Llegamos a este Post Babilonia. La condición metropolitana contra el derecho al territorio, de Miquel Amorós, siguiendo las recomendaciones de la biblioteca y sin tener una idea clara de qué esperar. La introducción recorre brevemente los efectos de la producción capitalista sobre las ciudades y las personas. El primer capítulo, «Post Babilonia. La neometrópolis desperdigada», ya entra en cuestión. «La Revolución Industrial acarreó el dominio de la alta burguesía manufacturera y convirtió a las ciudades en lugares de acumulación de capitales, centrados en la producción masiva, el gran comercio, las finanzas y el trabajo asalariado.» (p. 15). Esto dio lugar a la metrópolis. «El nuevo espécimen no conservaba nada de la ciudad original, solo era un sucedáneo. Estaba condicionado más por el flujo de capitales y el tránsito de mercancías y personas que por la propiedad o la producción.» (p. 17) Algo que, apuntamos, sucedía también en la Edad Media: las ciudades estaban concebidas como lugares de encuentro y de mercados; su calle principal era, también, la principal vía de paso, y en ella se levantaban los mercados; y su centro era, también, el lugar simbólico del poder del momento: la iglesia, el castillo. En eso, las ciudades no han cambiado, sólo que ahora los poderes son otros y el capital tiene mucha mayor envergadura.

Pero aún hubo otro paso. «Con la mundialización de los mercados y el retroceso del intervencionismo estatal, emergió un nuevo prototipo de ocupación basado en la fusión de lo urbano y lo suburbano, o dicho de otra manera, en la confusión de las aglomeraciones con el entorno mercantilizado.» (p. 20) Este «nuevo orden urbano nacido de la dilatación continua de las coronas externas y la extensión constante de las ramificaciones radiales, fruto de la convergencia con la crisis metropolitana, el capital especulativo, la ideología posmoderna y la partitocracia» (p. 21) se caracteriza por las siguientes características:
- Ausencia de límites; y disolución del adentro y el afuera, algo lógico, teniendo en cuenta que dicha separación dejó de ser evidente cuando las ciudades medievales perdieron las murallas y se volvió mucho más difusa cuando la industria abandonó el centro de la ciudad y se trasladó, primero a las afueras, luego a otros países.
- Desaparición del centro.
- Aumento exponencial de la movilidad.
- Polarización social extrema.
- Digitalización generalizada (y, por lo tanto, artificialización) de la vida.
Los Estados pasan de ser garantes de los derechos de los ciudadanos a ser entes empresariales que tratan de configurar centros urbanos atractivos para las empresas y las clases altas (turistificación, museificación, gentrificación).
Y hasta ahí estamos de acuerdo; al menos, en la enumeración de los síntomas que asolan a las ciudades. Luego ya se habla de las personas, que se han vuelto narcisistas y exhibicionistas; de la pérdida de los modales o el civismo y de la desolación abominable que azota a la sociedad. Algo que, en definitiva, ya decía Sócrates quejándose de los jóvenes de su era.
El segundo capítulo nos da algunas pistas más:
Desde hace algún tiempo, el debate sobre la expansión de las metrópolis y los males que ocasiona redunda en la conclusión de los antiguos críticos de las ciudades industriales, a saber, que el aire de la ciudad enferma. Sin embargo, nos permitimos objetar que a la metrópolis posmoderna no se la puede de ninguna manera llamar ciudad, pues se trata del hogar de la depredación financiera, un lugar estéril e insalubre, embrutecedor y superpoblado, desvinculado tanto de la historia de los trabajadores que la conformaron en parte, como del estilo de vida urbana de la burguesía originaria. Pero una enorme aglomeración amorfa disfuncional, sin objetivos «cívicos» ni más fin que el de concentrar poder comporta la destrucción de los valores libertarios atribuibles a los proyectos colectivos de convivencia, y, por consiguiente, la pérdida total de la condición ciudadana. (p. 30)
Amorós cae en lo que Jane Jacobs denominó, en clara referencia a Mumford, pero aludiendo también a Ebenezer Howard, los hombres que «odian las ciudades». Lo cual, en sí, no es un problema: pero que no traten de modificarlas y convertirlas en pueblos, porque son hechos distintos y caen en sacos distintos. Es evidente, y probablemente sea el tema central de las entradas de este blog, que la ciudad actual ha sido mercantilizada hasta extremos impensables hace cincuenta años; ello no es óbice para que, a día de hoy, sea también el lugar de residencia de más de la mitad de la humanidad y se dé en ella todo lo bueno, y todo lo malo, de la que ésta es capaz. Puesto que la concentración de personas es mayor, probablemente lo malo abunde más, hasta alcanzar una masa crítica; y las redes vecinales, tan potentes en los pueblos, son mucho más frágiles, algo que unos deploran mientras que otros celebran (pensemos por ejemplo en los barrios de diversidad sexual, como los llamaba Ignacio Elpidio Domínguez en Cuando muera Chueca, que tradicionalmente han sido denominados barrios gay; y que sólo podían existir en las grandes ciudades, dada la efervescencia y anonimato de las mismas).
Denunciar todos estos hechos no sólo es válido sino moralmente loable; cuando la crítica es genérica contra el mundo, el Estado, el capitalismo y, en definitiva, todo, dicha crítica pierde cierto sentido.
El turista de hoy no visita Mallorca para observar las costumbres del pueblo mallorquín, minoritario y extraño en su tierra, para contemplar sus edificios históricos o para descubrir su paisaje, incapaz de apreciarlo. Es vomitado a carretadas para cortas estancias en el aeropuerto de Son Sant Joan y dirigido hacia la costa, donde encontrará un espacio a medida, desolado y completamente mercantilizado… (p. 68)
Y es cierto; todo lo anterior es cierto, como leíamos, por ejemplo, en La ciudad negocio, de China Cabrerizo. Pero luego:
El turista no desea contemplar otra cosa que a sí mismo, pro eso lleva con él su propio mundo. El turista de hoy no tiene nada que ver con el viajero romántico del siglo XIX o con el intelectual hastiado de metrópolis del siglo XX. (p. 68)
Y ahí es donde la crítica se pierde. Porque en el siglo XIX no había turistas: había una clase ociosa acomodada que podía permitirse viajar, algo completamente vedado al resto de las personas. En el siglo XIX, en este blog jamás hubiésemos viajado; y tampoco la mayoría de sus lectores. La popularización de los viajes y al abaratamiento de los costes conlleva, sí, la mercantilización de los mismos, con la lógica explotación capitalista y de los espacios de los que hemos leído tanto en Harvey como en Davis como en el propio Cabrerizo que citábamos. Y la crítica de este hecho es válida y muy necesaria. La antología de Amorós, sin embargo, al menos en esta selección, se quedo en eso, una crítica furiosa y muy generalizada que no es capaz de concretar ni de proponer alternativas válidas (algo que tal vez haya hecho en otros de sus escritos pero cuya ausencia, si acaso, resta a este conjunto).
Dice «viajero romántico del siglo XIX», no turista. Con lo de romántico se sobreentiende aproximadamente su origen social.
Al igual que el lenguaje pedante de la juventud «comunista» delata su origen pequeño-burgués y universitario, tan alejado históricamente y aún en la actualidad de ese»proletariado» del que quieren ser vanguardia.
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Eso es correcto, Badespenser. De hecho, se puede leer en la cita incluida.
No acabo de comprender la pertenencia del segundo comentario, sobre la juventud «comunista» o el origen pequeño-burgués, ni lo que tiene que ver con su observación anterior. Un saludo y gracias por su comentario.
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