Llegamos al libro La condición urbana. La ciudad a la hora de la mundialización, de Olivier Mongin, publicado en francés en el 2005, gracias a las numerosas referencias que de él hacía Lluís Duch en su maravilloso Antropología de la ciudad. Y con razón.
Hoy hay en el mundo 175 ciudades de más de un millón de habitantes; trece de las mayores aglomeraciones del planeta se sitúan en Asia, África o América latina. De las treinta y seis megalópolis anunciadas para el 2015, veintisiete corresponderán a los países menos desarrollados y Tokio será la única ciudad rica que figurará entre las diez mayores urbes del mundo. En semejante contexto, el modelo de la ciudad europea, concebida como una gran aglomeración que reúne e integra, está en vías de fragilización y de marginación. El espacio ciudadano de ayer, independientemente del trabajo de costura que realicen arquitectos y urbanistas, pierde terreno a favor de una metropolización que es un factor de dispersión, de fragmentación y de multipolarización. A lo largo del siglo XX, se pasó progresivamente de la ciudad a lo urbano, de entidades circunscritas a metrópolis. Antes la ciudad controlaba los flujos y hoy ha caído prisionera de la red de esos flujos y está condenada a adaptarse a ellos, a desmembrarse, a extenderse en mayor o menor grado. (p. 19).
Para analizar las consecuencias que este devenir puede tener sobre las ciudades actuales, Mongin separa en tres significados la expresión condición urbana:
- el de las ciudades idealizadas (a menudo relacionado con las ciudades europeas) para entender qué es exactamente la condición urbana ideal, la que debería imperar en la ciudad utópica y que, pese a ser ya inalcanzable, nos permita la comprensión de hacia dónde nos deberíamos encaminar;
- el de la condición urbana actual, la que sobrevive en forma de «economía de archipiélago» y con «ciudades en red»; la división, dispersión, fragmentación; las metrópolis y global cities;
- aplicar la primera acepción de la condición urbana a la segunda; es decir, qué sobrevive hoy en día, en el formato actual de ciudades, de la condición urbana, entendida como ecosistema político, como posibilidad de democracia o de formación de comunidades.
A cada uno de ellos dedica Mongin una parte del libro.
La primera parte, «La ciudad, un ambiente en tensión», empieza con una dicotomía que Mongin no abandonará durante todo el estudio: la del ingeniero (arquitecto, urbanista) y la del poeta (escritor, flâneur si nos apuran). «Mientras el escritor describe la ciudad desde dentro, el ingeniero y el urbanista la diseñan desde afuera, tomando altura, tomando distancia. El ojo del escritor ve de cerca, el ojo del ingeniero o del urbanista, de lejos. A uno le corresponde el adentro, al otro, el afuera. Y ésta es una división muy extraña, si la experiencia urbana consiste precisamente en establecer una relación entre un adentro y un afuera.» (p. 37). Ésa será una de las constantes de Mongin: la relación entre el afuera y el adentro, incluso a nivel humano, entre el cuerpo y el exterior, de ahí a la relación casa-ciudad, comunidad-ciudad; entre «ciudad objeto» y «ciudad sujeto».
Estas dos visiones, se plantea Mongin, ¿deben ser siempre contradictorias? «Para el primero [el arquitecto], la ciudad es un lugar en el que «debe reinar la ley de lo propio», para el segundo [el escritor] el espacio urbano es un no lugar, es decir, «un cruzamiento de móviles, en suma, un lugar practicado.» La expresión es de Michel de Certeau en La invención de lo cotidiano (ya le tenemos ganas en este blog) y se refiere a un lugar donde se lleva a cabo la vita activa en oposición a la vita contemplativa. La ciudad es el súmum de la primera, un lugar donde todo puede y, de hecho, suele suceder; en cambio, cuando uno decide retirarse, volverse anacoreta, ermitaño, lo hace a un desierto, a una montaña, a un monasterio. «Por lo tanto, la ciudad no da lugar a una oposición entre el sujeto individual […] y una acción pública organizada; por el contrario, genera una experiencia que entrelaza lo individual y lo colectivo, se pone en escena a sí misma instalando el tablado en las plazas. La condición escénica del panorama urbano teje el vínculo entre un ámbito privado y uno público que nunca estuvieron radicalmente separados. Tal es el sentido, la orientación, de la experiencia urbana: una intrincación de lo privado y lo público que se tejió, a favor de lo público, mucho antes de que un movimiento de privatización -el que marca el deslizamiento de lo urbano a lo posturbano- transformara en profundidad las funciones tradicionales acordadas a lo privado y lo público.» (p. 40).
