Si Post Babilonia, de Miquel Amorós, nos acabó pareciendo un panfleto (en su sentido más respetuoso) contra el Estado, la organización capitalista y la mercantilización, en general, este maravilloso Fragmentos de antropología anarquista, de David Graeber (Virus editorial, marzo de 2019, traducción de Ámbar Sewell; parece que el texto original se publicó en 2004 en la Universidad de Chicago) se convierte en todo lo contrario: una serie de reflexiones, respetuosas y bien hiladas, sobre qué es el anarquismo, en qué puntos de la ideología imperante hoy se podría aplicar y, sobre todo, y un punto que también nos interesa en extremo, por qué los antropólogos forman parte de la disciplina mejor preparada para ofrecerle su apoyo.
David Graeber fue antropólogo y activista. Alcanzó gran notoriedad, además de por sus publicaciones, por ser despedido de Yale en 2005 (mejor dicho: no le renovaron el contrato, pero todo fue bastante turbio y parece apuntar al hecho de que Graeber apoyaba al sindicato de estudiantes de postgrado de la universidad) y fue uno de los impulsores del movimiento Occupy Wall Street. El gran mérito de este ensayo, nos parece, es que aborda sin complejos la perspectiva anarquista para alguien que no la conoce y le explica sus principales puntos, así como trata de derribar los mitos comunes a los que se enfrenta una corriente de pensamiento, en general, bastante denostada.

La introducción «¿Por qué hay tan pocos anarquistas en la academia?» trata un tema algo evidente: si hay tantos sociólogos, antropólogos, filósofos e investigadores de ciencias sociales marxistas, ¿cómo es que hay tan pocos anarquistas? En parte, la respuesta recorre la distinta concepción de las ideología que tienen uno y otro. El marxismo responde a la obra de Marx; y de ahí surgen concepciones distintas en función de las aportaciones de uno u otro autor. «Las escuelas marxistas poseen autores. Así como el marxismo surgió de la mente de Marx, del mismo modo tenemos leninistas, maoístas, trotskistas, gramscianos, althusserianos… (Nótese que la lista está encabezada por jefes de Estado y desciende gradualmente hasta llegar a los profesores franceses). (…) Las ideas de Foucault, como las de Trotsky, nunca son tratadas como un producto directo de un cierto medio intelectual, resultado de conversaciones interminables y de discusiones en las que participan cientos de personas, sino como el producto del genio de un solo individuo o, muy ocasionalmente, de una mujer.» (p. 15)
En cambio, las escuelas anarquistas (anarcosindicalista, anarcocomunista, insurreccionalista, cooperativista…) no le deben el nombre a una persona, sino al tipo de práctica («o, más a menudo, a un principio organizacional») que las define.
Así los anarquistas consideran que cuestiones como «¿son los campesinos una clase potencialmente revolucionaria?» es algo que deben decidir los propios campesinos. ¿Cuál es la naturaleza de la forma mercancía? En lugar de ello, discuten sobre cuál es la forma verdadera mente democrática de organizar una asamblea y en qué momento la organización deja de ser enriquecedora y coarta la libertad individual. (p. 16)
Ésa es parte de la respuesta: el anarquismo no sólo no tiene una teoría elevada sobre la que disertar y escribir libros: el anarquismo se practica; «insiste, antes que nada, en que los medios deben ser acordes con los fines; no puede generarse libertad a través de medios autoritarios. De hecho, y en la medida de lo posible, uno debe anticipar la sociedad que desea crear en sus relaciones con sus amigos y compañeros.» (p. 17)
Contra la política (un pequeño manifiesto)
La noción de «política» presupone un Estado o aparato de gobierno que impone su voluntad a los demás. La «política» es la negación de lo político; la política está al servicio de alguna forma de élite, que afirma conocer mejor que los demás como deben manejarse los asuntos públicos. La participación en los debates políticos lo único que puede conseguir es reducir el daño causado, dado que la política es contraria a la idea de que la gente administre sus propios asuntos.
Así que, en este caso, la pregunta es la siguiente: ¿qué tipo de teoría social puede ser realmente de interés para quienes intentamos crear un mundo en el cual la gente sea libre para administrar sus propios asuntos? (p. 21)
El libro está lleno de estos pequeños manifiestos que, más que manifiestos en sí, se convierten en pequeñas píldoras que plantean la postura anarquista y contribuyen, cuanto menos, a hacernos reflexionar sobre nuestra propia postura.
