Ciudad de muros, Teresa Caldeira

Hace aproximadamente un año le dábamos vueltas en el blog a la diferencia entre la sociología y la antropología urbanas. La cuestión nos surgió a raíz de lecturas como Sociología Urbana, de Francisco Javier Ullán de la Rosa; Antropología Urbana, de Josepa Cucó, o La ciudad desdibujada«, de Francisco Monge. Quien nos acabó perfilando el tema fue José Ignacio Homobono con su artículo «Antropología urbana: itinerarios teóricos…«, donde recorría toda la historia de la disciplina; pero quien respondió de verdad fue Amalia Signorelli con su Antropología Urbana, donde dejaba claro, y además lo argumentaba bien, que la antropología urbana debe estudiar las «concepciones del mundo y de la vida, de sistemas cognoscitivo-valorativos elaborados en y por contextos urbanos» y que la antropología es el estudio del otro. Del otro diverso; y del lugar en el que el otro nos coloca al uno, que no es el otro.

Como consecuencia de esa reflexión nos hemos ido acercando a la lectura de diversos libros que estudian una ciudad concreta a partir de la antropología. En breve reseñaremos el caso de Palma de Mallorca de manos de Jaume Franquesa, pero el libro que traemos hoy es una obra maestra, Ciudad de muros [2000, leemos la edición de gedisa, 2007, traducida por Claudia Solans], donde la antropóloga Teresa Caldeira estudia a fondo la ciudad de São Paulo y, sobre todo, las nuevas formas de urbanismo neoliberal que están aumentando la fragmentación, la segregación y la exclusión en la ciudad.

Ciudad de muros se refiere a los enclaves, físicos y culturales, que han brotado por todo São Paulo, similares a las gated communities de que hemos hablado en otras ocasiones en el blog (pero a la vez distintas a ellas; luego entraremos a fondo en el asunto) pero también a las separaciones sociales y culturales que se dan entre grupos distintos cuando los espacios en que habitan dejan de ser los mismos. Precisamente ahí empieza el estudio, con el habla del crimen, con cómo la experiencia del crimen como algo cotidiano campa entre los habitantes de São Paulo, lo hayan vivido en sus carnes o no, y se convierte en una narrativa omnipresente que justifica todas las medidas de seguridad y legitima todas las defensas posibles. El crimen marca un antes y un después; pero su narración se va perfilando y adaptando hasta incluir dos etapas distintas, un antes mitificado, un antes libre de pobres, de inmigrantes, de problemas, de peligros, y un después donde ya nada es igual y se han perdido las certezas; en general, por culpa del otro.

Los espacios fortificados son espacios privatizados, cerrados y monitoreados, destinados a residencia, ocio, trabajo y consumo. Pueden ser shopping centers, conjuntos comerciales y empresariales, o condominios residenciales. Atraen a aquellos que temen la heterogeneidad social de los barrios urbanos más antiguos y prefieren dejarlos para los pobres, los «marginales», los sin techo. Por ser espacios cerrados cuyo acceso es controlado privadamente, aun cuando tengan un uso colectivo y semipúblico, transforman profundamente el carácter del espacio público. En verdad, crean un espacio que contradice directamente los ideales de heterogeneidad, accesibilidad e igualdad que habían ayudado a organizar tanto el espacio público moderno como las modernas democracias. (p. 14)

Antes de entrar en materia, sin embargo, y teniendo en cuenta que Caldeira es una antropóloga brasileña que vive y trabaja entre São Paulo y California, recoge la distinción de Stocking («Afterword: A View from the Center», 1982) entre las antropologías nation-building y las empire-building, es decir, una antropología «internacional», de corriente euroamericana, y una «antropología de la periferia», que son el resto. Los del primer tipo proceden como Marco Polo en Las ciudades invisibles: describen todas las ciudades que visitan… sin concretar de las suyas, pero sin dejar de tenerlas en cuenta. La antropología de la periferia, en cambio, suele centrarse en sus países y los estudia con tanto ahínco que acaba cayendo en su singularidad, gesto que Caldeira, formada entre ambos mundos, ha tratado de evitar con este libro. Por ello, Ciudad de muros habla de São Paulo pero se refiere a procesos que, tal vez de modo distinto, se están dando también en Los Ángeles, Miami, Nueva York, Roma o Barcelona.

Al contrario que la experiencia del crimen, que rompe el significado y desorganiza el mundo, el habla del crimen simbólicamente lo reorganiza al intentar restablecer un cuadro estático del mundo. Esta reorganización simbólica se expresa en términos muy simplistas que se apoyan en la elaboración de pares de oposición ofrecidos por el universo del crimen, siendo el más común el del bien contra el mal. (p. 34)

En Moóca, uno de los barrios de São Paulo donde Caldeira realizó sus investigaciones, el antes suele presentar el barrio idealizado, cuando era una zona industrial con muchas fábricas y empleo; y el después se sitúa con la reducción de esa industrialización (deslocalizada), la demolición de algunas de las casas antiguas para recibir la llegada del metro y cierta gentrificación en el barrio. Todo ello queda resumido en la llegada de los inmigrantes del norte de Brasil (los «nordestinos»), que se perciben como la causa de que el barrio se haya degradado; se perciben como «el otro» frente a un «nosotros» ficticio que es quien mantiene la «verdadera identidad» del barrio. «Eligen, entonces, a los recién llegados, migrantes como ellos, pero que llegaron después y son más pobres, para expresar los límites de su comunidad y acentuar su propia superioridad social. Los recién llegados son tachados de extranjeros –como los padres de los residentes más antiguos– pero también de invasores que están destruyendo el lugar que los residentes de Moóca y sus padres conquistaron y construyeron para sí.» (p. 45) Además, «las categorías son rígidas: no están hechas para describir el mundo de forma precisa, sino para organizarlo y clasificarlo simbólicamente.»

