Ruinas modernas. Una topografía de lucro, Julia Schulz-Dornburg

Los grandes fenómenos históricos dejan siempre su huella sobre el territorio. Nuestras ciudades llevan todavía la impronta de la voluntad de monarcas absolutos, Austrias y Borbones, de expresar su poder a través del arredo urbano. Los ensanches decimonónicos nos transmiten las aspiraciones, la capacidad y las limitaciones de la burguesía ascendente. La primera industrialización nos ha legado los paisajes de las colonias y las fábricas de río, sucediéndose como un rosario a lo largo de los cursos fluviales. Del crecimiento acelerado de la segunda mitad del franquismo hemos heredado, entre otras muchas cosas, las periferias urbanas de vivienda de masa y los barrios nacidos de procesos de urbanización marginal. Asimismo, el éxodo rural de aquellos años supuso el abandono de miles de hectáreas de cultivos –campos, terrazas, bancales– que, desde entonces, han sido reclamados por el bosque y el matorral.

Cada sociedad refleja en el paisaje sus capacidades, sus sueños y sus limitaciones. Capacidades, sueños y limitaciones que hoy no dependen ya sólo de su organización y su potencial endógeno, sino también del lugar que ocupa ante los flujos mundiales de capital, mercancías, información y personas. (p. 23)

Ruinas modernas. Una topografía de lucro (Àmbit Servicios Editoriales, 2012) es un libro pequeño y hermoso con fotografías tomadas por la arquitecta Julia Schulz-Dornburg de un momento muy concreto de la historia urbanística de España: el del «pelotazo» o «boom inmobiliario» que se dio, aproximadamente, entre los años 1995 y 2007. Durante esa época se construyó más en el país que en Francia, Alemania y Reino Unido juntos.

En ese boom influyeron multitud de factores: algunos internos, como la voluntad (¿necesidad?) de los Ayuntamientos locales de financiarse ante ciertos recortes de impuestos, las sucesivas leyes del suelo, que facilitaron las recalificaciones, la voracidad de ediles, promotores y constructores por ganar un suelo fácil; y otros externos o internacionales, como la presión constante para dejar de lado las viviendas de alquiler y pasar a las viviendas en propiedad, avaladas por un alud de crédito fácil que hacía que cualquiera se lanzase a solicitar hipotecas y obtenerlas sin muchos problemas, haciendo la burbuja cada vez mayor. Todos sabemos cómo acabó esa situación (el libro Tocar fondo. La mano invisible detrás de la subida del alquiler, de Manuel Gabarre, lo resume de forma espléndida) y lo poco que, década y media después, ha cambiado el panorama en la vivienda, con precios que siguen al alza y convertida ya, plenamente, en un bien de mercado.

La bondad del libro de Schulz-Dornburg es mostrar este panorama en toda su crudeza: mediante fotos de los vacíos urbanos que sólo llegaron a empezarse y ahora se yerguen como ruinas inconexas: carreteras que no llevan a ningún lugar, viviendas unifamiliares sin acceso o a medio construir, un terraplén aplanado a la espera de un campo de golf.

Las fotografías se acompañan de textos de la autora y de otros cinco nombres: Francesc Muñoz hace la presentación general del libro (del que leímos la muy admirada Urbanalización) y Rafael Argullol, Pedro Azara (La ciudad que nunca existió), Oriol Nel·lo y Jordi Puntí se ocupan de la presentación de cada una de sus partes, cada cual desde su perspectiva concreta.

El texto que citamos al principio de la entrada corresponde a Oriol Nel·lo, quien también habla de tres sentimientos que aparecen ante la contemplación de estas ruinas: la indignación, claro, por los desmanes cometidos, tanto económicos, políticos, ecológicos, urbanísticos; luego la preocupación por el peso y la carga que supondrán esas construcciones, tanto las terminadas como las que se quedaron a medias; y, finalmente, también la fascinación, porque, «más allá de la denuncia y de la reflexión disciplinar», «forman un friso que induce a pensar en la fragilidad de los proyectos humanos, la futilidad de los esfuerzos ante la naturaleza, la transitoriedad de los objetos.» (p. 29)

Pueden consultar el libro entero en la web de la autora.

El uso temporal de los vacíos urbanos, Manu Fernández y Judith Gifreu (eds.)

La crisis económica generada por las subprime en Estados Unidos en 2007 y que arrastró a gran parte del resto del mundo en 2008, especialmente severa en España debido al estallido de la burbuja inmobiliaria, transformó el paisaje urbano. En plena vorágine de los años anteriores, el sector inmobiliario dejaba, con su caída, edificios a medio construir, urbanizaciones sin terminar y solares por todas partes. Los negocios colgaban el cartel de «CERRADO» de un día para otro y hubo calles enteras que, de repente, estaban vacías.

Sin la certeza de si era algo puntual o una nueva visión urbana destinada a quedarse, en noviembre de 2014 se celebró el curso «La utilización temporal de los vacíos urbanos», organizado por la Diputación de Barcelona junto con el Consorcio Universidad Internacional Menéndez Pelayo-Centre Ernest Lluch, y parte del resultado de ese curso y de sus conferencias se tradujo en el libro El uso temporal de los vacíos urbanos, editado por Manu Fernández y Judith Gifreu (Diputación de Barcelona, 2016). El libro es una recopilación de artículos centrados en el tema de los vacíos urbanos desde distintos puntos de vista: sociológico, arquitectónico, legal, económico.

