La guerra de los lugares, Raquel Rolnik

Conocimos a Raquel Rolnik con la conferencia «Las ciudades, en manos de las finanzas globales» que dio en el 2017 en un ciclo de conferencias sobre la ciudad en el CCCB. Ya en dicha conferencia adelantaba el que es el gran tema del libro que nos atañe: cómo las grandes finanzas han invadido los recursos destinados a vivienda de todo el planeta con el objetivo de obtener rédito financiero de ellos generando, de paso, las crisis de 2008 y la del alquiler actual y dejando en situación de desposesión a millones de personas.

La propiedad inmobiliaria [real estate] en general y la vivienda en particular configuran una de las más nuevas y poderosas fronteras de la expansión del capital financiero. La creencia de que los mercados pueden regular el destino del suelo urbano y de la vivienda como forma más racional de distribución de recursos, combinada con productos financieros experimentales y «creativos» vinculados a la financiación del espacio construido, hizo que las políticas públicas abandonaran el concepto de vivienda como un bien social y el de ciudad como un artefacto público. Las políticas habitacionales y urbanas renunciaron a la función de distribuir la riqueza, bien común que la sociedad coincide en dividir o proveer a aquellos que tienen menos recursos, pra transformarse en un mecanismo de extracción de ingresos, ganancia financiera y acumulación de riqueza. Este proceso derivó en la desposesión  masiva de territorios, en la creación de pobres urbanos «sin lugar», en nuevos procesos de subjetivación estructurados por la lógica del endeudamiento, además de haber ampliado significativamente la segregación en las ciudades. (p. 13; las negritas son nuestras)

La introducción de La guerra de los lugares. La colonización de la tierra y la vivienda en la era de las finanzas ya es clara respecto al tema del libro: dejar claro que todo lo que ha rodeado a la evolución del concepto y el precio de la vivienda en los últimos 30 años no es una serie de azares sino un movimiento orquestado por el capital con la finalidad de obtener rédito financiero y ganancias de algo que antes estaba a disposición de los ciudadanos.

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El primer bloque del libro muestra, recorriendo diversos países, cómo se pasó al modelo de vivienda en propiedad obtenida mediante deuda hipotecaria; el segundo, en todos los procesos de desposesión de los pobres y los débiles que se están dando alrededor del mundo como consecuencia de ese cambio de paradigma; y el tercer bloque, en el que no entraremos, recorre la historia y el caso del Brasil natal de la autora y la evolución del tema de la vivienda allí. Raquel Rolnik, arquitecta y urbanista brasileña, fue relatora para la ONU del Derecho a la Vivienda durante 6 años; de aquel periodo surge este libro.

Entre 1980 y 2010, el valor de los activos financieros mundiales -acciones, títulos, títulos de deuda públicos y privados y aplicaciones bancarias- creció 16,2 veces, mientras el PIB mundial aumentó poco menos de 5 veces en el mismo período. Este pool de superacumulación fue consecuencia no sólo del lucro acumulado de grandes corporaciones, sino también de la entrada en escena de nuevas economías emergentes, como China. Esta muralla de dinero comenzó a buscar cada vez más nuevos campos de aplicación, transformando sectores (commodities, finaciamiento estudiantil y planes de salud, por ejemplo) en activos para alimentar el hambre de nuevas líneas de inversión rentables para los inversores. (p. 27)

La vivienda -la creación, reforma y fortalecimiento de sus sistemas financieros- fue uno de estos nuevos campos de aplicación del excedente. Además, permitió vincular, mediante la creación de un mercado secundario de hipotecas, los sistemas de domésticos de financiación habitacional con los mercados globales. La entrada de este excedente de capital hizo aumentar el crédito más allá del tamaño y la capacidad de los mercados internos, creando e inflando las llamadas burbujas inmobiliarias. Además, el propio espacio en las ciudades se modificó a raíz de este cambio de paradigma, provocando cambios profundos en el rediseño y extensión de las ciudades.

Todo esto no hubiese sido posible sin un cambio en la forma de entender el papel del Estado en la adquisición de la vivienda por parte de los ciudadanos.

Formulado en Wall Street y en la City de Londres e implantado en primer lugar por políticos neoliberales estadounidenses e ingleses a finales de los años 1970 y comienzos de los año s1980, el cambio en el sentido y en el papel económico de la vivienda ganó fuerzas con la caída del Muro de Berlín y la consecuente hegemonía del libre mercado. Adoptado por gobiernos e impuesto como condición para que instituciones financieras multilaterales, como el Bando Mundial y el Fondo Monetario Internacional, concedieran préstamos internacionales, el nuevo paradigma se basó principalmente en la implantación de políticas que crean mercados financieros de vivienda más fuertes y más grandes, incluyendo a consumidores de mediano y bajo ingreso, que hasta entonces habían estado excluidos. (p. 30)

En general, los tres modelos de financiación usados fueron:

  • sistemas basados en hipotecas;
  • sistemas basados en la asociación de créditos financieros con ayudas gubernamentales directas para la compra de unidades producidas en el mercado;
  • esquemas de microfinanciación.

Para garantizar que toda la población acatase mansamente el nuevo mandato de poseer una vivienda fue necesario el cambio del paradigma del papel del gobierno. «… fue después de la Segunda Guerra Mundial, especialmente en los años 1650 y 1960, cuando la provisión pública de habitación se convirtió en uno de los pilares para construir una política de bienestar social en Europa, un pacto redistributivo entre capital y trabajo que sustentó décadas de crecimiento económico». Algunos países disponían de un importante stock de vivienda pública (Austria, Dinamaca, Finlandia, Holanda, Reino Unido, por citar sólo algunos de los que indica Rolnik), otros disponían de ayudas para acceder a la vivienda (Alemania) y otros, por ejemplo España, Grecia o Portugal, no fueron grandes promotores de vivienda pública en absoluto. «A partir de la crisis económico-financiera de los años 1970, el período más extenso de recesión económica internacional después de los años 30, se formula en la teoría y en la práctica la idea de que el papel de los gobiernos ha de transformarse: de proveedores de vivienda a «facilitadores», y su misión será abrir espacio y apoyar la expansión de los mercados privados. Es decir, crear y promover la existencia de sistemas financieros que hagan posible la compra de la casa en propiedad. Para ello, además, era necesario crear la conexión entre vivienda pública y precariedad o pobreza: estigmatizarla, considerarla como algo que sólo los incapaces de manejar activos en el mercado podían tener.

Los precursores de este cambio de paradigma fueron Reino Unido y Estados Unidos. Reino Unido pasó de un 52% de propietarios en 1971 a un 70% en 2007; y la vivienda de arrendamiento social cayó del 30% en los 70 al 18% en 2007. Por el camino, el Estado había pasado de ser el responsable del bienestar -incluida la vivienda- de los ciudadanos a un «sistema en el que el individuo carga con las responsabilidades de su propio bienestar y seguridad social, volviéndose un consumidor de activos financieros que le proveerán una renta en la vejez» (p. 48). La vivienda subió un 200% del 1997 a 2012; los sueldos, un 55%. Y la mayor parte de los fondos destinados a vivienda social se redirigieron a ayudar a pagar los alquileres de los menos favorecidos; es decir, fueron directamente a manos de los arrendadores privados. La vivienda se convirtió en un activo financiero para las familias, basado en la deuda y propiciando un aumento del consumo en una época en que la capacidad económica de los ciudadanos no paraba de decrecer.

En Estados Unidos la situación fue algo distinta. En 1934 se creó la Federal House Administration (FHA), que ya conocemos por su famosa política del redlining que llevó a la gentrificación de muchas ciudades. La FHA tomó dos caminos: por un lado, apoyar a las familias de clase media que querían comprar una vivienda ofreciéndoles condiciones muy generosas; por otro, ayudar a pagar el alquiler a la clase obrera, en general, blanca. Poco a poco, a medida que llegaban migraciones provenientes del sur, sobre todo afroamericanos, el perfil se fue segregando por razas: las clases medias blancas fueron incentivadas a comprar casas suburbanas a las afueras de las ciudades (más de la mitad de todas las viviendas construidas durante los 50 y 60 fueron financiadas con esos fondos) mientras que las ayudas al alquiler fueron rebajándose y eran entregadas a las clases obreras negras que no podían emigrar a los suburbios, por cuestión tanto de economía como por racismo estructural. Eso generó la pobreza extrema en los centros de las ciudades americanas que acabaría llevando a la gentrificación; y, por otro lado, una enorme extensión de suburbios donde toda clase media blanca americana poseía su propia casa con terreno y la necesidad de usar el coche para cualquier motivo.

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El redlining; sus efectos aún se perciben en las ciudades de Estados Unidos.

En cuanto llegó la ampliación de las grandes finanzas al mercado de la vivienda, una de sus extensiones fue la creación del crédito subprime; una ley de 1977 obligaba a los bancos a «alquilar parte de sus carteras hipotecarias en los barrio donde se originaban sus depósitos», barrios que hasta ahora habían sido considerados redline y que se convirtieron en subprimes «o crédito de altísimo coste ofrecido sobre todo a familias compuestas por minorías y a otros grupos que históricamente no tuvieron acceso al crédito por ser considerados de alto riesgo».

Otros aspectos de la política financiera del momento, en los años en que el capital se fue liberando de sus cadenas, fue la posibilidad de titularizar préstamos y juntarlos en paquetes que se podían comprar; «la titularización permitía limpiar los balances de instituciones de crédito a través de su venta a bancos o fondos de inversión». A este festival se sumaron los hedge funds y las agencias de rating, formando paquetes tóxicos que las grandes empresas se iban pasando como una patata caliente para que no les estallase en las manos. Todos sabemos cómo acabó el tema.

Por otro lado, la crisis hipotecaria de los préstamos subprime no fue producto de un intento desafortunado de ampliar el mercado privado de casas en propiedad para los más pobres, disminuyendo la dependencia en relación con los fondos públicos y del Estado. Por el contrario, fue fruto de una política clara y progresiva de destrucción de alternativas de acceso a la vivienda para los más pobres. Dicha política pretendía constituir, exactamente en el sector habitacional de más bajos ingresos, una nueva forma de extracción de renta -de los mercados de hipotecas, así como de los propios propietarios privados endeudados- para los inversores financieros. (p. 70)

En Europa, las cosas fueron similares. Como ejemplo, en el 2008 la Comisión Europea restringía las ayudas para la vivienda sólo a aquellas personas socialmente menos favorecidas cuya situación no les permitía mantener una vivienda al precio de mercado. El objetivo de esta decisión: favorecer el libre mercado en el tema de la vivienda.

Este paradigma, sin embargo, no se detuvo en Estados Unidos y Europa, donde se generó, sino que, mediante las grandes entidades financieras internacionales, el Banco Mundial y el FMI, se fue extendiendo al resto del planeta. La receta del Banco Mundial para poner la vivienda al alcance de todo el mundo seguía el siguiente modelo, donde los tres primeros puntos son para dar curso a la demanda y los tres siguientes, a la oferta:

  • el derecho de propiedad, mediante registros de tierras y propiedades y una ley clara al respecto;
  • desarrollo de un sistema financiero que permita la creación de créditos para que los pobres accedan a la vivienda endeudándose;
  • «racionalizar» los subsidios para que no entorpezcan la labor de los dos puntos anteriores.

Y en cuanto a la oferta:

  • facilitar infraestructuras para la urbanización;
  • reformas urbanísticas, cambios necesarios en las leyes sobre el suelo y la propiedad pública;
  • privatizar la industria de la construcción civil, a fin de fomentar la competición.

Como destaca Rolnik, estas políticas sirvieron mucho más para ampliar los mercados financieros que para aumentar el acceso a la vivienda de los más pobres y vulnerables.

Cuando finalmente la crisis de todo esto estalló, ¿los Estados se dieron cuenta de lo ciegos que habían estado y lo erróneo de sus políticas y trataron de volver atrás, de fomentar otra vez la construcción de vivienda pública, de huir de la deuda, de evitar la formación de otra burbuja? Para nada: «se limitaron a inyectar fondos públicos en los bancos y las insituciones de crédito para evitar su bancarrota»; los 65.000 millones de euros que regaló España a la banca son el ejemplo que usa Rolnik, además de la creación del SAREB.

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Ya conocen el dicho: la banca siempre gana.

Pero el capital no se detuvo aquí: aprovechando la crisis y que el precio de las viviendas había caído en picado, los hedge funds empezaron a comprarlas en paquetes, sobre todo aquellas cuyas hipotecas habían sido ejecutadas. Rolnik habla de Blackstone, un fondo de inversión inmobiliaria participado por inversores internacionales como J. P. Morgan, Deutsche Bank, Citigroup, Goldman Sachs… los mismos nombres que se enriquecieron con la creación de la burbuja inmobiliaria.

