Todo lo sólido se desvanece en el aire (II): Fausto y el desarrollo

Seguimos con la lectura de Todo lo sólido se desvanece en el aire, estudio de Marshall Berman sobre los procesos de la modernización y la modernidad y cómo, según el autor, éstos aún no han concluido en nuestros tiempos.

Fausto comienza en una época cuyo pensamiento y sensibilidad son modernos de una manera que los lectores del siglo XX pueden reconocer inmediatamente, pero cuyas condiciones sociales y materiales son todavía medievales; la obra concluye en medio de las conmociones materiales y espirituales de la revolución industrial. Comienza en la solitaria habitación de un intelectual, en la esfera abstracta y aislada del pensamiento; finaliza en medio de la amplia esfera de la producción y el intercambio, regida por organizaciones complejas y gigantescos órganos corporativos que el pensamiento de Fausto está ayudando a crear, y que le permiten seguir creando. (p. 30)

De los muchos mitos y obras literarios a los que Berman recurrirá para trazar la evolución de la modernización a lo largo de los últimos tres siglos, el primero es el Fausto de Goethe. El Fausto es «la primera tragedia del desarrollo», porque ejemplifica que «los poderes humanos sólo pueden desarrollarse mediante lo que Marx llamaría «las potencias infernales», las oscuras y pavorosas energías que pueden entrar en erupción con una fuerza más allá de todo control humano» (p. 32).

Para analizar mejor la obra, Berman la divide en tres fases: Fausto como Soñador; luego como el Amante, durante su relación amorosa con Margarita; y finalmente como Desarrollista.

Fausto empieza en la soledad de su habitación, a oscuras y sumido en sus pensamientos. Hijo de un médico y hombre de éxito en muchos ámbitos, se lamenta precisamente de que todos esos éxitos «han sido del mundo interior». Ha leído, experimentado, meditado y, sin embargo, esos logros no pueden ser compartidos con el mundo exterior.

No es un problema personal suyo, claro, sino algo propio de la sociedad europea «en los años anteriores a la revolución francesa e industrial».

La división social del trabajo en la Europa moderna temprana, desde el Renacimiento y la Reforma hasta la época de Goethe, produjo una clase numerosa de productores de ideas y cultura relativamente independientes. Estos especialistas artísticos y científicos, jurídicos y filosóficos, han creado a lo largo de tres siglos una cultura moderna brillante y dinámica. Y sin embargo, la propia división del trabajo que ha hecho posible la vida y el empuje de esta cultura moderna, ha mantenido también sus nuevos descubrimientos y perspectivas, su riqueza potencial y su fecundidad, separados del mundo que los rodea. Fausto ayuda a crear y participa de una cultura que ha explorado la riqueza y la profundidad de los deseos y sueños humanos mucho más allá de las fronteras clásicas y medievales. Al mismo tiempo, forma parte de una sociedad estancada y cerrada que está todavía enquistada en unas formas sociales medievales y feudales: formas tales como la especialización gremial, que lo mantiene y mantiene sus ideas bajo llave. Como portador de una cultura dinámica en el seno de una sociedad estancada, está desgarrado entre la vida interior y la exterior. En los sesenta años que tarda Goethe en terminar Fausto, los intelectuales modernos encontrarán sorprendentes formas nuevas de romper su aislamiento. (p. 34).

Esta «identidad subdesarrollada», la disparidad entre un mundo exterior estancado y un mundo interior que bulle de ansias de cambio, en ocasiones fue fuente de vergüenza, en otras (el caso del «conservadurismo romántico alemán») de orgullo y, en general, una mezcla de ambas, como en el San Petersburgo del siglo XIX que veremos en entradas posteriores o en los intelectuales del siglo XX de los países en vías de desarrollo: la percepción de que existe un mundo que está evolucionando mientras que el suyo no sabe, o teme, o no es capaz, de subirse al carro.

Fausto llega a plantearse el suicidio; pero en ese momento suenan las campanas y lo sacan de su ensimismamiento: es Domingo de Pascua, Fausto recuerda su infancia y sale a la calle, lleno de energía. «Dos almas, ay de mí, viven en mi pecho», proclama: la calidez de la villa, del hogar, de la comunidad cristiana; y el deseo ardiente del desarrollo. «Debe participar en la sociedad de una manera que dé a su espíritu aventurero margen para crecer y remontarse. Pero serán necesarias «las potencias infernales» para unir estas polaridades y hacer este trabajo de síntesis.» (p. 38).