La introducción corre a cargo de Manu Fernández, consultor urbano del que ya leímos un artículo sobre smart cities de su libro Descifrando la smart city. El primer artículo corresponde a Peter Bishop y Lesley Williams y se trata de un extracto del libro The temporary city, (2012) de los mismos autores, donde analizan las nuevas formas urbanas surgidas a raíz de la crisis. ¿Cuál era el origen de esos vacíos urbanos: se trataba de una característica de la crisis, o era algo habitual en las ciudades?, ¿qué posibilidades ofrecían?, ¿cómo se estaban usando en distintos casos?

«El ideal de permanencia«, que es el nombre del capítulo, reflexiona sobre la volatilidad de los edificios.

Tal como ha señalado el escritor Dan Cruickshank, en Occidente lo primordial es la materialidad de los edificios. Las propias piedras son consideradas testigos de nuestra historia. Sin embargo, esta percepción no es universal. En Asia y en Oriente, no se centran tanto en el aspecto material de un edificio, sino en su aspecto espiritual y en el lugar en que está ubicado. Los edificios tradicionales en China son reconstruidos constantemente. En Japón, los templos sintoístas pueden ser renovados cada veinte años, y aun así son venerados como estructuras tradicionales. En la nación budista de Bután, a menudo resulta difícil distinguir las nuevas estructuras de las antiguas. En el Reino Unido, en cambio, se veneran las piedras, la materialidad en lugar de la naturaleza espiritual de un lugar. (p. 29)

Esta reflexión enlaza directamente con la visión de Tokio como ciudad organicista que nos daba Carlos García Vázquez en Ciudad hojaldre. En Occidente, en cambio, se busca la permanencia; antes, tal vez, por esa visión casi sagrada de la materialidad de las piedras como el símbolo del hogar; hoy en día, probablemente, debido a la enormidad de la inversión económica que supone poseer una casa en propiedad.

La ciudad, sin embargo, es mutable y lo comprendemos y asumimos: surgen nuevos negocios, edificios que son demolidos para dar lugar a otros, calles que cambian de nombre y de sentido de circulación. «Esta ciudad en cuatro dimensiones es la realidad, aunque gran parte del pensamiento urbanístico sigue siendo estrictamente tridimensional. Las autoridades municipales siguen buscando soluciones permanentes y finales, y tratan de planificar para un estado final» (p. 35), convirtiendo los planes urbanos, pensados a muy largo plazo, como algo casi obsoleto en el momento en que se publican. Pensemos sólo en Robert Moses y lo lejanos que nos parecen sus planos para erradicar barrios enteros de Nueva York para substituirlos por enormes autopistas y bloques de pisos aislados; o la moda por carriles bici y avenidas urbanas ajardinadas que impera hoy en día, que tampoco se plantea el futuro, sino sólo la inmediatez (debido en gran medida a los intereses económicos que imperan en los centros urbanos).

Lo temporal en la ciudad, por lo tanto, se ve como algo ocasionado por un periodo de crisis, destacan Bishop y Williams. Pero, si la modernidad es líquida, como ya destacó Bauman, y enormes partes de la ciudad han quedado abandonadas, debido a las relocalizaciones industriales de mediados y finales del siglo pasado, ¿por qué el nomadismo urbano sigue arrastrando ese estigma?

En vez de bucear en ese tema, sin embargo, Bishop y Williams se lanzan hacia lo anecdótico: el happening, el festival, la crítica artística, las «TAZ» (zonas temporalmente autónomas, por sus siglas en inglés) del filósofo y poeta Hakim Bey, que no tienen mayor calado. Incluso se habla de estos vacíos urbanos como «medios creativos», espacios donde se puedan llevar a cabo todo tipo de obras y creaciones artísticas, destinados a los pioneros urbanos; sin tener en cuenta que, ya en 1996, Neil Smith popularizó ese término (que había sido usado ya antes) para referirse a los primeros artistas y personas creativas que formaban las avanzadillas de la gentrificación; es decir, que acababan siendo usados por el poder y el capital para expulsar a los habitantes de los barrios a los que se mudaban.

«El vacío urbano y la ciudad interrumpida. Para una geografía urbana de los tiempos muertos» se convierte, sin duda, en el capítulo más interesante de la recopilación. Escrito por nuestro admirado Francesc Muñoz, del que ya leímos la fascinante Urbanalización (primera, segunda, tercera partes), recorre los vacíos urbanos desde mediados del siglo pasado hasta la actualidad, analiza su posible significado y desentraña sus principales características.

Sin negar en absoluto la novedad del escenario, este redescubrimiento del vacío urbano se ha planteado muchas veces de forma bastante ingenua y se ha atribuido a la proliferación de vacíos en la ciudad un rango de nueva tendencia urbana cuando, en realidad, un mínimo ejercicio de genealogía de la ciudad vacía nos llevaría hacia el pasado para revisar los procesos de fractura urbana propios y característicos de las grandes metrópolis en períodos bien específicos y conocidos: a veces, coincidiendo con momentos de expansión desmesurada del hecho urbano —‌como pasa en el período que va desde las últimas décadas del siglo XIX a las primeras del siglo XX y en las que aparecen innumerables periferias urbanas, extrarradios y toda una variadísima galería de situaciones que ejemplificarían la conocida idea de ciudad interrumpida—; otras veces, caracterizando momentos de fuerte contradicción y crisis de la máquina urbana —‌como pasa con el descenso industrial de los años setenta de siglo XX, que presenta calendarios e intensidades diversos según las diferentes ciudades—. En todas esas situaciones, la presencia del vacío urbano siempre atrajo la atención de estudiosos y teóricos de la ciudad y concitó igualmente el interés de los proyectistas. (p. 62)

El vacío urbano no es una novedad, sino una constante del espacio urbano. Las nuevas avenidas del París de Haussmann ya provocaron ese extraño sentimiento en Baudelaire (recordemos «El cisne», por citar uno de los poemas de Las flores del mal) que tan bien analizó Marshall Berman (Todo lo sólido…). Sin embargo, hacia los años 70 del siglo pasado se desarrolló una nueva mirada, menos lógica y más abierta, que «subrayaba las imperfecciones, las discontinuidades y las interrupciones del proceso de urbanización, a partir del reconocimiento del vacío urbano como parte esencial de la ciudad real» (p. 63). Para esta visión, los vacíos no eran una excepción a la espera de ser llenada, sino que denotaban algo, tenían entidad simbólica y semiótica, algo que el postestructuralismo y todos sus derivados comprendieron. Surgen, a raíz del concepto de «heterotopía» de Foucault, formas de ver y denotar el vacío como «intersticio» o «residuo», si bien la preferia de Muñoz (lo es también de Delgado) es la que usó Ignacio de Solà-Morales en la década de 1960: terrain vague.