Al comienzo de esta parte del libro ya habíamos afirmado que, en función de la sobreacumulación, la expansión territorial y sectorial del mercado permitió absorber el capital excedente, a través de la transformación de la vivienda en mercancía y en activo financiero en varias regiones del planeta. Esto, a la vez, generó un boom y un nuevo ciclo de sobreacumulación bajo el control de los agentes financieros. Cuando el mercado quedó saturado de collateral, la rápida retirada de los inversores desvalorizó enseguida este stock, creando un nuevo mercado de alquiler residencial, lo que constituyó una nueva frontera para la acumulación financiera. (p. 120)

Con la posesión de estos paquetes de viviendas, los grandes fondos han sido capaces de gestionar el mercado del alquiler para crear otra burbuja mediante la que continuar explotando el acceso a la vivienda de las clases medias y bajas; pero esto queda para la segunda entrada, donde también abordaremos el efecto que tiene sobre las poblaciones más vulnerables este cambio de paradigma.

Clase cultural (II): la clase creativa toma las ciudades

El segundo artículo de los dedicados a la clase creativa de Martha Rosler (ya analizamos el primero en la anterior entrada, Clase cultural. Arte y gentrificación) empieza situando el concepto de clase creativa de Richard Florida:

[La clase creativa] incluye un amplio grupo de profesionales creativos de los negocios y las finanzas, asuntos legales, servicios de salud y campos afines que se dedican a resolver problemas complejos que implican una importante parte de juicio independiente y requieren altos niveles de educación o capital humano. Dentro de ella hay un núcleo supercreativo de personas en las áreas de ciencia e ingeniería, arquitectura y diseño, educación, arte, música y entretenimiento cuyo trabajo es crear nuevas ideas, nueva tecnología y nuevos contenidos creativos. (p. 117)

Una de las principales críticas que Rosler destaca contra el concepto de Richard Florida que tanto éxito ha cosechado es que se centra sólo en el estilo de vida o los gustos como clase de dichos creativos, nunca en su relación con los medios de producción o de control social. Es decir: la clase se define como target publicitario, más que como estamento social.

Si el concepto ha tenido tanta relevancia es porque ha puesto de manifiesto una nueva forma de urbanismo que quiere contentar a dichas clases creativas: ellos son los principales candidatos a trabajar para las grandes empresas multinacionales con sede en distintos países, pues son gente relativamente joven, con un amplio nivel educativo, que dedican tiempo y dinero al consumo cultural y de ocio: restaurantes, parques, eventos en su ciudad… Y, puesto que las empresas se suelen establecer en ciudades donde abunde su posible mano de obra, las ciudades encaminan parte de sus obras urbanísticas a contentar a la clase creativa: paseos peatonales, zonas de restaurantes y ocio en general, tiendas de cómics, vinilos, bares veganos; son ejemplos un poco al azar y que todos podemos reconocer en cualquier barrio gentrificado de cualquier ciudad.

Como sugiere Alan Blum, la obra de Florida está dirigida a un “segundo nivel” de ciudades que están buscando “una identidad (como si fuera una mercancía) que debe ser fabricada con los materiales del presente”. Las ciudades de segundo nivel tienden a glorificar la acumulación de amenities como un medio para salvarse de una historia sin relieve, o como una oportunidad para desarrollarse y establecer una cierta flexibilidad económica. La crítica de Blum pone énfasis en la chata banalidad de la visión de la ciudad que ofrece Florida, en su carácter no dialéctico y en su borramiento de la diferencia en favor de la tranquilidad y la predictabilidad, desde el momento en que encarna como política el sueño infantil de recrearse a uno mismo de forma perpetua. (p. 121)

Como destaca Rosler, bastante de este tema ya lo trató Sharon Zukin en su famoso Loft Living: la aparente reconquista del núcleo urbano por parte de la clase media que es, en realidad, una reconquista para las clases altas. Los artistas llegan a un barrio obrero y,más que pavimentarlo, lo infiltran con cafés, bares hípsters y negocios de ropa provistos a su gusto”. Estos barrios, sin embargo, siguen teniendo su carácter, su grit, su personalidad, algo propio; que, poco a poco, en su búsqueda precisamente de esa personalidad, los artistas y primeros colonos de esta nueva frontera urbana (nos referimos ahora a Neil Smith, en un libro que pronto reseñaremos) van desgastando, destruyendo hasta dejar una zona pacificada, neutra y segura que las clases altas pueden ocupar tranquilamente. A su debido tiempo, los artistas y precursores son expulsados de estos barrios ya pacificados para las clases altas sin ser conscientes, en general, del papel que han jugado en la transformación del barrio y la expulsión de sus primeros moradores.

Este nuevo urbanismo, además, genera una distinción entre una clase más desarrollada que puede beneficiarse de los cambios en la ciudad y la clase menos favorecida, que se ve excluida y debe apartarse; al fin y al cabo, la clase creativa debe ser atraída, mientras que los trabajadores de los servicios ya llegarán por su propio pie.

El tercer y último capítulo de los dedicados al concepto de clase cultural se titula Al servicio de la(s) experiencia(s) e indaga en el papel de la cultura, el arte y los museos en todo este embrollo urbano. Empieza con la diferencia entre el siglo XIX, cuando las mujeres subían a las azoteas a tender la ropa con sus hijos y charlaban entre ellas, y finales del siglo XX con la resurrección de la High Line, la vía férrea abandonada reconvertida en delicioso jardín por el que pasear que ha disparado el precio de todos los inmuebles a su alrededor y cuya evolución es similar a la de los paseos marítimos de las ciudades occidentales: de barrios de industria, bullentes de actividad pero sin ningún atractivo especial, más allá de esa actividad industrial y toda su vitalidad adyacente, a nuevas zonas de ocio para las clases pudientes y medio altas. “La orilla, que alguna vez representó la peligrosa línea divisoria entre nuestro mundo y el inframundo, entre la seguridad y lo desconocido, hoy promete aventuras agradables como viajes o paseos a la playa” (p. 141).

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Por doquier, especialmente en aquellos barrios de donde las clases trabajadoras han sido expulsadas, se forman jardines comunitarios, naturaleza controlada para los gustos de una clase muy concreta que poco a poco van colonizando el gusto general de la ciudad y que no deben dejar de ser vistos, en palabras de Rosler, como “fenómenos atados a un desplazamiento en la composición de la clase del tejido urbano”. Los mercados de verde o de proximidad, los toboganes completamente higienizados y seguros, el carácter suburbano que va impregnando la ciudad devienen ”un jardín cultivado, un zoológico bien administrado en el cual cada uno, junto con su vecino o vecina, está en exhibición en el arte de crearse a sí mismo”.

Un ejemplo de todo esto y una transición hacia la siguiente parte del ensayo, que trata el tema del arte, lo encuentra Rosler en The Gates, un proyecto de Christo y Jeanne-Claude para el Central Park de Nueva York que consistía en llenar diversos paseos del parque de estructuras de ropa naranjas, similares a las puertas torii japonesas, y que para Rosler subrayaba el papel de la autoapreciación narcisista de las clases burguesas contemplando sus propios paseos, contemplándose a sí mismos paseando. El espacio público de la ciudad ha dejado de ser el lugar donde formarse como ciudadanos de la polis para convertirse en una serie de fantasías de seguridad y experiencias de ocio superpuestas. De ahí al deseo, cada vez más profundo, por crear comunidades intensas, por hacer barrio, por volver a una Gemeinschaft cada vez más mitificada y falseada.

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La búsqueda de la experiencia, lo denomina Rosler siguiendo un artículo de Jeremy Rifkin del año 2000 llamado La Era del Acceso. Los museos han pasado a formar parte de estas experiencias: de lugares de contemplación estética a recorridos donde al visitante se lo guía desde que entra hasta que sale para que vea la exposición adecuada, pase por la cafetería, se lleve algún libro o catálogo de recuerdo. Los museos se han abierto y ocupan la plaza, se convierten en templos de la cultura donde lo importante no es mostrar arte a los ciudadanos sino invitarlos a formar parte de la experiencia. La reflexión que ofrecen debe de ser la justa, no sea que incomoden; pero, como también destaca Rosler, todos los estereotipos forman ya parte del todo, los punks no son rebeldes sino un nicho del mercado para aquellos que quieren poner de manifiesto sus ganas de rebeldía; volvemos al espectáculode Debord, si es que acaso lo dejamos alguna vez.

El profesor Florida desarrolló una nueva teoría basada en vender a los planificadores urbanos esa diversidad de gente joven, generalmente subempleada -así como otras subcategorías culturales como los gays, que también tendían a congregarse en lo que solían llamarse barrios bohemios-, como un remedio infalible contra la obsolescencia de sus ciudades (o vendérsela en apariencia, porque aquí opera una táctica de gato por liebre). Su libro La clase creativa. La transformación de la cultura del trabajo y ocio en el siglo XXI ofreció un giro nuevo y astuto en la evangelización de los negocios al crear una nueva y pegadiza forma de pensar el márqueting de las ciudades como márqueting de los estilos de vida -muy a la manera en que Theodore Levitt lo había hecho para pensar el márqueting empresarial-, ayudando así a los administradores, a menudo desesperados, de la ciudad. (p. 206)

Clase cultural. Arte y gentrificación, Martha Rosler

Clase cultural. Arte y gentrificación recoge una serie de ensayos de la artista Martha Rosler, afincada en Nueva York, respecto a la relación entre los artistas, la clase cultural y la gentrificación de las ciudades. El primer ensayo se plantea si los artistas de la actualidad pueden seguir siendo críticos ante el sistema o deben doblegarse para sobrevivir en él; los tres siguientes, recogidos bajo el epígrafe de clase cultural, trazan un repaso al urbanismo del siglo XX hasta llegar a la emergencia de lo que Richard Florida denominó clases creativas, el nuevo prototipo de trabajadores que demandan una ciudad muy específica. Los dos últimos ensayos retoman el tema pero fueron escritos en un nuevo escenario mundial, después de la crisis de 2008.

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¿Tomar el dinero y correr? ¿Puede sobrevivir el arte político y de crítica social?, el primero de los ensayos, recorre la historia del papel de los artistas desde que sobrevivían gracias a la existencia de sus mecenas hasta su emancipación, con el nacimiento de la cultura de masas y la llegada de la novela o el teatro populares. “La autonomía artística, planteada como una forma de insurgencia, comenzó a identificarse con un término miliar, avant-garde, o con su derivado, la vanguardia” (p. 37). De ahí se pasó a todas las vanguardias de principios de siglo, a la cultura pop, a la apropiación por parte de las clases dirigentes del hecho artístico como una forma de generar valor, mercancía.

Puede asumirse que nosotros, habitantes del mundo del arte, también nos hemos convertido en neoliberales al encontrar sólo una validación dentro del sistema de las galerías, los museos, las fundaciones y las revistas -lugares en los que prima la mercancía- y al competir más allá de las fronteras (aunque algunos estamos equipados con ventajas por fuera de nuestros talentos artísticos), en una posición evocada al principio de este ensayo cuando un artista que transitaba la veintena planteaba si buscar venderse a sí mismos a los ricos en espacios internacionales era una práctica estándar para los artistas ambiciosos. (p. 56)

Rosler destaca los tres desarrollos sistemáticos que han aumentado el poder y la visibilidad del mundo del arte:

  • los museos edificados por arquitectos célebres, del cual el Guggenheim de Bilbao es la muestra providencial; su arrollador efecto en la zona es algo que muchas ciudades quieren emular, para convertirse en jugadoras visibles dentro del sistema global de ciudades. Como destaca Rosler, a menudo este proceso lo toman ciudades “de segunda fila”, dispuestas a correr el riesgo a cambio de poder dar el paso a una liga superior en cuanto a atracción de flujos del capital. Recordemos, también, las palabras de Manuel Delgado en Elogi del vianant sobre la la importancia que tienen los edificios culturales en la transformación de las ciudades.
  • las bienales, cada vez más omnipresentes, que forman un circuito que lleva a los artistas de las principales ciudades del mundo a ciudades secundarias, en un giro contradictorio, y que precisamente muestra que “los artistas van detrás del flujo del capital como cualquier otro trabajador”;
  • las ferias de arte, donde el arte se convierte meramente en mercancía. Como tal, el arte debe ser capaz de ser empaquetado, por lo que debe huir de ser “excesivamente esotérico y difícil de comprender”; o, en otras palabras, no debe ser tampoco demasiado crítico. Aquí Rosler reflexiona sobre cómo la multiculturalidad fue el epígrafe adoptado para “pasar la diferencia de la cultura de lo negativo a la de lo positivo”, pero siempre rebajando sus excesos. Como en el caso de la gentrificación de Berlín, donde los habitantes de Kreuzberg en su lucha contra la gentrificación son, precisamente, los que dotan al barrio de los atractivos que buscan los que traen la gentrificación consigo, el mercado ha convertido la diferencia en algo exótico, un añadido más al valor de la experiencia: oír un gospel en Harlem, unas rancheras en México, romper platos tras la comida en un restaurante de Grecia. Una diferencia que roce oblicuamente la presencia del otro sin llegar a incomodar.

El primer ensayo de Clase cultural se titula Arte y urbanismo. Su primer párrafo ya destaca que “el espacio ha desplazado al tiempo como dimensión operativa del capitalismo avanzado, globalizador (¿y postindustrial?)(p. 77) y declara que el objetivo es el estudio del papel que tiene la “clase creativa” tal como la definió Richard Florida en la reconfiguración de las economías actuales, sobre todo urbanas.

