La ciudad bien temperada, Jonathan F. Rose

Las ciudades son extraordinariamente complejas. La muestra la tenemos en la cantidad diversa de disciplinas que la abordan: desde la antropología y la sociología hasta la economía, la arquitectura, el urbanismo o el diseño. Los estudios urbanos, por ejemplo, requieren una gran cantidad de aprendizajes y se puede llegar a ellos desde multitud de caminos distintos.

Cuando se trabaja sobre la ciudad es esencial mantener dos conceptos a la vez en la mente: lo que existe y lo que uno pretende construir, o hacia dónde pretende guiar lo que ya hay. Jane Jacobs escribió el libro sobre urbanismo mejor valorado de la historia, Muerte y vida de las grandes ciudades, basándose en algo muy sencillo: salir a la calle y observar lo que sucedía. Los primeros capítulos del libro son un ataque frontal a Robert Moses (y Lewis Mumford), el máximo exponente del urbanismo racionalista en Nueva York y muy dado a derribar barrios enteros para construir autopistas. Las tesis de Moses y los suyos en los 60 era que los barrios eran malos y había que ceder espacio al vehículo y a la funcionalización; Jacobs, a base de estadísticas y puro sentido común, les mostró que la vida en los barrios era mucho más rica y segura, además de las redes sociales que existían entre los habitantes de la ciudad.

Cualquier excusa es buena para poner una foto de Jane Jacobs.

Criticamos en su momento La ciudad conquistada, de Jordi Borja, porque no hacía una distinción clara entre lo que era descripción de la ciudad y lo que era su deseo para ella. «Y la ciudad más segura no es la formada por compartimentos o guetos, por tribus que se desconocen y por ello se temen o se odian; la ciudad más segura es aquella que cuando llaman a la puerta sabes que es un vecino amigable, que cuando sientes la soledad o el miedo esperas que a tu llamada se enciendan luces y se abran ventanas, y alguien acuda. La convivencia cordial y tolerante crea un ambiente mucho más seguro que la policía patrullando a todas horas.» (p. 352). ¿Por qué la ciudad no puede estar llena de guetos?

Cada cual tiene su visión distinta; eso es válido. Pero ayuda cuando los argumentos que la sostienen son universales y no personales. Tanto Manuel Delgado (El animal público, Sociedades movedizas) como Richard Sennett (El declive del hombre público) dejan claro que defienden un espacio público heterogéneo, confuso, fruto de la mezcla, porque es la única forma en que los ciudadanos pueden educarse ante la diferencia y lo que es la base de la antropología: el otro, la alteridad. Las comunidades son abominables: lo dijo Sennett claramente y lo ha repetido (Construir y habitar), porque la forma más fácil de crear lazos estrechos es buscando enemigos comunes.

En otros casos, la ideología tras la ciudad que uno defiende ni siquiera queda implícita pero empapa toda la visión: El triunfo de las ciudades, de Edward Glaeser, decía, sin decir, que las ciudades son buenas cuando dan dinero. Son buenas cuando consiguen aumentar su PIB, son buenas cuando atraen a personas con alto nivel adquisitivo y las mantienen, son buenas cuando sus habitantes disponen de dinero. «En Londres hay muchos banqueros porque es un buen sitio para ser banquero. En ciudades como Río hay muchos pobres porque son sitios relativamente buenos para ser pobre. Al fin y al cabo, se puede disfrutar de la playa de Ipanema incluso sin dinero.» (p. 103) La ciudad, entendida como cúspide del capitalismo; pero sin tener en cuenta todas las tribulaciones que el capitalismo conlleva, como la inflación del alquiler por la entrada de los grandes fondos de inversión en el mercado inmobiliario o la turistificación de la ciudad mediante, entre muchos otros, Airbnb.

Si citamos El triunfo de las ciudades es porque La ciudad bien temperada, del urbanista y agente inmobiliario Jonathan F. P. Rose, se le parece bastante. La tesis de Rose, que establece un símil con el equilibrio musical que buscaba Bach en su obra El clave bien temperado, es que hay cinco cualidades necesarias para que una ciudad funcione bien: coherencia, circularidad, resiliencia, comunidad y compasión. ¿Cuál es el problema? Que ninguna de estas virtudes se nos explicita claramente: son sólo indicaciones morales de cómo se deberían gestionar las ciudades.

