después de un período de alta inflación). El tiempo de rotación no podía acelerarse fácilmente sin destruir el valor de los activos fijos. Se crearon nuevos centros geográficos de acumulación: el Sur y el Oeste norteamericanos, Europa Occidental y Japón además de un espectro de países de reciente industrialización. Cuando estos sistemas de producción fordistas maduraron, se convirtieron en nuevos centros de hiper-acumulación, a menudo altamente competitivos. Se intensificó la competencia espacial entre sistemas fordistas geográficamente distintos, con los regímenes más eficientes (como el japonés) y los de costos de mano de obra más reducidos (como los que se encuentran en los países del Tercer Mundo donde las nociones de un contrato social con la fuerza de trabajo faltaban o bien se implantaban débilmente), mientras que otros centros caían en paroxismos de devaluación a través de la desindustrialización. La competencia espacial se intensificó, en particular después de 1973, cuando se agotó la capacidad para resolver el problema de la hiper-acumulación a través del desplazamiento geográfico. Por consiguiente, la crisis del fordismo fue una crisis tanto geográfica como geopolitica, como también una crisis del endeudamiento, de la lucha de clases o del estancamiento de las corporaciones dentro de cada Estado nacional en particular. Se trataba simplemente de que los mecanismos involucrados en el control de las tendencias a la crisis se vieron finalmente avasallados por el poder de las contradicciones subyacentes del capitalismo. Parecía no quedar otra opción que caer nuevamente en una devaluación como la que había tenido lugar en el período 1973-1975 o 1980-1982, como medio esencial para manejar la tendencia hacia la hiper-acumulación. A menos que se pudiera crear algún otro régimen superior de producción capitalista que asegurara una base sólida para la posterior acumulación en una escala global.

La acumulación flexible se ha constituido como «una simple recombinación de dos estrategias básicas definidas por Marx para obtener ganancia»: la plusvalía absoluta, que consiste en los beneficios obtenidos al alargar la jornada de los trabajadores sin aumentar los salarios, y la plusvalía relativa, que consiste en mejorar las condiciones (organizativas, tecnológicas) del proceso productivo para que sea más eficiente, y que premia a las empresas que innovan más en tecnología. A consecuencia de las dos estrategias anteriores, la acumulación flexible se ha convertido en una especie de «fordismo periférico» que se desplaza a lugares donde la fuerza de trabajo no tenga tanta fuerza y deba aceptar condiciones laborales peores. Ello nos lleva, claro, a la deslocalización, las subcontratas y la explotación de los emprendedores a sí mismos de que hablaba Byung-Chul Han en Psicopolítica, pero también al auge de «un estrato altamente privilegiado y con cierto grado de poder dentro de la fuerza de trabajo», es decir, con los controladores del espacio de los flujos, en palabras de Manuel Castells, o, por extensión, con el concepto de la clase creativa que parece tener preeminencia en nuestras ciudades hoy en día.

Bajo las condiciones de la acumulación flexible, pareciera que sistemas de trabajo rivales pueden existir al mismo tiempo, en el mismo espacio, como para que los empresarios capitalistas puedan elegir a voluntad entre ellos. Los mismos diseños de camisa pueden producirse en grandes fábricas de la India, en cooperativas de producción de la «Tercera Italia», en talleres de trabajo expoliado en Nueva York y Londres o mediante los sistemas de trabajo familiares en Hong Kong. El eclecticismo en las prácticas laborales parece ser tan marcado en esta época como el eclecticismo de las filosofías y gustos posmodernos. (p. 211)

Puesto que, en definitiva, la crisis del fordismo ha acabado resultado una «crisis de la forma temporal y espacial», a estos dos conceptos dedica Harvey el resto del libro.

La condición de la posmodernidad (III): el posmodernismo en la ciudad

En La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural el geógrafo David Harvey explora el auge de la posmodernidad durante los años 90 del pasado siglo. Ya hemos visto parte de su primera exposición: la condición de la modernidad, por un lado, y el surgimiento de la posmodernidad, por el otro. En esta segunda entrada acabábamos con la duda de si la posmodernidad era una ruptura con la modernidad o una continuación de la misma. Para responder mejor a la pregunta, Harvey decidía estudiar los efectos de la misma en un contexto muy concreto: el urbano.

A mi entender, el posmodernismo en el campo de la arquitectura y del diseño urbano significa, en grandes líneas, una ruptura con la idea modernista según la cual la planificación y el desarrollo debieran apoyarse en proyectos urbanos eficaces, de gran escala, de alcance metropolitano y tecnológicamente racionales, fundados en una arquitectura absolutamente despojada de ornamentos (las austeras superficies «funcionalistas- del «estilo internacional» modernista). En cambio, el posmodernismo cultiva una concepción del tejido urbano necesariamente fragmentada, un «palimpsesto» de formas del pasado superpuestas unas a otras, y un «collage de usos corrientes, muchos de los cuales pueden ser efímeros. En la medida en que la metrópoli no se puede controlar sino por partes, el diseño urbano (nótese que los posmodernistas no hacen proyectos sino diseños) busca simplemente tener en cuenta las tradiciones vernáculas, las historias locales, las necesidades, requerimientos y fantasías particulares, de modo de generar formas arquitectónicas especializadas y adaptadas a los clientes, que pueden ir desde los espacios íntimos y personalizados, pasando por la monumentalidad tradicional, hasta la jovialidad del espectáculo. (p. 85)

Hay diversos aspectos a destacar. Por un lado: la concepción del espacio moderno, «algo que debe modelarse en función de objetivos sociales», al espacio posmoderno como «algo independiente y autónomo». Ello explica, también, el paso de los grandes proyectos monumentales modernistas a la estética y el diseño posmodernistas. Sin embargo, en el año 1990, momento en que se publicó esta obra, no había empezado aún la moda en las ciudades de construir grandes monumentos al capitalismo y la globalización, esto es, los famosos pepinillos de Londres o Barcelona o incluso el Guggenheim de Bilbao.

