La ciudad y su trama, Álex Matas Pons

La relación entre la ciudad y la literatura ha sido muy, muy fecunda, especialmente a partir de cierto momento que podríamos situar hacia el siglo XVIII. París, sobre todo, se vuelve el centro (urbano) del mundo y los artistas allí reunidos lo reflejan. Surgen nuevas formas de habitar la ciudad, de convivir con esa multiplicidad de personas heterogéneas y la forma literaria de esa era, que es la novela, las sigue y configura. No hay ciudad, casi, que no tenga un gran autor que la haya glosado y usado como escenario (o protagonista) de sus obras, del mismo modo que una gran mayoría de autores están ligados a un espacio (urbano) concreto.

La lista es tan grande, de hecho, que en ocasiones los estudios que se refieren al tema acaban siendo una mera enumeración, una lista sin verdadero propósito. Es lo que sucedía, por ejemplo, en La ciudad: huellas en el espacio habitado, de Marta Llorente, donde los ejemplos que aparecían (la representación de la ciudad industrial en Dickens, Marx o Victor Hugo, la figura del transeúnte o la de una ciudad tan enorme que era difícil de representar) no tenían una verdadera justificación, más allá de ser relevantes por sí mismos. En otras ocasiones, la elección de los temas responde a una tendencia del autor hacia cierta forma de entender esa representación. Es el caso, por ejemplo, de Ciudades proyectadas. Cine y espacio urbano, de Stephen Barber (del que leímos también Tokyo Vertigo). En este libro, Barber escoge unos momentos muy puntuales en los que el cine ha representado la ciudad desde una perspectiva concreta que le permite acercarse a sus temas (que podríamos enumerar o describir bajo epígrafes como la decadencia de la belleza, el sexo o la concupiscencia de la noche). No se trata, ya, de una enumeración basada en un criterio concreto sino de momentos puntuales escogidos de forma claramente subjetiva.

Otra opción, aún, para acercarse a la relación entre ciudad y literatura es la que lleva a cabo Álex Matas Pons, doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, en este La ciudad y su trama. Literatura, modernidad y crítica de la cultura (Lengua de Trapo, 2010). De hecho, éste no es un ensayo sobre ciudades, sino sobre literatura y el despertar de la modernidad. Pero va inextricablemente unido al lugar donde se dio, y se percibió, ese despertar: en las metrópolis de los siglos XVIII y XIX.

La ciudad y su trama puede ser leída como una continuación (o una respuesta comentada) a Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman. De hecho, el primer capítulo, además de indagar algo en los orígenes míticos de la ciudad, se centra rápidamente en San Petersburgo y en la visión que de esta ciudad, creada casi de la nada, ofrecían distintos autores (Pushkin, Gogol, Dostoievski), que son los mismos que analizaba Berman en su capítulo dedicado a la ciudad. De una ciudad mítica en Pushkin se pasa a una ciudad comercial en Gogol y a una ciudad percibida en Dostoievsi. Ése es uno de los temas que sobresalen a lo largo del ensayo: la legibilidad de la ciudad. Una ciudad que se vuelve rápidamente industrial, frenética, y donde el día (convertido ya en jornada laboral) acabará siendo la muestra de toda una vida (desde el Ulises de Joyce hasta La señora Dalloway de Woolf).

Es de nuevo el movimiento lo que conforma el espacio de la modernidad y este texto [La atalaya del primo, Hoffmann] en realidad culmina aquel proceso que, ya vimos, inauguraba Madame de Lafayette y confirmaba más adelante Diderot en El sobrino de Rameau. El panorama urbano de la modernidad literaria muestra cómo se ha disuelto el espacio codificado en el que gobernaba la noción abstracta de «hombre natural» u «hombre social». El movimiento no sólo expresa la actividad cobrada por la gran ciudad debido al auge del comercio y de toda clase de actividades mercantiles en su interior. Tampoco expresa únicamente la realidad física de todas las capitales europeas que, como es sabido, sufren enormes procesos de remodelación urbanística y, como consecuencia de estos, conquistan grandes y neutros espacios que favorecen el libre movimiento de personas y mercancías. Más allá de todo esto, lo que muestra la ciudad literaria de la modernidad es que, por muy especializado que pretenda estar este recién cobrado espacio, ya no estará libre de lo imprevisible y lo inclasificable: la aparición, por ejemplo, de «un auriga buscando cismáticamente su propio estrecho de Bering [se refiere a la obra de Hoffmann] destruye la ilusión de cualquier escenario ordenado, y por supuesto el de aquel consensuado escenario de las convenciones acordadas y exhibidas. (p. 134)

Ante esta nueva ciudad, enorme y dinámica, la percepción común de la época era la de desorden y caos, tanto moral como espiritual. Por lo tanto, surgen nuevas formas de organizar este espacio, como la monumentalidad, «un instrumento por el que significar actividades, hallar formas elevadas para según qué prácticas y articular así el discurso urbano. Lo que resume la monumentalización burguesa es la moral que inspira la conformación del discurso urbano, una moral que aspira a la atribución de valores simbólicos a los espacios de las ciudades. El monumento burgués alberga estas siempre irresueltas tensiones modernas entre historia y progreso, y también entre belleza estética y utilidad.» (p. 139) Lo que nos lleva, claro, a la noción de la producción del espacio de Lefebvre.

