Steen Eiler Rasmussen (1898-1990) fue un arquitecto y planificador urbano danés. Entre otras, fue amigo de Karen Blixen (que firmó sus escritos con el pseudónimo Isak Dinesen, por ejemplo Memorias de África o la muy recomendable El festín de Babette) y fue escritor, poeta y participó en el desarrollo urbano de Copenhague. En 1949 publicó este Ciudades y edificios. Descritos con dibujos y palabras (Editorial Reverté, 2014, traducción de Muriel de Gracia Wittenberg) donde recorre la planificación urbana a lo largo de la historia y donde acompaña cada sección con unos preciosos dibujos y esbozos mano alzada que ayudan a comprender la distribución y evolución de las ciudades.

Ciudades y edificios es de esos libros que comprenden las ciudades como un proceso histórico, orgánico y complejo, una especie de ballet entre las sociedades y culturas que han habitado un espacio y las decisiones que han tomado en función de sus valores. Y es, también, un libro de gran belleza.
Pekín era una ciudad de un millón de habitantes, pero muy diferente de nuestra idea de metrópolis. Durante kilómetros y kilómetros, los barrios residenciales consistían en casas grises de una planta situadas a lo largo de calles estrechas y polvorientas, detrás de muros por encima de los cuales se alzaban las verdes copas de los árboles. Era como un pueblo, pero fuera de toda proporción (cinco kilómetros en una dirección y ocho en la otra). Sin embargo, junto a esta apariencia de pueblo de los distritos residenciales, había una grandeza en el trazado de toda la ciudad que no se encuentra en ninguna capital europea. Siguiendo un principio claro, unas calles rectas, más anchas que los bulevares de París, recorrían toda la ciudad. (p. 37)
En el interior está la Ciudad Prohibida, aunque ése es el nombre que le pondrán los europeos: el nombre chino era Ciudad Púrpura, y «reluce con muros enyesados en rojo, carpinterías multicolores y cubiertas de tejas vidriadas de color ocre» (p. 39). Las calles están repletas de árboles y de pequeños comerciantes que cargan con sus artículos y se anuncian con «algún pequeño instrumento, como un diapasón largo, pequeñas bolas de latón que se hacen sonar chocando unas contra otras como las castañuelas, y pequeñas flautas; todos ellos emiten sonidos delicados que se oyen detrás de los muros como débiles notas que anuncian al oyente quién es el que está pasando» (p. 43).
Capítulo a capítulo, Rasmussen va siguiendo los hitos principales en la historia urbana: la planta rectilínea de los campamentos y colonias romanas; las ciudades del Renacimiento, con la importancia del descubrimiento de la perspectiva, que eran proyectadas. Roma, el París medieval, la villa italiana, Dinamarca.
Hasta llegar al capítulo X, «Historia de dos ciudades». Las dos ciudades son nada más y nada menos que Londres y París, y su distinta historia y planificación le sirve a Rasmussen para tratar dos urbanismo completamente distintos.
Por lo general, las ciudades de Inglaterra (pero no de Escocia, que en este sentido es muy similar a la Europa continental) y de los Estados Unidos son de tipo disperso. La mayoría de las ciudades de la Europa continental (aunque no todas ellas) son ciudades concentradas. (p. 139)
Rasmussen atribuye esto, entre otros factores, al hecho de que Inglaterra es una isla y no ha sido invadido desde 1066, por lo que las ciudades nunca han necesitado estar rodeadas de murallas. París, en cambio, se ha expandido «disponiendo un anillo tras otro y desplazando la línea de defensa cada vez más lejos». Al crecer París, la gente se apiñaba; al crecer Londres, en cambio, engullía las aldeas cercanas. Se le dedica un capítulo entero a Haussmann y los cambios que llevó a cabo en París, que no reseñamos puesto que lo hicimos hace nada a propósito de París, capital de la modernidad de Harvey (aunque Rasmussen se centra menos en la política y más en las calles que fueron derribadas y los bulevares que desventraron la ciudad).
El libro acaba, teniendo en cuenta el año de su publicación, con una nota de esperanza hacia el funcionalismo.