Otro aspecto a destacar: «adaptados a los clientes». El posmodernismo, como ya comentamos en la entrada anterior, busca la fragmentación y el collage carentes de historia, por lo que la estética de cualquier movimiento puede ser reconvertida, desgajada de su contexto y adaptada a gusto del consumidor.

La arquitectura modernista no era sólo racionalista: era también funcionalista. Y, pese a las críticas que le acabaron lloviendo y pese a los desmanes a los que condujo, los postulados de los CIAM, Le Corbusier, Mies van der Rohe e incluso la Bauhaus fueron, en su momento, la herramienta que permitió reconstruir las ciudades europeas tras la Segunda Guerra Mundial. Se recurrió a las técnicas de producción en masa que se habían usado durante la guerra y se encargó el diseño de las ciudades a ingenieros y urbanistas eficaces y metódicos. En cada país adoptó una forma distinta (la suburbanización financiada por las autoridades en Estados Unidos que formaría el sprawl actual y, en general, destinada sólo a los blancos para que abandonasen las ciudades y recurriesen al vehículo para todo o las ciudades satélite y enormes moles de edificios de hormigón en algunas zonas de Europa).

Pero esta herramienta de progreso social fue, como la propia modernidad, apoderada por el Estado y el capitalismo. Se erigieron grandes rascacielos a gloria de los templos del capital (Harvey destaca el edificio del Chicago Tribune o el Rockefeller Center, aunque también destaca, más reciente, la Trump Tower). Por otro lado, cada vez era más relevante la importancia y el poder del valor de los terrenos y las propiedades: como vimos en La guerra de los lugares, la tierra –el suelo– pasó de ser un bien del que disponían los Estados para garantizar el bien común o la abundancia de viviendas a un bien de consumo del que se apoderaba el capital y lo usaba, bien para invertir, bien para especular.

De las muchas voces que se opusieron a esa concepción de la ciudad, tal vez la de más éxito fue la de Jane Jacobs, que en Muerte y vida de las grandes ciudades atacaba el modernismo hasta no dejar títere sin cabeza. Sus bestias negras fueron Ebenezer Howard y Le Corbusier (amén de Robert Moses), pero en general criticaba a todos los urbanistas, ingenieros, políticos y hasta redactores de revistas por haber olvidado que «los procesos son la esencia». Los medios urbanos saludables «tienen un intrincado sistema de complejidad organizada, no desorganizada, una vitalidad y una energía de interacción social que depende crucialmente de la diversidad, la mezcla y la capacidad de manejar lo inesperado en formas controladas pero creativas» (p. 94). Algo que los planificadores y urbanistas temen más que a nada: el caos y la diversidad, y que nos devuelve a las palabras y la sospecha de Lefebvre de que el urbanismo trata de cubrir lo urbano.

El auge en las tecnologías permite, en parte, una nueva forma de producción, si acaso posmoderna: por un lado, las comunicaciones han borrado (o disuelto) las fronteras, con lo que todo estilo está disponible; por el otro, estas mismas tecnologías han permitido que la producción en masa sea, también, flexible y adaptada a públicos diversos.

Por lo tanto, e idealmente, cada cual puede obtener lo que quiera. Es la proclama de Aprendiendo de Las Vegas: demos al consumidor lo que este quiere. O la destrucción del complejo Pruitt-Igoe: los grandes monumentos de la modernidad ya no funcionan. Sin embargo, se cuestiona Harvey… ¿es realmente el cliente quien decide? Sharon Zukin demostraba en Loft living, una narración de la gentrificación del SoHo de Nueva York y la substitución de los talleres textiles industriales de mitad de siglo abandonados en la ciudad por los loft de diseño que cobijaron, primero, a los artistas en busca de talleres baratos y, luego, a una clase muy acomodada, que «fuerzas poderosas» (el mercado, las grandes inmobiliarias, los promotores, a menudo con la vista gorda o la connivencia de las autoridades) «han establecido nuevos criterios de gusto tanto en el arte como en la vida urbana, y se han aprovechado de ambas». Incluso la recuperación de la historia o la voluntad de reivindicar derechos étnicos o luchas ancestrales acaba convirtiéndose en sumisión al capital.

Para ello recurre al ejemplo de una ciudad que conoce bien, Baltimore, de la que ya hablamos en Espacios del capital. Todo el capital social revolucionario de los 60 fue encauzado hacia una feria urbana que en principio loaba la diversidad social y étnica de la ciudad pero que cada vez, a medida que se volvía más comercial, se homogeneizaba. Al tiempo, y en parte ayudados por el éxito de la feria, se reconvirtió toda la zona portuaria, habitada por obreros de clase baja que habían ido perdiendo sus trabajos a medida que los barcos contenedores crecían y requerían de mayor espacio, y se instalaron centros comerciales, hoteles, restaurantes y lugares de ocio para solaz de las clases medias, que visitaban el espacio, y de las clases altas, los únicos que podían permitirse vivir allí.

No sólo sucedió en Baltimore, claro. Poco a poco, a base de argumento posmodernista, las ciudades se iban reconstruyendo, recurriendo, cuando era necesario, al simulacro, a una percepción sesgada de la historia que, por ejemplo, esconde todas las luchas obreras y glosa los triunfos de la burguesía o las clases altas; y, cuando no, a coger de la historia de la arquitectura aquellos elementos que, sólo por su estética, siempre desgajados de su contexto, les eran adecuados. Harvey da el ejemplo de la Piazza d’Italia, un mamotreto posmodernista situado en Nueva Orleans. En principio la plaza no pretende significar nada; si acaso, como buenos posmodernistas, tendríamos que permitir la libre interpretación. Pero Harvey no puede dejar de ver alienación (aunque sea superficial) por la reivindicación «de la identidad aun en medio del mercantilismo, del arte por y de todos los atavíos de la vida moderna. La teatralidad del efecto, la aspiración a la jouissance [término usado por Barthes] y el efecto esquizofrénico (…) tienen plena presencia en el plano consciente.» (p. 117)

Piazza d’Italia en Nueva Orleans, de Charles Moore.