Sin sucumbir al empirismo ni al positivismo, Lefebvre no dudó en describir lo urbano como un estado virtual cuya realización completa en las sociedades humanas todavía pertenecía al futuro. Según la tipología que construye Lefebvre, las primeras ciudades eran políticas y estaban organizadas alrededor de las instituciones de gobierno. Con el tiempo, en la Edad Media, la ciudad política fue reemplazada por la ciudad mercantil organizada alrededor del mercado; y luego por la ciudad industrial, entrando finalmente así en una zona crítica del proceso hacia la absorción total de lo agrario por parte de lo urbano. Incluso en las sociedades agrarias menos desarrolladas que no parecen (aún) estar urbanizadas o industrializadas, la agricultura está sujeta a las demandas y restricciones de la industrialización. En otras palabras, el paradigma urbano ha superado y subsumido a todos los demás, determinando las relaciones sociales y la conducta en la vida cotidiana dentro de sus marcos (de hecho, el propio concepto de “vida cotidiana” es en sí mismo un producto de lo urbano y del industrialismo). (p. 79)

La revolución sucede en la calle: lo sabían Lefebvre y Jacobs, sin ir muy lejos. Y por eso no es de extrañar que “una tarea central de la modernidad ha sido la mejora y la pacificación de las ciudades del núcleo industrial metropolitano”; aquellas ciudades donde no se llevó a cabo con la excusa de la higienización de las condiciones de vida de sus ciudadanos lo hicieron con la de la reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial; siempre abriendo los barrios bajos y conectándolos por vías más amplias al centro, salpicado de rascacielos mientras las ciudades se volvían nodos.

Una de las denuncias a esta situación y a la construcción de la ciudad-radiante de Le Corbusier llegó por parte de la Internacional Situacionista, acusándolos de haber creado una ciudad carcelaria donde los pobres estaban encerrados y debían dar las gracias por tener una falsa utopía de luz y aire puro mientras eran exiliados de las calles, cedidas al tránsito de vehículos.

El concepto de lo que Debord denominó sociedad del espectáculo es más amplio que cualquier instancia particular de la arquitectura o del negocio inmobiliario, y ciertamente también excede la cuestión del cine y de la televisión. El “espectáculo” de Debord designa la naturaleza controladora y abarcadora de la cultura moderna industrial y “postindustrial”. (…) Los elementos de la cultura estaban en un primer palno, pero el foco estaba puesto bastante más adecuadamente en el modo dominante de producción. (p. 84)

Los situacionistas proponen la deriva en oposición al paseo burgués: mientras el segundo es un recorrido prefigurado que invita a la visibilidad ante los otros, la deriva es libertad ante el control burocrático, un retorno a la figura del flanêur de Baudelaire y Benjamin.

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Luego llegaron los banlieue franceses, la suburbanización americana, el retorno de las clases medias a las ciudades en un movimiento que, cuando finalmente encontró la oposición de los habitantes originales de esos barrios, fue llamado gentrificación. A menudo los medios consideraban a los primeros habitantes de los barrios degradados del centro como unos pioneros, similares a los que viajaron al Lejano Oeste; canónico es el libro de Neil Smith La nueva frontera urbana, que pronto analizaremos. Y aquí es donde aparece la relación entre el arte y la gentrificación, ya puesta de manifiesto en el libro de Sharon Zukin Loft living: Culture and Capital in Urban Change, donde demostraba el papel que jugaron los artistas al mudarse a sus lofts en la regeneración algunos barrios semiabandonados de Nueva York.

Las ciudades que contaban con suficiente clase artística no necesitaron crear una avanzadilla para recuperar los centros; las que carecían de ella se entregaron a las llamadas “mejoras en la calidad de vida” que consistían en reformas para atraer a estos asalariados de alto nivel: centros de convenciones, estadios, museos, paseos. Los hijos del baby boom, escribe Rosler, tenían motivaciones más personales y consumistas que sus padres, cuyas vidas giraron alrededor de la familia y el trabajo. Esas aspiraciones incluían la contracultura, un rechazo al urbanismo, a la vida militar. La publicidad y el márqueting no tardaron en segmentar dichos gustos y convertirlos en pequeños paquetes a medida de todo el mundo y listos para el consumo.

En la próxima entrada reseñaremos las reflexiones de Rosler alrededor de la clase creativa de Richard Florida y su papel en la configuración de las ciudades.

Elogi del vianant, de Manuel Delgado: del «modelo Barcelona» a la Barcelona real

Elogi del vianant. Del «model Barcelona» a la Barcelona real es un libro publicado en 2005 por Manuel Delgado donde analiza el camino tomado por la ciudad, especialmente desde los 80 hasta principios de este siglo. Sin duda ahora, 15 años y dos crisis después, su crítica sería otra, o sería más punzante, pues la situación sólo parece haberse agudizado.

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La introducción deja claro el lugar en el que se sitúa Delgado para lanzar su crítica: en uno donde se respetan las acciones llevadas a cabo desde el urbanismo y el poder sobre la ciudad; pero también donde se les reprocha no haber tenido en cuenta lo que es la verdadera Barcelona, o un aspecto esencial de los muchos que tenía, en aras de vender un modelo idealizado (y completamente mercantilizado) de ciudad fashion o, en una traducción libre, de ciudad global. En sus propias palabras: «Lo que se reclama es que las planificaciones planifiquen la ciudad, pero que dejen que la ciudad respire también por sus errores y fracasos, que la idea global de ciudad sea también compatible con los espacios intersticiales donde todo está siempre a punto de suceder. Que la arquitectura reclame su jurisdicción sobre las casas, pero no sobre los cuerpos. No lo mismo intervenir en la ciudad, que intervenir la ciudad.» (p. 16).

Cómo negar la importancia y el valor de los polideportivos, las zonas verdes, los carriles bici, los numerosos aciertos arquitectónicos, las escuelas, la ampliación de la red de transporte público, las bibliotecas, los centros cívicos, los equipamientos culturales? La cuestión es que no se puede estar seguro de que la finalidad de todas estas mejoras no haya sido en gran medida la de mejorar también la oferta de la ciudad, hablando puramente en términos mercantiles. Todas las obras, las iniciativas, las infraestructuras, las rondas, los grandes edificios culturales, la producción de espacios públicos, parecen responder sobre todo a la preocupación por vender mejor -y más cara- la ciudad a sus propios ciudadanos, así como a los turistas y los inversores extranjeros, es decir, a estimular el consumo de ciudad y favorecer las expectaticas especuladoras.

[…] Barcelona es una modelo o mejor una top-model, una mujer que ha sido preparada para permanecer permanentemente atractiva y seductora, que se pasa el tiempo maquillándose y poniéndose guapa ante el espejo para luego ser exhibida en una pasarela destinada a las ciudades-fashion, lo más in en materia urbana. Es la Barcelona-éxito, la Barcelona que está de moda -o que es una moda, como se prefiera-, como lo demuestra la fascinación que ejerce en los turistas de alrededor del mundo que la visitan. Por último, Barcelona es prototipo de la ciudad-fábrica, urbe devenida enorme cadena de producción de sueños y simulacros, que convierte su propia mentira en su principal industria y que convierte su componente humano en un ejército de obreros-prisioneros, productores y al mismo tiempo vendedores de su propia nada. Para que nadie se distraiga de esta tarea fundamental -producir y vender sin descanso-, un mecanismo panóptico no pierde de vista nada de lo que sucede en las calles y las plazas de la gran factoría, vigilando que toda espontaneidad quede conjurada, toda rebeldía abortada y ninguna desobediencia sin castigo, convirtiendo la ciudad en una cárcel donde solo los sumisos viven contentos. (p. 17).

No se puede hacer mejor resumen que el anterior: Barcelona, en sus ansias por convertirse en un destino atrayente, se ha preocupado tanto de proyectarse al exterior y de saberse vender que ha muerto por su propio éxito, convirtiéndose en una ciudad difícil de habitar, plagada de extranjeros e inversión rentable para los fondos de inversión o para que a cualquiera le salga más a cuenta establecer un piso de Airbnb para turistas que una residencia para habitantes de la ciudad. Estos problemas no son propios sólo de Barcelona, y muchos de ellos han acabado siendo algunos de los principales problemas de las ciudades actuales, pero ya apuntaban maneras en 2005 en la ciudad condal.

Una de las principales denuncias de Delgado es que precisamente los poderes públicos, los que debían velar por todos los ciudadanos y protegerlos, entre otras, de los desmanes inmobiliarios, han sido los aliados de estos últimos en la desmantelación de parte de la ciudad. Ya hablamos del trasvase del Barrio Chino al Raval, el nuevo centro gentrificado e higienizado de la ciudad, en nuestra reseña del libro First We Take Manhattan, de Daniel Soriando y Álvaro Ardura. Pero, además de su papel como impulsora de la gentrificación de distintas zonas, por acción u omisión, las autoridades también han colaborado destinando la mayor parte de las inversiones a grandes obras faraónicas  destinadas a edificios empresariales: la torre Mapfre, la torre Agbar, Gas Natural; centros comerciales como Diagonal Mar o La Maquinista, encargados también de borrar todo rastro de la historia de la ciudad.

Y es que la rehabilitación no sólo debía ser formal; tenía que ser, sobre todo, moral. El enemigo a batir no era sólo la pobreza y la marginación: era el mismo Diablo. Los signos inequívocos de su presencia convertían el esponjamiento, el proceso de gentrificación, la distribución de templos levantados en honor a la cultura y la apertura de espacios vigilables en una gran ceremonia exorcizadora de las energías malignas que habían poseído al barrio y que conformaban lo que Garry McDonogh llamaba una auténtica «geografía del Mal». (p. 39).

Volveremos luego al tema de la cultura; pero la denuncia aquí se centra en cómo cada nueva infraestructura se usaba, además de como forma de obtener dinero, como modo de enterrar una parte de la historia de la ciudad, la que no interesaba que formase parte del discurso con el que se vende el modelo Barcelona. La Maquinista, por ejemplo, obvia que se levanta en terrenos que habían visto grandes luchas obreras, como Diagonal Mar no hace ninguna concesión en su diseño al hecho de que se levanta junto a La Mina, un barrio que siempre ha sido considerado el peor de Barcelona, aquel donde habitan «clases peligrosas»; o sea, gitanos y delincuentes. Los centros comerciales se convierten, así, y tomando el nombre de uno de ellos, en islas que se levantan en medio de la nada, dotadas de una oferta de ocio, consumo, entretenimiento y fast-food que no necesita más condimentos para funcionar.

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Torre Agbar, que al principio a nadie le gustaba pero acabará siendo parte de la ciudad, probablemente

De hecho, sigue Delgado, cada uno de estos centros comerciales se convierte en un agujero, un vacío, un paisaje ausente, pues ni se relaciona con el resto de la ciudad ni aporta memoria o personalidad. No lugares, en definitiva, que parecen apoderarse poco a poco de todo el territorio, y este no es un problema exclusivo de Barcelona. Los pasillos de los aeropuertos, de las estaciones de ferrocarril, van poco a poco convirtiéndose en terreno comercial; como sucede con los centros de las ciudades y algunas de sus zonas. Paseo de Gracia, el Portal del Ángel, la calle de Hostafrancs… no es baladí que el lema de Barcelona haya sido, durante muchos años: «Barcelona, la millor botiga del món» (Barcelona, la mejor ciudad del mundo).

No es baladí, tampoco, que se prohíba tender la ropa en los balcones que dan a calles turísticas o que se intente desesperadamente esconder centros como los Encantes, que se han convertido en un embudo moderno y ridículo que se enrolla sobre sí mismo en la zona de las Glorias. Oriol Bohigas, responsable de urbanismo en la ciudad durante muchos años y gran figura tras todo este proyecto, denunció en su momento el «síndrome Pessoa» como esa melancolía abrumadora ante todo cambio en la ciudad. Nada más lejos, argumenta Delgado: lo que se ha hecho en Barcelona es liquidar la cultura de una de las ciudades más vibrantes del sur del Mediterráneo «en nombre de un proyecto politicourbanístico que no prevee la existencia de una sociedad naturalmente alterada y conflictiva». Se ha obviado que los barrios habían sido, hasta recientemente, puentes de civilidad, de vínculos ciudadanos, nexo de unión entre aquello completamente privado (el hogar) y aquello público (la calle, el centro cívico, los otros barrios, la totalidad de la ciudad).

El capítulo segundo se centra en el gran adalid que sirve para desestructurar barrios enteros: la cultura, una «noción fetiche». ¿Qué es la cultura?, se plantea Delgado. Para los antropólogos, la cultura es el medio en que una sociedad existe y se relaciona con otras y consigo misma; recordemos el uso que hacía Lluís Duch del término en su maravilloso Antropología de la ciudad. Se habla, hoy en día, de políticas culturales, iniciativas, gestión, promoción, industrias, agentes, sectores… que se materializan en equipamientos, instalaciones, festivales, mercados, plataformas… todos ellos culturales, por supuesto.