Si bien hasta ese momento no se desarrolló una visión teórica sobre los vacíos urbanos, su presencia no había pasado desapercibida para el arte. Muñoz nos recuerda los nombres de Mario Sironi, Gabriele Basilico o Guido Guidi. «En este itinerario de raíz cultural y estética, se puede apreciar bastante bien como la principal cualidad del vacío urbano, el extrañamiento de la ciudad formal y sus atributos canónicos de orden y belleza constituyen paradójicamente su atributo primordial.» (p. 65)

Esta estética tan determinada y reconocible, cuya importancia simbólica no ha hecho más que acrecentarse, se puede enmarcar en tres visiones distintas:

  • «El vacío como grieta en la continuidad visual del paisaje urbano: la ciudad interrumpida». Característico de, por ejemplo, el trazado de las vías del ferrocarril o de las grandes autopistas, que separa la ciudad en pedazos y que se inició con las grandes infraestructuras de transporte de la revolución industrial pero alcanzó su cima con el imaginario del vehículo recorriendo las autopistas.
  • «El vacío como indeterminación formal del espacio urbano: la ciudad indefinida«. Inesperadas brechas urbanas, agujeros en el tejido de la ciudad, manifestaban entonces extrañamiento respecto a la imagen canónica del paisaje urbano, construido y consolidado. Ante la modernidad representada por los planes de urbanismo, una ciudad sorprendentemente indeterminada y vacía no solo se hacía evidente, sino que, además, resultaba inesperadamente atractiva.» (p. 68)
  • «El vacío como residuo y herencia del espacio urbano obsoleto: la ciudad abandonada.» Que, en general, suele tener una forma concreta en cada espacio: Muñoz habla de «los supermercados abandonados» de las primeras autopistas francesas, «las ruinas del ocio» en territorio británico y habría que añadir, claro, las urbanizaciones a medio construir en España.

A la ciudad interrumpida le corresponde el intersticio; a la indeterminada, el terrain vague; y a la abandonada, la idea de ruina, de huella de un pasado obsoleto.

Muñoz acaba concluyendo que los atributos del vacío urbano son dos: la ambigüedad y la contradicción, en oposición a «la ciudad precisa y coherente». Ambos conceptos se aúnan para simbolizar las crisis de la ciudad actual y «las múltiples fracturas económicas y sociales que la caracterizan mejor que cualquier otra imagen urbana». Además, sirven también para subrayar algo que la crítica postmoderna ya vio: «la imposibilidad de concebir la ciudad actual como un todo estable y lógicamente comprensible» partiendo de la noción de incertidumbre.

A pesar de tan prometedor arranque con los dos artículos reseñados, sin embargo, el conjunto del libro adolece de una carencia de conjunto y de desunión que no hace sino acrecentarse. No entramos a valorar los temas de los que somos completamente ignorantes, como el marco legal en el que existen los vacíos urbanos o el tema económico; pero la mayoría de artículos se centran, bien en lo anecdótico (un plan en concreto, un movimiento artístico que tuvo mayor o menor fortuna), bien una visión muy concreta (la política de determinada población, el punto de vista político), bien en mera palabrería genérica que no aporta nada (Paisaje Transversal, al igual que hicieron con la totalidad de su libro Escuchar y transformar la ciudad).

Urbanalización (III): playas de ocio

La urbanalización (primera entrada, sobre la ciudad multiplicada y los territoriantes; segunda, sobre la propia urbanalización y los no lugares que genera) surge a partir de tres procesos, según Francesc Muñoz:

  • la especialización económica y mundial reduce la diversidad de actividades y otorga predominio a los monocultivos; sucede con los productos básicos, el café, el cacao, el aguacate; y sucede también con las ciudades o con partes de ellas;
  • la segregación morfológica del espacio urbano: los paisajes no se mezclan entre ellos, se generan «islas de funcionamiento especializado», lo que genera paisajes autistas y con poca o nula relación entre ellos;
  • la tematización del paisaje de la ciudad.

En la ciudad urbanalizada se dan cuatro requerimientos urbanos:

  • la imagen de la ciudad;
  • la necesidad de seguridad;
  • la existencia de playas de ocio en partes de la ciudad;
  • el consumo del espacio urbano a tiempo parcial.

Los analizaremos uno a uno.

