Marc Augé es un observador. Él mismo se define, en éste y en otros de sus libros, más como etnólogo que como antropólogo (pese a que es ambas cosas): alguien que, en algún lugar, observa y extrae conclusiones. De ahí surgen, por supuesto, las reflexiones sobre los no lugares, que se han convertido, tal vez, en los espacios de referencia de la actualidad (como lo fueron las heterotopías para finales del siglo pasado; pero, donde aquéllas eran reflexiones para sociólogos y antropólogos, el concepto de no lugar ha calado de forma mucho más amplia entre la sociedad, tal vez por lo evidente de su concepción, una vez que uno conoce el concepto). Esas observaciones, claro, no puede hacerlas cualquiera, y es entonces cuando Augé despliega todo su conocimiento sobre la tradición de etnología y antropología (esencialmente francesa, lo que no es de extrañar, dado que nació en Poitiers en 1935).

En 1986 publicó El viajero subterráneo. Un etnólogo en el metro (leemos la traducción de Alberto Bixio para la edición de Gedisa de 1988), donde aplica esa capacidad de observación a algo tan banal, cotidiano y, en el fondo, profundo, como son los viajes en el metro. En cuatro capítulos (Recuerdo, Soledades, Empalmes, Conclusiones), no tan distinguidos salvo por el punto de entrada a cada uno, Augé alterna reflexiones muy obvias (la precisión con que todo transeúnte conoce dónde quedarán las puertas o dónde queda la salida de su estación de destino) con otras sobre las diferencias entre culturas o individuos de la misma cultura, exponiendo entonces la tradición de la que proviene (con múltiples referencias a, sobre todo, Lévi-Strauss y Marcel Mauss).
El usuario del metro, en lo esencial, sólo maneja el tiempo y el espacio, y es hábil para medir el uno con el otro. (p. 18)
De ahí pasa a cómo el nombre de las estaciones es, en el fondo, una cartografía personal de cada uno, que a menudo se puede reducir a una sola frase: «ah, sí, yo estuve muchos años bajando en tal parada». Algo tan sencillo oculta, claro, horas inenarrables de itinerarios, además de todo un plan de vida organizado alrededor del trabajo, o de la vivienda, o del ocio, y que concluía o empezaba en ese lugar pero llevaba asociado toda la logística necesaria para llegar hasta allí. A menudo la ciudad se divide en geografías mutables donde cada usuario busca los métodos que le están disponibles para ir de un lugar a otro y donde los recursos económicos también juegan su papel: desde el coche privado, al taxi, a la combinación de bus o metro, la bicicleta, el recurso final al propio caminar.
De ahí, sin embargo, Augé da uno de los muchos saltos que dará a lo largo de la reflexión y se centra en la cultura.
La paradoja a la que está acostumbrado el etnólogo es la siguiente: Todas las «culturas» son diferentes, pero ninguna es radicalmente extraña o incomprensible para las otras. Por lo menos, ésta es la manera en que por mi parte formularía la cuestión. Otros se atendrán al primer término de la proposición y pondrán el acento, o bien sobre el carácter absolutamente irreductible e inexpresable de cada cultura singular (con lo cual adoptan naturalmente un punto de vista relativista) o bien sobre el carácter parcial, aproximado y vulnerable de todas las descripciones, de todas las traducciones etnográficas (con lo cual asignan a la gestión etnológica un largo rodeo por obra de los métodos trabajosos pero seguros de disciplinas experimentales como la psicología cognitiva). (p. 23)
Si acaso ahí subyace la diferencia entre antropología y etnología: la primera estudia la cultura (y le sucede como a lo urbano que analizábamos en el artículo de Sharon Zukin de la semana pasada, que se vuelve tan amplio que se disuelve) y la segunda se limita a observar; y, a partir de esa observación, obtiene un atisbo a la cultura, o a las distintas culturas que forman un mismo mundo.
