Visiones de privatopía, Carmen Bellet

El título completo de este artículo, aparecido en «Scripta Nova. Revista electrónica de geografía y ciencias sociales» (Vol. XI, núm. 245 (08), 1 agosto de 2007) es «Los espacios residenciales de tipo privativo y la construcción de la nueva ciudad: visiones de privatopía». En él, Carmen Bellet Sanfeliu, del Departamento de Geografía y Sociología de la Universidad de Lleida, repasa las principales características de los espacios residenciales cerrados (ya sea de forma simbólica, ya sea de forma física, como las gated communities de que hemos hablado a menudo) e indaga en las causas tras su proliferación. El artículo está disponible aquí.

Sea cual sea su forma (barrio cerrado, urbanización privada, club de campo, gated community), estos entornos son «el producto residencial neoliberal y posmoderno por excelencia». Por un lado, suponen el máximo punto de elección: cuando un ciudadano puede escoger, no ya sólo el entorno en el que quiere vivir, sino el tipo de personas por las que se va a rodear. Además, y teniendo en cuenta que la seguridad es uno de los principales valores con los que se publicitan, los entornos residenciales cerrados «resultan ser el cobijo ideal para superar todas aquellas inseguridades e incertidumbres que genera la sociedad postmoderna».

Bellet destaca dos posibles respuestas a los miedos generados por la «sensación de inestabilidad e inseguridad» de estos tiempos: la primera consiste en «retraerse del conjunto de la sociedad en unidades más pequeñas, más controlables y seguras», como las gated communities o cualquier tipo de barrio cerrado o urbanización privada. La segunda respuesta consiste en escapar mediante la huida a «mundos paralelos, perfectos y fantásticos», como son los resorts residenciales, comunidades tipo club o las ciudades simulación creadas por el Nuevo Urbanismo en Estados Unidos (el ejemplo es la famosa Celebration de Disney, a la que volveremos luego pero que ya hemos tratado en otras ocasiones en el blog).

La literatura académica tradicionalmente ha asociado los procesos de fragmentación y privatización urbanos a determinados usos y funciones: los espacios de producción (parques industriales), parques empresariales y complejos de oficinas, espacios de ocio y consumo (centros urbanos privatizados, centros comerciales, parques temáticos), e incluso con algunas megaestructuras públicas (centros culturales, centros educativos y universidades, centros de convenciones, aeropuertos y estaciones de transporte, etc.). Sin embargo en las dos últimas décadas los procesos de privatización han penetrado de forma clara en los usos residenciales a través de diversas tipologías (comunidades cerradas, condominios, supermanzanas, urbanizaciones y complejos privados) y empiezan a ser familiares, como ya hemos apuntado, en casi cualquier gran ciudad del planeta (Webster, 2001).

Desde esta perspectiva, igual que se pasa de un fordismo de mediados del pasado siglo a un postfordismo donde las empresas tratan de llenar nichos muy específicos, desde el punto de vista del consumo se podrían ver los entornos residenciales privativos como una «hiperespecialización» residencial, un tema que Bellet va recorriendo durante el resto del artículo. Por un lado, las comunidades se erigen como «micro-universos», «un pequeño fragmento homogéneo en su sino que poco o nada tiene que ver con aquello que lo rodea». Son entornos poco diversos (de ahí, precisamente, su atractivo: que uno pueda vivir rodeado de aquellos que son como él): algunos por edad, otros por creencias religiosas, características sociales o, las veces en que estos factores no son los decisorios, y se priman otros como puedan ser estéticos o hasta emocionales (la vuelta a una idílica comunidad rural, por ejemplo), la segregación la impone el precio de acceso o de residir allí.

Pero, aunque soterrada, la elección de vivir en un entorno cerrado esconde siempre la segregación.