El segundo capítulo está dedicado al órgano mediante el cual nos relacionamos con la ciudad: el cuerpo, no sólo el físico, sino también la «forma corporal» de la ciudad. París, por ejemplo, nació a partir de una isla, La Cité, precisamente, y su expansión ha sido en forma de islas concéntricas, una tras otra. Londres, en cambio, no tiene un centro, es un conglomerado, una reunión de órganos donde ninguno prima sobre los otros. «En Londres no hay dos orillas como en París, sino que hay un norte y un sur cuya frontera demarca el Támesis. El cuerpo urbano, que es orgánico en París, se vuelve casi mecánico en Londres» (p. 47). Finalmente, el tercer modelo (Mongin ha estado siguiendo al poeta Paul Claudel para estas reflexiones) es la interacción: Nueva York. Llena de intersticios, de intervalos, de itinerarios que relacionan todas las partes de la ciudad; si París es en el medio de y Londres junto a, Nueva York es entre.
Pero, ¿cuáles son los espacios que favorecen esos itinerarios que entrecruzan pasado y presente? O, para decirlo de otro modo, ¿cómo un lugar o una separación entre lugares llegan a ser una ciudad, un recorrido, una imagen mental? Son espacios que, más que una mediación, una relación entre dos términos, constituyen «huecos», separaciones, y producen un efecto de báscula. El cuerpo de la ciudad pone en tensión el adentro y el afuera, lo interior y lo exterior, lo alto y lo bajo (…), los mundos de lo privado y de lo público. (p. 60).
[…] La forma de la ciudad, su imagen mental, no se corresponde en absoluto con el conjunto que planifican el urbanista y el ingeniero; no es posible decretar sobre un tablero de dibujo, los ritmos que hacen que una ciudad sea más visible o más solidaria. La ciudad existe cuando una cantidad de individuos consiguen crear vínculos provisorios en un espacio singular y se consideran ciudadanos. (p. 64).
El tercer capítulo, la ciudad como puesta en escena, como experiencia vivida, empieza con una cita de Michel de Certeau: «La historia de las prácticas cotidianas comienza a ras del suelo, con los pasos. Éstos son el número, pero un número que no forma una serie. El hormigueo es un conjunto innumerable de singularidades. Los juegos de pasos no confeccionan espacios. Los traman.» (p. 71; la negrita es nuestra). El recorrido a pie, el paseo, es la forma básica de transitar la ciudad, o lo ha sido históricamente. Es la forma como se forja la imagen mental (personal, propia, aunque orientada, sí) de la ciudad, pero también la forma como el transeúnte sale a la calle. «Salirse de uno mismo. Salir de casa. Pero ¿para encontrarse con quién? ¿Para experimentar qué?» (p. 76).
Y ahí vuelven dos viejos amigos: Baudelaire y la figura del flâneur, aunque también el badaud, el vagabundo, de Nerval. La salida de uno mismo, en palabras de Baudelaire, pasa por estar entre la multitud para estar solo y por ser varios cuando no hay nadie; ésa es la primera característica de la flânerie. Pero la segunda consiste en un deseo de modificar la propia apariencia para ocupar el lugar de otros. «Ésta es la razón por la cual suele percibirse el espacio público como un teatro y la causa de que la teatralización pública pueda dar lugar a una comedia de apariencias en la que las máscaras se intercambian hasta el infinito», aunque Baudelaire lo dirá de forma más hermosa en los Pequeños poemas en prosa: «… gozar del gentío es un arte y sólo aquel al que un hada le haya insuflado en la cuna el gusto por el travestismo y la máscara, el aborrecimiento del domicilio y la pasión por los viajes puede obtener, a expensas del género humano, un festín de vitalidad.» Y de ahí surge también el spleen, la melancolía de la vida, «asociado a la idea de que en la ciudad ya nadie está definitivamente en su lugar».