El peso de la imagen. La ciudad siempre ha intentado ser bella. Podríamos citar el ejemplo de Haussmann en París o la beautiful city en Chicago. «Desde finales de 1970, sin embargo, empieza a entenderse que todo en la ciudad puede ser diseñado, incluso elementos no estrictamente urbanísticos como la misma imagen urbana o el sentimiento de pertenencia a ella por parte de los habitantes» (p. 68). El siguiente paso en la evolución de las marcas y el consumo se da cuando las propias marcas o el logo pasan a ser más importantes que el producto en sí. Hasta entonces, Adidas, Nike o Reebok eran marcas que garantizaban que sus bambas tuviesen una determinada calidad; a partir de los 80, sin embargo, lo importante pasa a ser la propia marca, no sus productos; cada zapatilla se convierte en una plataforma que da publicidad a la marca. Lo explica Naomi Klein en No logo:

Tommy HIlfiger se ocupa menos de fabricar ropa que de poner su firma. La sociedad está íntegramente dirigida por medio de acuerdos de explotación bajo licencia, y Hilfiger pasa todos sus productos a un conjunto de sociedades distintas: Jockey fabrica la ropa interior Hilfiger, Pepe Jeans London fabrica los Jeans Hilfiger, Oxford Industries fabrica las camisas Tommy, la Sride Rite Corporation fabrica su calzado. ¿Qué fabrica Tommy Hilfiger? Nada”.

Es decir: marca. Tommy Hilfiger genera productos que refuerzan su marca. Ikea, Starbucks o The Body Shop ya no publicitan sus productos, sino su propia existencia, unos valores determinados, una visión del mundo, tal vez.

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El tercer paso se da cuando las marcas entran directamente en la ciudad y esponsorizan partes de ella, festivales, actividades, la liga de fútbol, una estación de metro. La propia ciudad se vuelve una marca: I love NY, Barelona posa’t guapa. Al mismo tiempo, las marcas se vuelven ciudad, sobre todo en Estados Unidos: Disneylandia, pero también la villa que creó, Celebration, donde todo se vende como idílico; La Roca Village, un refugio entre autopistas donde ir a comprar ropa a precios outlet de distintas marcas; o el Sony Center de la Potsdamer Platz de Berlín.

La necesidad de seguridad se refiere a un imperativo que impone el comercio: que haya regiones de la ciudad lo bastante seguras para llevarlo a cabo de forma relajada. Segura no implica que no se permitan los crímenes, sino que se regule la entrada, como a los centros comerciales: no sólo que no haya delincuentes sino nadie susceptible de generar inseguridad: vagabundos, borrachos, prostitutas, parias de cualquier tipo. De la necesidad de seguridad a la vigilancia sólo hay un paso, fácil de dar; y pronto llegamos a las gates communities, de las que hemos hablado en el blog hasta la saciedad.

Los puntos tres y cuatro se solapan. De la necesidad de hacer la compra semanal para adquirir víveres y otros productos de primera necesidad se pasó a los supermercados, luego a los hipermercados y finalmente a los centros comerciales. De ahí, y viendo que las personas cada vez pasaban más rato en él, se instalaron cines, se aclimató el espacio, llegó la música… en fin, todo lo que comentamos en el maravilloso artículo de Margaret Crawford cuando lo analizamos.

De esos lugares se ha llegado a las playas de ocio de que habla Muñoz: lugares dedicados por completo al consumo, a menudo en forma de monocultivo, pero que se presentan como lugares seguros donde poder pasar el rato de ocio. Ejemplo evidente: Ikea. Uno no va a Ikea sólo porque necesite comprar algo: va a Ikea y ya comprará algo. O no, simplemente pasa la tarde, admira los nuevos modelos y se plantea cómo redecorar la casa, una habitación, o se limita a comprar unas velas o unos jarrones. Nunca estamos satisfechos, por lo que siempre necesitamos más. Algo similar ocurre con los grandes centros del bricolaje, la jardinería… Uno no va a adquirir productos sino a pasar el tiempo. «La diferencia entre ir a comprar e ir de compras es esencial y tiene que ver con toda una serie de contenidos y atributos de esa modernidad urbana» (p. 84).

Poland Ikea's Transformation

Estos espacios de ocio son capaces de generar una gran atracción: cualquier población que cuente con un Ikea verá aumentar considerablemente su número de visitantes. Pero no nos engañemos: no es la población la que aumenta, es la zona concreta donde se instala Ikea, que recibirá gran cantidad de visitantes y probablemente verá la generación de otras tiendas de muebles, cafeterías, párquings, etcétera, a su alrededor.

Acostumbrados a estos espacios, pues, es lógico que el siguiente paso sea solicitar que el espacio público se vuelva similar al espacio de ocio donde nos movemos habitualmente. Si el territorio Ikea, Starbucks, el Akí, los centros comerciales, los hípers, son seguros, asépticos, irreales, ¿por qué la ciudad no lo es? Por ello empiezan a generarse espacios dentro de la ciudad que sí lo son: el Portal de l’Àngel o el Paseo de Grácia en Barcelona, la Gran Vía de Madrid, otras mil calles que ustedes podrían nombrar, entregadas al comercio y pobladas sólo por consumidores que las buscan en las horas en que pueden llevar a cabo ese consumo. La ciudad, poco a poco, cede su terreno a este tipo de lugares; y lo hace mediante el diseño y la colocación estratégicas de mobiliario urbano. «Filtros en tanto que reglas, convenciones y regulaciones -junto con los elementos físicos cuya función es favorecer el cumplimiento de estas regulaciones- orientadas hacia el control y la organización de un espacio de naturaleza compleja.» (p. 87)

El gran problema antropológico de estos monocultivos es la falta de mezcla y diversidad: uno sólo encuentra a sus pares. De hecho, cada monocultivo tiene sutiles diferencias que atraen a personas determinadas, como cada supermercado está orientado a un tipo de cliente levemente distinto a los demás.

Existe otro problema de fondo: la gestión de estos espacios corresponde, casi siempre, a la iniciativa privada, aunque se trate de suelo público. Y los poderes públicos deben garantizar unos derechos (no entraremos aquí en si los garantizan o no; eso nos daría para un blog político inagotable) mientras que los promotores privados se rigen por un único fin: el beneficio.