Los arquitectos góticos habían admirado lo que se elevaba hacia el cielo; sus edificios parecían desafiar la ley de la gravedad; eran unos maestros de la construcción elegante y audaz, y sus obras maestras eran las grandes catedrales. Dentro de esas catedrales había bosques entero de pilares muy esbeltos que se elevaban hasta alturas sobrecogedoras, donde se doblaban unos hacia otros como las ramas de los árboles. El exterior era un inmenso entramado de contrafuertes y arcos que sostenían las estructuras tan sólo en los puntos donde su delgado caparazón corría peligro de reventar. La catedral gótica era como un esqueleto magníficamente preparado del que se hubiese eliminado todo resto de músculo y piel. Y esta apariencia esquelética quedaba realzada por el hecho de que todos los contrafuertes se iban adelgazando hacia arriba hasta ser finas agujas bordadas con tracería a modo de encaje. Los constructores medievales habían experimentado un placer ingenuo al hacer que esos milagros arquitectónicos se mantuviesen en pie, y los miles de detalles les habían llenado de gozo. Y entonces llegó el Renacimiento y consideró su trabajo como algo primitivo, lo encontró ‘gótico’, un estilo para esos godos civilizados sólo a medias, que –comparados con los griegos y romanos de la Antigüedad– carecían de la cultura necesaria para apreciar la forma, por sí sola, independiente de la construcción y de todos esos detalles que nos distraen. (p. 219-20)
Estas dos concepciones entraron en conflicto con Bernini y, a partir de ahí, Rasmussen nos lleva a un viaje por los cambios en la moda y el ropaje: del esplendor victoriano, incluso para las (pocas) mujeres que practicaban deporte (y que lo hacían con ropajes recatados y, por lo tanto, completamente imprácticos) a las ropas de mediados del siglo pasado, ajustadas y ergonómicas. La técnica fue evolucionando y, con ella, el ropaje, las ciudades, las viviendas.
Y de ahí, Rasmussen da el salto a las formas limpias, puras y ergonómicas de un visionario: Le Corbusier. Rasmussen es un gran admirador del arquitecto suizo. Y lo comprendemos, porque se trata del año 1949 y la idea de la unidad habitacional, incluso la «máquina de habitar», está aún por desarrollar. Están por llegar las formas de hormigón; y el concepto tras La carta de Atenas es bueno: aire puro y vegetación para todos, edificios y parques entre ellos que los permitan. El sueño de Le Corbusier aún no se ha convertido en la pesadilla de las ciudades satélite, los banlieues, los extrarradios y las autopistas; ni en el gran enemigo a batir por Jacobs.
Pero Rasmussen es consciente de que, como siempre con la historia de las dos ciudades, hay otra corriente, en este caso inglesa: la ciudad jardín de Howard. Que, a estas alturas, aún no se ha convertido, tampoco, en la pesadilla de suburbia y Levittown.
En realidad, es una ironía del destino que las ideas propuestas por Ebenezer Howard –un hombre que creía en la libertad y en la individualidad– se hayan estandarizado hasta formar un sistema utilizado pro los urbanistas ingleses, a tiempo y a destiempo. La situación de posguerra ha dificultado que Inglaterra cumpla con las promesas de futuro hechas durante la guerra. Tan pronto como se suavizó la presión de la guerra, las antiguas barreras sociales volvieron a levantarse y el deseo de vivir en pequeñas comunidades sin clases sociales disminuyó de manera alarmante. Y así, mientras que los urbanistas ingleses consideran que su meta es crear pequeñas comunidades donde las personas puedan vivir en estrecho contacto con la tierra y donde los niños puedan beneficiarse de los placeres del jardín, de la pequeña escuela y del campo de juegos, Le Corbusier está construyendo su comunidad ideal en Marsella: toda una ciudad de 2.000 habitantes alojados en un único edificio levantado sobre soportes vistos. Va a ser un rascacielos con vistas panorámicas desde todas las ventanas, en el que los residentes podrán cenar en un restaurante colectivo y hacer sus compras en las tiendas que bordearán la ‘calle comercial’ que estará dentro del edificio, a medio camino entre el cielo y la tierra. Los 2.000 habitantes vivirán a ambos lados de unos corredores que conducirán hasta los ascensores, que rápidamente los llevarán hacia arriba, a los jardines de la cubierta, o hacia abajo, a los coches estacionados en el aparcamiento situado bajo el edificio. Todo se ha pensado para ellos, en el aspecto artístico y el técnico, excepto cómo los niños se criarán en semejante entorno.
En la ciudad jardín inglesa y en el rascacielos de Le Corbusier tenemos una nueva versión de la Historia de dos ciudades. (p. 235)