En ninguna de estas instancias o actividades concretas que se anuncian como culturales se insinúa el más mínimo intento por establecer qué es lo que hay que entender con el término cultura y, cuando se intenta, las definiciones propiciadas son de una vaguedad absoluta. En la práctica, lo que se incorpora en este territorio supuesto como segregable puede inventariarse a partir de los temas a los que se refieren las revistas especializadas llamadas culturales o las secciones o suplementos de cultura de la prensa periódica: libros, artes plásticas, «pensamiento», música clásica, teatro, cine de autor, danza, patrimonio histórico, arquitectura, museos… Esta idea corresponde bastante con la idea de la cultura de élite, que podríamos designar como Cultura, en mayúsculas, para distinguirla de otras expresiones formales de amplia aceptación por parte del público en general y que suelen agruparse bajo el título -tampoco demasiado claro- de cultura de masas, las manifestaciones más despreciables de la cual serían las que se clasifican como kitsch, horteras, cursis, snobs, etc. (p. 65)

Se asimila, entonces, la cultura con lo que tradicionalmente se conoce como highbrow, en contraposición a la middlebrow o lowbrow. La Cultura es, pues, todo lo mencionado anteriormente, lo que eleva, lo que mejora al ser humano; ¿pero no lo que gusta a una mayoría? Delgado lleva a cabo un símil entre aquellos que consumen dicha cultura como los fieles que asisten a los templos, donde son imbuidos de una verdad trascendente en medio de espacios amplios y de luz difusa: evoquemos cómo son los museos, teatros y festivales de hoy en día. Para relacionarse con dicha entidad sobrenatural existe una casta de mediadores, los funcionarios por un lado, los artistas por el otro «que comunican instancias que, si no fuese por ellos, permanecerían aisladas unas de otras, y que son la Cultura, por un lado, y la vida ordinaria de los simples mortales, por el otro, siendo sus producciones análogas a las mediaciones de que trata la teología católica, las imágenes o los objetos que hacen posible al pueblo fiel concebir en términos físicos y venerar entidades celestiales» (p. 69).

La Cultura se promueve, solamente, des de las instancias políticas, es un ámbito institucional; y, sin embargo, sus beneficios van directamente a entidades privadas, además de los servicios asociados, como cafeterías o librerías que se instalan cerca o directamente en los museos. Y además en su nombre se levantan edificios por toda la ciudad que dotan de una pátina de proceso completado todos aquellos desmanes inmobiliarios llevados a cabo: la Filmoteca en el Raval, como ya comentamos; pero también la Facultad de Geografía y Filosofía o la Escola Massana o el CCCB y el MacBa anteriormente.

El gran desmán urbanístico de Barcelona, por supuesto, fue el Fórum de las Culturas de 2004. Si los Juegos Olímpicos aún eran una buena excusa para modificar la ciudad y situarla en el mapa (oportunidad que se aprovechó, de forma innegable) y Barcelona los usó para reconvertir toda su zona portuaria, amén de otras construcciones, el Fórum fue una invención ridícula, nunca bien explicada, con la que justificar la promoción del final de la Diagonal vendida con la excusa de «reconectar Barcelona con el mar». Como si alguna vez hubiesen dejado de estar conectados, cuando está ahí, a un tiro de piedra de todo el litoral. Pero reconectar significa, en el lenguaje oficial, desparasitar, vaciar de clases bajas y llenarlo de formas de obtener dinero y de territorializarlo adecuadamente para las clases medias y el consumo. Se levantaron edificios cuyo espacio físico se asienta en unos parques vallados que se cierran cada noche, volviéndose privados. Se erigió un centro comercial de espaldas a la zona y se levantó un monumento a las Culturas (¿?) que permanece a día de hoy como espacio vacío donde llevar a cabo, de forma puntual, conciertos multitudinarios y poco más.

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«La identidad es una estructura, por mucho que sentimentalmente a menudo se nos presente bajo el aspecto de una esencia.» Y la identidad de Barcelona ha sido modificada, a golpe de intervención, para olvidar tanto su pasado obrero y revolucionario como sus puntos canallas y oscuros en un movimiento que Delgado asimila al de la creación de los nacionalismos en pleno siglo XVIII y XIX: las ciudades son las nuevas patrias en el siglo XXI, y requieren de una invención histórica y cultural similar a la que requirieron en su momento los estados. No olvidemos, además, que la identificación de Barcelona con la de Cataluña deja en la cuneta todo el resto del territorio catalán, convertido a las ciudades del interior (y no hablemos ya de las otras provincias) en colonias y ciudades dormitorio sin vida propia.

Apuntes con los que terminar:

  • Un detalle muy significativo que ya salió a colación en la reseña de Ciudad líquida, ciudad interrumpida: la demonización constante de las fiestas de San Juan y las Fiestas de Grácia que se lleva a cabo por parte de las autoridades. Cada verbena de San Juan amanecemos con imágenes en todos los periódicos de los desperdicios que llenan la playa, para evidenciar lo incívica y costosa que es esta fiesta; ¿por qué no vemos nunca los desperdicios de la celebración de una Liga del Barça o de un Festival musical celebrado en cualquier parte de la ciudad? Porque la primera es una fiesta ajena al ayuntamiento, que pertenece a la ciudadanía y se celebra a espaldas de las autoridades, y las otras son fiestas oficiales; y o bien no generan dinero, o no forman parte del discurso que Barcelona se explica a sí misma y al exterior.
  • «Todo monumento -Lefebvre lo entendió inmejorablemente- expresa la voluntad de afirmar con la máxima rotundidad un principio debido a Hegel: el Tiempo histórico engendra el Espacio el cual se extiende y sobre el cual reina el Estado. El monumento siempre es una erección no sólo en sino también del territorio. Proclama la centralización machista que coloca su propio falo en el centro del universo, cetro que reclama la monarquía absoluta de lo Único. (…) Es el Poder del padre: la ciudad fálica. A su alrededor, sin embargo, se extienden inquietantes todas las expresiones de la Potencia. A pie de calle, todo son intersticios, grietas, agujeros, ranuras, intervalos, huecos… La ciudad profunda y oculta, la república del Múltipe. Lo uterino de la ciudad.» (p. 129)
  • «Como escribió Maurice Halbwachs a principios de siglo, la diferencia entre la memoria social en las sociedades tradicionales y la memoria social en las ciudades es que la primera es compartida, mientras que la segunda es colectiva.» (p. 133) Pero no todo aquello que es colectivo tiene por qué ser común, destaca Delgado.
  • «En Barcelona se pueden observar los efectos de una convicción que un buen número de urbanistas y arquitectos suelen tener respecto a que la disposición conceptual de las construcciones determina de un modo casi irrevocable la forma como se llevarán a cabo en ellas, o a su alrededor, las actividades sociales.» (p. 137). Estas palabras nos recuerdan a las de Jan Gehl cuando mostraba fotografías de los senderos que los peatones trazan sobre el césped cuando corrigen a los urbanistas y toman el camino más directo entre ambos puntos, huyendo de los ángulos rectos que tan hermosos quedan en las maquetas pero tan poco útiles son a los peatones sobre el mapa de la realidad.

Construir, edificar, delinear calles implica siempre la aspiración a someter la incerteza de las acciones humanas, a prever y exorcizar los imprevistos caóticos que siempre acechan, a mantener a ralla las potencias disolventes, dotar de perfiles todo lo que no tiene forma ni destino.

[…] Walter Gropius reconocía que la arquitectura y el urbanismo debían servir como instrumentos al servicio de la victoria final de Apolo sobre Dioniso, es decir, de la belleza y lo orgánico sobre la desmembración de los vínculos sociales, sobre la «disolución general del nexo cultural, que ha hecho que el hombre moderno haya perdido su sentido de la totalidad» [Walter Gropius: Apolo en democracia]. Esto se traduce en una verdadera vocación pacificadora de lo urbano, entendido como aquello magmático, inorgánico y desregulado que se produce constantemente en una ciudad. El plan urbanístico y el proyecto arquitectónico sueñan una ciudad imposible, una ciudad dotada de espíritu, perpetuamente ejemplar, un anagrama morfogético que evoluciona sin traumas. El arquitecto y el urbanista saben qeu la informalidad de las prácticas sociales es, por principio, implanificable e improyectable. La vida urbana es su pesadilla.

Y es que los planificadores y proyectores creen que son ellos los que hacen la ciudad, y hablan de ella como forma urbana, dando a entender que lo urbano tiene forma. Se engañan: es la ciudad la que puede tener forma; en cambio, lo urbano no tiene forma, sino que es pura formalización ininterrumpida, no finalista y, por ello, nunca finalizada. (…)

Babel -la ciudad que Yahvé ordenó construir a Caín después de la caída- es el contrario negativo de Jerusalén. Si esta es la plasmación urbanística del orden celestial, Babel se funda sobre una blasfemia suplantación-exclusión de Dios. Iniciadora de una saga de ciudades malditas, las ciudades-rameras -Sodoma, Gomorra, Babilonia, Roma-, Babel es la antiutopía por antonomasia, el reverso en clave humana del proyecto sagrado de espacio social. Babel es un espacio sin códigos ni territorios, escenario de una hibridación generalizada y de todo tipo de incongruencias. Frente a la ciudad politizada -prístina y esplendorosa, comprensible, apaciguada, lisa, ordenada, dividida en «comarcas fáciles pero no por eso accesibles», la ciudad socializada, aquello que Foucalt llamó heterotopía, lugar caótico pero autoorganizado, saturado de signos flotantes, ilegibles, sobresalientes de una multitud anónima y plural hasta el infinito. (p. 148 y ss)

First We Take Manhattan (II): demandas y resistencias de la gentrificación

Si en la primera entrada del libro First We Take Manhattan, de Daniel Sorando y Álvaro Ardura, analizamos las fases que sigue la destrucción y posterior recreación de un barrio gentrificado (abandono, estigma y regeneración) desde el punto de vista de las autoridades y los promotores (la producción), lo haremos ahora con la última fase, la mercantilización, pero desde el punto de vista de los consumidores: los nuevos habitantes del barrio y sus visitantes.

El cuarto capítulo, Repostería para perros: Mercantilización detalla los procesos por los cuales los nuevos consumidores llegan a identificarse con el barrio «saneado». El ejemplo es el barrio de Malasaña, más concretamente una zona específica, el triángulo formado por las calles Fuencarral, Corredera Baja de San Pablo y Gran Vía, adquirido casi en su totalidad por una única empresa inmobiliaria. De hecho, la propuesta es cambiar el nombre del barrio, o de esa zona específica, de Malasaña a TriBall (Triángulo Ballesta), completando así el círculo que ya vimos en la anterior entrada (el paso del Chino al Raval, o al SoHo, o TriBeCa: cambiar el nombre para evidenciar que el barrio también ha cambiado).

Pero ¿por qué las nuevas clases medias se sienten atraídas por los centros históricos? La respuesta a esta pregunta la ha ofrecido el principal exponente de las tesis de la demanda, el geógrafo David Ley (1996). Este autor explica que el perfil típico del pionero de la gentrificación es una persona menor de 35 años, soltera y sin hijos, residente en una vivienda pequeña de alquiler y habitualmente empleado en un sector avanzado de los servicios, con al menos una carrera universitaria, así como perteneciente al grupo étnico mayoritario. (…) No obstante, el perfil de las clases medias atraídas por los centros históricos va cambiando conforme avanza el proceso de gentrificación. En su etapa inicial, los pioneros son personas cuya formación es muy alta, pero cuyos ingresos pueden ser semejantes a los de los vecinos tradicionales de estos barrios. La razón es que los nuevos vecinos suelen estar empleados en sectores precarizados tales como la intervención social, las artes, los medios de comunicación y otros campos culturales. Además, su juventud los coloca en una posición débil dentro del nuevo marco de relaciones laborales. (…) los centros deteriorados ofrecen a estos grupos la oportunidad de aprovechar sus capacidades, muchas veces rehabilitando sus viviendas, para apropiarse del aumento del valor del uso que adquieren para otros profesionales. (p. 105)

Ya entrando en terreno sociológico, y a partir de los sesenta aproximadamente, se rompió la sociedad del hombre del traje gris, representada por un cabeza de familia trabajador en una rutina aburrida de oficina y una madre ocupada del cuidado del hogar y los hijos. A partir de los sesenta y con la progresiva aparición de nuevos modelos de hogar y diversidad cultural, la autoafirmación de la juventud, especialmente aquella formada pero que aún no ha encontrado su lugar estable en la sociedad, pasaba por una revolución contracultural contra los estándares formados, a menudo reclamando un rol creativo cuyo paradigma era el artista que necesitaba su espacio para producir. Debido tanto a su situación económica como a su necesidad de expresarse, a menudo buscaban lugares limítrofes, intersticios de bajo nivel económico que además les ofrecían la experiencia de unas relaciones sociales más fuertes como suelen ser habituales en los barrios obreros y más diversas, debido a la inmigración. Pronto les llegaron comercios de otro tipo destinados a satisfacer sus necesidades: productos reciclados, orgánicos, de segunda mano, frente al consumo estandarizado del querían huir.