En el metro, los signos de la alteridad inmediata son numerosos, a menudo provocativos y hasta agresivos. (p. 28)
Pero Augé no se refiere a «todos aquellos que atestiguan la irrupción de la historia mundial en nuestros recorridos cotidianos», lo que llama la «alteridad lejana» y que son, en esencia, inmigrantes (o físicamente distinguibles como inmigrantes o pertenecientes a otra cultura, aunque hayan nacido en la propia; como recordaba Delgado, el «estigma» de ser extranjero se hereda); no, se refiere a, por ejemplo, los jóvenes u otros tipos de alteridad más cercana y por eso más extraña.
¿Qué esconden los nombres de las estaciones de metro? Para responder habría que auscultar cada ciudad, una a una, y si acaso cada estación. Hay nombres de batallas, de personajes relevantes, de momentos que el poder ha considerado importantes; como en el caso de las ciudades, la historia se ha seleccionado y ciertas partes (burguesas, romantizadas) se ensalzan mientras que otras (proletarias, revoluciones, logros obreros) se esconden; sorprende que no exista un homenaje en Barcelona a la huelga de La Canadiense; mejor dicho, no, no sorprende en absoluto), y viene a la mente el concepto de monumento de Lefebvre, para el cual eran homenajes no soterrados al poder o elementos de este propio poder para ensalzarse a sí mismo.
Si hubiera que hablar de rito respecto de los recorridos del metro y en un sentido diferente del que asume el término en las expresiones comunes en las que se devalúa, como simple sinónimo de costumbre, habría que hacerlo tal vez partiendo de la siguiente comprobación que resume la paradoja y el interés de toda actividad ritual: ésta es reiterada, regular y sin sorpresas para todos aquellos que la observan o están relacionados con ella de manera más o menos pasiva, y es siempre única y singular para cada uno de aquellos que intervienen en ella más activamente. (p. 51)
Es aquí, al hablar, más de «soledades», en plural, que de la soledad del viajero, donde Augé dedica más tiempo a la reflexión teórica, abordando el hecho social según las visiones de Mauss o Lévi-Strauss, al abordar qué se hace en el metro (algo que los smartphones han dejado completamente desfasado; y para cuándo un estudio sobre qué aparece en la pantalla de cada viajero, como los había sobre qué libros o periódicos eran los más leídos en la época de las observaciones de Augé).
…no hay nada tan individual, tan irremediablemente subjetivo como un trayecto en particular en el metro (…) y, sin embargo, nada es tan social como semejante trayecto, no sólo porque se desarrolla en un espacio-tiempo sobrecodificado sino también y sobre todo porque la subjetividad que en él se expresa y que lo define en cada caso (todo individuo tiene su punto de partida, sus combinaciones y su punto de llegada) forma parte integrante, como todas las demás, de su definición como hecho social total. (p. 64)
De ahí que la inseguridad en el metro sea siempre un tema tan candente: porque «la idea del consenso contractual» es «esencial a la definición de esta institución» (p. 79). Recordemos que Delgado siempre escogía el vagón de metro como elemento de sociedad autoorganizada, pues quién se sienta y quién está de pie, quién acata las normas y quién las transgrede, dónde se sitúa cada uno en cada momento, es algo constantemente negociado y renegociado entre los distintos individuos en función de su interpretación (subjetiva) de las normas (colectivas).
Con la diferencia de algunos detalles culturales y algunos ajustes tecnológicos, aproximadamente cada sociedad tiene su metro, impone a cada individuo itinerarios en los cuales aquél experimenta singularmente el sentido de su relación con los demás. Que ese sentido nace de la alienación es algo que la etnología, entre otras disciplinas, ha mostrado desde hace mucho tiempo, y esta verdad es paradójica sólo porque es resistida por cierta idea del individuo, anclada en las evidencias sensibles del cuerpo, idea que define a su vez y de rechazo los límites y el sentido de lo social. (p. 115)