La incursión en el urbanismo posmodernista no ha resuelto la dudad de Harvey. ¿Es, o no, la posmodernidad una ruptura con la modernidad? Para ello da un salto atrás en el tiempo, hacia el origen de la modernización.

El modernismo es una respuesta estética atribulada y fluctuante a las condiciones de modernidad determinadas por un proceso particular de modernización. Por lo tanto, una interpretación adecuada del surgimiento del modernismo debería captar la naturaleza de la modernización. Sólo de ese modo podremos juzgar si el posmodernismo es una reacción diferente a un proceso de modernización inmutable, o si refleja o augura un desplazamiento radical en la naturaleza de la propia modernización hacia, por ejemplo, algún tipo de sociedad «posindustrial» o aun «poscapitalista». (p. 119; el destacado es nuestro)

Y para ello recurre a Marx, que hizo una «de las primeras y más completas descripciones de la modernización capitalista», combinando «toda la envergadura y vigor del pensamiento de la Ilustración con un sentido matizado de las paradojas y contradicciones a las que es proclive el capitalismo».

El advenimiento de la economía dineraria, sostiene Marx, disuelve los lazos y las relaciones que constituyen a las comunidades «tradicionales», de modo tal que «el dinero se transforma en la verdadera comunidad». (…) El dinero y el intercambio del mercado encubren, «enmascaran» las relaciones sociales entre las cosas. A esta condición Marx la llama «fetichismo de la mercancía». (…)

Las condiciones de trabajo y de vida, el sentido de la alegría, de la ira o la frustración que están detrás de la producción de mercancías, los estados de ánimo de los productores; todos ellos están ocultos y no los podemos ver cuando intercambiamos un objeto (dinero) por otro (la mercancía). Podemos tomar diariamente nuestro desayuno sin pensar en la cantidad de gente que participó en su producción. Todas las huellas de la explotación están borradas del objeto (no hay marcas de dedos de la explotación en el pan de todos los días). (p. 120)

¿Acaso el posmodernismo supone una ruptura o un cambio con esta forma de concebir el dinero? «Las preocupaciones posmodernas por el significante más que por el significado, por el medio (dinero) más que por el mensaje (trabajo social), el énfasis en la ficción más que en la función, en los signos más que en las cosas, en la estética más que en la ética, sugieren una consolidación y no una transformación del rol del dinero tal como lo define Marx» (p. 122) Somos «libres» y podemos desarrollar nuestra vida y nuestro proyecto siempre que tengamos dinero suficiente para vivir de manera satisfactoria; es decir, el dinero une a todos los individuos «a través de su capacidad para adaptarse al individualismo, a la otredad y a la extraordinaria fragmentación social».

Aún hay más, aunque este capítulo lo reseñamos sólo tangencialmente. La separación del trabajo de su producto lleva a la alienación, a la otredad, a los obreros controlados por los propietarios de los medios de producción. Las contradicciones propias del capitalismo hacen el resto: la búsqueda desesperada del aumento de la plusvalía, que lleva a una carrera contra el espacio. El control del propio espacio, el surgimiento del Estado, que debe velar por las adecuadas medidas de protección que garanticen la continuidad del capitalismo.

Por consiguiente, Marx describe los procesos sociales del capitalismo que dan lugar al individualismo, la alienación, la fragmentación, lo efímero, la innovación, la destrucción creadora, el desarrollo especulativo, los desplazamientos impredecibles en los métodos de la producción y el consumo (deseos y necesidades), que dan lugar a una transformación en la experiencia del espacio y el tiempo, así como a una dinámica de cambio social pautada por crisis. Si estas condiciones de la modernización capitalista forman el contexto material a partir del cual los pensadores modernistas y posmodernistas y los productores culturales forjan su sensibilidad estética, sus principios y prácticas, parece razonable llegar a la conclusión de que el giro hacia el posmodernismo no refleja cambio fundamental alguno en la condición social. El surgimiento del posmodernismo representa un recomienzo (si lo hay) en las formas de pensar aquello que puede o debe hacerse acerca de la condición social, o (y esta es la proposición que exploramos con cierta profundidad en la Segunda parte) refleja un cambio en el modo en que funciona hoy el capitalismo. (p. 133)

Por lo tanto, y como afirmación preliminar antes de continuar, Harvey afirma que el posmodernismo supone una influencia positiva al reivindicar al otro y las diferencias en género, raza, sexualidad, clase, etc. Pero, en cambio, considera que «hay más continuidad que diferencia entre la vasta historia del modernismo y el movimiento llamado posmodernismo», que «es una especie de crisis particular dentro del primero que pone en primer plano el aspecto fragmentario, efímero y caótico de la fórmula de Baudelaire».

Pero el posmodernismo, con su énfasis en el carácter efímero de la jouissance, su insistencia en la impenetrabilidad del otro, su concentración en el texto más que en la obra, su tendencia a una deconstrucción que bordea el nihilismo, su preferencia por la estética sobre la ética, lleva las cosas demasiado lejos. (…) Los filósofos posmodernistas no sólo nos dicen que aceptemos sino que disfrutemos de las fragmentaciones y de la cacofonía de voces a través de las cuales se entienden los dilemas del mundo moderno. (…) El posmodernismo nos induce a aceptar las reificaciones y demarcaciones, y en realidad celebra la actividad de enmascaramiento y ocultamiento de todos los fetichismos de localidad, lugar o agrupación social, mientras rechaza la clase de meta-teoría que puede explicar los procesos económico-politicos (flujos monetarios, divisiones internacionales del trabajo, mercados financieros, etc.) que son cada vez más universalizantes por la profundidad, intensidad, alcance y poder que tienen sobre la vida cotidiana. (p. 138)

Por ello, y volviendo al dilema que se le ha planteado antes (el auge del posmodernismo supone un recomienzo en las formas de pensar aquello que puede o debe hacerse, o bien refleja un cambio en el modo en que funciona el capitalismo), Harvey se plantea los cambios en el capitalismo durante la segunda mitad del siglo XX.