Por ello, existen lugares que son más sospechosos que otros: en concreto, las favelas y los conventillos (casas coloniales grandes con muchas habitaciones donde convive una gran cantidad de personas). Caldeira los clasifica ambos como «espacios liminares» y, en la significación popular, quedan «excluidos del universo de lo adecuado, son simbólicamente constituidos como espacios del crimen, espacios de características impropias, contaminantes y peligrosas» (p. 98).

El siguiente capítulo estudia la relación entre el aumento del crimen, el largo historial de abusos de la policía de São Paulo y las consecuencias para la democracia, aunque no entraremos en él porque se aleja de la temática del blog.

La tercera parte, sin embargo, cae de pleno en ella. Caldeira explica los tres patrones de segregación espacial que ha sufrido São Paulo a lo largo del siglo XX:

  • la primera, que empezó en el XIX y se extendió hasta los años 40, «produjo una ciudad concentrada en la que los diferentes grupos sociales se comprimían en un área urbana pequeña y estaban segregados por tipos de viviendas»;
  • la segunda, de 1940 hasta los años 80, estuvo controlada por la forma «centro-periferia», con una gran separación física entre las distintas clases sociales: las altas y medio-altas viven en el centro, donde existen todas las infraestructuras necesarias, mientras que las bajas viven en las afueras, en las «distantes y precarias periferias»;
  • finalmente, una tercera forma actual que se superpone a la anterior y donde los grupos están separados por muros, físicos o estructurales, y «enclaves fortificados»: «espacios privatizados, cerrados y monitoreados, para residencia, consumo, recreación y trabajo» (p. 257).

El segundo patrón, el centro-periferia, estuvo trufado de asociaciones y entidades políticas (como el Banco Nacional de Habitación o el Sistema Financiero de Habitación) creadas con el fin de fomentar la vivienda entre todos los habitantes pero reconvertidas en financieras que apoyaban la propiedad de las viviendas para las clases medias (como la Federal Housing Association en Estados Unidos durante la white flight), provocando que en los años 70 «las personas de diferentes clases sociales no sólo estaban separadas por grandes distancias sino que también tenían tipos de viviendas y calidad de vida urbana radicalmente diferentes».

A mediados de los 70 las periferias se movilizaron para tratar de conseguir lo que tenían las clases medias: un acceso digno a la vivienda en entornos con infraestructuras adecuadas. Pero llegó la desindustrialización y el trasvase hacia el sector servicios y surgieron nuevas zonas de oficina, consumo y comercio «que atrajeron tanto a residentes ricos como altas inversiones». Aumentó el crimen, se generó el habla del crimen con que Caldeira empezaba su estudio y las distintas clases sociales optaron por fortificarse para evitar el peligro.

La imagen que se ha vuelto icónica de la desigualad en Brasil.

¿Cuáles son las características básicas de los enclaves fortificados?

  • 1. «Son propiedad privada para uso colectivo y enfatizan el valor de lo que es privado y restringido, al mismo tiempo que desvalorizan lo que es público y abierto en la ciudad» (p. 313)
  • 2. Están claramente delimitados y aislados por muros.
  • 3. Están volcados hacia el interior y no hacia la calle.
  • 4. Controlados por sistemas de seguridad y guardias armados.
  • 5. Son flexibles: debido a las nuevas tecnologías y formas de organización, son entidades autónomas que pueden situarse en cualquier lugar, por lo que se alzan como entidades independientes de sus alrededores.
  • 6. Tienden a ser socialmente homogéneos.

Pese a que su origen se podría encontrar en los CID (common interest developments) y los suburbios norteamericanos, los condominios cerrados brasileños presentan algunas diferencias respecto a éstos:

  • 1. Mientras que en Estados Unidos las gated communities constituyen sólo el 20% de los CID, en Brasil todos los condominios están cerrados con muros y acceso controlado.
  • 2. En Brasil la mayoría de condominios son edificios de apartamentos, eminentemente urbanos, a diferencia de en Estados Unidos, que suelen ser enclaves suburbanos.
  • 3. Si los CID americanos suelen buscar cierta uniformidad en la estética, los brasileños lo rechazan, porque se suelen relacionar las casas estandarizadas con las viviendas de las clases bajas.
  • 4. Finalmente, y tal vez como consecuencia de lo anterior, los enclaves brasileños no hacen ninguna referencia a la comunidad, ni a la creación de lazos sociales entre sus miembros, a diferencia de Estados Unidos, donde se erigen como bastiones de determinados tipos de personas (jubilados, cristianos, familias con niños, gays…) y donde la seguridad se publicita como un aspecto casi secundario.

Los condominios son espacios cerrados con seguridad privada concebidos como universos autónomos. Suelen promocionarse con sus instalaciones, como gimnasios, bibliotecas, clubes privados… que la mayoría de las veces quedan sin utilizar.

Dentro de los condominios, la falta de respeto por la ley es casi una regla. Las personas se sienten más libres para desobedecer la ley porque están en espacios privados de los cuales la policía es mantenida lejos, y porque las calles de los complejos se consideran como extensiones de sus jardines. En verdad, cuando las personas tienen nociones frágiles sobre el interés público, responsabilidad pública y respeto por los derechos de otras personas, es improbable que lleguen a adquirir esas nociones dentro de los condominios. (p. 337)

Por ejemplo en Alphaville, uno de los primeros condominios cerrados de la ciudad y tan conocido que su nombre se ha convertido en el genérico de los condominios, en apenas dos años (marzo de 1981 a enero de 1991) se produjeron 646 accidentes con 925 heridos y 6 muertos, en general provocado por adolescentes que aprendían a conducir o se sentían seguros usando el coche dentro del condominio, y las víctimas eran, en general, niños que estaban jugando en las calles. Sin embargo, los vigilantes de seguridad privada no tienen verdadera libertad para reprender a esos adolescentes, porque en el fondo son empleados de sus padres y corren el riesgo de quedarse sin empleos; y la policía a menudo ni siquiera es consciente de los hechos, porque se consideran «domésticos» y se resuelven dentro del condominio, desvalorizando aún más lo público.