Las normas establecen y salvaguardan el estilo de vida y determinan, por lo tanto, el tipo de población que puede residir en el desarrollo residencial. El posible comprador o habitante se convierte así también en parte del producto. El estilo de vida que se vende, junto al precio, es uno de los elementos que genera segregación sin hacerlo sin embargo de forma abierta. Si la segregación es políticamente incorrecta e inaceptable, el hecho de elegir una comunidad por su estilo de vida es al contrario una actitud valorada positivamente ya que encaja perfectamente en la historia y tradición norteamericana (Degoutin, 2006, pp. 99). [el destacado es nuestro]

Esto tiene dos efectos devastadores. Por un lado, se crea un sistema social donde cada uno vive en el entorno que le corresponde en función de sus ingresos, su forma de vida, el color de su piel o la edad. Las comunidades resultantes son lugares libres de heterogeneidad, de diferencias, de encuentros desafortunados, con lo que sus habitantes se desacostumbran al hecho de que la ciudad, el resto del mundo fuera de su comunidad, es un entorno diverso en razas, edades y comportamientos. Como denunciaba Richard Sennet en El declive del hombre público, por ejemplo, olvidan cómo lidiar con la diferencia o el conflicto, algo inherente a los lugares donde vive gran cantidad de personas. Y, si nos disculpan el chascarrillo, se genera el personaje caracterizado como «Karen» en Estados Unidos (obviando el machismo de que sea un personaje femenino): un ser asocial que no comprende, ni tolera, ni respeta, que haya otras personas viviendo en un espacio público de modos alternativos al suyo.

El otro gran problema generado por el auge de estas comunidades es que se convierten en los garantes de los derechos y necesidades de sus habitantes. La protección ya no viene de la policía (servicio público), sino de un servicio privado de seguridad (en Estados Unidos ya hay más vigilantes -privados- que policías -públicos-), con lo que eso conlleva de pérdida del nivel de democracia o respeto hacia las leyes (seguramente sea complicado obligar a tu jefe a aparcar bien el coche, si quieres mantener el puesto de trabajo). Lo mismo sucede con las cañerías, el mantenimiento de las calles, la iluminación… Puesto que pasan a ser servicios privados de la comunidad, que además sus habitantes tienen que pagar, éstos se liberan de la necesidad de tener que pagar también los servicios públicos de la ciudad en la que habitan, degradándola. Porque los habitantes de enclaves privatizados siguen usando la ciudad, pueden visitarla, pueden trabajar en ella, recorrer sus calles y, seguramente, esperen que los servicios se sigan manteniendo; pero, puesto que ellos ya financian los servicios de sus comunidades, a menudo con enormes presupuestos, no sienten esa obligación hacia los lugares donde no residen.

Esto es algo que, en general, sólo podía suceder en Estados Unidos y en entornos con una tradición similar y que Bellet relaciona, de forma muy acertada, con la white flight, la huida de las clases medias blancas durante mediados del siglo pasado del centro de la ciudad hacia los entornos residenciales; hacia suburbia, vaya.

Una gated community no consiste solo en una agrupación de viviendas delimitadas por un perímetro controlado, sino que busca además crear un espíritu de comunidad, de colectivo con valores y visiones similares (Kunstler, 1993, 1996; Hayden, 2004). Ningún otro país posee una tradición y herencia tan rica en la materialización física de utopías (religiosas, políticas y sociales) ni la fuerza de la democracia directa y gobierno local que da a las diferentes comunidades una gran autonomía (Fishman, 1987; Braudillard, 1986; Judd y Swanstrom, 1994). El espíritu de la búsqueda del ideal comunitario que trajeron consigo los pioneros y exploraron algunos en el nuevo mundo persiste aún hoy, aunque sea tan solo, las más de las veces, utilizado como un reclamo publicitario y estrategia de venta. No es casual que nos sea tan difícil de traducir el nombre, gated communities, tras del cual, no solo hay un producto físico, sino también otras muchas dimensiones que van ligadas, por un lado, a la visión utópica sobre la comunidad y, por otro, a la autonomía en el gobierno que históricamente se ha desarrollado a escala comunitaria, la escala más próxima al ciudadano y a los intereses de grupo. Aún hoy muchos de los nuevos desarrollos son vendidos con el sueño de participar en la construcción de una comunidad, de una utopía colectiva.