Y la segunda propuesta de Graeber (tras otro manifiesto, en este caso contra el antiutopismo) es la idea de que deba haber una vanguardia que allane el camino a la sociedad para llegar a determinado punto. «El rol de los intelectuales no es, definitivamente, el de formar una élite que pueda desarrollar los análisis estratégicos adecuados y dirigir luego a las masas para que los sigan.» (p. 23) Ahí es donde entra la antropología, y lo hace por dos motivos: el primero, porque la mayoría de comunidades «basadas en el autogobierno y en economías fuera del mercado capitalista que existen en la actualidad» han sido estudiadas por antropólogos; y el segundo, porque el papel de la etnografía no es otro que el de observar «tratando de extraer la lógica simbólica, moral o pragmática que subyace en sus acciones, se intenta encontrar el sentido de los hábitos y de las acciones de un grupo, un sentido del que el propio grupo muchas veces no es completamente consciente». Ése puede ser el papel de la antropología en el camino hacia el anarquismo y el motivo por el cual el libro se titula «Fragmentos de una antropología anarquista».
El segundo bloque, «Graves, Brown, Mauss, Sorel», recorre brevemente algunas figuras importantes que se han interesado por el anarquismo (el Robert Graves de La diosa blanca, Al Brown, admirador de Kropotkin y que acabó cambiando su nombre por el mucho más conocido de A. R. Radcliffe-Brown; y Marcel Mauss, al que dedica el principio del tercer bloque, «La antropología anarquista que ya casi existe».
Al final, sin embargo, Marcel Mauss ha ejercido probablemente más influencia sobre los anarquistas que todos los demás combinados. Y esto se debe a su interés por las formas de moral alternativas, que permitieron empezar a pensar que si las sociedades sin Estado y sin mercado eran como eran se debía a que ellas deseaban activamente vivir así. Lo que para nosotros equivaldría a decir: porque eran anarquistas. Los fragmentos que existen hoy de una antropología anarquista derivan en su mayoría de Mauss.
Antes de Mauss se asumía de forma universal que las economías sin dinero o sin mercado operaban por medio del trueque; intentaban emular el comportamiento del mercado (adquirir bienes y servicios útiles al menor coste posible, hacerse ricos si era posible…), pero todavía no habían desarrollado fórmulas sofisticadas para lograrlo. Mauss demostró que en realidad se trataba de «economías basadas en el don». No se basaban en el cálculo, sino en el rechazo del cálculo; estaban fundamentadas en un sistema ético que rechazaba conscientemente la mayoría de lo que llamaríamos los principios básicos de la economía. No era cuestión de que todavía no hubieran aprendido a buscar el beneficio a partir de medios más eficientes, en realidad habrían considerado que basar una transacción económica, por lo menos las que se realizaban con aquellos a quienes no se tenía por enemigos, en la búsqueda de beneficios era algo profundamente ofensivo. (p. 40)
Esta visión entronca con la teoría de Pierre Clastres, un anarquista francés que luchó contra la concepción de que el Estado es la forma «evolucionada» de otras formas de organización. Tal vez no es que haya comunidades o sociedades que aún no hayan sido capaces de comprender la existencia de un Estado, sino que puede que, simplemente, hayan rechazado la noción de que un grupo minoritario controle a la mayoría con la amenaza de la fuerza como arma de disuasión.
Eso no supone que fuesen comunidades perfectas, argumenta Graeber, de hecho reconociendo algunas de las críticas que recibió Clastres, que argumentaban que cómo iba una sociedad que desconocía la violencia institucional a rechazar ese concepto. Pero en algunas de esas mismas tribus, señala Graeber, se recurre a una violación grupal ritualizada para castigar a las mujeres que transgreden los roles de género. Es decir: la tribu, como tal, conoce la violencia institucionalizada (porque la aplican los hombres sobre las mujeres), por lo que de ahí podría surgir su rechazo: no querer que se les aplique algo que conocen, porque ellos mismos lo aplican a su vez sobre algunos miembros de la tribu.