São Paulo es hoy una ciudad de muros. Los residentes de la ciudad no se arriesgarían a tener una casa sin rejas o barrotes en las ventanas. Barreras físicas cercan espacios públicos y privados: casas, edificios, parques, plazas, complejos empresariales, áreas de comercio y escuelas. A medida que las elites se retiran hacia sus enclaves y abandonan los espacios públicos para los sin techo y los pobres, el número de espacios para encuentros públicos de personas de diferentes grupos sociales disminuye considerablemente. Las rutinas diarias de aquellos que habitan espacios segregados –protegidos por muros, sistemas de vigilancia y acceso restringido– son muy diferentes de las rutinas anteriores en ambientes más abiertos y heterogéneos. (p. 363)

Para empezar: puesto que el espacio para los ricos está cerrado, «el espacio que sobra es abandonado a aquellos que no pueden pagar para entrar» (p. 378). A priori, por lo tanto, y puesto que los ricos han escogido su espacio, lo que queda debería ser espacio de todos, espacio público (y habría que reflexionar aquí cómo, de nuevo, las clases altas escogen espacio y compañías mientras que las clases bajas tiene que conformarse con aquello que les toca en suerte). Sin embargo, y puesto que los espacios acaban siendo habitados por grupos homogéneos, el verdadero espacio público desaparece: «los caminos dentro de las favelas son espacios para caminar, pero las favelas acaban siendo tratadas como enclaves privados: sólo residentes y conocidos se aventuran a entrar y todo lo que se ve desde las calles públicas son algunas pocas entradas». Entraríamos, si acaso, en el gueto (o el hipergueto) del que hablaba Wacquant.

Quedan unos cuantos barrios donde aún hay gente en las calles, explica Caldeira. Por un lado son los barrios más populares donde aún las clases «medias» se sienten cómodas paseando; por el otro son los barrios de clases medias-altas que, sin embargo, están poblados por cámaras de vigilancia y seguridad privada, convertidas en verdaderos enclaves privados encubiertos, similares a las millas de oro de que hablaba Francesc Muñoz en Urbanalización: centros comerciales al aire libre pero que reproducen los mismos aspectos que los centros comerciales cerrados y donde tampoco todo el mundo tiene paso franco, pues cada uno es sospechoso en función de su apariencia.

Las funciones del espacio público, de la calle, vaya, se transfieren a entornos privados; y es aquí donde Caldeira conecta con la ciudad de Los Ángeles pero también con los centros comerciales y la ciudad análoga de la que hablaban Margaret Crawford y Trevor Boddy en Variaciones sobre un parque temático, editado por Michael Sorkin. En la ciudad norteamericana aún existen espacios abiertos y no privatizados de uso público intenso, pero suelen caer en dos tipos concretos: «espacios cada vez más segregados y socialmente homogéneos» (Caldeira pone como ejemplo los parques latinos o las áreas de negocios de lujo de Beverly Hills) y espacios especializados, especialmente para ocio y consumo, convertidos en una especie de parque temático (la Promenade de Santa Mónica o la playa de Venice).

Comparada a la de São Paulo, la fortificación de Los Ángeles es blanda. Donde barrios como Morumbi usan muros altos, cercas de hierro y vigilantes armados, el West Side de Los Ángeles usa principalmente alarmas electrónicas y pequeñas señales anunciando «Respuesta armada». Mientras la elite de São Paulo claramente se apropia de espacios públicos –cerrando calles públicas con cadenas y otros obstáculos físicos e instalando guardias privados armados para controlar la circulación–, la elite de Los Ángeles todavía muestra algún respeto por las vías públicas. Sin embargo, las comunidades cercadas por muros que se apropian de calles públicas están proliferando, y es posible preguntarse si el patrón más discreto de separación y vigilancia de Los Ángeles no se relaciona en parte con el hecho de que los pobres ya viven lejos de West Side, mientras en Morumbi viven al otro lado de la calle. Además, la policía de Los Ángeles –a pesar de ser considerada como una de las más parciales y violentas de los Estados Unidos– todavía parece ser efectiva y no violenta si se la compara a la de São Paulo. (p. 403)

Aquí Caldeira inserta dos posibles interpretaciones, dadas por autores muy distintos. El primero es Charles Jencks (del que hablamos a propósito del postmodernismo tanto en el análisis de Harvey La condición de la posmodernidad como, sobre todo, en Los orígenes de la posmodernidad, de Perry Anderson), analista de la postmodernidad en la arquitectura, quien llega a la conclusión de que, dada la enorme diversidad de la ciudad, y teniendo en cuenta la situación económica (su análisis es de 1993), las personas cada vez necesitarán más protección y fortificación. Para Jencks, la seguridad será una necesidad y sitúa la heterogeneidad étnica de la ciudad como la razón para sus conflictos sociales, por lo que la separación le parece una solución.

Por otro lado, la voz crítica contra la fortificación de Los Ángeles es la de Mike Davis tanto en Ciudad de cuarzo como en «Fortaleza LA» (recogido en el ya citado Variaciones sobre un parque temático). Davis considera que la segregación y la fortificación del espacio no son más que una estrategia neoliberal con funciones represivas y punitivas sobre las clases bajas, como también lo consideraba Wacquant.

Caldeira rechaza el uso de la etiqueta «postmodernas» para referirse a estas nuevas configuraciones del espacio, que usaron, por ejemplo, Edward Soja y Michael Dear (en un artículo recogido en The City: Los Angeles and Urban Theory at the End of the Twentieth Century editado por Allen J. Scott y el propio Soja) porque desplaza el tema de interés de la configuración del espacio, que no deja de ser una lucha de clases o una imposición neoliberal, hacia la flexibilidad, el flujo, el sincretismo social o la «heterodoxia social» propias de las etiquetas postmodernas.