A continuación, y como muestra de toda su exposición, Muñoz retrata cuatro ciudades que representan otros tantos aspectos de la urbanalización:

  • Londres es la ciudad intercambiada: prima los requerimientos de la economía global y entrega zonas completas de su territorio a los flujos de capital;
  • Berlín es la ciudad logo, un logo creado con el que vender la ciudad en los mercados globales que acaba impostando su propio carácter a la ciudad;
  • Buenos Aires es la ciudad cuarteada;
  • y Barcelona, la ciudad marca.

Los dos últimos capítulos del libro se centran en tratar de responder a sendas preguntas. La primera: ¿existen elementos comunes en toda forma de urbanalización de la ciudad? Aquí Muñoz recurre a Baudrillard:

Jean Baudrillard propondrá en obras como Cultura y simulacro un salto cualitativo en esta argumentación cuando explique la sustitución del original por el modelo. La copia siempre se había referido a la representación del objeto original, de forma que se podía hablar con propiedad de una buena o una mala copia. En cambio, el modelo no representa sino que sustituye al objeto original para, gracias a las posibilidades técnicas de reproducción, dar lugar a un conjunto infinito de copias.

[…] Todas las copias son, así pues, homólogas, intercambiables, y es esta condición estandarizada la que hace que, como ya observara Benjamin al reflexionar sobre la placa fotográfica, no tenga sentido interrogarse por el origen de la copia, es decir, el original, ya que este no es otro que el modelo. Es decir, en la serie hecha de infinitas copias la autenticidad del objeto original desaparece.

[…] La principal consecuencia de todo ello es que el modelo deviene así la única verosimilitud, lo cual significa, en último extremo, la negación de la capacidad de representación de la realidad. La simulación niega la propia realidad o, más bien, la supera.

El resultado final no es otro que la superación de los límites de la simple imitación o la repetición para llegar a la sustitución de lo real -lo original, lo auténtico- por lo «hiperreal», algo paradójicamente real pero sin origen ni realidad. (p. 187)

Un ejemplo urbano de ello: Venice, el barrio de Los Ángeles que imita los puentes y canales de Venecia. En este caso existen copia y original. El siguiente paso: The Venetian, un casino en Las Vegas que reproduce los principales elementos de la ciudad pero situados de tal manera que ya no tratan la Venecia original como objeto auténtico sino como modelo. Todas las Venecias simuladas «no serían, por tanto, copias del original sino simulaciones equivalentes entre sí».

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Parafaseando las palabras de Guy Debord sobre el espectáculo, Muñoz concluye:

La urbanalización es el lugar en el cual la imagen ha conseguido la ocupación total de la vida social. La relación con la imagen no sólo es visible sino que es lo únicdo visible.

Muñoz habla de banalscapes, «morfologías urbanas relativamente autistas en relación con el territorio, reproducibles independientemente del lugar y sus características» y dan lugar a un género de paisajes «que, en realidad, no pertenecen a ningún territorio». Se trata de escenas urbanas donde se usa el pasado no como modelo, sino como simulación: pequeños detalles que evocan un pasado industrial en las ciudades pero, por ejemplo, sin traer a colación las luchas obreras, formando un pasado idealizado.

El último capítulo plantea formas de luchas contra la urbanalización. Lo hace desde la reflexión de que existen pequeñas diferencias en todas las ciudades banalizadas en cuanto a la gestión de su propia urbanalización. Sin embargo,ya mentamos a propósito de las revueltas de Kreuzberg contra la gentrificación cómo esas pequeñas diferencias son, en realidad, semillas que el tardocapitalismo aprovecha para vender como auténticas o diversas las experiencias que se pueden vivir por separado en cada ciudad. Si realmente todos los espacios fuesen igualmente banales no existiría la necesidad de moverse ni del turismo; algo que la sociedad requiere, y por ello también no sólo permite sino que impulsa esas pequeñas diferencias.

Lo cual no quita valor a la reflexión de Muñoz que lo hace llegar a un símil muy válido: la relación existente entre la imagen del puerto y la de la ciudad. Durante el siglo XIX y principios del XX, el puerto representaba la ciudad, tanto en el cine como en la iconografía general: el puerto era el lugar en el que la ciudad se relacionaba con el mundo exterior, lugar exótico, abierto, oscuro, sí, también zona de intercambio y de promesa. A partir de la mitad del siglo XX, sin embargo, las zonas portuarias, cada vez más abandonadas por el cambio en las formas de industrialización y relegadas a zonas alejadas de la ciudad donde poder absorber bien el enorme crecimiento del movimiento de mercancías, estas zonas, decíamos, se convirtieron en frentes marítimos vendidos al capital y al espacio de los flujos, lugares de ocio y altas finanzas, similares unos a los otros. «La promoción de la imagen de la ciudad ha encontrado en las operaciones de transformación portuario un referente que, en no pocos casos, ha inspirado incluso el modelo de cambio de imagen urbana que se proponía para toda la ciudad.» (p. 206)

Ya para concluir, Muñoz propone dos objetivos para luchar contra la urbanalización:

  • primero, favorecer los usos públicos del tiempo en detrimento de los privados; modificando el axioma del derecho a la ciudad como «el derecho al tiempo de la ciudad»;
  • segundo, reivindicar una geografía de los tiempos muertos. El nombre nace d ela paradoja que, mientras más avanza la tecnología y nos permite reducir los tiempos en el ejercicio de nuestras actividades cotidianas, los tiempos libres que resultan de esa mayor productividad del tiempo no restan como espacios vacíos o intervalos sino que son el nicho de nuevas actividades que estandarizan de forma acelerada el tiempo. «Hacer visible esta cartografía de los tiempos muertos es, sin embargo, necesario y reivindicable en aras de una mayor diversidad urbana, humana y social.» (p. 214)

Urbanalización (II): urbanalización, festivalización y no lugares

En la primera parte del libro Urbanalización. Paisajes comunes, lugares globales, del profesor de Geografía Francesc Muñoz, explicamos el concepto de la ciudad multiplicada: aquella entregada al espacio de los flujos, compitiendo en el mercado global y habitada por territoriantes.