No hay una tesis clara en el libro de Rose. Hay muchos datos, muchos epígrafes, muchos temas mezclados y muy pocas ideas de fondo. O, mejor dicho, hay tantas que nunca se sabe hacia qué lugar apuntan. Se hace un resumen correcto de la historia urbana escogiendo ciudades puntuales y explicando qué aportaron; pero no cómo las ciudades que vinieron después adoptaron esas características y las hicieron propias. Se habla de que la creación de comunidad es buena; ¿pero de qué tipo, cómo se consigue en una ciudad caracterizada por la heterogeneidad y las sacudidas capitalistas? Se dice que la smart city puede ayudar y se habla de Songdo, pero no se entra en detalle sobre la propiedad del software o la intrusividad para los ciudadanos.

Imaginemos una ciudad con las viviendas sociales de Singapur, la educación pública de Finlandia, la retícula inteligente de Austin, la cultura de la bicicleta de Copenhage, la producción de alimentos de Hanói, el sistema de alimentos regionales de Florencia… (p. 41)

El párrafo anterior sigue y sigue, enumerando todas las buenas cualidades de muchas ciudades. Imaginemos una ciudad con todas esas características: no sería ninguna de ellas.

Recientemente han añadido a Netflix un programa sobre la humorista americana Fran Lebowitz que se titula, precisamente, «Pretend it’s a city»: Supongamos que es una ciudad. Habla sobre Nueva York, la niña de los ojos de la humorista, la ciudad en la que lleva cinco décadas y a la que critica en cada una de sus intervenciones. No deja títere con cabeza; y, sin embargo, también queda muy claro que no va a abandonar su ciudad. Nueva York es ruidosa, horrible, llena de gente maleducada y agresiva; pero es su ciudad y está orgullosa de vivir en ella.

El metro de Barcelona es tristemente famoso por la gran cantidad de carteristas que hay en él, sobre todo en las zonas céntricas. Pero eso no es sólo una característica de la ciudad, sino del sistema legal español, que no tiene una medida verdaderamente eficiente para luchar contra ese tipo de crimen. En el metro de Berlín, los revisores van vestidos con ropa de calle: al acceder al vagón, cuando se cierran las puertas, muestran su identificación y solicitan a los viajeros sus billetes. Si fuesen uniformados, quienes viajan sin billete los verían y se limitarían a escapar. Y esto es, también, un reflejo de la sociedad alemana.

Ginebra y Vancouver son ciudades seguras y siempre ocupan posiciones altas en los índices de mejores lugares donde vivir. Son, también, profundamente aburridas, sin nada interesante por hacer ni nada que contemplar por la calle. Eso es lo que hace interesante a Nueva York: pese a las muchas quejas que Lebowitz tenga, todas ellas forman lo que vale la pena mirar, lo que interesa a los demás: la vida urbana.

Las ciudades son redes complejas donde coinciden una gran masa de población heterogénea, los flujos del capital, los flujos migratorios, las redes de cultura, finanzas, crimen, narcotráfico y todas cuanto se imaginen. Considerarlas como una serie de piezas independientes, como un LEGO que puede ser ensamblado a voluntad sin tener en cuenta el resto de elementos, parece una forma errónea de abordarla.

El triunfo de las ciudades, Edward Glaeser

La tesis de El triunfo de las ciudades. Cómo nuestra mejor creación nos hace más ricos, más inteligentes, más ecológicos, más sanos y más felices, del economista estadounidense Edward Glaeser, es bien sencilla: las ciudades, la mejor creación de la humanidad, son, pese a las críticas en contra, la opción más ecológica, económica y enriquecedora para vivir que existe hoy en día. A fin de sostener tal tesis da una serie de ejemplos, curiosos y bien documentados, centrados sobre todo en Estados Unidos, aunque también en Bangalore, Dubai, algunas ciudades europeas… donde se centra en diversos temas: ecología, sanidad, pobreza, lujo, turismo.