Por supuesto, todas las sociedades están, hasta cierto punto, en guerra consigo mismas. Siempre existen enfrentamientos entre intereses, facciones o clases, y también es cierto que los sistemas sociales se basan siempre en una búsqueda de diferentes formas de valor que empuja a la gente en diferentes direcciones. En las sociedades igualitarias, que suelen poner un gran énfasis en la creación y el mantenimiento del consenso comunal, esto provoca a menudo un tipo de respuesta elaborada equitativamente en forma de un mundo nocturno habitado por espectros, monstruos, brujas y otras criaturas terroríficas. Y, en consecuencia, son las sociedades más pacíficas las que, en sus construcciones imaginarias del cosmos, se hallan más acosadas por espectros en guerra perpetua. Los mundos invisibles que las rodean son, literalmente, campos de batalla. Es como si la labor incansable de lograr el consenso ocultara una violencia intrínseca constante, o quizá sería más apropiado decir que en la práctica es el proceso mediante el cual se calibra y se contiene esa violencia intrínseca. Y ésta es precisamente la principal fuente de creatividad social, con todas sus contradicciones morales. Por lo tanto, la realidad política última no la constituyen estos principios en conflicto ni estos impulsos contradictorios, sino el proceso regulador que media en ellos. (p. 45)
El siguiente bloque, «Derribando muros», intenta construir (o, al menos, imaginar) un cuerpo de teoría anarquista. La primera observación presenta los argumentos en contra que daría cualquier persona al plantearle el concepto y que se pueden resumir en: los únicos ejemplos de sociedades anarquistas son unos cuantos salvajes primitivos así que, por favor, muéstrame una sociedad compleja anarquista que haya funcionado. Y por «sociedad compleja» se están refiriendo, claro, a un Estado. Es decir: muéstrame un Estado anarquista, lo cual, lógicamente, es una imposibilidad y no existe.
Como nadie va a dar un ejemplo de un Estado anarquista, lo cual sería una contradicción terminológica, en realidad lo que se nos pide es un ejemplo de un Estado-nación moderno al que de algún modo se le haya extirpado el Gobierno. Por poner un ejemplo al azar, como si el Gobierno de Canadá hubiera sido derrocado o abolido y no reemplazado por ningún otro, y en su lugar los ciudadanos canadienses se empezaran a organizar en colectividades libertarias. Obviamente, jamás se permitiría algo así. En el pasado, siempre que ocurrió algo similar —la Comuna de París y la guerra civil española son ejemplos excelentes— todos los políticos de los Estados vecinos se apresuraron a dejar sus diferencias aparte hasta lograr detener y acabar con todos los responsables de dicha situación. (p. 65)
Graeber explica que la toma de poder anarquista, si se da, no será jamás como la toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno, es decir: la sustitución de una forma de poder por otra, sino la aparición, gradual y sopesada, de alternativas colaborativas y nuevas formas de organización distintas al poder en curso, lo que nos lleva a las palabras de Raquel Rolnik cuando hablaba de propuestas «prototípicas»: que van a tener que buscar nuevas formas, porque ya se han dado cuenta de que las existentes no funcionan.
No existen «sociedades primitivas», recuerda Graeber, y ésa es una lección antropológica básica: «no tiene sentido hablar de sistemas sociales más o menos desarrollados», porque todos ellos tienen sentido en sí mismos. De ahí entronca con la concepción de que nuestra modernidad nace de dos Revoluciones distintas: la francesa y la industrial. La francesa nos trajo la democracia y el poder del pueblo mientras que la industrial nos trajo el capitalismo y la existencia de la mercancía. La ruptura epistemológica de la que hablaba Kuhn se refería a cambios en el conocimiento, como el paso del universo newtoniano al einsteniano, que tiene necesariamente que modificar la concepción (científica) del mundo. Pero el cambio social, o el tecnológico, no funcionan así, como nos recordaba David Harvey hace nada en la introducción a París, capital de la modernidad al decir que la modernidad ya estaba ahí y, una vez llegó, y sí, trajo una enormidad de cambios, era posible hallar sus raíces tiempo atrás. Todos los cambios están presentes en su fase embrionario; y cuando alguno da el salto y estalla eso no significa que lo haga ex nihilo, sino que tiene, también, sus antecedentes.
Una revolución a escala mundial llevará mucho tiempo, pero podemos estar de acuerdo en que ya está empezando a ocurrir. La forma más sencilla de cambiar nuestra perspectiva es dejando de pensar en la revolución como si de una cosa se tratara —«la» revolución, la gran ruptura radical— y empezar a preguntarnos: «¿qué es una acción revolucionaria?». Podemos proponer que una acción revolucionaria es cualquier acción colectiva que rechace, y por tanto confronte, cualquier forma de poder o dominación y al hacerlo reconstituya las relaciones sociales bajo esa nueva perspectiva, incluso dentro de la colectividad. (p. 72)
Graeber sigue cargando contra mitos. El siguiente es el de la especificidad de Occidente: ¿cuál fue el momento decisivo en la historia que convirtió al continente europeo, y una parte del norteamericano, en la cúspide de la civilización y le ha permitido conquistar una gran parte del mundo en los siglos que van del 1500 al 1900? Los historiadores han dado multitud de respuesta: la tecnología, la capacidad militar, el individualismo… Graeber da otra, que también algunos teóricos están ya empezando a dar: ninguna. Europa en 1400 estaba a la cabeza en algunas cosas (técnicas navales o banca, por ejemplo) pero muy atrasada en otras (astronomía, jurisprudencia, técnicas de guerra terrestres) en relación al resto de potencias. Sin embargo, Europa occidental tenía la zona idónea para poder navegar hacia el Nuevo Mundo, por lo que tuvo facilidad para hacerlo y, una vez allí, encontrar a tribus que vivían en la era de piedra y fueron fáciles de someter, además de un territorio nuevo muy rico en materias primeras. Con esos enormes excedentes de materias primeras y de tierras, Europa pudo exportar su excedente de población y colonizar ese nuevo continente, lo que le permitió, también, saquear primero Asia y luego África.