…es la acumulación de no lugares -tecnológicos, de infraestructura y de consumo- lo que crea el espacio de las redes. Los no lugares son los lugares requeridos en el espacio de los flujos. los no lugares son los lugares de la economía global. (p. 46)

Pero, de la misma forma que los habitantes se han convertido en la ciudad multiplicada en territoriantes, es decir, seres que transitan de unos espacios a otros y que viven en una ciudad múltiple, que puede abarcar incluso diversas ciudades, regiones o países, los no lugares tampoco son compartimentos estancos: pueden derivar de lugar a no lugar en función de sus usos e incluso de las franjas horarias o el contexto. «Así ocurre con el uso intensivo que los centros históricos soportan por parte de los turistas globales que lo usan a tiempo parcial como un espacio para el consumo y el ocio.»

La multiplicación de los no lugares ha ido de la mano del protagonismo alcanzado por los contenedores en los que se desarrolla la vida metropolitana. Edificios singulares o conjuntos de edificios caracterizados por ser relativamente autónomos, con lógicas específicas que no necesariamente son las del propio territorio donde se localizan y donde, básicamente, tienen lugar el intercambio y el ritual del consumo. (p. 47)

Son espacios «autónomos y autorreferenciados»: centros comerciales, museos metropolitanos, parques temáticos, estaciones intermodales o aeropuertos donde cada vez hay más espacio para las zonas comerciales. Se trata de un urbanismo «que no genera tejidos ni establece soluciones de continuidad ni se define por la colmatación de espacios, ni acumula espacios construidos». Es un urbanismo aislado, encerrado en sí mismo, que se podría extraer del lugar en el que se erige y llevarlo a cualquier otro y establecería las mismas relaciones con su entorno: nulas.

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Cada vez más, fragmentos urbanos de nueva creación o zonas urbanas transformadas se configuran como auténticos hubs metropolitanos, es decir, espacios altamente especializados caracterizados por la utilización intensiva que hacen de los mismos las poblaciones visitantes: el inner harbour de Baltimore, la Potsdamez Platz de Berlín o el museo Guggenheim de Bilbao son claros ejemplos de este urbanismo de los flujos y de su escala planetaria. Incluso la propia ciudad, en algunos contextos, puede devenir un hub toda ella: Venecia centro storico o Las Vegas, con 150.000 visitantes cada fin de semana, no son más que inmensas playas de movilidad, gigantescas áreas de duty-free, que en poco se diferenciarían de las de aeropuertos hub como Charles de Gaulle, Heathrow o Schiphol. (p. 48)

Muñoz denomina a este fenómeno el (hub)banismo, del término inglés hub, que más o menos se podría traducir como centro o corazón de una actividad.

La suma de la existencia de los no lugares o espacios de los flujos, junto a la creación de espacios autónomos (centros comerciales indistinguibles, parques temáticos, etc.) y el (hub)banismo dan lugar a un extraño fenómeno: los paisajes aterritoriales. Tradicionalmente ha existido una distinción entre el centro urbano y las afueras, entre las zonas urbanizadas y las zonas rurales; dicha distinción está desapareciendo, y lo está haciendo en dos direcciones:

  • en primer lugar, «existe un indiferentismo espacial entre áreas con diferentes grados de urbanización que, paradójicamente, no aparecen tan distantes en términos morfológicos»; es decir, aparecen características urbanas en territorios tradicionalmente considerados no urbanos. Las edge cities son un ejemplo, pero también los parques tecnológicos o temáticos en zonas regionales; o grandes centros comerciales algo alejados de la centralidad.
  • en segundo lugar, «puede observarse un indiferentismo espacial comparando espacios tipológicos concretos en ciudades diferentes». Por ejemplo: los centros históricos o los frentes marítimos de diversas ciudades, cada vez más similares entre ellos.

Emerge así una nueva categoría de paisajes definidos por su aterritorialidad: esto es, paisajes independizados del lugar, que ni lo traducen ni son el resultado de sus características físicas, sociales y culturales, paisajes reducidos a sólo una de las capas de información que los configuran, la más inmediata y superficial: la imagen. (p. 50; el destacado es nuestro).

«Los paisajes son así reproducidos independientemente del lugar porque ya no tienen ninguna obligación de representarlo ni significarlo, son paisajes desanclados del territorio que, tomando la metáfora de la huelga de los acontecimientos que explica Jean Baudrillard, van sencillamente dimitiendo de su cometido.» (p. 51)

Teniendo en cuenta todo lo dicho, quizá podamos entender ahora mejor cómo ciudades con historia y cultura diferentes y localizadas en lugares diversos están produciendo un tipo de paisaje estandarizado y común. Aparece así un tipo de urbanización banal del territorio, en tanto en cuanto los elementos que se conjugan para dar lugar a un paisaje concreto pueden ser repetidos y replicados en lugares muy distantes tangto geográfica como económicamente. La urbanalización se refiere, así pues, a cómo el paisaje de la ciudad se tematiza, a cómo, a la manera de los parques temáticos, fragmentos de ciudades son actualmente reproducidos, replicados, clonados en otras. El paisaje, sometido así a las reglas de lo urbanal, acaba por no pertenecer ni a la ciudad ni a lo urbano, sin más cometido que formar parte de la cadena global de imágenes a las que antes me refería. (p. 52)

De la renovación de Bolonia, que ya comentamos, y la «intervención urbana concebida como un instrumento para regenerar la ciudad, entendiendo esta como un artefacto complejo, fue paulatinamente dejando paso a un discurso orientado hacia la participación especializada de la ciudad en los mercados globales de producción y consumo» (p. 55). De ahí se pasa a la «venta» de la ciudad como un producto global.