Una vez que los muros se construyen, alteran la vida pública. Los cambios que estamos viendo en el espacio urbano son fundamentalmente no democráticos. Lo que se está reproduciendo en el espacio urbano es segregación e intolerancia. El espacio de esas ciudades es la arena principal en la cual se articulan esas tendencias antidemocráticas. (p. 410).

Todo lo sólido se desvanece en el aire, Marshall Berman

Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, de Marshall Berman, debe su título a una frase de Marx. El libro, publicado en Nueva York en 1982 y editado en España por Siglo XXI (1988, traducción de Andrea Morales Vidal), reivindica la experiencia de la modernidad como un proceso que aún no se ha agotado, en contra de los postulados postmodernistas. Para ello, Berman, doctor en Filosofía por Harvard y gran humanista marxista, recorre a algunos de los grandes nombres que han seguido la tradición modernista (Goethe, Marx, Baudelaire, Dostoyevski y tantos otros) para poner de manifiesto en qué consisten la modernidad, la modernización y su proyecto. Todo lo sólido se desvanece en el aire es de esas lecturas que estamos tentados de incluir por entero, de principio a fin, en el blog; pero entonces esto no sería un blog de apuntes, sino un compendio de libros. Sin embargo, recomendamos encarecidamente su lectura: es ameno, agradable de leer y da para muchas reflexiones.

La edición española (reimpresión de 2011) empieza con un prefacio a la edición de Penguin de 1988 que habla de Brasilia, ciudad a la que Berman acudió en 1987. Desde el cielo le pareció una ciudad espléndida.

Pero desde el nivel del suelo, en el cual la gente vive y trabaja realmente, es una de las ciudades más deprimentes del mundo. Éste no es el lugar adecuado para hacer una descripción detallada del diseño de Brasilia, pero la sensación general —confirmada por todos los brasileños que conocí— es la de inmensos espacios vacíos en los cuales el individuo se siente perdido, tan sólo como un hombre que estuviese en la luna. Hay una ausencia deliberada de espacios públicos en los cuales las personas puedan reunirse y conversar, o simplemente mirarse entre sí y pasar el rato. Se rechaza explícitamente la gran tradición del urbanismo latino, en el cual la vida citadina se organiza en torno a una plaza mayor. (p. xii)

Brasilia podría funcionar como base militar o como sede de un poder autónomo; pero no como lugar de la democracia, porque sus calles rehuyen el encuentro, el diálogo, la posibilidad de toparse con otros. Niemeyer, autor de la ciudad junto a Lucio Costa, respondió de forma airada a las críticas de Berman defendiendo su ciudad como la encarnación «de las esperanzas del pueblo brasileño, en especial su deseo de modernidad» (p. xiii). Eso llevó a Berman a reflexionar hasta qué punto la ciudad era «culpa» de Costa o Niemeyer: ¿acaso en los 60 y 70 no hubo intentos por doquier de hacer ciudades como Brasilia, según los postulados de Le Corbusier?, ¿no es probable que cualquier otro proyecto ganador hubiese sido prácticamente igual al que finalmente se construyó? Y esas reflexiones llevan a Berman a resaltar uno de los temas esenciales del libro, y por ende de la modernidad: el diálogo. La comunicación y el diálogo «están entre las pocas fuentes sólidas de significado con que podemos contar» (p. xv).

Puede decirse que los posmodernistas desarrollaron un paradigma que choca enérgicamente con el de este libro. He sostenido que la vida y el arte y el pensamiento modernos tienen la capacidad de una autocrítica y una autorrenovación perpetuas. Los posmodernistas mantienen que el horizonte de la modernidad está cerrado, que sus energías se han agotado… de hecho, que la modernidad ha pasado de moda. El pensamiento social posmoderno vierte su desprecio sobre todas las esperanzas colectivas de progreso moral y social, de libertad personal y felicidad pública, que nos legaron los modernistas de la Ilustración del siglo XVIII . Esas esperanzas, dicen los posmodernos, han demostrado estar en bancarrota y ser, en el mejor de los casos, fantasías vanas y fútiles o, en el peor, máquinas de dominación y de una esclavización monstruosa. Afirman poder ver a través de las «grandes narrativas» de la cultura moderna, especialmente de «la narrativa de la humanidad como héroe de la libertad». La característica de la sofisticación posmoderna es haber «perdido incluso la nostalgia por la narrativa perdida». (p. xvi)

Ser modernos es vivir una vida de paradojas y contradicciones. Es estar dominados por las inmensas organizaciones burocráticas que tienen el poder de controlar, y a menudo de destruir, las comunidades, los valores, las vidas, y sin embargo, no vacilar en nuestra determinación de enfrentarnos a tales fuerzas, de luchar para cambiar su mundo y hacerlo nuestro. Es ser, a la vez, revolucionario y conservador: vitales ante las nuevas posibilidades de experiencia y aventura, atemorizados ante las profundidades nihilistas a que conducen tantas aventuras modernas, ansiosos por crear y asirnos a algo real aun cuando todo se desvanezca. Podríamos incluso decir que ser totalmente modernos es ser antimodernos: desde los tiempos de Marx y Dostoievski hasta los nuestros, ha sido imposible captar y abarcar las potencialidades del mundo moderno sin aborrecer y luchar contra algunas de sus realidades más palpables. (p. xix)

Y, ya en la introducción a la obra, empieza con estas palabras, toda una declaración de intenciones:

Hay una forma de experiencia vital —la experiencia del tiempo y el espacio, de uno mismo y de los demás, de las posibilidades y los peligros de la vida— que comparten hoy los hombres y mujeres de todo el mundo de hoy. Llamaré a este conjunto de experiencias la «modernidad». Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. Los entornos y las experiencias modernos atraviesan todas las fronteras de la geografía y la etnia, de la clase y la nacionalidad, de la religión y la ideología: se puede decir que en este sentido la modernidad une a toda la humanidad. Pero es una unidad paradójica, la unidad de la desunión: nos arroja a todos en una vorágine de perpetua desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx, «todo lo sólido se desvanece en el aire». (p. 1)

Berman habla de «la vorágine de la vida moderna» (p. 2), un proceso alimentado por muchas fuentes como los descubrimientos científicos, la industrialización, las alteraciones demográficas, el crecimiento urbano, el desarrollo de las comunicaciones o la creación de los Estados, con su enorme burocracia.