El final del artículo lo dedica Bellet a analizar ciertas comunidades y sus entornos idílicos, convertidos en simulaciones de parque temático. El primer ejemplo es Celebration, la comunidad erigida por Disney con «la tematización absoluta del espacio como punto fuerte del desarrollo» y un control total del espacio, sus usos y su diseño, amén, claro, de una gestión privada de todo el conjunto y de los servicios. «En Celebration, como ya hizo en sus parques temáticos, Disney evoca una forma urbana sin producirla.»

Celebration. La fotografía es de Mark Power para Magnum.

Otros ejemplos son Seaside, en Florida, el pueblo tan idílico que se usó como metáfora de un plató gigante para la película El show de Truman (y uno se pregunta qué sentirían sus habitantes, si orgullo o vergüenza por tal elección como decorado) o Hamlet Estates, en Jericho (Long Island, Nueva York), una paradoja de comunidad simulada puesto que todos sus edificios se basan en la arquitectura de las obras de Frank Lloyd Wright… mezclando todas sus épocas y sin tener nunca en cuenta que el famoso arquitecto las diseñó atendiendo a sus entornos y, en general, valorando que estuviesen rodeadas de naturaleza, y no apiñadas unas junto a las otras.

Los habitantes de los desarrollos residenciales privados, y los usuarios de los otros enclaves urbanos privados, no renuncian al consumo del espacio público, de la ciudad tradicional, pero se desentienden y renuncian expresamente a su construcción y mantenimiento. No hay intercambio con la ciudad tradicional, con la esfera pública, solo puro consumo.

Y es precisamente en el aspecto de la corresponsabilidad de todos en la construcción de la esfera pública, para con la sociedad y la ciudad, lo que debe de reclamarse a promotores, propietarios y habitantes de esos desarrollos y enclaves privados.

Y, algo más adelante, tras analizar el auge de las gated communities:

La única manera de revertir el proceso radicaría en la regeneración de aquellas condiciones que hacían a la ciudad digna de ser vivida, las mismas condiciones que recrean buena parte de esos enclaves: la provisión de seguridad, medio ambiente y entorno saludable y presencia de espacios públicos, equipamientos y servicios necesarios.

Las citadas condiciones, antes proveídas por la esfera pública, son facilitadas hoy de forma más eficiente por la esfera privada.

Por ello, Bellet propone la creación de un reglamento específico para estas comunidades que ayude a gestionar las relaciones entre ciudad y gated communities pensando en el bienestar general, no el de unos pocos.

Ciudad de muros, Teresa Caldeira

Hace aproximadamente un año le dábamos vueltas en el blog a la diferencia entre la sociología y la antropología urbanas. La cuestión nos surgió a raíz de lecturas como Sociología Urbana, de Francisco Javier Ullán de la Rosa; Antropología Urbana, de Josepa Cucó, o La ciudad desdibujada«, de Francisco Monge. Quien nos acabó perfilando el tema fue José Ignacio Homobono con su artículo «Antropología urbana: itinerarios teóricos…«, donde recorría toda la historia de la disciplina; pero quien respondió de verdad fue Amalia Signorelli con su Antropología Urbana, donde dejaba claro, y además lo argumentaba bien, que la antropología urbana debe estudiar las «concepciones del mundo y de la vida, de sistemas cognoscitivo-valorativos elaborados en y por contextos urbanos» y que la antropología es el estudio del otro. Del otro diverso; y del lugar en el que el otro nos coloca al uno, que no es el otro.

Como consecuencia de esa reflexión nos hemos ido acercando a la lectura de diversos libros que estudian una ciudad concreta a partir de la antropología. En breve reseñaremos el caso de Palma de Mallorca de manos de Jaume Franquesa, pero el libro que traemos hoy es una obra maestra, Ciudad de muros [2000, leemos la edición de gedisa, 2007, traducida por Claudia Solans], donde la antropóloga Teresa Caldeira estudia a fondo la ciudad de São Paulo y, sobre todo, las nuevas formas de urbanismo neoliberal que están aumentando la fragmentación, la segregación y la exclusión en la ciudad.