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Fábrica textil reconvertida en estudio artístico reconvertida en hogar de lujo.

Finalmente, debido a que «las viejas organizaciones de masas como los sindicatos o las iglesias están en declive, el lugar de residencia adquirió un lugar destacado en la construcción de la identidad personal» (p. 108). Es lo que Savage et al (2005) han denominado elective belonging, la pertenencia electiva.

Sin embargo, estos pioneros no tienen suficiente capacidad económica para convertir el barrio en territorio burgués; sirven «como zapadores que construyen puentes para la llegada posterior de clases medias más adversas al riesgo que la mezcla social supone para sus inversiones» (p. 111) Sin embargo, tanto ellos como los comercios que se abren para satisfacerlos dotan al barrio de cierta distinción: sus demandas de seguridad e inversión pública tienen más calado que las emitidas por los vecinos anteriores, por lo que dotan a la zona de una primera pátina de civilidad. Sin embargo, pasado el tiempo y con las sucesivas oleadas de nuevos habitantes del barrio, estos pioneros deberán abandonarlo cuando la gentrificación sea completa, porque ellos mismos tampoco podrán afrontar el precio de los nuevos inmuebles y porque, además, se les habrá vuelto un barrio demasiado conservador.

El ejemplo es el SoHo de Nueva York, narrado por Sharon Zukin: a lo largo del siglo XIX se convirtió en el barrio de la industria textil de la ciudad. Sin embargo, tras la segunda guerra mundial la industria fue abandonando el centro y el barrio inició un proceso de declive urbano que lo convirtió en Hell’s Hundred Acres, los Cien Acres del Infierno. Sin embargo, en los sesenta hubo multitud de artistas que consideraron que esos espacios diáfanos eran perfectos para sus necesidades, puesto que podían combinar estudio con vivienda en lugares llenos de luz y plantas abiertas: nacieron los lofts. El barrio se convirtió en un reducto artístico que hasta cambió de nombre al de South of Houston Street: SoHo.

Tanto la estética de los lofts como la posibilidad de aprovechar el pasado industrial y urbano del barrio sirvieron para generar una zona artística, de excepción, que los medios no tardaron en retratar y que pronto se llenó de empresas inmobiliarias a la búsqueda de inversiones que rehabilitar y vender a precio de oro. Irónicamente, a medida que esta renovación inmobiliaria surgida a partir de la cultura se fue desarrollando, los artistas que inicialmente habían llegado al barrio a principios de los sesenta tuvieron que abandonarlo a principios de los ochenta. «Varias décadas más tares, en sus calles apenas se ven galerías de arte entre decenas de cafeterías, outlets y franquicias.» Irónicamente, a las fases iniciales de la gentrificación Zukin las denomina domesticación por el capuccino.

El quinto capítulo, Bansky Go Home!: Resistencias se centra precisamente en la forma que toman las luchas urbanas contra la gentrificación.

Las luchas de los desheredados solían organizarse en las fábricas, cuando estos se reunían bajo los tejados de sus naves. En cambio, en pleno siglo XIX la mayor parte de los marginados tan solo se encuentra en las calles de los barrios donde viven. En este contexto, no es de extrañar que el espacio urbano se haya convertido tanto en el lugar como en el motivo de las principales resistencias contemporáneas. (…) El motivo es que el territorio es indispensable para cualquier actividad humana y que, además, cada espacio da acceso a una configuración única de relaciones sociales que es fuente de comunidades con intereses compartidos. (p. 126)

Dichos valores son los bienes y servicios a los que el territorio da acceso, las redes informales de apoyo mutuo, la seguridad de la pertenencia a una comunidad, la identidad para sus residentes. «Y, en cada caso, la mercantilización de dicho territorio amenaza esos sentimientos al subordinar los valores de uso a los valores de cambio. Los orígenes de esta amenaza se remontan al siglo XIX, cuando el aumento de la población urbana y de sus necesidades de alojamiento permitió a la burguesía enriquecerse con las rentas que proporciona el territorio.» (p. 127)

Pero la división de las ciudades, antaño en barrios de distintos niveles, ha llegado a un punto más extremo: como los fractales a los que se refería García Vázquez en Ciudad hojaldre, cada barrio, en distinta medida y según el nivel de gentrificación en que se encuentre, presenta diversos frentes accesibles a distintos tipos de ciudadanos. «Vivimos en ciudades cada vez más divididas, fragmentadas y proclives al conflicto. La forma en que vemos el mundo y definimos nuestras posibilidades depende del lado de la barrera en que nos hallemos y del nivel de consumo al que tengamos acceso» (Harvey, Ciudades rebeldes)

Existen formas de luchar contra esta mercantilización del espacio urbano: por ejemplo, la alcaldía de París ha anunciado un listado de 257 edificios (algo más de 8 mil viviendas) sobre las que el Ayuntamiento se ha adjudicado un derecho preferente de compra. Es decir, si se ponen a la venta, primero se las tienen que ofrecer al gobierno metropolitano a un precio de mercado. Los edificios no han sido elegidos al azar, sino que forman una barrera contra la gentrificación que invade la ciudad, en calles que han empezado a llenarse de restaurantes y cafés con cada vez más jóvenes profesionales. O los mapas de la PAH, donde se observa que la mayoría de los desahucios se llevan a cabo en barrios en proceso de regeneración.

El ejemplo que más repercusión mediática tuvo fue el ataque a una tienda de cereales en el distrito de Shoreditch de Londres. Cereal Killer vendía boles de cereales a 4 euros en una zona donde muchos vecinos no llegaban a pagar el alquiler o la compra básica. El problema, claro, no es la tienda de cereales, sino lo que representa: la llegada de una nueva clase al barrio y la expulsión de sus vecinos originales, con grandes plusvalías para el capital privado por el camino. La manifestación que acabó en la tienda de cereales no tenía ese objetivo, inicialmente, sino quejarse por la gentrificación, por lo que primero atacó una inmobiliaria de una gran cadena, aunque luego identificaron en la tienda de cereales todo lo malo de la gentrificación, «ante la incredulidad de los consumidores de clase media, sin duda ofendidos ante una violencia que sí se ve«, frente a la que no es visible, como los desahucios o la imposibilidad de pagar el alquiler o llegar a fin de mes.

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En Berlín, especialmente, se identifica un nuevo problema: los nómadas digitales.

Se trata de personas que no buscan recorrer los principales atractivos turísticos de uan ciudad durante un período de tiempo breve. Por el contrario, el nuevo turista dedica largas temporadas a conocer la vida íntima de ciudades reputadas por ofrecer experiencias alternativas, lo cual compatibilizan con empleos que no requieren una localización estable, sino tan solo una conexión a internet. Dado que estos viajeros están más interesados en las cafeterías y en los parques que en los monumentos y los museos, sus pautas de comportamiento afectan a la cultura local a la que se aproximan. Entre otras consecuencias, quizá la más grave es su impacto sobre los mercados locales de la vivienda. En resumen, puesto que los turistas suelen proceder de ciudades más prósperas que la relativamente empobrecida Berlín, quienes los alojan han encontrado un nicho de mercado que explotan cada vez con más éxito. Quizás el ejemplo más elocuente lo ofrecen los usuarios de la plataforma Airbnb, los cuales obtienen rentas cada vez mayores por el alquiler de sus viviendas a estos nuevos turistas. (p. 140)

Ante estos hechos surgen resistencias, claro; pero, paradójicamente, las resistencias refuerzan el papel de experiencia que este tipo de turistas buscan, dotando al barrio de más autenticidad. Las pintadas contra la gentrificación, los graffitis, las manifestaciones, la lucha ante esta forma de ocupación se vuelve algo pintoresco que alimenta la bestia contra la que pretende luchar; las fotos de instagram del barrio «peligroso» quedan aún mejor.

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Como denuncia Harvey, al propio sistema capitalista le interesa que existan esas bolsas de rebelión, esos espacios limítrofes donde se gestan las semillas de nuevas formas de relación, vivencia, consumo. Se generan en barrios alejados de las inversiones oficiales y por lo tanto deshomogeneizados; sin embargo, están a la espera de que llegue el capital y los considere lo bastante alternativos como para generar plusvalía a partir de ellos. Sennett hablaba de un barrio de la India en Construir y habitar que se había formado de forma no oficial, de hecho era completamente ilegal, aunque las autoridades hacían la vista gorda por lo enorme que era. El autor reflexionaba sobre lo poco que tardaría alguna corporación global en encontrar el lugar y comprarlo, puesto que para un fondo de inversión la cantidad de dinero es irrisoria. No porque se trate de un lugar que vaya a ser un nuevo centro global, sino porque existe la posibilidad de que lo sea; y los fondos se pueden permitir comprar diez, doce, quince de estos lugares, puesto que, si uno sólo de ellos se convierte en foco (o son capaces de reconvertirlos en lugar atrayente), la inversión en todos ellos habrá resultado positiva.

El capítulo dedicado a las conclusiones, Then We Take Berlin, no tiene desperdicio. «La palabra gentrificación es el gran tabú de los urbanistas contemporáneos.» En cambio, los movimientos de resistencia la usan constantemente. Para los primeros pone el foco en el exclusión y el desplazamiento, cuando en realidad se trata de dinámicas inmobiliarias y capitalistas naturales: todo el mundo quiere vivir en el centro, y ese derecho hay que pagarlo. Los segundos usan precisamente el término para no pasar por alto con eufemismos una realidad social de expulsión y exclusión.

Hasta los setenta, consideran los autores, el pacto social se mantuvo más o menos estable: las clases dominantes de los medios de producción necesitaban mano de obra, la mano de obra podía vivir en las ciudades, cerca de donde era necesaria, por lo que todos deseaban que en ellas se mantuviese una cierta estabilidad y un potente estado del bienestar para que la fuerza de trabajo se reprodujese y continuar con el sistema. «La crisis económica de los setenta rompió el acuerdo: la redistribución de la riqueza dejó de ser una opción para las élites cuando sus beneficios empresariales empezaron a caer.» (p. 160) Se desmontó el pacto entre capital y trabajo, se desmontó el estado del bienestar y toda una serie de campos vedados al mercado comenzaron a ser privatizados: educación, sanidad, finalmente la vivienda, que se convirtió en un mercado ideal para las inversiones y la especulación.

Al proceso hay que sumarle la deslocalización generada por las TIC, que hizo decaer el peso obrero y sindical en las ciudades: los trabajadores debían aceptar que sus condiciones laborales fuesen devaluadas o perder el trabajo, era la amenaza del capitalismo de la época. «En suma, la clase trabajadora ha perdido sus derechos a la vez que ha perdido sus trabajos.» Algunos barrios obreros han sido readaptados para el consumo global, como hemos ido narrando en estas dos entradas; otros han sido abandonados, entregados sólo a la fase de destrucción, sin asomo, por ahora, de una posible fase de creación o regeneración.

Tal como explica Loïc Wacquant (Castigar a los pobres: el gobierno neoliberal de la inseguridad ciudadana, 2010), el neoliberalismo se caracteriza por la gestión punitiva de sus consecuencias sociales. De esta manera, la ciudad liberal del siglo XX es reemplazada por la ciudad revanchista del siglo XXI que describe Neil Smith (La nueva frontera urbana. Ciudad revanchista y gentrificación, 2012). Y, en consecuencia, allá donde la miseria dificulta la expansión de procesos de revalorización, la pobreza es redefinida como un problema individual de sujetos incompetentes que deben ser reeducados por las nuevas clases medias que habrán de salvarlas. En el proceso, las cámaras de seguridad, la presencia policial constante, el diseño restrictivo de los espacios públicos y su cesión exhaustiva a las actividades comerciales restringen cada vez más los usos de la ciudad. Al mismo tiempo, las llamadas a la tolerancia cero se han difundido a todas las ciudades del mundo desde que Rudolph Giuliani las promoviera en Nueva York. A partir de entonces, las personas sin techo, sin papeles o sin trabajo son objeto de vigilancia y represión, en lugar de protección. (p. 163)

First We Take Manhattan, de Daniel Sorando y Álvaro Ardura

En 1964, Ruth Glass empleó por primera vez el concepto «gentrificación» usando el término gentry (la pequeña nobleza rural británica) para referirse a la llegada de hogares de clase media, muchos de ellos retornados de los suburbios, a barrios tradicionalmente obreros del centro de Londres. En el proceso, los recién llegados promovieron obras de rehabilitación de las viviendas y los edificios de estas áreas, lo cual facilitó el incremento del valor inmobiliario, inicialmente solo de las propiedades reformadas, pero posteriormente también las del barrio en su conjunto. Como resultado, los hogares de clase trabajadora encontraron cada vez más difícil pagar la renta que los propietarios exigían por el alquiler de sus viviendas, de forma que, paulatinamente, tuvieron que abandonar el barrio donde residían. El carácter social de estos territorios cambió mediante la sustitución de las clases trabajadoras por las clases medias y altas profesionales, principalmente de piel blanca, que regresaban a los centros urbanos tras haberlos abandonado décadas antes por las comodidades de la periferia metropolitana. (p. 20)

Tal vez no sea la definición oficial de gentrificación, pero sin duda es una explicación clara del proceso. First We Take Manhattan. La destrucción creativa de las ciudades es un estudio publicado por Daniel Sorando y Álvaro Ardura, Doctor en Sociología el primero, arquitecto y profesor de Urbanismo el segundo, el año 2016. El estudio, que toma el nombre de una canción de Leonard Cohen, navega por barrios en diversos estados de gentrificación (desde algunos de Nueva York ya irremediablemente gentrificados hasta otros de Madrid o Berlín donde han aparecido resistencias) para ejemplificar las diversas fases del proceso. Además, estudia las dos visiones de la gentrificación: por un lado la de los promotores, es decir, la gentrificación entendida como un proceso llevado a cabo por las autoridades y los poderes inmobiliarios; y por el otro la de los ciudadanos, es decir, por qué ciertas clases medias tienen la necesidad de volver al centro y vivir en barrios reconvertidos a sus gustos.