En el siglo XX, los procesos sociales que dan origen a esta vorágine, manteniéndola en un estado de perpetuo devenir, han recibido el nombre de «modernización». Estos procesos de la historia mundial han nutrido una asombrosa variedad de ideas y visiones que pretenden hacer de los hombres y mujeres los sujetos tanto como los objetos de la modernización, darles el poder de cambiar el mundo que está cambiándoles, abrirse paso a través de la vorágine y hacerla suya. A lo largo del siglo pasado, estos valores y visiones llegaron a ser agrupados bajo el nombre de «modernismo». Este libro es un estudio de la dialéctica entre modernización y modernismo. (p. 2).

Para comprener un proceso tan complejo, Berman lo divide en tres etapas: la primera aparición de la vida moderna, desde comienzos del siglo XVI a finales del XVIII, con la búsqueda de un vocabulario para comprender todos esos cambios; la ola revolucionaria a partir de 1790 (revoluciones francesa e industrial) y el surgimiento del gran público moderno que es consciente de vivir en una época de cambios y revoluciones pero que aún recuerda las formas de vida anteriores; de ahí surgen las ideas de modernidad y modernización. Y la tercera etapa, el siglo XX, cuando el proceso de modernización se expande a la totalidad del mundo y «se rompe en una multitud de fragmentos, que hablan idiomas privados inconmensurables» (p. 3).

Berman sitúa a Rosseau como la primera voz moderna arquetípica. En La nueva Eloísa, el protagonista, Saint-Preux, va del campo a la ciudad, como tantas personas a partir de entonces, y allí descubre un mundo nuevo donde todo es posible: desde lo sublime hasta lo profano. «Esta atmósfera -de agitación y turbulencia, vértigo y embriaguez psíquicos, extensión de las posibilidades de la experiencia y destrucción de las barreras morales y los vínculos personales, expansión y desarreglo de la personalidad, fantasmas en la calle y en el alma- en la atmósfera en que nace la sensibilidad moderna.» (p. 4)

Al cabo de sólo 100 años, el paisaje urbano ha cambiado completamente: fábricas, vías férreas, zonas industriales, ciudades enormes donde conviven la burguesía con un proletariado hacinado. Se alzan voces críticas contra el horror que eso supone; pero ninguna de esas voces, destaca Berman, querría ya vivir fuera de la modernización. En Marx encontramos que «el movimiento dialéctico de la modernidad se vuelve irónicamente contra su fuerza motriz: la burguesía». Pero eso no supone un final, porque todo movimiento, hasta el que supone el fin del modernismo, se encuentra atrapado en sus redes. También Nietzche comprendió que la dialéctica se hallaba en los fundamentos de la modernización: «la humanidad moderna se encontró en medio de una gran ausencia y vacío de valores pero, al mismo tiempo, una notable abundancia de posibilidades» (p. 8).

En la tercera fase, sin embargo, «hemos perdido o roto la conexión entre nuestra cultura y nuestras vidas», pese a la existencia de nombres tan modernos como Grass, García Márquez, Herzog o Richard Foreman, por citar sólo unos pocos de los que Berman menciona. «Jackson Pollock imaginaba sus cuadros chorreantes como selvas en que los espectadores podían perderse (y desde luego encontrarse); pero en gran medida hemos perdido el arte de introducirnos en el cuadro, de reconocernos como participantes y protagonistas del arte y del pensamiento de nuestro tiempo» (p. 11).

La dialéctica, la ambigüedad, se perdió por ejemplo a principios de siglo con los futuristas, para los cuales sólo existían la tradición como esclavitud y la modernidad como libertad. «(…) su romance acrítico con las máquinas, unido a su total alejamiento de la gente, se reencarnaría en formas menos fantásticas, pero de vida más larga (…) las pastorales tecnocrácticas del Bauhaus, Gropius y Mies van der Rohe, Le Corbusier y Léger, el Ballet mécanique» (p. 13) o incluso, más tade, en Buckminster Fuller y McLuhan.

Se perdió la fe en el hombre y su capacidad de lucha; es lo que sucedió, por ejemplo, con el Max Weber de La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904), donde «el poderoso cosmos del orden económico moderno» es visto como una «jaula de hierro» (p. 14). O, un paso más allá, cuando se contemplaba al hombre moderno como «esas masas pululantes que nos apretujan en las calles y en el Estado, no tienen una sensibilidad, una espiritualidad o una dignidad como la nuestra» (p. 16), donde Berman destaca a Ortega, Spengler, Maurras, T. S. Elliot y Allen Tate y que llega al extremo con El hombre unidimensional de Marcuse: cuando las masas, incluso las personas, están vacías y sus sueños no son suyos, sino vulgares programaciones del sistema.

En los sesenta surgieron tres formas distintas de modernismo. El modernismo «que intenta marginarse de la vida moderna» lo ejemplifica en Roland Barthes: el mensaje es el medio, «la búsqueda del objeto de arte puro y autorreferido», sin relación con la vida social moderna. Pese a que muchos artistas agradecieron la dignidad que este movimiento les otorgaba, pocos pudieron mantenerse fieles completamente a él, pues confería «la libertad de un hermoso sepulcro».

El «modernismo como revolución permanente» que buscaba derrocar la tradición (Rosenberg) o una cultura de la negación (Trilling) y se preocupaba poco por la reconstrucción de todo lo que quería construir. Berman lo vincula al amor desmedido por la técnica (Le Corbusier o Frank Lloyd Wright) y denunciar que carece de «la fuerza afirmativa y vitalizadora» de los grandes nombres modernistas: las figuras del Guernica luchando por vivir, Alisha Karamazov, «que en medio del caos y la angustia besa y abraza la tierra», o Molly Bloom, que acaba el Ulisses con «sí dije sí quiero Sí».