Ciudad de muros se refiere a los enclaves, físicos y culturales, que han brotado por todo São Paulo, similares a las gated communities de que hemos hablado en otras ocasiones en el blog (pero a la vez distintas a ellas; luego entraremos a fondo en el asunto) pero también a las separaciones sociales y culturales que se dan entre grupos distintos cuando los espacios en que habitan dejan de ser los mismos. Precisamente ahí empieza el estudio, con el habla del crimen, con cómo la experiencia del crimen como algo cotidiano campa entre los habitantes de São Paulo, lo hayan vivido en sus carnes o no, y se convierte en una narrativa omnipresente que justifica todas las medidas de seguridad y legitima todas las defensas posibles. El crimen marca un antes y un después; pero su narración se va perfilando y adaptando hasta incluir dos etapas distintas, un antes mitificado, un antes libre de pobres, de inmigrantes, de problemas, de peligros, y un después donde ya nada es igual y se han perdido las certezas; en general, por culpa del otro.

Los espacios fortificados son espacios privatizados, cerrados y monitoreados, destinados a residencia, ocio, trabajo y consumo. Pueden ser shopping centers, conjuntos comerciales y empresariales, o condominios residenciales. Atraen a aquellos que temen la heterogeneidad social de los barrios urbanos más antiguos y prefieren dejarlos para los pobres, los «marginales», los sin techo. Por ser espacios cerrados cuyo acceso es controlado privadamente, aun cuando tengan un uso colectivo y semipúblico, transforman profundamente el carácter del espacio público. En verdad, crean un espacio que contradice directamente los ideales de heterogeneidad, accesibilidad e igualdad que habían ayudado a organizar tanto el espacio público moderno como las modernas democracias. (p. 14)

Antes de entrar en materia, sin embargo, y teniendo en cuenta que Caldeira es una antropóloga brasileña que vive y trabaja entre São Paulo y California, recoge la distinción de Stocking («Afterword: A View from the Center», 1982) entre las antropologías nation-building y las empire-building, es decir, una antropología «internacional», de corriente euroamericana, y una «antropología de la periferia», que son el resto. Los del primer tipo proceden como Marco Polo en Las ciudades invisibles: describen todas las ciudades que visitan… sin concretar de las suyas, pero sin dejar de tenerlas en cuenta. La antropología de la periferia, en cambio, suele centrarse en sus países y los estudia con tanto ahínco que acaba cayendo en su singularidad, gesto que Caldeira, formada entre ambos mundos, ha tratado de evitar con este libro. Por ello, Ciudad de muros habla de São Paulo pero se refiere a procesos que, tal vez de modo distinto, se están dando también en Los Ángeles, Miami, Nueva York, Roma o Barcelona.

Al contrario que la experiencia del crimen, que rompe el significado y desorganiza el mundo, el habla del crimen simbólicamente lo reorganiza al intentar restablecer un cuadro estático del mundo. Esta reorganización simbólica se expresa en términos muy simplistas que se apoyan en la elaboración de pares de oposición ofrecidos por el universo del crimen, siendo el más común el del bien contra el mal. (p. 34)

En Moóca, uno de los barrios de São Paulo donde Caldeira realizó sus investigaciones, el antes suele presentar el barrio idealizado, cuando era una zona industrial con muchas fábricas y empleo; y el después se sitúa con la reducción de esa industrialización (deslocalizada), la demolición de algunas de las casas antiguas para recibir la llegada del metro y cierta gentrificación en el barrio. Todo ello queda resumido en la llegada de los inmigrantes del norte de Brasil (los «nordestinos»), que se perciben como la causa de que el barrio se haya degradado; se perciben como «el otro» frente a un «nosotros» ficticio que es quien mantiene la «verdadera identidad» del barrio. «Eligen, entonces, a los recién llegados, migrantes como ellos, pero que llegaron después y son más pobres, para expresar los límites de su comunidad y acentuar su propia superioridad social. Los recién llegados son tachados de extranjeros –como los padres de los residentes más antiguos– pero también de invasores que están destruyendo el lugar que los residentes de Moóca y sus padres conquistaron y construyeron para sí.» (p. 45) Además, «las categorías son rígidas: no están hechas para describir el mundo de forma precisa, sino para organizarlo y clasificarlo simbólicamente.»