Uno de los temas centrales del libro es por qué algunas ciudades decaen y otras triunfan. La respuesta es obvia: porque saben reinventarse, porque disponen de un gran capital humano que les permite adaptarse a los nuevos tiempos. Nos vienen a la mente las palabras de Carlos García Vázquez al describir Tokio en Ciudad hojaldre: una ciudad tan diversa, abierta, orgánica y mutable que es capaz de adaptarse a todos los posibles cambios. Nueva York triunfa porque en ella conviven cientos de miles de personas con diversas funcionalidades; Detroit se hundió porque sólo disponía de una industria, la automovilística; cuando ésta cayó, se llevó a la ciudad con ella.

Lo que nos lleva a plantearnos qué significa triunfar, en términos de una ciudad, para Glaeser: una ciudad triunfa si sigue ganando habitantes a lo largo de su vida. Detroit se vacía, Nueva York cada vez tiene más habitantes. Las ciudades son focos de atracción para todos aquellos que buscan algo nuevo: nuevas opciones de trabajo, de ocio, de consumo, para los que llegan con cierto nivel económico; nuevas opciones de vida, para los que llegan envueltos en un halo de pobreza.

A medida que la proporción de población urbana de una nación aumenta en un 10 por ciento, el rendimiento per cápita aumenta en una media de 30 por ciento. Los ingresos per cápita son casi cuatro veces más altos en los países donde la mayoría de la población vive en ciudades que en aquellos donde la mayoría de la población vive en áreas rurales. (p. 21)

Ya nos hacemos una idea de por dónde va a ir la idea de triunfo de Glaeser: la ciudad es la cúspide del capitalismo; una ciudad es rica si sus habitantes ganan más dinero, producen más dinero, tienen más educación… lo que les permite ganar más dinero.

Las ciudades no empobrecen a la gente, sino que atraen a los pobres. El influjo de gente menos afortunada que reciben las ciudades, ya se trate de Río de Janeiro o de Róterdam, es una prueba d elas virtudes de las ciudades, no de sus defectos. (p. 24)

En esencia podríamos estar de acuerdo: como el propio Glaeser explica más adelante, pese a lo abrumador de la pobreza de, por ejemplo, las favelas de Río, las condiciones de vida del medio rural de Brasil son, en general, peores; y la cercanía de la ciudad conlleva la posibilidad de un cambio, un trabajo, la salida de la favela, algo mucho más complicado en el medio rural. Pero también habría que hablar de las bolsas de pobreza que el capitalismo necesita como mano de obra no cualificada; de la remodelación de las ciudades para atraer a las clases creativas, en vez de su remodelación para acoger a todas las clases… «Hoy en día, las ciudades que tienen éxito, nuevas o antiguas, atraen a los empresarios emprendedores, en parte, porque son parques temáticos urbanos.» Cierto. Pero esto no es así de forma natural: las ciudades se modifican para atraerlos; compiten entre ellos. Porque triunfo, crecimiento de habitantes, crecimiento de productividad, van asociados a ganar más dinero; no a mejores condiciones de vida ni, por supuesto, a ser mejores.

Pese a que su economía es todavía más dinámica que la de Bombay, Shanghái sigue siendo una ciudad mucho más asequible porque la oferta ha crecido al mismo ritmo que la demanda. (p. 28)

Y aquí encontramos el tema que recorre todo el libro pero que, como nos decía hace nada Byung-Chul Han, no está tematizado («el poder se manifiesta allí donde no es tematizado»): el capitalismo, la oferta y la demanda, la mano invisible. Las ciudades funcionan bien porque en ella el capitalismo rige; cuando las leyes de la oferta y la demanda se siguen, los ciudadanos son felices, creadores, emprendedores, productivos, eficientes. Y eso es bueno.