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El primer capítulo se llama Bombardear la ciudad: abandono y explica la primera fase de la gentrificación: cuando las autoridades dan un barrio por perdido y renuncian a toda inversión en él, abandonándolo a su propia suerte y, normalmente, condenando a la mayoría a desplazarse a otro lugar para vivir. Los barrios que lo ejemplifican: SoHo, Chelsea, East Village y Lower East Sido, todos de Nueva York. Todos ellos tienen en común que, en los 70, pasaron a ser considerados barrios no rentables por la Home Owners Loan Corporation (la historia es algo más enrevesada), por lo que dejaron de concederse créditos a sus propietarios, los cuales, ante el hecho, dejaron de invertir en ellos. El Ayuntamiento, que por ejemplo poseía el 60% del Lower East Side, siguió una misma política: reducir la inversión de todos los servicios municipales. Por supuesto, la misma situación se vivió en multitud de barrios en multitud de ciudades.

El segundo capítulo, Aquí no vivirás ni tú ni nadie: estigma se centra en la forma como la propia sociedad (las autoridades, los medios) llevan a la convicción de que lo que sucede en estos barrios es causa, únicamente, de sus vecinos; y que por lo tanto renovarlos por completo es la mejor opción y además sólo le supondrá beneficios a la ciudad. Muchos barrios antaño industriales situados en la ciudad sufrieron este efecto; hablamos no hace mucho a propósito de Peter Hall del puerto de Londres y cómo tuvo que reconfigurarse; y también del de Boston y la rousificación.

Así, en torno al extremo empobrecimiento de estas comunidades, «los detractores sostienen que en su mayor parte se debe a la inutilidad de la gente que vive allí. Se equivocan. De un modo efectivo, los gobiernos han diseñado socialmente estas comunidades de clase trabajadora para que tengan los problemas que tienen» (Jones, 2012). (p. 58)

Ése es el estigma que arrastran estos barrios: el gueto, el chino, el barrio bajo, lugares donde nadie quiere estar que representan todos los males de la ciudad. Cuando se ha alcanzado este estado es también cuando el valor inmobiliario de la zona es el más bajo, y por lo tanto el posible rent gap (la diferencia entre lo que cuesta un lugar y lo que puede llegar a costar) está en su máximo nivel. Momento para pasar a la acción.

El tercer capítulo, El urbanismo exorcista: Regeneración trata precisamente de este paso, y el ejemplo elegido es el barrio chino de Barcelona. Perdón, el Raval, como se lo conoce hoy en día.

Una breve síntesis de las imágenes ligadas al Chino incluye a prostitutas, inmigrantes, mendigos, traficantes, asaltadores y anarquistas reunidos en las inmediaciones del puerto. Todos ellos eran emblemas de una insubordinación al orden establecido por la ciudad oficial que, no obstante, generaba un atractivo evidente sobre sus principales portavoces. Así, no era extraño el caso de los burgueses que por la noche experimentaban el vicio y el pecado del Chino para, a la mañana siguiente, expiar su culpa mediante encendidas columnas donde denunciaban sus intolerables excesos. Sin embargo, el Chino no era tan solo un barrio de excepciones morales. Además, su territorio era el lugar de residencia de importantes sectores de clase obrera de la Barcelona industrial, y en su seno fueron emergiendo diferentes formas de solidaridad procedentes de comunidades organizadas frente al abandono urbano. (p. 68)

El cambio que lleva del Chino al Raval empieza en 1985, cuando se aprueba el PERI, Plan Especial de Reforma Interior, que básicamente busca vaciar las zonas más densas del barrio y permitir la construcción de grandes avenidas y de enormes espacios públicos y culturales. La empresa responsable está compuesta en un 57% por capital público y el resto por capital privado (La Caixa, BBVA, Telefónica). Es decir, el Estado decide permitir que grandes empresas se hagan con una suculenta parte de la ciudad que además va a ver sus precios enormemente incrementados, expulsando a los ciudadanos de sus residencias por el camino.

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Ésta es la fase destructiva del proceso; la fase creativa llega cuando, con el barrio ya regenerado, las empresas arriba mencionadas venden los inmuebles que poseían y obtienen una cantidad desmesurada de beneficio. Por el camino, y para disimulo de lo sucedido, se usan expresiones como esponjamiento, regeneración o renovación (para la comprensión de las cuales era necesario publicitar enormemente los conceptos de gueto o estigma arriba mencionados). El MACBA, el CCCB, las Facultades de Geografía e Historia de la UB, la Escola Massana… van ayudando en el proceso. El ejemplo escogido es el de la Filmoteca: en los 80 se consideró que no podía estar en un lugar tan estigmatizado como el Chino y se la trasladó; años más tare, sin embargo, ha vuelto a su lugar de origen.

Pero no ha vuelto al mismo sitio. Huyó del Barrio Chino y ha vuelto al Raval. «Si el Barrio Chino era el territorio del abandono, el conflicto, la miseria y el peligro, el Raval, por el contrario, es un territorio regenerado, pacífico, pujante y atractivo. Las operaciones de destrucción creativa no terminan hasta que no cambian el nombre de la mercancía.» (p. 73; la negrita es nuestra)

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¡No me digan que no ha quedado chula!

Y, mientras tanto, los efectos sobre los vecinos son evidentes: pese a que los planes de «revitalización» de un barrio siempre vienen acompañados por viviendas de protección oficial y formas de ayudar a los residentes que serán desplazados, en la práctica estas respuestas nunca son suficientes y muchos habitantes de la zona acaban sin poder hacer frente a la subida de los precios o a los cambios de los comercios de la zona, ocupados por nuevos locales de moda para la nueva tipología residencial. Obreros, inmigrantes, personas mayores, deben abandonar la zona hacia otros barrios, a menudo en las afueras. Por el camino, sin embargo, la ciudad ha ganado un nuevo barrio que, a partir de ahora sí, disfrutará de todos los servicios otra vez, limpio, saneado y abierto para las hordas de barceloneses de clase media y de turistas que deseen visitarlo.

Los autores sitúan el origen de «la apropiación del centro urbano» en Haussmann, nada menos, aunque ponen como mejor ejemplo de la figura mesiánica que destruía el centro para dar paso a otras construcciones a Robert Moses, otro de los conocidos en nuestro blog. Otra de las causas de la gentrificación, sin embargo, es el espacio de los flujos que ha traído la globalización: las ciudades luchan a escala global por el capital; y la forma de atraerlo es seduciendo a la clase creativa (Richard Florida), los trabajadores cualificados que las principales empresas necesitan y que buscan, precisamente, lugares saneados y con una estética muy específica: la que se encuentra en los barrios gentrificados de todo el mundo.

David Harvey, geógrafo al que ya hemos reseñado, «es el principal crítico de este giro emprendedor del gobierno urbano, cuya participación en la competición global le pliega a los requerimientos de la disciplina del mercado». Harvey destaca tres características en el nuevo modo de gobernar las ciudades:

  • la colaboración entre sectores públicos y privados: el gobierno se dedica a coordinar oportunidades de inversión, más que a redistribuir sus recursos;
  • el gobierno municipal es quien asume los riesgos de todas estas acciones especulativas; en caso de que alguna falle, el que asume las pérdidas es el gobierno, por lo tanto los ciudadanos, mientras que los beneficios son privados;
  • por último, la planificación municipal se ve centrada en proyectos parciales, un barrio a la vez, que «reciben una gran atención mediática y desvían los recursos de los problemas más amplios del territorio o región como un todo».

Como consecuencia, el espacio se utiliza para crear negocio y determinadas partes de la ciudad se vuelven nodos con lo global, más que recursos accesibles al ciudadano de la propia ciudad.

El capítulo termina con una consideración hacia otras formas de renovación de la ciudad. El primer ejemplo es Bolonia, cuya rehabilitación recordamos de Ciudad hojaldre. En ella se tuvo en cuenta la historia e idiosincrasia de la zona y se concibió la ciudad como un todo; pero ya el propio García Vázquez nos explicó por qué dicho sistema, exitoso al aplicarlo a una ciudad pequeña, no era extrapolable a las grandes megápolis. La gentrificación es una elección, de las muchas que la ciudad podría haber tomado. Muchos de los argumentos que se esgrimen para ella son falsos, como el de que los vecinos recién llegados contribuirán a elevar la calidad de vida del barrio (lo harán, pero para otros vecinos como ellos, no para los que ya existían: «el elogio de la mezcla social olvida que la vecindad entre grupos socialmente distantes rara vez conlleva su interacción», p. 90). La mezcla social, en definitiva, se usa como reclamo para la gentrificación, porque ¿quién va a estar en contra de la mezcla social? Nadie, como nadie se va a oponer al «saneamiento» de un barrio.

¿Otras opciones son posibles? Los autores citan la aproximación social (alternativa planteada por Bailey y Robertson en 1987): «cuyo objetivo principal es la redistribución de los recursos públicos a favor de los habitantes de los barrios deteriorados. En consecuencia, desde esta aproximación se sostiene que estos vecinos y vecinas, en cuyo nombre se inician los programas de regeneración urbana, deben ser los beneficiados. Esta aproximación nace de la preocupación por la rupturade las redes y las comunidades que componen la vida social de estos barrios y de las que dependen muchos de sus habitantes para satisfacer sus necesidades».

Si en estos tres primeros capítulos hemos estudiado la gentrificación desde el punto de vista de sus promotores, en los dos siguientes lo haremos desde el punto de vista de los consumidores: por qué el ciudadano «demanda» (o acepta, escojan ustedes) barrios gentrificados.

La condición urbana (II): la ciudad de los flujos

En la primera entrada sobre La condición urbana, de Olivier Mongin, dijimos que el autor dividía el libro en tres partes y que cada una de las cuales correspondía a una forma distinta de interpretar el título: la condición urbana de la primera parte, de la que ya hablamos, hacía referencia a la forma ideal de convivencia en una ciudad que establece relaciones adecuadas entre el adentro y el afuera, entre el cuerpo interior del ciudadano y el cuerpo exterior de la ciudad; entre la ciudad del escritor o poeta y la del arquitecto o ingeniero.

A finales de la exposición de esta primera forma de entender la condición urbana, Mongin ya avanzaba hacia los peligros que la asediaban con el progresivo sometimiento de la ciudad ideal (bastante asimilada a la ciudad europea) a la ciudad síntoma de nuestros tiempos: aquella sometida a la inestabilidad de los flujos, el capitalismo y las nuevas tecnologías. La ciudad que separa y fragmenta, la ciudad dispersa, la ciudad global, ciudad de archipiélagos y distinciones. Vamos allá.

Lo urbano generalizado -la continuidad urbana- aparece acompañado de una jerarquía entre los espacios urbanos (éstos están mejor o peor conectados a la red global) pero también se da junto con una separación creciente en el seno de los lugares mismos. La desaparición de una cultura urbana de los límites da lugar a diversas figuras, a una variedad de «ciudades mundo», entre las cuales la metrópoli (la ciudad multipolar), la megaciudad (la ciudad informe) y la ciudad global (la ciudad replegada sobre sí misma) son los casos extremos. (p. 164)

La condición urbana generalizada está en el origen de un sistema urbano mundializado que privilegia las redes y los flujos, contribuyendo así a distinguir los lugares entre sí, a jerarquizarlos y, sobre todo, a fragmentarlos. La mundialización urbana no se presenta pues como el «fin de los territorios» profetizado por algunos, sino como una «reconfiguración territorial» en la que el devenir de las ciudades globales, las megaciudades, las metrópolis y las megalópolis corre parejo con las nuevas economías en gran escala.» (p. 167) Mongin no dice que hoy sea imposible disfrutar de la ciudad, sino que, debido en gran medida tanto a los flujos de capital como a la progresiva disociación entre urbs y civitas (entre la ciudad como un todo arquitectónico, físico, limitado por murallas, y la ciudad como ente político o incluso comunidad) ha disuelto la experiencia urbana («la que entrelazaba lo privado y lo público; el nivel escénico, el político y el poético») en una «cultura patrimonial de carácter engañoso» (p .168) donde el visitante ansía recorrer «el centro» de Praga, París, Viena o Lisboa, marcar los puntos turísticos esenciales y vivir un remedo de lo que debía ser la ciudad «antaño»; un remedo de la ciudad ideal.