La condición de la posmodernidad (II): ¿el posmodernismo como ruptura?

La condición de la posmodernidad es una reflexión de David Harvey sobre si el posmodernismo supone una ruptura con el modernismo o si se trata de una nueva vanguardia de nombre rimbombante. Para ello, necesariamente, Harvey tenía que repasar qué es el modernismo, tema que tratamos en la primera entrada sobre el libro.

«Charles Jencks afirma que el fin simbólico del modernismo y el tránsito al posmodernismo se produjeron a las 15:32 horas del 15 de julio de 1972, cuando el complejo habitacional Pruitt-Igoe en St. Louis (una versión premiada de la «máquina para la vida moderna» de Le Corbusier) fue dinamitado por considerárselo un lugar inhabitable para las personas de bajos ingresos que alojaba» (p. 56). De dichos edificios ya hablamos en Ciudades del mañana; precisamente Peter Hall, su autor, declaraba que el posmodernismo había llegado a la arquitectura de la mano de Aprendiendo de Las Vegas, libro que también menta Harvey y que se publicó en el mismo año 1972.

El modernismo, como vimos en la entrada anterior, se había vuelto sospechoso de «construir para el Hombre, y no para la gente»; se había vinculado (o había sido raptado por) los poderes capitalistas y la industria norteamericana y se veía acosado por múltiples revoluciones contraculturales.

Por otra parte, ¿acaso el posmodernismo representa una ruptura radical con el modernismo, o se trata sólo de una rebelión dentro de este último contra una determinada tendencia del «alto modernismo» como la que encarna, por ejemplo, la arquitectura de Mies van der Rohe y las superficies vacías de la pintura expresionista abstracta de los minimalistas? ¿Es el posmodernismo un estilo (…) o debemos considerarlo estrictamente como un concepto de periodización (…)? ¿Tiene un potencial revolucionario a causa de su oposición a todas las formas del meta-relato (incluyendo el marxismo, el freudismo y todas las formas de la razón de la Ilustración) y su preocupación por «otros mundos» y por «otras voces» tan largamente silenciados (mujeres, gays, negros, pueblos colonizados con sus propias historias)? ¿0 se trata simplemente de la comercialización y domesticación del modernismo, y de una reducción de las aspiraciones ya gastadas de este último a un laissez-faire, a un ec1ecticismo mercantil del «todo vale»? Por lo tanto, ¿socava la política neo-conservadora o se integra a ella? ¿Y acaso atribuimos su aparición a una reestructuración radical del capitalismo, a la emergencia de una sociedad «posindustrial», o lo consideramos como «el arte de una era inflacionaria» o como «la lógica cultural del capitalismo tardío» (así lo proponen Newman y Jameson)? (p. 59)

Ahí es nada. Para definir el posmodernismo, Harvey acude a Hassan y su esquema de dicotomías entre el modernismo y el posmodernismo (que no reproducimos dada su extensión, pero que opone, por ejemplo, el propósito del primero al juego del segundo, o jerarquía/anarquía, centramiento/dispersión, significado/significante o trascendencia/inmanencia, por citar sólo unos pocos). «En líneas generales, para los críticos literarios «modernistas» las obras constituyen ejemplos de un «género» y son analizadas mediante el «código dominante» que prevalece dentro de la «frontera» del género, mientras que, para el estilo «posmoderno», una obra es un «texto» con su «retórica» e «ideolecto» particulares, y en principio puede ser comparada con cualquier otro texto de cualquier naturaleza.» (p. 61)

Si para Baudelaire la modernidad era la pugna dialéctica entre, por un lado, la fragmentación, el caos, las calles llenas de carruajes que obligaban al artista a ir con cuidado al cruzarlas y, por el otro, la voluntad de hallar sentido, de dirigir toda esa vorágine hacia donde uno quería llegar, lo sorprendente del posmodernismo es, para Harvey, es «su total aceptación de lo efímero, de la fragmentación, de la discontinuidad y lo caótico que formaban una de las mitades de la concepción de la modernidad de Baudelaire» (p. 61). De hecho, parte de la base del posmodernismo es que «las verdades universales y eternas, si existen, no pueden especificarse», así como la condena a los «meta-relatos» (como los de Freud o Marx) «por su carácter totalizante». Las personas no sólo pueden recurrir a un conjunto diferente de códigos en cada contexto (en casa, en el trabajo, en la iglesia o en el pub) sino que, de hecho, están obligados a hacerlo, llevados por «el aspecto más liberador y por lo tanto más atrayente del pensamiento posmoderno: su preocupación por la otredad» (p. 65). Por un lado, esta preocupación lleva a que todos los grupos tengan derecho a hablar con su propia voz (mujeres, gays, negros, ecologistas…), lo que también derrumba o, al menos, hace sospechosas las grandes creaciones (llevadas a cabo, en general, por hombres blancos occidentales) pero, por el lado opuesto, propugna que sólo quienes pertenezcan a dicho colectivo tengan una voz legitimada dentro de él (las políticas de la identidad actuales, generando nichos estancos).