Por ello, existen lugares que son más sospechosos que otros: en concreto, las favelas y los conventillos (casas coloniales grandes con muchas habitaciones donde convive una gran cantidad de personas). Caldeira los clasifica ambos como «espacios liminares» y, en la significación popular, quedan «excluidos del universo de lo adecuado, son simbólicamente constituidos como espacios del crimen, espacios de características impropias, contaminantes y peligrosas» (p. 98).

El siguiente capítulo estudia la relación entre el aumento del crimen, el largo historial de abusos de la policía de São Paulo y las consecuencias para la democracia, aunque no entraremos en él porque se aleja de la temática del blog.

La tercera parte, sin embargo, cae de pleno en ella. Caldeira explica los tres patrones de segregación espacial que ha sufrido São Paulo a lo largo del siglo XX:

  • la primera, que empezó en el XIX y se extendió hasta los años 40, «produjo una ciudad concentrada en la que los diferentes grupos sociales se comprimían en un área urbana pequeña y estaban segregados por tipos de viviendas»;
  • la segunda, de 1940 hasta los años 80, estuvo controlada por la forma «centro-periferia», con una gran separación física entre las distintas clases sociales: las altas y medio-altas viven en el centro, donde existen todas las infraestructuras necesarias, mientras que las bajas viven en las afueras, en las «distantes y precarias periferias»;
  • finalmente, una tercera forma actual que se superpone a la anterior y donde los grupos están separados por muros, físicos o estructurales, y «enclaves fortificados»: «espacios privatizados, cerrados y monitoreados, para residencia, consumo, recreación y trabajo» (p. 257).

El segundo patrón, el centro-periferia, estuvo trufado de asociaciones y entidades políticas (como el Banco Nacional de Habitación o el Sistema Financiero de Habitación) creadas con el fin de fomentar la vivienda entre todos los habitantes pero reconvertidas en financieras que apoyaban la propiedad de las viviendas para las clases medias (como la Federal Housing Association en Estados Unidos durante la white flight), provocando que en los años 70 «las personas de diferentes clases sociales no sólo estaban separadas por grandes distancias sino que también tenían tipos de viviendas y calidad de vida urbana radicalmente diferentes».

A mediados de los 70 las periferias se movilizaron para tratar de conseguir lo que tenían las clases medias: un acceso digno a la vivienda en entornos con infraestructuras adecuadas. Pero llegó la desindustrialización y el trasvase hacia el sector servicios y surgieron nuevas zonas de oficina, consumo y comercio «que atrajeron tanto a residentes ricos como altas inversiones». Aumentó el crimen, se generó el habla del crimen con que Caldeira empezaba su estudio y las distintas clases sociales optaron por fortificarse para evitar el peligro.

La imagen que se ha vuelto icónica de la desigualad en Brasil.

¿Cuáles son las características básicas de los enclaves fortificados?

  • 1. «Son propiedad privada para uso colectivo y enfatizan el valor de lo que es privado y restringido, al mismo tiempo que desvalorizan lo que es público y abierto en la ciudad» (p. 313)
  • 2. Están claramente delimitados y aislados por muros.
  • 3. Están volcados hacia el interior y no hacia la calle.
  • 4. Controlados por sistemas de seguridad y guardias armados.
  • 5. Son flexibles: debido a las nuevas tecnologías y formas de organización, son entidades autónomas que pueden situarse en cualquier lugar, por lo que se alzan como entidades independientes de sus alrededores.
  • 6. Tienden a ser socialmente homogéneos.

Pese a que su origen se podría encontrar en los CID (common interest developments) y los suburbios norteamericanos, los condominios cerrados brasileños presentan algunas diferencias respecto a éstos:

  • 1. Mientras que en Estados Unidos las gated communities constituyen sólo el 20% de los CID, en Brasil todos los condominios están cerrados con muros y acceso controlado.
  • 2. En Brasil la mayoría de condominios son edificios de apartamentos, eminentemente urbanos, a diferencia de en Estados Unidos, que suelen ser enclaves suburbanos.
  • 3. Si los CID americanos suelen buscar cierta uniformidad en la estética, los brasileños lo rechazan, porque se suelen relacionar las casas estandarizadas con las viviendas de las clases bajas.
  • 4. Finalmente, y tal vez como consecuencia de lo anterior, los enclaves brasileños no hacen ninguna referencia a la comunidad, ni a la creación de lazos sociales entre sus miembros, a diferencia de Estados Unidos, donde se erigen como bastiones de determinados tipos de personas (jubilados, cristianos, familias con niños, gays…) y donde la seguridad se publicita como un aspecto casi secundario.