Dicha síntesis pasa por asumir las contradicciones de las estructuras modernas. Y ahí aparece Mefisto, encarnado como el padre de las mentiras cristiano pero también quien es capaz de dar lugar a esas ansias de progreso. Mefisto le ofrece a Fausto las fuerzas de la destrucción; paradójicamente, son las fuerzas capaces de quebrar el mundo pequeño, enclavado en el tiempo, incapaz de evolucionar, donde Fausto vive, pero también serán las mismas fuerzas capaces de quebrar todo aquello que él construya.

Ése es el símbolo de la modernización: una rueda, un torbellino que lo arrastra todo, al que nada resiste, capaz de derruir y construir a la vez, capaz de modificar el sentido de todo.

La segunda metamorfosis de Fausto es la del Amante y retrata su historia de amor trágica con Margarita. Tradicionalmente se la ha considerado el centro de la obra; sin embargo, a ojos modernos, Margarita parece «demasiado buena para ser real… o para ser interesante» (p. 43). Berman argumenta en contra: Margarita es un personaje profundo y encerrado en contradicciones que se hacen evidentes al analizar la obra como una tragedia del desarrollo.

Margarita procede del «pequeño mundo», el lugar de origen de Fausto, la comunidad devotamente religiosa. El personaje de Fausto, merced a sus tratos con Mefisto, ya ha evolucionado: no sólo sus ropajes y su estatus son mejores, sino que sabe moverse por el mundo. «Pero el más importante de los dones del diablo es el menos artificial, el más profundo y más duradero: estimula a Fausto para que «confíe en sí mismo»; una vez que Fausto ha aprendido a hacer esto, emana encanto y seguridad, lo que, junto con su brillo y energía innatos, es suficiente para poner a las mujeres a sus pies.» (p. 44).

No hay que verlo como la transformación de Fausto en un Don Juan, sino como en un ser que se interesa, en todos los aspectos, por otras personas. Liberado del «pequeño mundo», vuelve a él y se enamora de él; de Margarita, que lo atrae como el símbolo de todo aquello que ha dejado atrás y perdido. A medida que Margarita acepta las atenciones de Fausto, también ella crece y evoluciona. Sin embargo, como este crecimiento carece de apoyo social de la comunidad, se torna en desesperación y Fausto huye.

El mundo de Margarita, que ella ha dejado en parte atrás, se derrumba ahora sobre ella. Agobiada, va a la catedral, que, recordemos, fue lo que salvó a Fausto al principio; pero si él fue capaz de escoger de ese pequeño mundo lo que necesitaba, Margarita es demasiado sincera «y siente que todo se le viene encima»: las campanas doblan por su perdición, no su salvación. «En otro tiempo, quizá, la visión gótica tal vez pudiera ofrecer a la humanidad un ideal de vida y actividad, de búsqueda heroica del cielo; ahora, sin embargo, tal como Goethe la presenta a finales del siglo XVIII, todo lo que tiene que ofrecer es un peso muerto que oprime a los que la sufren, destroza sus cuerpos y estrangula sus almas» (p. 49).

El destino de Margarita está sellado: es condenada a muerte y, la noche antes de ser ejecutada, Fausto acude a verla. Quiere salvarla, pero ella no quiere ir con él. Por un lado, porque la condena no es externa, sino interna y propia de sí; ha salido de su lugar de origen pero no ha sabido, o no ha podido, llegar a término; y por otro lado, porque el amor de Fausto no es sincero. La ha amado, sí, pero ya la ha dejado atrás y está dispuesto a dar el siguiente paso. «Claramente no hay espacio para el diálogo entre un hombre abierto y un mundo cerrado.» (p. 49)

La figura de Margarita, señala Berman, no queda como la de una víctima, sino una heroína trágica que conoce, acepta y, probablemente, desencadena, su propio final. Fausto trata de salir del mundo medieval «creando nuevos valores», mientras que Margarita toma en serio «los antiguos valores, viviendo realmente de acuerdo con ellos». Serán las primeras palabras de loa de Marx a la burguesía: su capacidad para haber destruido «las relaciones feudales, patriarcales, idílicas». Los pequeños mundos, como aquel donde vivían Fausto y Margarita, empiezan a disolverse, a convertirse en parte de algo mayor; a través del contacto con el exterior, claro, con la gente llegada de fuera, como Fausto y Mefisto; pero también por la propia evolución, personal e individual, de sus habitantes.

Y damos ahora un gran salto hasta los actos cuarto y quinto. En su tercera encarnación, Fausto «conecta sus impulsos personales con las fuerzas económicas, sociales y políticas que mueven el mundo; aprende a construir y a destruir. Expande el horizonte de su ser, de la vida privada a la pública, del intimismo al activismo, de la comunión a la organización (…) encuentra el medio para actuar eficazmente contra el mundo feudal y patriarcal: construir un entorno social radicalmente nuevo que vaciará de contenido el viejo mundo antiguo o lo destruirá» (p. 53).