Otro aspecto esencial del posmodernismo es la naturaleza del lenguaje. «Mientras que los modernistas presuponían la existencia de una relación estrecha e identificable entre lo que se decía (el significado o «mensaje») y cómo se decía (el significante o «medio»), el pensamiento posestructuralista considera que ambos «se separan constantemente y se vuelven a vincular en nuevas combinaciones».» De ahí, por ejemplo, la deconstrucción, iniciado por la lectura que hizo Derrida de Heidegger a finales de los años 60. La deconstrucción parte del concepto de que todo texto está creado sobre las lecturas o textos a los que ha tenido acceso su creador; de igual modo proceden las lecturas. Por lo tanto, no hay una lectura «principal», sino una serie de lecturas plausibles donde, incluso, las críticas literarias al texto original son, a su vez, otras obras literarias. «Este entramado intertextual tiene vida propia. Todo lo que escribimos transmite significados que no nos proponemos o no podemos transmitir, y nuestras palabras no pueden decir lo que queremos dar a entender. Es inútil tratar de dominar un texto, porque el constante entramado de textos y significados está más allá de nuestro control. El lenguaje opera a través de nosotros. Es así como el impulso deconstructivista tiende a buscar en un texto, otro texto, a disolver un texto en otro, a construir un texto en otro.» (p. 68)

De ahí que el lugar natural del posmodernismo sea el collage, como ya anunció Jameson, o la performance o el happening. Si todas las lecturas son válidas (bien que unas sean más pertinentes que otras, si acaso) «se crean oportunidades de participación popular y de maneras democráticas de definir los valores culturales, pero al precio de una cierta incoherencia o –lo que es más problemático– vulnerabilidad a la manipulación por parte del mercado masivo». El autor ya no tiene poder; pero ese poder no ha sido delegado en otro medio o instancia, sino que ha sido lanzado al aire, donde puede ser asido por cualquiera.

Harvey recuerda que algunos de los discursos modernistas no fueron, ni de lejos, tan unívocos como los pinta el posmodernismo (como el modo en que dialogaban términos como valor, trabajo o capital en la obra de Marx o el montaje que hizo Benjamin en sus textos yuxtaponiendo conceptos para capturar las relaciones fragmentadas de su tiempo).

Pero si no podemos aspirar —como lo señalan en forma insistente los posmodernistas- a una representación unificada del mundo, ni a una concepción que tome en cuenta su carácter de totalidad llena de conexiones y diferenciaciones y no lo vea como un perpetuo desplazamiento de fragmentos, ¿cómo aspiraríamos a actuar en forma coherente con relación al mundo? La respuesta posmodernista consistiría simplemente en afirmar que, si la representación y la acción coherentes son represivas o ilusorias (y por lo tanto están condenadas a disiparse y anularse a sí mismas), ni siquiera deberíamos intentar comprometernos con un proyecto global. (p. 69)

Por ello Habermas, por ejemplo, defiende el proyecto de la Ilustración, abogando por su capacidad dialéctica y la voluntad de entenderse los unos a los otros, frente a la derrota o el relativismo de la posmodernidad.

La figura que surge teniendo en cuenta todos los postulados expuestos hasta ahora conduce a cierta concepción de la personalidad que Jameson identificaba con el esquizofrénico (en términos no clínicos, por supuesto), entendido como el estado de desorden lingüístico o la ruptura de la cadena significante. «Esto se ajusta, por supuesto, a la preocupación posmodernista por el significante más que por el significado, por la participación, la performance y el happening más que por un objeto artístico autoritativo y terminado».

Esta concepción tiene diversas consecuencias. En primer lugar, ya no se puede concebir al individuo como alienado en el sentido marxista, «porque estar alienado supone un sentido del propio ser coherente y no fragmentado, del que se está alienado». Además, si el modernismo se caracterizaba por la búsqueda de un futuro mejor (algo que tenían en común Fausto, Baudelaire, Marx o los rusos de San Petersburgo), el posmodernismo se concentra en todas aquellas inestabilidades que nos impiden, precisamente, avanzar hacia ese futuro (dando lugar a la era de victimismo y queja en que vivimos, que reivindica espacios seguros por doquier).

En tercer lugar: si todo es inmediato, una ilusión, una chispa de significado subjetivo difícilmente comunicable, se fragmenta el concepto de la historia. «Al evitar la idea del progreso, el posmodernismo abandona todo sentido de continuidad y memoria históricas, a la vez que, simultáneamente, desarrolla una increíble capacidad para entrar a saco en la historia y arrebatarle todo lo que encuentre allí como si se tratara de un aspecto del presente.» Cualquier reconstrucción histórica nos serviría: el pueblo de Disney, Celebration, o Seaside, comunidades recreadas evocando una América idealizada pero que obvian todo significado histórico real, al no impedir, por ejemplo, que las mujeres trabajen u obligar a blancos y negros a estar segregados. «Rauschenberg se limita a reproducir, mientras que Manet produce», aclara Harvey.

Rauschenberg, reproduciendo.

«Si se tiene en cuenta la disolución de todo sentido de continuidad y de memoria históricas, y un rechazo de los meta-relatos, el único rol que le queda al historiador es, por ejemplo, convertirse, como Foucault, en un arqueólogo del pasado, desenterrar sus vestigios como lo hizo Borges en su ficción, para articularlos entre sí en el museo del conocimiento moderno.» Dicho de otro modo: no hay verdad unívoca, sino construcciones voluntarias. «Esta pérdida de continuidad histórica en los valores y las creencias, junto con la reducción de la obra de arte a un texto que acentúa la discontinuidad y la alegoría, plantea todo tipo de problemas para el juicio estético y crítico. Al rechazar (y «deconstruir» activamente) todas las pautas autoritativas y supuestamente inmutables del juicio estético, el posmodernismo puede juzgar el espectáculo en función de su carácter espectacular.» (p. 75 ambas citas). A todo esto se le añade la pérdida de profundidad (que también adelantó Jameson) como consecuencia lógica de la disolución de los grandes relatos o discursos.