La visión «afirmativa» del modernismo incluye a John Cage, Marshal McLuhan, Susan Sontag o Robert Venturi, por citar algunos. Suponía «romper las fronteras de las especialidades para trabajar juntos en producciones y actuaciones que combinaran diversos medios y crearan unas artes más ricas y polivalentes» (p. 21). En ocasiones se llamaron a sí mismos «posmodernistas», y si bien Berman celebra algunos de sus logros, así como el soplo de aire fresco que supuso su llegada, lamenta que nunca tuviesen «la garra crítica» de los nombres del pasado como Apollinaire, Baudelaire o Whitman.

Muchos intelectuales, destaca Berman, han caído en el estructuralismo, un «mundo que simplemente deja la cuestión de la modernidad (…) fuera del mapa» (p. 23), o en el postmodernismo, que «se esfuerza por cultivar la ignorancia de la historia y la cultura modernas». Mientras tanto, los científicos sociales «han dividido la modernidad en una serie de componentes separados» y se han opuesto a cualquier intento de integrarlos en un todo (p. 23).

Casi el único autor de la pasada década que ha dicho algo sustancial sobre la modernidad es Michel Foucault. Y lo que dice es una serie interminable y atormentada de variaciones sobre los temas weberianos de la jaula de hierro y las nulidades humanas cuyas almas están moldeadas para adaptarse a los barrotes. Foucault está obsesionado por las prisiones, los hospitales, los asilos, por las queErving Goffman ha llamado las «instituciones totales». Sin embargo, a diferencia de Goffman, Foucault niega la posibilidad de cualquier clase de libertad, ya sea fuera de estas instituciones o entre sus intersticios. Las totalidades de Foucault absorben todas las facetas de la vida moderna. (p. 24)

Es muy gracioso el párrafo siguiente, donde, usando citas de las obras de Foucault, Berman deja claro que cualquier consideración o atisbo de libertad personal es, en palabras del francés, puro espejismo. Atribuye su éxito a la libertad que propició a toda la intelectualidad: puesto que todo es una prisión de la que es imposible escapar, al menos podían relajarse y disfrutar una vez asumida la inutilidad de todo.

Por todo lo anterior, Berman quiere resucitar esa concepción de la modernidad y aplicarla a nuestros tiempos: quisiera resucitar el modernismo dinámico y dialéctico del siglo XIX» (p. 26).

En este contexto tan desolado, quisiera resucitar el modernismo dinámico ydialéctico del siglo XIX . Un gran modernista, el crítico y poeta mexicano Octavio Paz, se ha lamentado de que la modernidad, «cortada del pasado y lanzada hacia un futuro siempre inasible, vive al día: no puede volver a sus principios y, así, recobrar sus poderes de renovación». Este libro sostiene que, de hecho, los modernismos del pasado pueden devolvernos el sentido de nuestras propias raíces modernas, raíces que se remontan a doscientos años atrás. Pueden ayudarnos a asociar nuestras vidas con las vidas de millones de personas que están viviendo el trauma de la modernización a miles de kilómetros de distancia, en sociedades radicalmente distintas a la nuestra, y con los millones de personas que lo vivieron hace un siglo o más.

(…) Marx, Nietzsche y sus contemporáneos experimentaron la modernidad como una totalidad en un momento en que sólo una pequeña parte del mundo era verdaderamente moderna. Un siglo más tarde, cuando el proceso de modernización había arrojado una red de la que nadie, ni siquiera en el rincón más remoto del mundo, puede escapar, podemos aprender mucho de los primeros modernistas, no tanto sobre su época como sobre la nuestra.

Entonces podría resultar que el retroceso fuera una manera de avanzar: que recordar los modernismos del siglo XIX nos diera la visión y el valor para crear los modernismos del siglo XXI . Este acto de recuerdo podría ayudarnos a devolver el modernismo a sus raíces, para que se nutra y renueve y sea capaz de afrontar las aventuras y peligros que le aguardan. Apropiarse de las modernidades de ayer puede ser a la vez una crítica de las modernidades de hoy y un acto de fe en las modernidades —y en los hombres y mujeres modernos— de mañana y de pasado mañana. (ps. 26-7)

La humanización del espacio urbano, de Jan Gehl

Del arquitecto y urbanista danés Jan Gehl ya hemos hablado en dos ocasiones: con el libro Nuevos espacios urbanos, que comentaba diversas intervenciones que se habían llevado a cabo en ciudades con el fin de favorecer un espacio público abierto a las personas, y el fundamental Ciudades para la gente, todo un tratado sobre cómo se debe planificar el espacio urbano para que las personas lo ocupen, disfruten y hagan vida en él que ya tratamos en profundidad (primera, segunda, terceraentradas).

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Life Between Buildings: Using Public Space es el título original de este libro publicado en 1987, si bien ha sufrido numerosos cambios en las muchísimas ediciones que han ido apareciendo. Aquí se exponen las ideas básicas de lo que luego fue Ciudades para la gente y que podemos resumir en un urbanismo a pie de calle adaptado para las personas y no para los vehículos: de las tres actividades que se llevan a cabo en el exterior (necesarias, opcionales y sociales), las primeras se llevarán a cabo independientemente de la calidad del espacio público; las segundas variarán en función de él y las terceras sólo se darán a cabo si hay espacio público de calidad.

Los dos extremos en los que se puede situar una ciudad son, en resumidas cuentas, Brasilia o Venecia. Brasilia es una ciudad planificada para ser vista desde helicóptero: racional, bella, organizada, impracticable. Las distancias entre las zonas son enormes para recorrerlas a pie y no ofrecen mayor aliciente al paseante que andar por terrenos verdes y baldíos; Venecia, en cambio, sólo permite el tránsito peatonal en su centro, por lo que todo está adaptado a la vista del peatón y el tráfico rodado tanto de mercancías como de personas se da en los límites de la ciudad de forma que las dos velocidades (peatón, tránsito de vehículos) no se mezclan.