Los condominios son espacios cerrados con seguridad privada concebidos como universos autónomos. Suelen promocionarse con sus instalaciones, como gimnasios, bibliotecas, clubes privados… que la mayoría de las veces quedan sin utilizar.

Dentro de los condominios, la falta de respeto por la ley es casi una regla. Las personas se sienten más libres para desobedecer la ley porque están en espacios privados de los cuales la policía es mantenida lejos, y porque las calles de los complejos se consideran como extensiones de sus jardines. En verdad, cuando las personas tienen nociones frágiles sobre el interés público, responsabilidad pública y respeto por los derechos de otras personas, es improbable que lleguen a adquirir esas nociones dentro de los condominios. (p. 337)

Por ejemplo en Alphaville, uno de los primeros condominios cerrados de la ciudad y tan conocido que su nombre se ha convertido en el genérico de los condominios, en apenas dos años (marzo de 1981 a enero de 1991) se produjeron 646 accidentes con 925 heridos y 6 muertos, en general provocado por adolescentes que aprendían a conducir o se sentían seguros usando el coche dentro del condominio, y las víctimas eran, en general, niños que estaban jugando en las calles. Sin embargo, los vigilantes de seguridad privada no tienen verdadera libertad para reprender a esos adolescentes, porque en el fondo son empleados de sus padres y corren el riesgo de quedarse sin empleos; y la policía a menudo ni siquiera es consciente de los hechos, porque se consideran «domésticos» y se resuelven dentro del condominio, desvalorizando aún más lo público.

São Paulo es hoy una ciudad de muros. Los residentes de la ciudad no se arriesgarían a tener una casa sin rejas o barrotes en las ventanas. Barreras físicas cercan espacios públicos y privados: casas, edificios, parques, plazas, complejos empresariales, áreas de comercio y escuelas. A medida que las elites se retiran hacia sus enclaves y abandonan los espacios públicos para los sin techo y los pobres, el número de espacios para encuentros públicos de personas de diferentes grupos sociales disminuye considerablemente. Las rutinas diarias de aquellos que habitan espacios segregados –protegidos por muros, sistemas de vigilancia y acceso restringido– son muy diferentes de las rutinas anteriores en ambientes más abiertos y heterogéneos. (p. 363)

Para empezar: puesto que el espacio para los ricos está cerrado, «el espacio que sobra es abandonado a aquellos que no pueden pagar para entrar» (p. 378). A priori, por lo tanto, y puesto que los ricos han escogido su espacio, lo que queda debería ser espacio de todos, espacio público (y habría que reflexionar aquí cómo, de nuevo, las clases altas escogen espacio y compañías mientras que las clases bajas tiene que conformarse con aquello que les toca en suerte). Sin embargo, y puesto que los espacios acaban siendo habitados por grupos homogéneos, el verdadero espacio público desaparece: «los caminos dentro de las favelas son espacios para caminar, pero las favelas acaban siendo tratadas como enclaves privados: sólo residentes y conocidos se aventuran a entrar y todo lo que se ve desde las calles públicas son algunas pocas entradas». Entraríamos, si acaso, en el gueto (o el hipergueto) del que hablaba Wacquant.

Quedan unos cuantos barrios donde aún hay gente en las calles, explica Caldeira. Por un lado son los barrios más populares donde aún las clases «medias» se sienten cómodas paseando; por el otro son los barrios de clases medias-altas que, sin embargo, están poblados por cámaras de vigilancia y seguridad privada, convertidas en verdaderos enclaves privados encubiertos, similares a las millas de oro de que hablaba Francesc Muñoz en Urbanalización: centros comerciales al aire libre pero que reproducen los mismos aspectos que los centros comerciales cerrados y donde tampoco todo el mundo tiene paso franco, pues cada uno es sospechoso en función de su apariencia.