Esboza grandes proyectos para utilizar el mar con fines humanos: puertos y canales artificiales por los que puedan circular barcos llenos de hombres y mercancías; presas para el riego a gran escala; verdes campos y bosques, pastizales y huertos; una agricultura intensiva; fuerza hidráulica que atraiga y apoye a las nuevas industrias; asentamientos pujantes, nuevas villas y ciudades por venir: todo esto se creará a partir de una tierra yerma y vacía donde los hombres nunca se atrevieran a vivir. Mientras Fausto expone sus planes, advierte que el diablo está aturdido, exhausto. Por una vez no tiene nada que decir. Hace mucho, Mefisto hizo surgir la visión de un coche veloz como paradigma de la forma de que un hombre se mueva por el mundo. Ahora sin embargo, su protegido lo ha sobrepasado: Fausto quiere mover el propio mundo. (p. 54)

Todas las barreras caen ante el hombre: incluso, mediante la iluminación artificial, la barrera entre el día y la noche, puesto que los obreros trabajan sin fin. Pero los obreros no son víctimas explotadas, sino trabajadores ilusionados por dar forma a un nuevo mundo; entre ellos, Fausto se siente a gusto, rodeado de personas tan modernas como él, «tätig-frei, libres para actuar, libremente activos».

Pero hay un espacio que no puede ser modernizado, el único que resiste. Lo ocupan Filemón y Baucis, «una dulce pareja de ancianos que están allí desde tiempos inmemoriales». Representan todas las virtudes cristianas: son amables y amados por todos. Fausto, irritado porque la pareja de ancianos se interponga en su visión del desarrollo, les ofrece dinero, una nueva propiedad, lo que sea. Pero, a su edad, la pareja se niega a partir.

Casa de Edith Macefield, que se negó a vendr su hogar y construyeron un centro comercial a su alrededor

Y Fausto comete «su primera maldad consciente». Llama a Mefisto y le pide que arregle la situación. No quiere conocer los detalles, pero que se ocupe de ello. Y Mefisto quema la casa y asesina a los ancianos. «Este es el tipo de mal característicamente moderno: indirecto, impersonal, mediatizado por organizaciones complejas y papeles institucionales» (p. 60). Al enterarse del asesinato, Fausto protesta, expulsa a Mefisto; pero éste, antes de irse, se ríe. Porque Fausto se estaba engañando a sí mismo al creer que podía levantar un mundo nuevo sin sacrificios ni maldades, sin oposiciones.

Berman lo llama «la tragedia del desarrollo», el precio que hay que pagar. Por otro lado, ¿por qué esa obsesión de Fausto por ocupar todo el terreno? Por el narcisismo del poder, la arrogancia, «un impulso colectivo e impersonal que parece ser endémico de la modernización: el impulso de crear un entorno homogéneo, un espacio totalmente modernizado en el que el aspecto y el sentimiento del viejo mundo han desaparecido sin dejar huella» (p. 60).

Sin embargo, Fausto no construye para ganar dinero: son múltiples las ocasiones en que Mefisto le indica oportunidades de negocio y él las desprecia.

Cuando dice que quiere «abrir a millones de personas un espacio vital no exento de peligros, pero en el que sean libres para seguir su curso», está claro que no construye para su propio beneficio a corto plazo, sino más bien para el futuro a largo plazo de la humanidad, en aras de la libertad y la felicidad públicas, que solamente se realizarán mucho después que él haya desaparecido. Si tratamos de recortar el proyecto fáustico para ajustarlo a las líneas del capitalismo, suprimiremos lo más noble y original en él y, además, lo que lo hace genuinamente trágico. Lo que Goethe quiere decir es que los horrores más profundos del desarrollo fáustico nacen de sus objetivos más honorables y de sus logros más auténticos. (p. 64)

Esto es lo que Berman llama «el modelo fáustico»: uno en el que el progreso es para el beneficio de la humanidad, unos logros concretos que van a permitir mejoras en la vida de las personas; o, al menos, en su capacidad para ser libres y tomar sus propias decisiones. Goethe veía estas mentes, por ejemplo, en los seguidores de Saint-Simon, un autor de Le Globe francés. Acabaron siendo ingenieros e innovadores durante la época de Napoleón III que organizaron el país, la moneda, las carreteras, las vías férreas, etc., y que acabarían siendo asimilados como la potencia de desarrollo dentro del Estado capaces de levantar grandes presas, proyectos de regadío o incluso de llevar al hombre al espacio.