Cada ciudad se encuentra en su propio punto en esta equidistancia. Según Gehl, las ciudades de la edad media estaban adecuadas a la escala del peatón, con todos sus puntos neurálgicos cerca unos de otros y suficientes recodos y lugares para permitir la vida social en la calle.

El primer cambio radical tuvo lugar durante el Renacimiento y está relacionado directamente con la transición de las ciudades del crecimiento espontáneo a las planificadas. Un grupo especial de urbanistas profesionales asumió la tarea de construir ciudades y de desarrollar teorías e ideas sobre cómo debían ser.

La ciudad dejó de ser una mera herramienta y se convirtió, en mayor medida, en una obra de arte, concebida, percibida y realizada como un todo. Las áreas entre los edificios y las funciones que aquellas albergaban dejaron de ser los principales focos de interés, y pasaron a tener prioridad los efectos espaciales, los edificios y los artistas que les habían dado forma. (p. 49)

¿Un buen ejemplo de ello? Palmanova, la ciudad en forma de estrella donde todas las calles tienen el mismo grosor y que cuenta con una plaza de 30.000 metros cuadrados «bastante poco utilizable como plaza urbana en esta ciudad pequeña».

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El segundo desarrollo en las bases del urbanismo se produjo con la llegada del funcionalismo.

La base del funcionalismo fueron primordialmente los conocimientos médicos que se habían desarrollado durante el siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. Estos nuevos y amplios conocimientos médicos fueron el fundamento de diversos criterios para una arquitectura saludable y fisiológicamente adecuada formulados en torno a 1930. Las viviendas debían tener luz, aire, sol y ventilación, y sus habitantes debían tener asegurado el acceso a los espacios abiertos. Las exigencias de edificios aislados orientados hacia el sol y no, como habían estado antes, hacia la calle, así como la exigencia de separación entre las zonas residenciales y de trabajo, se formularon durante este periodo a fin de asegurar unas saludables condiciones de vida para los individuos y distribuir los beneficios más equitativamente. (p. 51).

Se trata, por supuesto, de La carta de Atenas y Le Corbusier. «Uno de los efectos más apreciables de esta ideología fue que las calles y las plazas desaparecieron de los nuevos proyectos de edificación y las nuevas ciudades.»

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A partir de 1960 la situación fue cambiando a medida que los urbanistas y la sociedad se daban cuenta de que este tipo de ciudades, ofrecidas al tránsito rodado, la planificación y los grandes proyectos urbanas, destruía la vida social que se pudiese dar en el espacio público (uno de los grandes baluartes de este descubrimiento fue Jane Jacobs, aunque la lista sería larga; por ejemplo, The Social Life of Small Urban Spaces, de William H. Whyte, o Townscape, de Gordon Cullen, donde acuñó el término «urbanismo desértico» para referirse a las consecuencias del urbanismo funcionalista: grandes espacios vacíos donde nada sucedía y que se debían atravesar para ir de un tipo de zona a otro).

La segunda parte del libro da indicaciones sobre cómo diseñar el espacio público para volverlo atractivo a los peatones. Ejemplos:

  • gradaciones en la división entre espacio privado y espacio público. En vez de un bloque de pisos que separa radicalmente casa / calle, disolución gradual de los límites: de la casa, privada, al patio, semiprivado, a la calle secundaria, comunal, a la calle principal, pública. El símil que usa Gehl: igual que una universidad, que consta de facultades, institutos, departamentos y grupos de estudio, en escala decreciente; un ejemplo de ello: una cooperativa de casas, donde se sigue el esquema anterior y se pasa por diversos estados en la transición entre público y privado.
  • límites porosos: la fachada de, por ejemplo, un concesionario tiene poco a ofrecer: metros y más metros de coches aparcados; igual la de un supermercado cerrado. En cambio, diversas tiendas colocadas una al lado de la otra ofrecen un buen atractivo visual para el paseante.
  • del mismo modo, la ciudad debe ofrecer lugares en los que descansar que ofrezcan a) protección para la espalda y b) atractivo visual. Sentarse en un banco en el centro de una plaza es poco atractivo; hacerlo a la vera de un seto, en el borde de un parque, lo es mucho más, porque la espalda de quien está sentado queda protegida pero además puede observar a los que pasan.

Luego el libro vuelve a la importancia de los sentidos y de la percepción humana y a las distintas escalas a las que se puede construir (la del coche, con grandes elementos bien separados que puedan ser visibles circulando a 60 km/h, o la del peatón, con muchos elementos agrupados perceptibles a un paso de 5 km/h). Como todos estos temas ya los comentamos a propósito de Ciudades para la gente, no volvemos a ellos.

De nuevo, la única pega que le encontramos al urbanismo de Gehl es que no tiene en cuenta la ciudad como centro regional o nodo del espacio de flujos. La concibe como un lugar donde sus residentes pueden desplazarse para llevar a cabo su día a día, con lo cual apuesta por el caminar y el ir en bicicleta; pero la ciudad es, también, lugar donde una gran multitud de personas que no residen en ella deben acudir para trabajar, estudiar o simplemente disfrutar de su ocio, por lo que también debe ofrecerse como centro neurálgico de una gran infraestructura que permita su acceso.

Ciudades para la gente (y III): la vida, el espacio y los edificios, y apéndices

Terminamos con esta tercera entrada la reseña sobre Ciudades para la gente del arquitecto danés Jan Gehl. En la primera entrada vimos las medidas fisiológicas humanas y cómo están relacionadas con la medida de la ciudad; en la segunda entrada, los cuatro puntos esenciales que convierten una ciudad en un lugar seguro para vivir, así como consejos generales para un mejor urbanismo. En esta tercera entrada analizamos la forma como deben (y cómo no deben) ser planeadas las ciudades y añadimos unos consejos genéricos que sirven de apéndice al libro de Gehl. Vamos allá.