Todo lo anterior, aclara Harvey, se ha expuesto en términos intencionadamente abstractos y puede parecer, a priori, como algo alejado del día a día. Nada más lejos de la realidad. La democratización del arte ha significado un acercamiento entre «la alta cultura» y la «cultura popular». Aprendiendo de Las Vegas proponía tomar ejemplo de los gustos populares: de la ciudad de Las Vegas, incluso de Levittown, lugares denostados por la crítica pero amados por el público. O Disneylandia, simulacro adorado por todos.

Por ello, Harvey se plantea si, como propone Jameson, el posmodernismo es la lógica cultural del capitalismo avanzado: su estadio postrero, cuando se ha inmiscuido en todas las formas y aspectos de la vida.

Mientras que algunos dirían que los movimientos contra-culturales de la década de 1960 crearon un ambiente de necesidades insatisfechas y deseos reprimidos que la producción cultural popular del posmodernismo se ha propuesto simplemente satisfacer lo mejor que pueda a través de la forma de la mercancía, otros sugieren que, para sostener sus mercados, el capitalismo se ha visto en la necesidad de producir deseo, de despertar la sensibilidad de los individuos creando así una nueva estética por sobre las formas tradicionales de la alta cultura y en contra de estas. En cualquiera de los dos casos, creo que es importante aceptar la proposición según la cual la evolución cultural ocurrida desde comienzos de la década de 1960 no se produjo en un vacío social, económico o político. El despliegue de la publicidad como «arte oficial del capitalismo» incorpora las estrategias de la publicidad al arte y el arte a las estrategias de la publicidad (…).

El posmodernismo es, por lo tanto, más que una corriente estilística o artística: «su arraigo en la vida cotidiana es uno de sus rasgos transparentes más manifiestos», ya sea en la moda y su aceleración constante, el arte pop, la televisión o «la diversidad de estilos de vida urbanos que han pasado a ser parte de la vida cotidiana bajo el capitalismo». Para acabar de aprehender lo que supone el posmodernismo, Harvey lo desplaza a un contexto muy concreto: el urbano. Allí, viendo los cambios que supone y cómo ha modificado la fisonomía de las ciudades, obtiene una conclusión que será la tesis del libro y que le llevará a explorar el paso del fordismo a la acumulación flexible.

La condición de la posmodernidad, David Harvey

La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural (publicado en 1990 y editado en España en 1998, aunque la edición que leemos es de 2017, traducción de Martha Eguía) es la exploración que hizo el geógrafo David Harvey sobre un cambio cultural por entonces muy en boga: la aparición y auge del posmodernismo. Nacido alrededor de los años sesenta o setenta (Harvey lo fecha en 1972), pronto «se conectó con el posestructuralismo, con el posindustrialismo y con todo un arsenal de otras «nuevas ideas»», aunque nadie era capaz de definirlo con exactitud. Sin embargo, Harvey abordó su estudio «no tanto como un conjunto de ideas, sino como una condición histórica que debía ser dilucidada». Para ello, el libro empieza con una primera parte que indaga en el paso (si es que se ha dado) de la modernidad a la posmodernidad. Tratando de buscar si se trata sólo de un cambio de la visión cultural o de un verdadero cambio social, en la segunda parte bucea en el paso del fordismo a lo que acabará llamando la acumulación flexible, la nueva forma que adopta el capital a finales del siglo XX. La tercera parte se centra en el cambio de concepción tanto del tiempo como del espacio surgido a raíz de esta nueva configuración capitalista y la cuarta, finalmente, aborda de nuevo el posmodernismo tras todo este trayecto.

¿Qué es el posmodernismo? Harvey empieza el libro refiriéndose a la descripción que hace la novela Soft city, publicada por Jonathan Raban en 1974, de la ciudad de Londres. Desde un punto de vista de descripción personal, casi autobiográfica, Raban presenta la ciudad como un laberinto o un panal, lleno de espacios inconexos cuya única relación posible es habitar la misma ciudad. Sin entrar en críticas sobre la novela, Harvey la usa como evidencia de que se está dando un cambio cultural.

Los redactores de la revista de arquitectura PRECIS son algo más concretos en 1987: si el modernismo era «positivista, tecnocéntrico y racionalista», «identificado con la creencia en el progreso lineal, las verdades absolutas, la planificación racional de regímenes sociales ideales y la uniformización del conocimiento y la producción», el posmodernismo privilegia «la heterogeneidad y la diferencia como fuerzas liberadoras en la redefinición del discurso cultural». Eagleton es más preciso, hablando de «la muerte de los meta-relatos cuya función secretamente terrorista era fundar y legitimar la ilusión de una historia humana «universal»»; oímos ecos de Foucault y de Lyotard en estas palabras.

Y Harvey da el paso lógico para entender la posmodernidad: acudir a la modernidad, nada menos que al Todo lo sólido se desvanece en el aire de Berman que leímos hace nada. Berman describía la modernidad como una vorágine, el sentimiento de que el mundo no deja de cambiar pero, aún así, uno decide vivir en él, aceptar el cambio y tratar de llegar el mejor lugar posible. Se habla de «lo efímero, lo fragmentario y lo contingente»; Harvey comenta también que, si la modernidad es cambio constante, «si la historia tiene algún sentido, ese sentido debe descubrirse y definirse dentro del torbellino del cambio, un torbellino que afecta tanto los términos de la discusión como el objeto acerca del cual se discute» (p. 27), algo que ya adelantó Berman en referencia a las esperanzas de Marx de que la dictadura del proletariado fuese un estado final.