Y de ahí a la pugna entre Camillo Sitte y Otto Wagner en cuanto a la reconstrucción de la Ringstrasse de Viena. Si el primero prefería un arcaísmo romántico, el segundo abogaba por una dignificación de lo tecnológico y de los nuevos materiales constructivos. No es de extrañar, por lo tanto, que los dos monumentos escogidos por Matas sean el Palacio de Cristal y la Torre Eiffel, dos emblemas del cristal y el acero, por un lado, y del hierro, por el otro; ambos, precisamente, erigidos con la excusa de una Exposición Internacional.

Tanto Balzac como Dickens fundan una novela estrictamente urbana y organizan una visión de la modernidad basada en la experiencia discontinua y fragmentaria. Este entorno metropolitano es el que motiva el omnipresente afán clasificatorio: es la época de las Exposiciones, de los escaparates, de los comercios, de las guías literarias… (p. 174)

De la progresiva complejización de la ciudad nacen los que son, a criterio de Matas, «los dos grandes géneros literarios que surgen en el siglo XIX y que dependen directamente del fenómeno urbano»: el poema en prosa y la novela de detectives. Las primeras muestras del segundo género son los cuentos de Poe, aunque tal vez su máximo exponente sea, claro, el detective de Conan Doyle.

Si pensamos en las historias de detectives protagonizadas por Sherlock Holmes, no es cualquier crimen el que suele ocupar sus deducciones, sino el crimen en forma de «enigma» o bajo la forma de «misterio» y no necesita en absoluto el homicidio llamativo por lo violento o sangriento que pueda ser. (…) El detective halla en la densidad de la ciudad, en sus bancos, en sus hoteles, en sus casas, el escenario de suficiente intensidad semiótica para que deba descubrirse el delito precisamente donde está oculto: bajo el comportamiento correcto. (p. 184)

«…mediante la atribución de significados se vuelve descifrable el laberinto de la siempre variable y fragmentaria ciudad de los signos. El detective resuelve el enigma que articula el argumento, pero también resuelve, volviéndola legible, el enigma de la ciudad» (p. 185). Además, y de forma similar, los grandes misterios exóticos, que hasta ahora habían ocurrido en entornos lejanos y misteriosos, poco a poco se acercan a la metrópolis, un lugar de mareas profundas donde los criminales pueden esconderse entre la multitud.

Eso lleva al nacimiento de la figura del observador; que puede ser el detective, en la novela policíaca; o un periodista, como Lucien de Rubempré en Las ilusiones perdidas de Balzac. Ambos tienen en común que no son héroes, sino tipos que están allí y permiten observar (o desentrañar) la ciudad.

Existe un tercer tipo de observador, pero para llegar a él hay que entender, primero, que la ciudad moderna no es la ciudad industrial, sino la ciudad burguesa. El mito de la ciudad moderna como industrial proviene, sobre todo, de la literatura inglesa y sus workhouses, descritas tanto por los propios autores ingleses como por autores extranjeros que las visitaron (Engels mismo).

Sin embargo, la poética urbana tiene muy poco que ver con la tematización que se pueda haber hecho de la industrialización desde monolíticas posiciones de rechazo o de ensalzamiento. Sí tiene que ver, en cambio, con el modo en que las nuevas prácticas culturales, condicionadas por los avances materiales, alcanzan a una hasta entonces inexistente multitud urbana. Walter Benjamin es quien mejor ha explicado cómo estas nuevas prácticas convierten a la ciudad de París en una no oficial capital europea de la civilización y lo hace al recoger, en su inacabada Obra de los pasajes, incontables citas y documentos acerca de esta multitudinaria cultura material y de los diversos modos de experiencia ligados a ella: las Exposiciones Universales, la moda, la fotografía, los Panoramas, etc. (…)

Los inicios de la poética urbana coinciden, de este modo, con los inicios en el siglo XVIII de la era burguesa. Según la versión aceptada comúnmente, la Revolución de 1789 no es más que la culminación de un proceso por el que una inédita conciencia de clase burguesa habría conseguido propagar, a lo largo del siglo XVIII, su idea de libertad –interesadamente ligada a la demanda de libre comercio– y de igualdad –interesadamente ligada a la destrucción de según qué privilegios y exenciones aristocráticas–, hasta acabar liderando un frente popular compuesto por campesinos y artesanos. (p. 230-1)