No hubo un mayor desarrollo, no hubo especificidades históricas concretas. Simplemente, se dio así, y eso no convierte al punto de vista occidental, al mercado o incluso a nuestra forma de democracia ni en la sociedad más avanzada ni mucho menos en la mejor. De hecho, otras sociedades, en otros momentos de la historia, estaban en la misma disposición que Europa occidental para conquistar el mundo (la dinastía Ming del siglo XV, por ejemplo) pero no lo hicieron; «no por una cuestión de escrúpulos, sino porque, para empezar, jamás se les hubiera ocurrido actuar de ese modo» (p. 78).
En el fondo, y aunque parezca extraño, todo es cuestión de cómo se defina el capitalismo. Casi todos los autores citados anteriormente tienden a considerar el capitalismo como otro logro más reivindicado por los occidentales, y por consiguiente, lo definen (igual que los capitalistas) como una cuestión de comercio y de instrumentos financieros. Pero esa voluntad de situar el beneficio por encima de cualquier otra preocupación humana, que condujo a los europeos a despoblar regiones enteras del mundo con el objeto de acumular la máxima cantidad de plata o de azúcar en el mercado, era ciertamente otra cosa. Creo que se me rece un nombre propio. Por esta razón considero que es preferible continuar definiendo el capitalismo como reclaman sus opositores, como un sistema fundado en la conexión entre el régimen salarial y el principio eterno de búsqueda del propio beneficio. Esto nos permite argumentar que fue en su origen una extraña perversión de la lógica comercial normal que se desarrolló en un rincón del mundo, previamente bastante bárbaro, y que impulsó a sus habitantes a comportarse de una forma que en otras circunstancias se hubiera considerado atroz. (p. 78)
El último bloque plantea reflexiones similares sobre ciertos temas. El primero el Estado, claro, que se presenta como la culminación social cuando tiene mucho de imposición violenta; las últimas agresiones a la democracia, con las fake news, el enorme poder de ciertos medios de comunicación, siempre en manos de la clase dominante, o incluso el uso en ciertos países, como en España, del aparato estatal para someter y vilipendiar a partidos de izquierdas y conseguir que no alcancen el poder o que cuando lo hagan sea de forma minoritaria, así como la constante sumisión política, de todos los espectros, a los desmanes del capital (mercantilizaciones de ciudad, vivienda, sanidad, educación, etc. mediante) son sólo una breve lista de los muchos ejemplos que podrían evidenciar, no el fallo del Estado en sí, pero sí el fallo que yace en su concepción y forma actuales.
Al capitalismo, por supuesto.
Lamento tener que decir esto, pero la interminable campaña para naturalizar el capitalismo reduciéndolo a una simple cuestión de cálculo comercial, lo que se ría equivalente a afirmar que se remonta a la antigua Sumeria, clama al cielo. Al menos necesitamos una teoría adecuada de la historia del trabajo asalariado, y de otras relaciones similares, ya que, después de todo, es al trabajo asalariado, y no a la compra y venta de mercancías, a lo que dedica la jornada la mayoría de humanos y lo que los hace sentirse tan miserables. (p. 109)
O contra la democracia, también, mentada siempre como la mejor forma de gobierno posible, la que obtiene el mejor consenso. También eso se basa en un mito: ¿acaso antes de Grecia no se alcanzaban consensos? Grecia, una sociedad clasista y competitiva, introdujo la democracia no como una forma de consenso, sino como una forma de derrota de la minoría. Graeber propone una multitud de ejemplos de tribus y sociedades donde no existe nada tan absurdo como la democracia, sino que se da la búsqueda del consenso. Alzar la mano y evidenciar que tu voto está en el bando perdedor es una forma de derrota; el propio voto, público y a mano alzada, es una forma de disensión, de crear bandos. Lo cual, en una comunidad, no es en absoluto la mejor forma de gobernar. Muchos otros sistemas buscan activamente el consenso: puesto que es una sociedad lo bastante pequeña para que todos los miembros se conozcan (como lo era Atenas, por supuesto), todos saben por dónde van los tiros, por lo que lo complicado (y lo ideal) es tender puentes y estrechar lazos hasta conseguir un consenso; idealmente, un consenso total.