Y de ahí, fácilmente, a la festivalización de la política de que hablaba Venturi (1994): el desarrollo de políticas urbanas concebidas a partir de la necesidad de un gran evento como la máquina principal para la transformación de la ciudad. Lo veremos próximamente con el caso Barcelona y los Juegos Olímpicos y el Fórum de las Culturas de 2004, que son un buen ejemplo; pero ha sucedido en todas las ciudades con grandes eventos culturales usados como excusa para regenerar espacios enteros de la ciudad que hasta entonces habían quedado obsoletos o abandonados ex professo.

La festivalización requiere, para su éxito, de un gran equipo de márqueting, lo que aún sitúa más la ciudad como una empresa con la necesidad de vender su marca y de un público. Progresivamente, y a medida que los barrios van siendo gentrificados y entregados a nuevos mercados de ocio y consumo para las clases medias y de vivienda para las clases altas o los fondos de inversión, la creación de estos barrios se vuelve también parte de la festivalización de la ciudad, creando una similitud entre las nuevas morfologías de estos barrios y los parques temáticos o centros comerciales y de ocio: «parece que ahora las ciudades deben recrear y producir los escenarios urbanos previamente imitados en estos contenedores de entretenimiento y consumo» (p. 59)

Acabamos esta entrada con un apunte sobre el término gentrificación. Muñoz explica que la geógrafa Luz Marina García Herrera propone su traducción como «elitización», entre la opción de términos que se han usado (potenciación, recalificación social, aburguesamiento, aristocratización…). La palabra original (de la socióloga Ruth Glass, Aspects of Change, 1964) deriva de gentry, la nobleza rural inglesa, y explica el fenómeno de los barrios (obreros) del centro de la ciudad, semiabandonados y en estado de ruina debido a la falta de inversión, que son progresivamente adquiridos por empresas privadas o fondos de inversión y posteriormente reconvertidos en espacios de ocio y cosnumo para las clases medias y altas y en unas pocas viviendas destinadas o bien a hoteles o a personas de ingresos altos (o a plataformas tipo Airbnb, hoy en día). Gentrificación se refiere al retorno de esas clases nobles inglesas a los centros urbanos tras su saneamiento, por lo que elitización no parece un término adecuado: explica lo que ha pasado en los barrios pero no destaca las causas existentes (abandono por parte de las autoridades municipales del barrio, su venta a fondos privados tras ser saneados con fondos públicos). La elitización se puede dar de forma natural, a medida que un barrio va subiendo el nivel de ingresos de sus habitantes; la palabra gentrificación destaca, a nuestro parecer, la existencia de ese trasfondo público-privado.

Otra opción viable podría ser barrios neoenriquecidos (del término español «nuevos ricos», gente que proviene de estratos sociales bajos pero de repente tiene dinero y hace ostentación de él, sin saber estar a la altura de la nueva clase de la que forma parte, y perdónennos el sustrato clasista de la definición). Sin embargo, y como es lógico, preferimos el término gentrificación, que ya se ha incorporado al lenguaje habitual.

Urbanalización (I): la ciudad multiplicada

Urbanalización. Paisajes comunes, lugares globales es un libro publicado en 2008 por el profesor de Geografía de la UAB Francesc Muñoz. Urbanalización es, también, «un tipo de proceso de urbanización banal del territorio, que se puede repetir y replicar en lugares diferentes».

Más que de urbanización podemos hablar entonces de urbanalización: los espacios públicos son utilizados como «playas de ocio»; se establecen programas de seguridad y vigilancia urbana de manera estandarizada; se desarrolla un consumo del territorio y de la propia ciudad a tiempo parcial, en función de la importancia que llegan a tener las poblaciones temporales y visitantes; se multiplican los barrios residenciales de casas en hileras… (p. 12).

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El primer capítulo presenta la noción de ciudad multiplicada, a la que se llega tras la crisis del fordismo y la separación entre ciudad y producción. En efecto, durante el siglo pasado los mercados fueron especializándose y pasaron de buscar las grandes producciones (recordemos, por ejemplo, Levittown y cómo todas las casas americanas de los 50 disponían del mismo tipo de electrodomésticos y coches) a la segmentación (la producción en small-batches), con consumidores más caprichosos, ligados a la moda y de consumo mucho más efervescente y ligado a productos de vida más corta.

Las ciudades no son ajenas a estos procesos, junto a los de desterritorialización y reteritorialización a que ya hizo referencia Edward Soja. Se da, en palabras de Saskia Sassen, una sobrecentralidad, es decir, «unas condiciones de extrema centralidad como lugares privilegiados de conexión a unas redes económicas definitivamente mundializadas» (p. 17) desde las que se dirige todo el proceso económico, ahora distribuido en flujos sobre el planeta.

La ciudad multiplicada se entiende, entonces, como aquella que explica y aglutina el resultado de tres procesos distintos:

  • una nueva definición de la centralidad urbana y las funciones a ella asociadas;
  • la multiplicación de los flujos y las formas de la movilidad en el territorio;
  • la aparición de nuevas maneras de habitar tanto la ciudad como el territorio.