Cityscape

La primera mundialización sucedió a finales de la Edad Media y comienzos del Renacimiento y estuvo ligada a la aparición de economías mundiales capitalistas que tenían un centro, una periferia y una semiperiferia; es decir, una dimensión territorial vinculado con la ciudad mercantil. La segunda mundialización fue la de la sociedad industrial entre 1870 y 1914 que surgió de la revolución industrial. Acabó generando la colonización y las metrópolis, pero su base seguía siendo territorial, si bien ya no por ciudades sino por Estados.

La tercera mundialización, surgida por las nuevas tecnologías y la revolución económica iniciada en 1960 que fusionó las «economías mundo» en una sola «economía mundo» es la que «inaugura rupturas históricas cualitativas», y es la primera que podemos denominar global.

La tercera mundialización histórica aparece junto con un proceso de borramiento de los límites que, vuelto contra la cultura urbana, repele los límites y no se preocupa por la proximidad. Esta capacidad de alejar los límites da lugar a, esencialmente, dos figuras diferentes, a dos tipos de grandes ciudades: por un lado, la ciudad que es ilimitada en el plano espacial, una ciudad que se extiende más allá de sus muros; por otro, la ciudad que se limita para mejorar su relación inmediata con un espacio tiempo mundializado, la ciudad que permanece dentro de sus muros. La ciudad sin muros se despliega hasta el infinito, es la ciudad mundo, la megaciudad; en cambio, la ciudad que se limita, se contrae, se cierra sobre sí misma para sustraerse a sus propios límites, es la ciudad global. (p. 173)

Paradójicamente, uno de los efectos de la tercera mundialización es la debilitación de los Estados, que se ven reducidos a comparsas u obligados a llevar a cabo un nuevo papel: el de garantizar la seguridad de los flujos y sus inversiones e intereses.

Pero no sólo el Estado ha perdido su papel principal. «(…) la ciudad tenía la misión de «contener» los flujos que la atravesaban y de acoger a las poblaciones llegadas desde afuera. Ahora, ese mismo lugar debe concectarse a flujos que no tiene la posibilidad de manejar más que participando de una red de ciudades, regional o mundial, que está jerarquizada.» (p. 194) Lo urbano, entonces, se generaliza y campa a sus anchas por la ciudad, generando extensiones amorfas y sin sentido claro (Los Ángeles; la ciudad dispersa) donde cualquier opción arquitectónica es viable como hito, como piedra de toque, lugar a observar, pero no necesariamente con la tarea de generar espacio público. «Ya no hay periferia, no hay márgenes, no hay fractura, marcas de discontinuidad, fronteras; sólo lo urbano continuo, un despliegue sin fisuras de lo urbano. Las categorías adentro y afuera han llegado a ser insignificantes. Este panorama urbano continuo y generalizado sólo presenta diferencias de intensidad que varían de acuerdo con la distancia o la proximidad con los núcleos urbanos que, en su condición de conmutadores, son los mejores vectores de los flujos. » (p. 200)

Edge City

Mongin distingue diversas tipologías de ciudades (posciudades, las llama él) surgidas tras esta tercera mundialización:

  • las megaciudades. Siguiendo los pasos de la City of Quartz de Mike Davies y el concepto urbanista de Rem Koolhas, las megaciudades son las ciudades, esencialmente no europeas, la mayoría de ellas en países en vías de desarrollo, que han crecido de forma desmesurada, sin planteamiento, sin una historia sobre la que apoyarse, a menudo a rebufo de oleadas de inmigración rural llegadas a sus puertas en busca de trabajo. Mongin cita Karachi y Calcuta, pero también Los Ángeles.
  • la ciudad global. Recurriendo al concepto del Archipiélago Megalopolitano Mundial (AMM) desarrollado por el geógrafo Olivier Dollfus, la ciudad global es la que se mantiene a flote a causa de las grandes corporaciones e inversiones del capital. «La dispersión geográfica de las actividades económicas exige que se reconstituyan ciertas centralidades, a saber, ciudades globales que concentren las funciones de mando» (p. 222). La AMM es, precisamente, quien decide qué ciudades son o no globales. El territorio, formado ahora en red, da preeminencia a las relaciones horizontales polo-polo antes que a las piramidales polo-Hinterland. «Por lo tanto, la red (reticulum) es un modelo de distribución, de desconcentración y de interconexión, cuya trama está formada por las ciudades globales.» (p. 226) Pero este proceso está también en el origen de la marginalización del resto de territorios, que no son globales. Los actores de la globalización «no tienen otra salida que no sea estar dentro o no estar».
  • las metrópolis, edge cities o ciudades difusas. «La dinámica metropolitana rompe con la lógica urbana clásica: mientras la ciudad clásica atrae a la periferia, al afuera hacia el centro, la metrópolis simboliza la inversión de esta dialéctica urbana. La prioridad ya no es la aspiración del afuera hacia el adentro, sino el movimiento inverso, puesto que lo urbano se vuelve hacia el afuera. Por consiguiente, la metrópolis se distingue doblemente de la ciudad: por un lado, ya no corresponde a una entidad que delimita concretamente un adentro y un afuera; ya no se define esencialmente por su capacidad de hospitalidad ni por su voluntad, más o menos afirmada, de integración; por el otro, su extensión es ilimitada puesto que ya no tiene fronteras netas, lo cual da lugar a una configuración territorial que se inscribe en áreas urbanas extendidas.» (p. 235) El urban sprawl, originado en el siglo XIX, ha acompañado tradicionalmente (sobre todo en Estados Unidos) al desarrollo industrial, generando tanto enormes extensiones de terreno como baldíos industriales (Chicago, Detroit). A partir de 1970, y con la excusa de buscar lugares mejores para sus trabajadores, las empresas se instalan en las afueras; los trabajadores las siguen, ampliando las redes de carreteras y autopistas. Pero las sedes, el entramado bancario y de servicios, «la armadura de la ciudad global» (p. 239), junto con los grandes hoteles y la presencia masiva de servicios, sigue en el downtown: junto a las bolsas de pobreza más acusadas. «Las edge cities, entidades urbanas situadas en la perfieria que se distinguen de los antiguos downtown, son polos autónomos que agrupan centros comerciales, espacios de ocio, lugares de trabajo y de residencia; en cambio, las edgeless cities designan polos periféricos en los cuales la débil densidad de oficinas y empresas exige de los habitantes una movilidad acrecentada. En las edge cities es posible encontrar un trabajo cerca de la propia residencia; en las edgeless cities, no. El imperativo de la movilidad, directamente asociado a la dependencia de un automóvil, cumple una función decisiva en los territorios suburbanos: quien no dispone de la capacidad de desplazamiento no puede sobrevivir en un universo -el frío universo fotografiado por Stephen Shore- que oscila entre espacios de agrupación altamente asegurada (las gated communities o los barrios céntricos de la ciudad global), guetos y zonas en las que es imposible residir sin desplazarse (edgeless cities).» (p. 240) Viene luego una interesante reflexión sobre cómo el spatial mismatch está relacionado con el skill mismatch (o, con una burda traducción: la reducción en cuanto a aptitudes implica que el trabajador tiene que desplazarse una mayor distancia hasta su centro de trabajo; o que es más posible que un directiva viva cerca de la sede a que lo haga un peón de la empresa).

¿Estar adentro o no estar?, la pregunta ya no se refiere a las perspectivas de integración como ocurría en la época de la ciudad clásica o de la ciudad industrial. Quien «no está adentro» no presenta ningún interés para los actores de la red globalizada; sólo el que ha encontrado su lugar en las mallas de la red lanzada al archipiélago conserva oportunidades de mantenerse en ella. La globalización no conoce el ascenso social que ofrecía el Estado de posguerra en Europa y en algunos países de América latina, y los estratos medios ya no ejercen ninguna mediación entre las categorías acomodadas y las marginadas. En consecuencia, las desigualdades territoriales, tanto horizontales como verticales, tienden a generalizarse en la escala planetaria. (p. 246)

El Estado se plantea como una posible herramienta para contener tales desigualdades; pero su papel, como ya avanzó Mongin, se ha convertido en el de garante de la seguridad para los flujos del capital («es errado hablar de sociedad disciplinaria, en la línea de Michel de Foucault o de Estado de seguridad; más vale hablar de autoritarismo liberal, una expresión que permite captar la idea de que los individuos demandan, voluntariamente, un ejercicio efectivo de seguridad»). Bauman lo llama «el costo humano de la mundialización».

Por otro lado, y debido a las distintas velocidades que han ido convergiendo en las ciudades y a los polos existentes (Mongin pone como ejemplo los cinturones periurbanos franceses de los 60 y 70 del siglo pasado, pero nos servirían el urban sprawl antes referido o los extrarradios españoles de la misma época para acoger las oleadas de trabajadores rurales llegados a la ciudad), se ha acabado conformando una «ciudad de tres velocidades» que corresponde, en esencia, a lo que es la posciudad.

Un movimiento de periurbanización que afecta las zonas periféricas compuestas de barrios de casas con jardines (que corresponden a la «rurbanización» de las clases medias), un movimiento de gentrificación, es decir, de reciclado de edificios antiguos convertidos en residencias de gran confort en el centro de las ciudades (movimiento doble que recalifica y descalifica los espacios) y un movimiento de relegación en las zonas de viviendas sociales (monoblocks, barrios, ciudades nuevas, grandes complejos urbanísticos). (p. 250)

Se dan también tres formas de residir en la ciudad, en función de la situación de cada uno: por necesidad, por protección, por selectividad. Destacamos que la descripción de Mongin no asimila esas tres formas a clases sociales, si bien la descripción que da sí que corresponde bastante claramente a cada una de ellas.

  • las clases bajas, que lo hacen por necesidad: en los barrios marginales, en los cinturones periurbanos, alejados del centro, obligados a una gran distancia con el puesto de trabajo, lo que también se transmite en mayor dificultad para escapar de la situación y acceder al ascensor social: menos tiempo y recursos que dedicar a los hijos, que quedan también estancados a educarse en la misma zona.
  • las clases medias, que lo hacen por protección. El centro les queda vedado, por lo que se van trasladando de periferia en periferia; pero, dado que les es posible cierto margen de maniobra, escogen aquellas periferias donde se sienten cómodos con quienes les rodean, donde consiguen un remedo de algo que, si bien no es un barrio tradicional, un lugar de similares, al menos no es un territorio abiertamente hostil. Disponen de un parque automovilístico amplio que les permite cierta movilidad y la capacidad de seguir el trabajo y si éste se traslada. «… el periurbano opone su busca de un «entre sí» protector del que tiene tanta más necesidad por cuanto, para poder llevar una vida cargada de desplazamientos importantes, no sólo para ir a su lugar de trabajo, también para hacer compras, disfrutar del tiempo libre u ofrecer educación a sus hijos, debe contar con el apoyo implícito o explícito de un vecino confortador» (p. 255).
  • las clases altas, que viven o bien en el centro de la ciudad o, más a menudo, en barrios que los flujos globales les preparan apoderándose de partes de la ciudad que han quedado obsoletas: la gentrificación. Cercanos al centro museístico, a los grandes espacios de la ciudad, convertida para ellos en «ciudad paisaje», «el habitante del centro reciclado de la ciudad habita el mundo, el mundo global, aun antes de habitar en su ciudad». «La gentrificación es ese proceso que permite gozas de las ventajas de la ciudad sin tener que temer sus inconvenientes. El estar «entre nosotros» selectivo es el de una población cosmopolita y conectada que no es la que habita un lugar. Quienes pueblan estos espacios renovados son los hipermandos de la mundialización, los profesionales intelectuales y superiores.» (p. 259, la cita incluye citas del artículo de Jacques Donzelot «La ciudad de tres velocidades»)

Frente a aquellos que están inmovilizados (los relegados), a aquellos que se agotan en una movilidad excesiva (los periurbanos) y aquellos que gozan de la ciudad sin habitarla -porque son los hipermóviles de la mundialización-, las modalidades de acceso a la movilidad pesan en la composición y la configuración de las ciudades. (p. 259).

Mongin termina el capítulo con dos ejemplos pertinentes: El Cairo y Buenos Aires. En la primera ciudad, por ejemplo, los territorios adyacentes a la capital se han vendido a grandes promotores para que se construyan en ellos barrios o ciudades destinadas a la vivienda de trabajadores. Serán ciudades sin carácter, satélites sin personalidad; y el dinero conseguido mediante esas ventas sirve para bunkerizar el centro, amurallarlo y dotarlo de seguridad y atractivos para el turismo. Son un ejemplo de cómo los flujos desintegran la ciudad.

Mongin termina esta parte de La condición urbana con una reflexión y una pregunta.