«Si no existe ningún mecanismo capaz de imponer a una minoría la decisión de la mayoría, entonces recurrir a una votación es absurdo, porque sería hacer pública la derrota de dicha minoría». (p. 135) La democracia se basa, pues, en la existencia de ese aparato coercitivo. No es casualidad, pues, que se hable de democracia (kratos: fuerza, incluso violencio) y no de demorquía o demoarquía. «Kratos, no archos.» (p. 137)
El siguiente es el poder en sí. El poder como violencia y cómo, en general, su sola amenaza basta. Graeber comenta lo habitual que es ver a una persona pidiendo a las puertas de un lugar donde hay comida en exceso, como un supermercado. No en todos ellos hay una fuerzas de seguridad en la puerta, dispuestas a usar la violencia si esa persona (o nosotros mismos) accedemos para coger comida y dársela a los hambrientos sin haber pagado. A menudo, la sola existencia de esa estructura es suficiente amenaza para detenernos, aunque ninguna fuerza física presente pueda hacerlo.
Por ejemplo, los habitantes de la comunidad ocupada de Christiania, en Dinamarca, tenían un ritual navideño que consistía en disfrazarse de papánoeles, coger juguetes de los grandes almacenes y distribuirlos entre los niños en la calle, en parte para ofrecer el edificante espectáculo de la policía aporreando a los papánoeles y quitándoles los juguetes de las manos a los niños que se han puesto a llorar. (p. 111)
Lo cual, claro, además de una imagen divertida, entronca con la idea de que no hay que esperar una revolución sino actuar como uno quiera para que se refleje en el mundo. Y es natural aquí insertar quejas que tienen sentido, del tipo: «si todos hiciésemos lo mismo…». Si todos hiciésemos lo mismo, ¿qué? En gran medida, la virtud del libro de Graeber es esa: que, en vez de dejar la pregunta en el aire, como una sutil amenaza a no tocar el statu quo, propone indagar en la respuesta. Si todos hiciésemos lo mismo, ¿qué?
El último bloque lo dedica Graeber a una cuestión más que interesante: la del papel de los antropólogos en todo esto.
Muchos antropólogos escriben como si su trabajo tuviera una relevancia política clara, en un tono que da a entender que consideran lo que hacen algo bastante radical y, desde luego, de izquierdas. ¿Pero en qué consiste realmente esta política? Cada día que pasa resulta más difícil saberlo. ¿Suelen los antropólogos ser anticapitalistas? La verdad es que no resulta fácil encontrar a alguno que hable bien del capitalismo. Muchos describen la época en la que vivimos como la del «capitalismo tardío», como si solo con declarar que el capitalismo está cercano a su fin pudieran acelerar el mismo. Sin embargo, resulta difícil dar con algún antropólogo que haya propuesto recientemente alguna alternativa al capitalismo. ¿Son por lo tanto liberales? (…) Al menos no nos posicionamos, en un momento dado, junto a las élites o junto a quien las apoya. Estamos con la gente humilde. Pero dado que en la práctica la mayoría de los antropólogos trabajamos en las universidades (que son cada día más globales), o bien en consultorías de marketing o en la ONU, ocupando puestos dentro del aparato de gobierno global, quizá todo se reduzca a una declaración fiel y ritualizada de nuestra deslealtad hacia la élite global de la cual formamos parte como académicos (a pesar de nuestra marginalidad).
(…) El antropólogo debe demostrar constantemente que sea cual sea el mecanismo a través del cual se intenta engañar, homogeneizar o manipular a un grupo (la publicidad, los culebrones, las formas de disciplina laboral o los sistemas legales impuestos por el Estado), nunca se consigue. De hecho, la gente se apropia de y reinventa creativamente todo aquello que le llega desde arriba y lo hace por medios que ni sus autores podrían siquiera imaginar.
Pensar cómo sería vivir en un mundo en el que la gente tuviera realmente el poder de decidir por sí misma, individual y colectivamente, a qué tipo de comunidades pertenecer y qué tipo de identidades adoptar, es una tarea verdaderamente difícil. Y hacer posible ese mundo, algo todavía más difícil. Significaría cambiarlo casi todo y tener que enfrentarse a la oposición persistente, y en última instancia violenta, de quienes se están beneficiando del estado actual de cosas. (p. 149-154)