Existen tres escalas en el diseño de toda ciudad:

  • la escala mayor: los distritos, servicios, barrios, infraestructuras de transporte. Es la escala que se contempla desde la altura de un avión que va a aterrizar.
  • la escala mediana: la del proyecto, cómo es cada distrito, las maquetas que los arquitectos enseñan de sus complejos; esta escala es visible desde un paseo en helicóptero, donde la idiosincrasia de cada barrio es perceptible de forma individual.
  • y la escala pequeña, la del paisaje humano: la calidad del paisaje humano que perciben las personas que recorren la ciudad, la arquitectura de los 5 km/h de la que Gehl ha hablado a lo largo de todo el libro.

Podríamos ir un paso más allá y resumirlo en dos escalas, o englobar estas tres en dos grupos: el de los arquitectos y urbanistas, que son la mediana y la mayor, y la escala humana, que a menudo queda huérfana. Los proyectos que presentan las autoridades, arquitectos y urbanistas a menudo son maquetas donde vemos personas andando, sí, pero no se suele tener en cuenta la visión directa del ciudadano, cuántas tiendas, esquinas, recodos, parques, estímulos va a recibir, lo cómodo que va a estar en esa calle.

Gehl cita dos ejemplos de esta escala: Dubai y, sobre todo, Brasilia, ambas ciudades planeadas en despachos y desde la escala mayor. Describiendo la segunda, Gehl destaca cómo «los espacios públicos son demasiado grandes y amorfos, las calles son demasiado anchas y las aceras, demasiado largas y rectas. Las zonas verdes están atravesadas por sendas peatonales hechas por los usuarios, lo que demuestra hasta qué punto la gente ha protestado con sus pies contra el estricto plan urbano de la ciudad. Si no está a bordo de un avión o un automóvil -y la mayoría de la gente de Brasilia no lo está- no hay mucho por lo cual alegrarse» (p. 197). Este síndrome se observa también en las ciudades actuales que están sufriendo un crecimiento enorme: Dubai, las megápolis asiáticas.

La lógica que impera en ellas es edificios – espacio – vida, en este orden, cuando la ciudad siempre se ha regido por el orden opuesto: primero la vida, luego el espacio, finalmente los edificios.

La historia del desarrollo urbano es indicativa y nos muestra cómo los poblados más antiguos se construían alrededor de caminos, senderos y lugares de mercado.

Los comerciantes establecían sus puestos de venta e intercambio a lo largo de los caminos más transitados, para así poder ofrecer sus productos a los peatones que circulaban por ahí. Con el correr del tiempo aparecieron edificios más duraderos, que reemplazaron a las primeras carpas,y así se constituyeron los poblados, donde las casas, los senderos y los puestos de mercado, que dieron origen al desarrollo urbano, han dejado sus marcas en numerosas ciudades contemporáneas. Estas urbes antiguas y orgánicas nos revelan cómo fue el proceso de erección de estructuras urbanas con un foco en el paisaje humano, comenzando a la altura del ojo y luego evolucionando hacia conjuntos más complejos. (p. 199)

Respetar la escala humana no implica negar las otras dos: Gehl da el ejemplo de un complejo en Vancouver donde se han erigido rascacielos; pero junto a ellos, a pie de calle, se les han adosado unas entradas de pocos pisos, abiertas al público y con locales comerciales. Así, la transición entre ambas escalas es fluida.

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El último capítulo del libro está dedicado a consejos prácticos sobre cómo adecuar el espacio urbano a la escala humana. Lo reproduciríamos entero, pero pondremos sólo algunas imágenes a modo de invitación a leer el libro.

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Finalmente, dos apuntes: el primero, una observación al libro. Gehl tiene en cuenta la ciudad como un ente autónomo, un lugar poblado por ciudadanos que viven en ella o muy cerca y que la usan para trabajar pero también para su ocio y su vida en general. Pero obvia que a menudo las ciudades son nodos con un radio enorme y que muchos de sus usuarios no buscan en ella ocio ni diversión ni espacio público ni paseo, sino que acuden a ella por pura necesidad: trabajo, estudios, hospitales u organismos importantes. ¿Cómo organizar también para ellos la ciudad y el espacio público? Es decir, todos los consejos de Gehl son maravillosos… para el que ya vive en la ciudad. Pero, si queremos usarla sólo como nodo central de un territorio… ¿hasta qué punto son relevantes estos consejos? Es decir, la observación no supone anular todo lo que Gehl ha dicho, sino que tal vez sería necesaria una revisión para complementar la escala humana, la de los 5 km/h, con otra escala, la de aquellos que, vayan o no a 5 km/h, necesitarán la ciudad de forma puntual. Sin duda, una ciudad humana les resultará más agradable, y tal vez se queden a por un café tras el trabajo o la visita al hospital; pero no es su objetivo primario, y el libro los desatiende.

Segundo apunte: podéis disfrutar del libro completo en el siguiente link. Totalmente recomendable. https://issuu.com/majesbian/docs/344953224-ciudades-para-la-gente-ja

Urbanized, de Gary Hustwit

Urbanized es un documental del director americano Gary Hustwit. Forma parte de una trilogía, The Design Trilogy, compuesta por Helvetica (2007), Objectified (2009) y Urbanized (2011), que estudia el diseño industrial, la tipología, la planificación urbana o la arquitectura, cómo se formaron y sus últimas tendencias.

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Urbanized empieza explicando cómo, en las ciudades, cada vez vive una mayor porción de la población mundial (ha alcanzado recientemente el 50% y se calcula que para el 2050 el 70% de la población residirá en ciudades), lo que implica enormes complejidades para cúmulos de habitantes cada vez mayores. Para el 2050, Mumbay será la capital más poblada, con alrededor de 40 millones de habitantes, la misma cifra que Londes y Tokyo… pero en condiciones mucho peores. Sigue leyendo «Urbanized, de Gary Hustwit»