Puesto que el lenguaje tradicional (el del Ancien Régime) ya no sirve, a medida que sus estructuras van cayendo o van siendo modificadas, se va desarrollando un nuevo lenguaje burgués que irá ligado, por una parte, a ciertos rituales de la antigua clase aristocrática pero, sobre todo, a la exposición y la ostentación públicas (algo que vimos detallado en gran medida en El declive del hombre público, de Richard Sennett, que también aparece citado por Matas). La moda, los cafés, la costumbre del paseo, incluso los porticones de la Rue Rivoli, erigidos para que las damas puedan pasear exhibiendo sus ropajes sin mojarse por la lluvia, así como otros fenómenos (los propios grandes almacenes, las mercancías exóticas, los pasajes) son muestras de esta opulencia pensada para ser consumida, primero, y exhibida, después. Con sus riesgos, claro: «…conforme más ciudadanos acceden al estatus burgués, la definición de este estatus se hace más imprecisa.» (p. 235)

En este embrollo surge la tercera figura del observador: el flâneur, el único, de entre los tres, verdaderamente burgués. El flâneur nace como un lector interesado, como alguien que consulta la prensa y está al día de las cosas, simplemente. Pero si esta figura se vuele tan importante es porque, merced, sobre todo, a los Salones de Baudelaire, se lo acaba identificando con el artista. Artista, burgués, ocioso y un transeúnte que pasea por la ciudad observando a los demás, lo que ya lo sitúa en un afuera o en una otredad; en un umbral, si acaso. O, como lo define Matas, a partir de un verso de Baudelaire («aquel para el que todo devient allégorie«), «aquel que deleitándose con lo efímero absorbe lo particular y lo convierte todo en signo» (p. 243).

El epílogo plantea un escenario alejado en el tiempo de lo anterior. Parte de la planificación para Washington de Charles de l’Enfant y la dibuja, a partir de la descripción que hizo Dickens de ella, como una ciudad vacía, a la espera de que sus bulevares, sus avenidas, sus calles y sus museos tengan casas, personas y transeúntes poblándolas y dotándolas de sentido. Se llega así a la planificación y su hija bastarda de principios del siglo XX: el racionalismo, la construcción de las ciudades desde lo alto sin tener en cuenta su idiosincrasia ni la vitalidad de sus calles. Un racionalismo que se confunde con el modernismo y que sufre progresivas embestidas en su contra, tras cuatro décadas de hegemonía. Por un lado, la demolición de los edificios Pruitt-Igoe en 1972, como ya sentenció Peter Hall en Ciudades del mañana, marca el nacimiento del postmodernismo arquitectónico. O tal vez lo hizo la publicación de Aprendiendo de Las Vegas, en 1972. O la de El lenguaje de la arquitectura, de Jencks, en 1977, a la que nos referimos a partir de La condición de la posmodernidad de Harvey. O incluso la Internacional Situacionista y su propuesta de «la deriva», es decir: una legibilidad de la ciudad alternativa donde los monumentos burgueses y las avenidas que los conectan, ofrecidas al gran tránsito rodado, no sean los puntos clave de la visita. O, incluso (todas ellas, propuesta que enumera Matas), lo sean la publicación de dos libros esenciales: Muerte y vida de las grandes ciudades, de la enorme Jane Jacobs, y La imagen de la ciudad, de Kevin Lynch. Todas ellas vienen a decir que la concepción unívoca de la ciudad que proponía el racionalismo ya no sirve; si es que alguna vez llegó a servir.

Con todo esto, resulta evidente que desde los años cincuenta en adelante la experiencia urbana cobró suma importancia en muy diferentes modalidades discursivas. Como se ha visto, incluso en modalidades tan aparentemente distanciadas como lo eran, en principio, las propuestas de los situacionistas, y el deseo que albergaban de poder poner fin de una vez por todas al «mundo del espectáculo» al que tanto había contribuido la idea burguesa de arte autónomo heredada de la modernidad, y, por otro lado, las propuestas postmodernas, encantadas de construir y trabajar en este «espectáculo del fin del mundo», una vez que se ha dejado atrás la igualmente aborrecible idea del arte autónomo o desinteresado. La psicogeografía y el Strip confirman, eso sí, que toda modalidad discursiva que quiera desmarcarse del modelo de la «ciudad-objeto», y la planificación que lo sostiene, deberá hacerlo concediendo un mayor protagonismo al espacio y a la cotidiana percepción que tenga de él el ciudadano. Las ciencias sociales no fueron, por supuesto, ajenas a este nuevo protagonismo del individuo y, a lo largo de la década de los sesenta, participaron de ese mismo clima.

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