Pero no hay que confundir al flâneur con el burgués, avisa Mongin, aunque ambos habiten los mismos passages y bulevares formados por el hierro que permite también la arquitectura del cristal: el flâneur transita, el burgués adquiere en los escaparates y los grandes almacenes para llevar los objetos a su casa, a su interior y su privacidad; «la participación en el espacio público tiene como único destino el consumo.» (p. 84).
El siguiente paso tras la figura del flâneur se da en Chicago (en las ciudades de Norteamérica) y consiste en una ulterior despersonalización del transeúnte. «Entonces ya no queda nada más que los espejos de la exterioridad, lo brillante, los anuncios, las publicidades.» La geografía social de Balzac ha quedado atrás: los personajes de las novelas americanas «transitan diversos mundos, islas etnográficas como las de la cartografía que traza la Escuela de Chicago» (p. 93). «Lo que hace el sujeto que se expone no es tanto ir del interior al exterior como inventarse en función de lo que toma prestado del exterior en el escenario urbano.»
Ya sea que viviera uno al ritmo de la ciudad haussmanniana, al de Londres o al de Chicago, a fines de ese siglo XIX industrial, el orden de los valores se estaba trastocando puesto que los flujos cobraban progresivamente más fuerza que los lugares y los paisajes. Si uno se atiene a esta interpretación de la noción de flujo, comprende retrospectivamente que la ciudad industrial fue el motor histórico de una inversión de la relación entre los lugares urbanos y los flujos externos que esos lugares ya no pueden controlar. (…) La haussmannización no se limita a crear distancia o acotamiento sino que además procura, con el mismo propósito que las vías férreas, reducir los obstáculos y los roces. (p. 95).
La ciudad actual, por lo tanto, se convierte en un lugar donde las personas van de un lugar a otro, a menudo sin soportar la espera o la aparición de posibles obstáculos; noción que entronizará Le Corbusier al añadir, a las funciones del trabajo, la habitabilidad y el tiempo libre, la de la circulación.
El cuarto capítulo concibe el espacio público como la materialización de la política, de la res publica. Es especialmente interesante la reflexión sobre cómo el triunfo de la ciudad, a finales de la Edad Media y con el Renacimiento, supone su sumisión definitiva a una entidad que las absorbe: el Estado. Lo recuerdan Deleuze y Guattari: «La ciudad (…) es un instrumento de entradas y salidas ordenadas por una magistratura. La forma Estado es la instauración o el ordenamiento del territorio. Pero el aparato del Estado es siempre un aparato de captura de la ciudad.» (p. 116).
Y el quinto capítulo se centra en el concepto con el que terminó el tercero: la ciudad de los flujos. La ciudad como nexo por el que circulan tanto los bienes como las personas como el capital, y cómo esta preeminencia de los flujos decanta la batalla entre lo público y lo privado a favor del último y destruye las relaciones cordiales entre el interior y el exterior. Estas relaciones habían sido de tres formas posibles: la ciudad europea («un interior que puede abrir a un exterior autónomo»), la ciudad radiante («un corte radical entre lo exterior y lo interior, puesto que no es concebible ningún espacio público») y la ciudad árabe (un espacio público que no es más que una prolongación de lo interor»).
La ciudad de los flujos lo desgarra: es la ciudad de la fragmentación y la ruptura.
El progresismo urbanístico y arquitectónico puso en tela de juicio la experiencia urbana como tal, es decir, la posibilidad misma de establecer relaciones. Esto afecta ineludiblemente los pares que estructuran la experiencia urbana: la relación entre un centro y una periferia, la relación de lo interior y lo exterior, la relación de lo privado y lo público, del adentro y el afuera. La aparición de la sociedad en red, simultánea a la de la tercera mundialización, da forma a nuevas tendencias en el urbanismo occidental.
Por un lado, segmenta, fracciona; por el otro, reúne a individuos próximos en ciudades homogéneas. Puesto que ya no relaciona, organiza lógicamente tipos de reunión y de agregación homogéneos. Estas dos características tienen consecuencias: lo que no es integrable se expulsa al exterior y el centro reúne en un solo objeto la ciudad entera. (p. 156)
Éste será el gran tema de la segunda parte: la postciudad o ciudad de los flujos.