El pensamiento de la Ilustración (y recurro aquí al trabajo de Cassirer de 1951) abrazaba la idea del progreso y buscaba activamente esa ruptura con la historia y la tradición que propone la modernidad. (…) además, en nombre del progreso humano, alababa la creatividad humana, el descubrimiento científico y la búsqueda de excelencia individual, los pensadores de la Ilustración dieron buena acogida al torbellino del cambio y consideraron que lo efímero, lo huidizo y lo fragmentario eran una condición necesaria a través de la cual podría realizarse el proyecto modernizante. Proliferaron las doctrinas de la igualdad, la libertad y la fe en la inteligencia humana (una vez garantizados los beneficios de la educación) y en la razón universal. (…) Esta concepción era increíblemente optimista. Los escritores como Condorcet, señala Habermas (1983, pág. 9), están imbuidos «de la extravagante expectativa de que las artes y las ciencias promoverían no sólo el control de las fuerzas naturales, sino también la comprensión del mundo y la persona, el progreso moral, la justicia de las instituciones y hasta la felicidad de los seres humanos».

En efecto, el siglo XX —con sus campos de concentración, escuadrones de la muerte, militarismo, dos guerras mundiales, amenaza de exterminio nuclear y la experiencia de Hiroshima y Nagasaki– ha aniquilado este optimismo. Peor aún, existe la sospecha de que el proyecto de la Ilustración estaba condenado a volverse contra sí mismo, transformando así la lucha por la emancipación del hombre en un sistema de opresión universal en nombre de la liberación de la humanidad. Esta era la desafiante tesis de Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración. (p. 28)

¿Estaba el proyecto de la Ilustración condenado al fracaso desde el principio, conducía ineludiblemente a Auschwitz y a Hiroshima? Los hay que opinan que, pese a las revisiones necesarias, el proyecto debe sostenerse (Habermas); «y luego están aquellos –y esto, como veremos, es el núcleo del pensamiento filosófico posmodernista– que insisten en la necesidad de abandonar por completo el proyecto de la Ilustración en nombre de la emancipación del hombre» (p. 29).

«Al proyecto de la Ilustración nunca le han faltado críticos», señala Harvey. Burke, Malthus, De Sade; pero los dos grandes nombres de principios de siglo son Weber y Nietzsche. Para el primero (en palabras de Bernstein), «una vez desenmascarado el legado de la Ilustración, resulta ser el triunfo de (…) la racionalidad instrumental con arreglo a fines», cuyo crecimiento «no conduce a la realización concreta de la libertad universal sino a la creación de una «jaula de hierro» de racionalidad burocrática de la cual no es posible escapar» (p. 31). Nietzsche, desde el lado opuesto, quiso demostrar que «lo moderno no era otra cosa que una energía vital, la voluntad de vida y de poderío, que nadaba en un mar de desorden, anarquía, destrucción, alienación individual y desesperación» (p. 31), y para ello usó la figura de Dionisos, que era a la vez «destructivamente creativa» (es decir, «dar forma al mundo temporal de la individuación y el devenir») y «creativamente destructiva» («aniquilar el universo ilusorio de la individuación»). «El único camino de afirmación de la persona era el de actuar, manifestar el deseo en este torbellino de creación destructiva y destrucción creativa aunque el resultado estuviera condenado a ser trágico.

La figura clásica que representa lo anterior es, como ya adelantaron Lukács y Berman, el Fausto de Goethe, que quiere modernizar el mundo (en parte, para que los hombres puedan ser libres y felices) y acaba asesinando a la pareja de ancianos que se oponen a dicho cambio.

Hacia comienzos del siglo XX, y en particular después de la intervención de Nietzsche, ya no era posible asignar a la razón de la Ilustración un estatuto privilegiado en la definición de la esencia eterna e inmutable de la naturaleza humana. Así como Nietzsche había abierto el camino para colocar a la estética por encima de la ciencia, la racionalidad y la política, la exploración de la experiencia estética —«más aliá del bien y del mal>>- se convirtió en un medio poderoso para instaurar una nueva mitología acerca de lo que seria lo eterno y lo inmutable en medio de lo efímero, de la fragmentación y del caos patente de la vida moderna. Esto otorgó un nuevo papel y un nuevo ímpetu al modernismo cultural. (p. 34)

El papel de la estética (recordemos la Crítica del Juicio de Kant, donde «el juicio estético constituía un nexo necesario aunque problemático» entre la razón práctica (juicio moral) y el entendimiento (conocimiento científico)) dio una posición especial a artistas, escritores, poetas, filósofos… dentro del proyecto modernista. De ahí todos los movimientos y las vanguardias de principios de siglo que trataban, a la vez, de buscar una voz propia y de mostrar lo que de artificio tenían las artes, convirtiéndolas «en una construcción auto-referencial más que en un espejo de la sociedad». Joyce, Proust, Mallarmé, Aragon, Manet, Pisarro, Pollock. «Pero si la palabra era sin duda huidiza, efímera y caótica, por esa misma razón el artista debía representar lo eterno mediante un efecto instantáneo, apelando a las técnicas del shock y a la violación de continuidades esperadas, condición vital para transmitir el mensaje que el artista se propone comunicar» (p. 36). Todo esto, además, con el trasfondo de la mercantilización del arte y la necesidad de los artistas por «vender su arte», es decir, conseguir mantenerse a base de sus ventas o patrocinios.

Por lo tanto, es importante tener en cuenta que el modernismo que apareció antes de la Primera Guerra Mundial fue más una reacción a las nuevas condiciones de producción (la máquina, la fábrica, la urbanización), circulación (los nuevos sistemas de transporte y comunicaciones) y consumo (el auge de los mercados masivos, la publicidad y la moda masiva) que un pionero en la producción de esos cambios. (p. 39)

Por otro lado, las raíces de este arte modernista eran claramente urbanas. Simmel, en «Las metrópolis y la vida del espíritu«, ya había adelantado que, en las aglomeraciones que se estaban formando, el grado de libertad era mucho más alto pero a costa de «dar a los otros un trato objetivo e instrumental» basado en el cálculo monetario y en la función que cada cual desarrolla, más que la persona que es.