Vayamos por partes. La centralidad ha dejado de entenderse como la capitalidad de una ciudad dentro de una región determinada; tras la globalización, como destacó Sassen, aparecen unas ciudades globales que se convierten en sedes del poder y de los flujos. Asociadas a ellas, las otras ciudades, en orden decreciente, se van viendo sometidas a procesos de especialización a escala internacional; «la cartografía de la sobrecentralidad urbana es pues la de la desigualdad territorial» (p. 20). «Un espacio articulado sobre periferias donde se produce o transforma y centros donde se investiga, administra y controla.» La especialización de la ciudad viene determinada por la red o las redes de las que forme parte: siguiendo a Castells, Muñoz cita el ejemplo de Miami, ciudad de gran centralización de los procesos de blanqueamiento del dinero que proviene del narcotráfico pero, por ejemplo, centro financiero en nada comparable a Nueva York o Londres. En función de la elección de la red, cada ciudad ocupa nodos distintos de centralidad.

Atendiendo a este polo se pueden explicar la aparición de las edge cities, recordemos, ciudades surgidas a remolque de una gran ciudad que crecen a una distancia lo bastante alta para poder ofrecer tranquilidad y precios asequibles a sus ciudadanos pero lo bastante cerca para poder aprovechar todas las grandes infraestructuras de la ciudad madre; o los parques tecnológicos, telepuertos…

En lo que respecta a la multiplicación de los flujos y la movilidad sobre el territorio se explica por los diversos usos que los habitantes hacen de cada ciudad. En efecto, los habitantes metropolitanso viven mayoritariamente en áreas urbanas pero realizan actividades en muchos otros lugares. Según donde vivan, trabajen, consumen, realicen su ocio, accedan a los servicios públicos… dejan de estar circunscritos a unos límites administrativos de cada ciudad y se convierten en habitantes a tiempo parcial de distintos lugares.

Se dibujan así diversos espacios que están habitados en función de la hora del día o incluso del día de la semana: ciudades o lugares de ocio vacíos entre semana pero repletos el fin de semana, zonas de oficinas abandonadas por las noches o entregadas a otros usos; todo ello lleva a Muñoz a hablar de los territoriantes.

Los territoriantes son, por supuesto, habitantes o residentes de un lugar pero no sólo eso. Al mismo tiempo, son usuarios de otros lugares y visitantes aún de otros. En otras palabras, son habitantes a tiempo parcial, que utilizan el territorio de distinta forma en función del momento del día o del día de la semana y que, gracias a las mejoras en los transportes y las telecomunicaciones, pueden desarrollar diferentes actividades en puntos diferentes del territorio de una forma cotidiana. El territoriante multiplica así su presencia en el espacio metropolitano hasta el punto de que su relación con él se establece más a partir de un criterio de movilidad, los lugares donde desarrolla actividades, que a partir de un criterio de densidad, el lugar que, estadísticamente, lo fija al territorio según donde esté su residencia principal. El territoriante, por tanto, se define como territoriante entre lugares y no como habitante de un lugar y constituye el prototipo de habitante de la ciudad postindustrial. Es por ello que los territoriantes pertenecen a una ciudad nueva, hecha de los fragmentos de territorio donde viven, trabajan, van de compras o visitan. Los territoriantes habitan geografías variables en ciudades de geometría también variable. (p. 27; el destacado es nuestro).

Huelga decir que los territoriantes son los habitantes de la ciudad multiplicada.

La metáfora que corresponde a la ciudad multiplicada es la del rizoma, de Deleuze y Guattari: «se caracteriza por la multiplicidad de entradas y de relaciones entre elementos no necesariamente dispuestos de forma jerárquica, por la heterogeneidad de sus partes y por conexiones no entre puntos o unidades diferenciadas sino entre líneas -segmentos o estratos-«. Estructura sin centros que conforma diferentes mesetas (de ahí las Mil mesetas del título del libro de los filósofos) y que varían la función del conjunto en función de cuál sea el lugar desde el que uno observa.

Muñoz termina este primer capítulo con dos reflexiones. La primera, sobre las muchas formas en que se ha abordado el estudio de esta nueva forma de ciudad:

  • desde los procesos territoriales: la ciudad global (Sassen), la ciudad sobreexpuesta (Paul Virilio), la ciudad informacional o el espacio de los flujos (Castells), telépolis o ciudad a distancia (Javier Echevarría), la ciudad de bits (Mitchell), metápolis (François Ascher) o postmetrópolis (Soja);
  • en cuanto a los aspectos morfológicos y las nuevas topologías de forma y crecimiento urbano: edge cities (Joel Garreau), technoburb (Robert Fishman), flex-space (Ute Angelika) o periferia compleja (Roger Keli);
  • sobre los aspectos funcionales: la citta difusa de Francesco Indovina.

Y la segunda reflexión viene sobre este término, ciudad difusa, y las muchas formas en que se ha malinterpretado. Se acuñó para referirse a un territorio con unas características muy concretas y hoy se usa para abarcar casi todas las formas de nueva espacialidad en las ciudades; es por ello que Muñoz propone dos pares de términos para substituirlo: ciudad/urbanización, difusión/dispersión. Si la ciudad hace «referencia a un contenido que recoge la práctica social, cultural y política que se engloba en la civitas, la urbanización es sólo la vertiente física o material del crecimiento urbano y su expansión sobre el territorio».

Por su parte, la difusión se refiere a procesos de homogeneización territorial a partir de la diseminación sobre el territorio de determinadas características de la ciudad; que a día de hoy se plantean de forma difusa. La dispersión, en cambio, se refiere a los cambios en la escala al pasar de una concepción regional a una global. La difusión remite a un elemento que difunde, mientras que la dispersión plantea la discusión en término morfológicos y geométricos.

Con estos dos pares de conceptos surgen la ciudad dispersa y la ciudad difusa, y la urbanización dispersa y la urbanización difusa.

Definida y acotada la ciudad multiplicada, en el próximo capítulo nos sumergiremos en ella para analizar qué forma toma la urbanización en su interior.