Las funciones del espacio público, de la calle, vaya, se transfieren a entornos privados; y es aquí donde Caldeira conecta con la ciudad de Los Ángeles pero también con los centros comerciales y la ciudad análoga de la que hablaban Margaret Crawford y Trevor Boddy en Variaciones sobre un parque temático, editado por Michael Sorkin. En la ciudad norteamericana aún existen espacios abiertos y no privatizados de uso público intenso, pero suelen caer en dos tipos concretos: «espacios cada vez más segregados y socialmente homogéneos» (Caldeira pone como ejemplo los parques latinos o las áreas de negocios de lujo de Beverly Hills) y espacios especializados, especialmente para ocio y consumo, convertidos en una especie de parque temático (la Promenade de Santa Mónica o la playa de Venice).

Comparada a la de São Paulo, la fortificación de Los Ángeles es blanda. Donde barrios como Morumbi usan muros altos, cercas de hierro y vigilantes armados, el West Side de Los Ángeles usa principalmente alarmas electrónicas y pequeñas señales anunciando «Respuesta armada». Mientras la elite de São Paulo claramente se apropia de espacios públicos –cerrando calles públicas con cadenas y otros obstáculos físicos e instalando guardias privados armados para controlar la circulación–, la elite de Los Ángeles todavía muestra algún respeto por las vías públicas. Sin embargo, las comunidades cercadas por muros que se apropian de calles públicas están proliferando, y es posible preguntarse si el patrón más discreto de separación y vigilancia de Los Ángeles no se relaciona en parte con el hecho de que los pobres ya viven lejos de West Side, mientras en Morumbi viven al otro lado de la calle. Además, la policía de Los Ángeles –a pesar de ser considerada como una de las más parciales y violentas de los Estados Unidos– todavía parece ser efectiva y no violenta si se la compara a la de São Paulo. (p. 403)

Aquí Caldeira inserta dos posibles interpretaciones, dadas por autores muy distintos. El primero es Charles Jencks (del que hablamos a propósito del postmodernismo tanto en el análisis de Harvey La condición de la posmodernidad como, sobre todo, en Los orígenes de la posmodernidad, de Perry Anderson), analista de la postmodernidad en la arquitectura, quien llega a la conclusión de que, dada la enorme diversidad de la ciudad, y teniendo en cuenta la situación económica (su análisis es de 1993), las personas cada vez necesitarán más protección y fortificación. Para Jencks, la seguridad será una necesidad y sitúa la heterogeneidad étnica de la ciudad como la razón para sus conflictos sociales, por lo que la separación le parece una solución.

Por otro lado, la voz crítica contra la fortificación de Los Ángeles es la de Mike Davis tanto en Ciudad de cuarzo como en «Fortaleza LA» (recogido en el ya citado Variaciones sobre un parque temático). Davis considera que la segregación y la fortificación del espacio no son más que una estrategia neoliberal con funciones represivas y punitivas sobre las clases bajas, como también lo consideraba Wacquant.

Caldeira rechaza el uso de la etiqueta «postmodernas» para referirse a estas nuevas configuraciones del espacio, que usaron, por ejemplo, Edward Soja y Michael Dear (en un artículo recogido en The City: Los Angeles and Urban Theory at the End of the Twentieth Century editado por Allen J. Scott y el propio Soja) porque desplaza el tema de interés de la configuración del espacio, que no deja de ser una lucha de clases o una imposición neoliberal, hacia la flexibilidad, el flujo, el sincretismo social o la «heterodoxia social» propias de las etiquetas postmodernas.

Una vez que los muros se construyen, alteran la vida pública. Los cambios que estamos viendo en el espacio urbano son fundamentalmente no democráticos. Lo que se está reproduciendo en el espacio urbano es segregación e intolerancia. El espacio de esas ciudades es la arena principal en la cual se articulan esas tendencias antidemocráticas. (p. 410).