En una sociedad libre, las personas escogen el lugar donde quieren vivir, ya sea de forma explícita, cambiando de ciudad, o de forma implícita, quedándose en su lugar de nacimiento. (…) En Londres hay muchos banqueros porque es un buen sitio para ser banquero. En ciudades como Río hay muchos pobres porque son sitios relativamente buenos para ser pobre. Al fin y al cabo, se puede disfrutar de la playa de Ipanema incluso sin dinero. (p. 103)

Claro, porque es la prioridad de los pobres: que haya buenas playas cerca. Glaeser parece ignorar que, por ejemplo, como nos mostró Raquel Rolnik en La guerra de los lugares, los precios de la vivienda no los decide el mercado, sino el capital, las grandes finanzas, unos pocos grupos de fondos de inversión y conglomerados multinacionales con suficiente poder para modificar el valor de la vivienda a su elección. No es el único tema: el alquiler en Barcelona (por decir una ciudad) es caro por las residencias Airbnb, por sus barrios gentrificados, su localización excepcional y su clima; pero también porque es una ciudad global que busca atraer al capital, porque hay calles enteras cuyos edificios son propiedad de grandes fortunas que las usan como reservas de valor, a la espera de cambios en el mercado. Sería abrumador tratar todos los temas a la vez: pero ignorarlos y atribuirlo todo a la mano invisible que gobierna el mercado muestra cierta miopía, sea o no desinteresada.

Detroit, en decadencia.

No todo el monte es orégano, sin embargo: el libro de Glaeser es ameno, bien nutrido con historias de ciudades y anécdotas sobre cómo se forman, crecen, evolucionan. Glaeser es completamente consciente, por ejemplo, del valor de las personas. Explica en relación a la decadencia de Detroit: «Las cadenas de montaje de Henry Ford son un ejemplo de una extraña criatura: la idea destructora de conocimientos. Si la tecnología de la información parece multiplicar los beneficios de la inteligencia, las máquinas que reducen la necesidad de ingenio humano producen el efecto contrario. Al convertir a los seres humanos en engranajes de una inmensa empresa industrial, Ford consiguió que los trabajadores fueran muy productivos sin que tuvieran que saber gran cosa. Sin embargo, cuando la gente necesita saber menos, también tiene menos necesidad de ciudades que difundan el conocimiento.» (p. 75) Gran defensor de las tesis de Jane Jacobs, también, salvo la idea de la urbanista de que hay que mantener una mezcla de edificios, viejos y nuevos, en los barrios, para favorecer viviendas de todos los precios: Glaeser deja claro que, una casa en medio de la milla dorada de Nueva York no será asequible, sino una rareza de precio incalculable.

Dos notas interesantes que nos deja el libro: la paradoja de Jevons. William Stanley Jevons se dio cuenta de que, a pesar del aumento de la eficiencia de las tecnologías en cuanto al consumo del carbón, que cada vez consumían menos para cubrir más distancias, el consumo total de carbón crecía. Esta paradoja explica por qué las carreteras de acceso a las ciudades están siempre saturadas: porque absorberán tanto tráfico como sea posible hasta quedar bloqueadas, momento en que los conductores empiezan a plantearse usar otras vías o el transporte público.

Y la segunda: la aparición de dos vías fluviales a lo largo de Norteamérica en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el país empezó a desarrollarse económicamente. La segunda, «el canal de Míchigan e Illinois, remataba el gran arco que iba desde Nueva Orleans hasta Nueva York pasando por St. Lous, Chicago, Detroit y Búfalo. Desde 1850 hata 1970, al menos cinco de las diez ciudades más grandes del país se encontraban a lo largo de esa ruta. Los especuladores de Chicago se dieron cuenta de que el canal de Míchigan e Illinois convertiría su ciudad en la piedra angular de ese arco -el punto por donde los barcos del canal que descendían por el río Chicago llegaban a los Grandes Lagos- y el mercado de la tierra de la ciudad experimentó una expansión vertiginosa en la década de 1830, cuando se estaba construyendo el canal. Entre 1850 y 1900, la población de Chicago se multiplicó por cincuenta, pasando de menos de 30.000 habitantes a más de un millón y medio cuando tras las vías acuáticas llegó el ferrocarril.» (p. 70). No sorprende que la primera sociología de la Escuela de Chicago se diese en dicha ciudad, ¿verdad?