Hay un fuerte hilo conductor que va de la remodelación de París por Haussmann en la década de 1860, pasando por las propuestas de la «ciudad-jardín» de Ebenezer Howard (1898), Daniel Burnham (la «Ciudad Blanca» construida para la Feria Mundial de Chicago de 1893 y el Plan Regional de Chicago de 1907), Garnier (la ciudad industrial lineal, de 1903), Camillo Sitte y Otto Wagner (con proyectos muy diferentes para la transformación de la Viena de fin de siécle). Le Corbusier (La ciudad del mañana y la propuesta del Plan Voisin para París de 1924), Frank Lloyd Wright (el proyecto Broadacre de 1935) a los esfuerzos de renovación urbana en gran escala iniciados en las décadas de 1950 y 1960 e inspirados en el espíritu del alto modernismo. La ciudad, observa De Certeau (1984, pág. 95) «es simultáneamente la maquinaria y el héroe de la modernidad». (p. 41)

Otros embates sacudieron la idea del progreso unívoco de la modernidad. Los nuevos lenguajes artísticos estaban evidenciando una multiplicidad de voces, pero también hubo frentes en las ciencias sociales («la teoría estructuralista del lenguaje de Saussure, según la cual el significado de las palabras depende de su relación con otras palabras y no tanto de su referencia a los objetos»), las teorías de Einstein o el principio de incertidumbre de Heisenberg, además de la primera cadena de montaje de Ford en 1913 o las búsquedas del erotismo y el inconsciente de Klimt o Freud. «La comprensión debía construirse a través de la exploración de múltiples perspectivas. En definitiva, el modernismo adoptó el relativismo y la múltiple perspectiva como la epistemología que daría a conocer aquello que aún se consideraba como la verdadera naturaleza de una realidad unificada pero compleja.» (p. 46)

El modernismo de entreguerras, que se denominó como «heroico», se vinculó a la técnica y el progreso, al mito de la máquina funcional y la eficiencia. Surgieron escritores que buscaban la eficiencia de la máquina, algo que había propuesta Ezra Pound, y de esta época son también la Bauhaus, que buscaba la funcionalidad en la estética, y los CIAM, de donde surgió la arquitectura racionalista o modernista. En ocasiones, incluso, dejando de lado la moral, pues no pocos de entre ellos se adhirieron a los movimientos fascistas que iban surgiendo por Europa (los futuristas o Pound admiraban a Mussolini).

Si el modernismo de los años de entreguerras fue «heroico», aunque signado por el desastre, el modernismo «universal» o «alto» que ejerció su hegemonía después de 1945 exhibió una relación mucho más confortable con los centros de poder dominantes de la sociedad. Sospecho que, en cierta forma, la pugna por encontrar un mito apropiado se apaciguó cuando el sistema de poder internacional –organizado, como veremos en la Segunda parte, según las líneas fordistas-keynesianas bajo el ojo vigilante de la hegemonía norteamericana– adquirió relativa estabilidad. El arte, la arquitectura, la literatura del alto modernismo, se convirtieron en artes y prácticas de establishment, en una sociedad donde predominaba, en los planos político y económico, la versión capitalista corporativa del proyecto de desarrollo de la Ilustración para el progreso y la emancipación humana. (p. 52)

La arquitectura glosaba el poder y el capital, creando al mismo tiempo viviendas alienadas para la clase obrera; las obras de las vanguardias, que surgieron como un revulsivo para su época y como un desafío, fueron canonizadas e instauradas en las universidades como parte del cánon. En Estados Unidos triunfó el expresionismo abstracto, un arte carente de crítica o significado, anclado en una estética vana y respaldado por el establishment y el capital, deseoso de usar la cultura para validarse.

La despolitización del modernismo introducida por el auge del expresionismo abstracto presagiaba, curiosamente, su captación por el establishment político y cultural como arma ideológica en la guerra fría. El arte estaba demasiado marcado por la alienación y la ansiedad, y expresaba demasiado la violenta fragmentación y la destrucción creadora (todo lo cual era sin duda apropiado a la era nuclear) como para que se lo utilizara en calidad de ejemplo maravilloso del compromiso de los Estados Unidos con la libertad de expresión, el individualismo rudo y la libertad creadora. La represión maccartista imperante carecía de importancia porque las telas atrevidas de Pollock demostraban que los Estados Unidos eran el bastión de los ideales liberales en un mundo amenazado por el totalitarismo comunista. (…) En la práctica, esta apelación al mito daba lugar a una veloz transición «del nacionalismo al internacionalismo y luego del internacionalismo al universalismo». Pero para que se distinguiera del modernismo existente en otras partes (sobre todo en París), debía forjarse una «nueva estética viable» con materia prima específicamente norteamericana. Lo específicamente norteamericano debía celebrarse como la esencia de la cultura occidental. Y eso ocurría con el expresionismo abstracto, el liberalismo, la Coca-Cola y los Chevrolets, y con las casas suburbanas repletas de bienes de consumo. (p. 54)

El modernismo dejó de ser revolucionario y se puso al servicio de la industria cultural, sirviendo de propaganda al sueño americano. Esa estabilidad (rigidez, lo llamará Harvey más adelante) fue el caldo de cultivo para los movimientos culturales (y antimodernistas) de los 60, eminentemente urbanas y que acabaron conquistando Chicago, París, Praga, México.

Era como si las pretensiones universales de la modernidad, combinadas con el capitalismo liberal y el imperialismo, hubieran tenido un éxito capaz de proporcionar un fundamento material y político a un movimiento de resistencia cosmopolita, transnacional y, por lo tanto, global, a la hegemonía de la alta cultura modernista. Aunque si se lo juzga en sus propios términos, el movimiento de 1968 resultó un fracaso, debe ser considerado, sin embargo, como el precursor político y cultural del surgimiento del posmodernismo. Por lo tanto, en algún momento entre 1968 y 1972, de la crisálida del movimiento anti-moderno de la década de 1960 surge el posmodernismo como un movimiento en pleno florecimiento, si bien aún incoherente. (p. 55)