En la época de Goethe, dichos avances eran una necesidad; y el alemán nunca olvidó el precio que había que pagar por ellos, los muertos en la construcción, las parejas de ancianos expulsados de su hogar en aras de la modernidad. El problema surge cuando, de todo este afán por avanzar, queda sólo el propio afán.

La primera generación soviética, especialmente durante los años de Stalin, ilustra con gran nitidez ambos horrores. El primer proyecto de desarrollo de Stalin de cara a la galería, el canal del mar Blanco (1931-1933), sacrificó cientos de miles de obreros, más que suficientes para dejar atrás cualquier proyecto capitalista contemporáneo. Y Filemón y Baucis podrían representar muy bien a los millones de campesinos muertos entre 1932 y 1934 por interponerse en el camino de los planes estatales de colectivización de la tierra que hacía apenas una década habían ganado en la revolución.

Pero lo que hace que estos proyectos, en lugar de fáusticos, sean seudofáusticos, y que no sean tanto una tragedia como un teatro del absurdo y la crueldad, es el hecho desgarrador —a menudo olvidado en Occidente— de que no sirvieron de nada. (p. 69)

Este es el modelo pseudofáustico: el progreso por el progreso. Construir aeropuertos o desarrollar trenes de gran velocidad que no van a ser usados y se convierten en despilfarro público; las obras faraónicas de los años 60 y 70 en las capitales europeas y en las que a menudo han caído, sobre todo, los países en vías de desarrollo. Dictadores levantando obras colosales con la excusa de ayudar a su sociedad pero sin que tales construcciones reviertan en ellos; tal vez podríamos extender el símil de Berman hasta los rascacielos y edificios «simbólicos» que se levantan en las ciudades globales del mundo para tratar de situarlas en el mapa, como los muchos hijos que le han salido al Guggenheim de Bilbao.

Berman identifica la ausencia del deseo de desarrollo moderno, por ejemplo, en las generaciones de los 60 que consideraron que ya lo habían alcanzado todo y sólo querían tenderse al sol a retozar y disfrutar de lo obtenido y cuyas esperanzas se fueron al traste con las crisis económicas de los 70. Durante los 70, precisamente, la figura de Fausto se vio como la del desarrollista que no tiene en cuenta los efectos de un falso crecimiento permanente (algo que nuestro planeta no podrá soportar, lógicamente) o incluso de un demiurgo que derrocha y socava el medio ambiente.

No necesito decir que ésta es una distorsión absurda de la historia de Fausto, que convierte la tragedia en melodrama. (…) Lo que me parece más importante es señalar el vacío intelectual que surge cuando Fausto es eliminado del escenario. Prácticamente todos los diversos defensores de la energía solar, eólica e hidráulica, de las fuentes de energía pequeñas y descentralizadas, de las «tecnologías intermedias», de la «economía estable», son enemigos de la planificación a gran escala, de la investigación científica, de la innovación tecnológica, de la organización compleja. Y sin embargo, para que cualquiera de sus planes y visiones pueda ser adoptado realmente por un número significativo de personas, tendría que producirse la redistribución más radical del poder político y económico. (p. 77)

Es decir, el cambio de paradigma requiere, por un lado, de grandes potencias e intereses de todo tipo para ser implementado (construcción de energías alternativas, redes para distribuirlo, etc.) pero también, aunque sea de forma pasiva, requiere la no oposición de los poderes actuales; por ello, propone Berman, no puede ser algo menor y casi individual, sino que debe hacerse grande.

Habría que confrontar estas ideas con las nuevas estructuras de poder, sin embargo. ¿No dijo Castells que estamos en la sociedad red? ¿Es necesario un ímpetu tan enorme como en siglos o décadas anteriores para alcanzar algunos cambios? El propio Berman destaca el valor que tienen todas las ideas alternativas que surgen, a pesar de que sean pequeñas, de que no hayan conseguido, o ni siquiera pretendan, enrolar a «las grandes potencias oscuras». Pero pensemos en el bitcoin, sin entrar en sus logros o contras; ¿acaso no es una tecnología que ha ido calando, poco a poco? Tal vez estemos ya en un tipo de sociedad donde algunas ideas puedan ir calando de forma más gradual, sin necesidad de la inclusión de grandes poderes en sus filas. Lo que por una parte es una ventaja, porque supone sabia nueva constante; pero también un inconveniente, porque ideas menores, que una sociedad podría decidir no tolerar como conjunto, pueden infiltrarse insidiosamente.