Pero, ¿qué debemos hacer? ¿seguir alabando la belleza de lo muerto o recobrar el sentido de la experiencia urbana en todas sus dimensiones? «El fin de los territorios», santo y seña de algunos durante el «feliz» amanecer de la tercera mundialización, designaba una recomposición espacial que no se organizaba ya solamente alrededor de los Estados, sino en función de una economía de archipiélago.

¿Cómo luchar, en definitiva, contra estos flujos que separan y marginan en vez de establecer relaciones? «La ciudad tradicional intentó responder al problema de la integración y la reaglomeración en diversas situaciones, la de la ciudad Estado, la de la ciudad capital y la de la ciudad región. Hoy, la mundialización territorial inaugura un mundo que de ningún modo aglutina porque, tanto en el nivel de la metrópolis como en el de la economía de los flujos, produce separación y favorece movimientos de secesión.»

La mundialización postindustrial, es decir, la que comenzó durante la década de 1980, no es una etapa suplementaria del proceso de mundialización que se inició en el Renacimiento. Marca una ruptura en el plano histórico. No admitirlo nos condena a batirnos en retirada. (p. 268)

El atlas de las metrópolis, de Le Monde Diplomatique

El atlas de las metrópolis es una publicación de Le Monde Diplomatique del año 2014 que aborda el tema de las ciudades desde diversos puntos de vista. Entendido como una introducción a sus diversos temas, las sitúa en la historia, da un repaso a las que han sido sus principales funciones y avanza los que son los mayores retos a los que se enfrenta en la actualidad y en el futuro.

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Dividido en cinco capítulos, el primero, a modo de introducción, lo protagonizan seis personalidades (un arquitecto, Jean Nouvel, un guionista de cómics, una cocinera, un monje y un artista callejero) que dan sus diversas definiciones y puntos de vista de lo que es una ciudad. Destacamos la reflexión de la socióloga Saskia Sassen:

Las ciudades son sistemas complejos. E inconclusos. En esa inconclusión reside la posibilidad de hacer: hacer el urbanismo, hacer la política, hacer la sociedad o hacer la historia. Estos aspectos no bastan para definir lo urbano, pero son una parte esencial de su ADN. Así, muchos de nuestros terrenos densamente construidos no son de la ciudad; les falta la esencia misma de la ciudad. Calle tras calle se extienden las torres altas de viviendas, los inmuebles de oficinas o incluso las fábricas… y nada de todo eso responde a la pregunta de ¿qué es lo urbano?

Cada ciudad es diferente de las demás y lo mismo sucede con las disciplinas que las estudian. Sin embargo, todo estudio dedicada a la ciudad se confrontará siempre a la incompletitud, la complejidad y la posibilidad de hacer. (…) Las ciudades se vuelven entonces heurísticas: cuentan una historia que las supera.

(…) En realidad, es el nivel nacional el que pierde la pertinencia. Regiones específicas de un país ya tejen vínculos con regiones parecidas, igual de singulares, situadas en muchos otros países. La relación que antaño se establecía de país a país se realiza actualmente de ciudad a ciudad, de Silicon Valley a Silicon Valley, de universidad a universidad o de museo a museo.

(…) Las ciudades globales son espacios clave en la formación de estas nuevas geografías de la centralidad. Pero las ciudades son asimismo estos lugares donde estar desprovisto de poder no impide hacer la historia o la política. Un grupo de obreros en una plantación puede protestar y discutir, pero su poder no es grande. En muchos aspectos, su impotencia es elemental. Este mismo grupo, en una gran ciudad, puede protestar y tener reconocimiento, volverse visible. Continúan siendo impotentes, pero su impotencia es compleja.

Esto me ha conducido a dos nociones, fundamentales según mi manera de ver. La calle global como lugar indeterminado en el corazón de nuestros espacios urbanos, por contrastes sobredeterminados. Un lugar donde quienes carecen de poder pueden hacer política. (…) La segunda noción hace del espacio urbano un lugar dotado de palabra. Por ejemplo, un potente coche concebido para la velocidad y la distancia entra en el centro de la ciudad. Enseguida, sus prestaciones se reducen a nada. El coche aminora ante el tráfico. La ciudad ha hablado.

El segundo capítulo explica la historia de las que han sido las principales ciudades del mundo en algún momento de la antigüedad: Babilonia, Atenas, Roma, Bagdad, Constantinopla, Kioto… hasta terminar con un capítulo especial dedicado a las ciudades artificiales surgidas de la nada y generadas por un único arquitecto (Brasilia y Óscar Niemeyer, Le Corbusier y Chandigarh, la Salina Real de Arc-et-senans y Claude Nicolas Ledoux).

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El tercer capítulo, «Y el planeta devino ciudad», nos habla del proceso de globalización de las ciudades y de aquellas que se han convertido en lo que hoy denominamos «ciudad global»: París, Londres, Berlín, El Cairo, Tokio, Lagos y Johanesburgo, las megalópolis chinas y su crecimiento desmesurado. El capítulo termina con el estudio sobre algunos temas actuales de las ciudades: la suburbanización (entendida en este caso en la acepción francesa y española, es decir, las afueras de las ciudades, a menudo de nivel adquisitivo inferior, y no el suburio americano, que es una periferia uniforme de clase media); el aburguesamiento de los centros urbanos, la existencia de parques y plazas en las ciudades.

El cuarto capítulo, «El desafío de la ciudad», trata los principales temas que afectan a las ciudades francesas. Muchos de sus temas, sin embargo, son extrapolables a toda ciudad: las distancias centro-periferia (especialmente sangrantes en el caso francés con los conflictos centro-banlieu); la expansión comercial de los centros, donde cada vez es más difícil vivir (lo hablamos hace nada a propósito de la conversión en centro turístico de Ciutat Vella en Barcelona. City for sale); las distintas gestiones de ciudades que han llevado a cabo los partidos de izquierdas o de derechas (aunque concluyen en el reportaje que ambas gestiones no han sido tan distintas, a largo plazo).

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Finalmente, el quinto capítulo estudia la ciudad del futuro, retos a los que se enfrentará y posibles formas que puede adoptar: los guetos de los ricos, que cada vez copan mayor espacio en las ciudades y donde no se permite entrar a los que no dispongan de cierta renta y que, además de limitar el espacio urbano, fomentan que una clase se mezcle sólo con los que son como ellos, con lo que atenta contra el «derecho a la diversidad» (que no es un derecho, pero parece un concepto indisociable del término ciudad) ; la circulación de vehículos y cómo cada vez se está restringiendo más en el centro de las ciudades para fomentar tanto el transporte público como la circulación de viandantes (otro tema que tratamos hace nada con la posible desaparición de Madrid central); las smart cities, con las que terminaremos esta reseña; y, finalmente, este capítulo propone posibles futuros para las ciudades: desde habitar los mares con ciudades flotantes que irían a la deriva por los mares tropicales del ecuador (donde los vientos son menos peligrosos), ciudades sumergidas para generar menor huella ecológica, hasta la posibilidad de habitar el espacio.

Acabamos con unas palabras muy pertinentes de Bruno Marzloff, sociólogo y director del grupo consultor Chronos, a propósito de las smart cities y el peligro de poblar la ciudad de sensores que lo midan todo: «Cuando se concibió el Plan Voisin a principios de los años 1920 en París, Le Corbusier quiso reorganizar la ciudad para adaptarla al nuevo objeto de deseo que era el coche, ya fuera partiendo desde cero o eliminando aquello que ya existía. A pesar de todas las ventajas que ofrece el coche, pues transformó la ciudad en un lugar muy funcional, hoy somos testigos de los daños que también ha causado. Lo mismo sucederá con la ciudad digital, ya que se concebirá solamente a partir de presupuestos digitales.» Sólo dos apuntes al respecto: el crédito social chino (y II) y los intereses tras la concepción empresarial de las smart cities.

«Barcelona. City for sale», documental de Laura Álvarez

En la Barceloneta [barrio céntrico y marítimo de Barcelona] ya hace tiempo que tenemos un problema muy grande: los pisos turísticos. Por las noches es imposible dormir, porque los extranjeros montan fiestas sin cesar; no tienen respeto por los vecinos que tienen que madrugar para trabajar. Los precios han subido muchísimo, es casi imposible encontrar vivienda de alquiler y a los abuelos que han residido aquí se los presiona para echarlos del barrio.

«Barcelona. City for sale» es un documental de Laura Álvarez que trata el tema de la presencia masiva del turismo en algunos barrios de Barcelona, sobre todo los del centro, y los distintos procesos de gentrificación que se dan en la ciudad. Tratamos el tema muy recientemente, a propósito de la conferencia de Raquel Rolnik «Las ciudades, en manos de las finanzas globales«, donde la arquitecta brasileña ponía como ejemplo el caso Barcelona: buscando singularizarse y destacar con la excusa de los Juegos Olímpicos, Barcelona se ofreció a los inversores globales como lugar no sólo donde vivir, sino también donde invertir, donde siempre habría turismo y por lo tanto negocio. Y con ello obligó a sus ciudadanos a competir por la vivienda con las grandes fortunas del mundo, con el resultado de que los ciudadanos fueron poco a poco apartados del centro, de barrios anteriormente humildes y que ahora se ofrecen al turismo ya sea como alquileres o como zona de negocios destinadas a ellos.

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El documental de Laura Álvarez sigue cuatro casos concretos, los cuatro en el mismo barrio, Ciutat Vella, y su día a día en una zona repleta de turistas. Los cuatro permanecen como rara avis en sus viviendas rodeados de apartamentos turísticos (uno vive incluso en lo que ahora es un hotel y su vivienda es la última del hotel que no es una habitación ofertable) o bien en el vacío, a la espera de que se muden o mueran para que los nuevos propietarios del edificio lo reconstruyan o lo demuelan y puedan construir un nuevo bloque destinado al turismo, mucho más lucrativo.

El documental tiene un tono costumbrista que me parece algo innecesario. Es cierto que tienen imágenes muy significativas, como la del último residente de lo que ahora es un hotel entrando en su casa y comentando que ni siquiera tiene llave del portal o que carece de buzón o de la señora que sale a hacer la compra con su carrito y se ve obligada a ir esquivando turistas por las Ramblas, sin duda una de las calles de Europa más transitadas por los turistas; sin embargo, los protagonistas a menudo se ven incómodos por la presencia de la cámara y tienen conversaciones forzadas y poco naturales, como la inicial entre dos mujeres en la playa comentando lo mucho que echan de menos el pasado, cuando la playa era un lugar tranquilo.

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Echo de menos, también, un trato algo más alejado del tema, no tan personal: la presencia de un sociólogo o un antropólogo (Manuel Delgado tiene un libro titulado «La ciudad mentirosa: fraude y miseria del «modelo Barcelona», por citar sólo uno, pero hay varios sobre el tema), de políticos o autoridades que expliquen la normativa vigente y si ésta se está cumpliendo o no, incluso de los inversores o inmobiliarias implicadas en el tema.

Madrid, el #carapolla y el modelo de ciudad deseado

Estos días se ha hecho viral un insulto usado contra el nuevo alcalde de Madrid, José Luís Martínez-Almeida. La historia del insulto (que podéis encontrar en esta noticia de La Vanguardia, por ejemplo) viene de un acto de la campaña electoral donde el actual alcalde se presentó a limpiar pintadas públicas armado de un cepilla. Lo intentó con una pintada de A.C.A.B y fracasó, por lo que su equipo político le propuso que dejase sin limpiar el siguiente insulto: «carapolla». El acto se viralizó y un cantautor madrileño usó la palabra para componer una canción: Almeida Carapolla. La historia no hubiese ido a más sin el «efecto Streisand«: un policía le puso una multa a un ciudadano que llevaba una pegatina con las palabras Almeida Carapolla y, como consecuencia, el tema se volvió viral y se convirtió en un hashtag que apuntaba a trending topic.

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La historia, más allá de algo graciosa y un poco burda (tal vez sería mejor aportar argumentos en contra de alguien que insultarle de forma pueril), tiene sin embargo su qué. Se ha descartado el insulto y la movilización que ha generado como una reacción infantil surgida de la oposición de la izquierda al alcalde de la derecha. Pero, sin necesidad de escarbar mucho, es posible encontrarle otro significado.

Uno de los primeros gestos de Manuela Carmena al llegar al poder fue retirar sillas de establecimientos de restauración de algunas plazas públicas y volver a colocar mobiliario urbano. Es un gesto pequeño, casi insignificante, pero revela a las claras la concepción del espacio público del equipo de Carmena: público, es decir, accesible a todos. Una plaza llena a rebosar de terrazas, gente, jarana y diversión es, a priori, un lugar maravilloso y vibrante; pero si hay que pagar un acceso al lugar, el de la consumición, no es un espacio público, sino semiprivado: el propietario del establecimiento puede decidir si nos quiere o no ahí, y por lo tanto vetar a aquellos consumidores no deseados. Algo similar comentábamos con el libro editado por Micahel Sorkin sobre los centros comerciales: simulan el espacio público, pero no ocultan que son privados. Sigue leyendo «Madrid, el #carapolla y el modelo de ciudad deseado»