En La producción del espacio, Lefebvre se refería al espacio desde tres puntos de vista: las prácticas espaciales, los espacios de representación y la representación de los espacios. Estos tres aspectos corresponden, grosso modo, al espacio percibido (y transitado; Harvey lo llamará «experimentado»), al espacio concebido (por los ingenieros y arquitectos; Harvey le añade la percepción de los usuarios y transeúntes y por ello lo llama, también, «percibido») y al espacio vivido («imaginado», según Harvey, puesto que Lefebvre hablaba de vivirlo en sentido físico pero también desde un punto de vista simbólico e imaginario). A la tercera categoría corresponden los espacios que analiza el húngaro Lázló F. Földényi, profesor de Estética y Teoría del Arte, en la obra que hoy reseñamos: Los espacios de la muerte viviente. Kafka, De Chirico y los demás.

El análisis empieza con una obra pictórica, la Vista arquitectónica del pintor Francesco di Giorgio Martini (1490). Se trata de la visión de una ciudad perfecta, carente de vida o actividad; si acaso, un símil de lugar utópico, un paisaje concebido desde la perspectiva renacentista. «Lo que transmite el cuadro es precisamente esta cósmica indiferencia. Todo es estéril, todo piedra y mármol. Todo regular y ordenado.» (p. 13). El único atisbo de vida se da en una ventana abierta donde ondea una cortina; pero ni rastro de quién la abrió ni de sus motivos.
Giorgio Martini desde luego no pintó esa ciudad ideal para compartir con el espectador sus pensamientos relativos a la historia. Todo lo contrario: era, además, arquitecto y trató de diseñar una llamada «ciudad ideal» conforme a una práctica pictórica sumamente extendida en su época. Igual que sus contemporáneos se deleitaban e insistía en desarrollar y perfeccionar la forma de representación perspectiva y geométrica. Probaba la técnica, pero al mismo tiempo llegaba a algo que no era una simple cuestión técnica. Sacudía así los fundamentos de la concepción que hasta entonces se tenía del mundo. (p. 23)
En realidad, sin embargo, más que del futuro o de la ciudad ideal, el proyecto de Di Giorgio nos habla sobre su mente; sobre la forma de pensar del pintor y el modo cómo el hombre europeo quiere ver el mundo: desde una perspectiva rectilínea, casi carente de vida.
La costumbre de asociar la «ciudad ideal» con la descripción de sus calles y estructura proviene, seguramente, de la descripción que hizo Platón de la Atlántida, mezclada con la disposición del trazado hipodámico (Hipodamo, siglo V a. C.) sobre el plano ortogonal. Todas las utopías medievales seguían dicho esquema (Tomás Moro, 1516; Campanella, 1602; Francis Bacon, 1627). Estas disposiciones fueron las que se implantaron, por ejemplo, tanto en los edificios de viviendas de Moscú, donde, para evitar que las familias estuviesen aisladas, disponían de su propia vivienda, pero las cocinas, los baños, las lavanderías y las salas de estar eran comunes; como en el barrio de Mourenx, al sur de Francia, cuando se encontraron grandes yacimientos de gas en la zona y se proyectó un espacio para 12.000 trabajadores. Los obreros vivían en bloques de viviendas, los inspectores, en torres, y los jefes, en chalets; un espacio que controlaba toda la vida, más allá del trabajo, y que los situacionistas consideraron «un campo de concentración para organizar la vida».

«El objetivo es regular la vida, eliminar los elementos imprevisibles. Es decir, el control», sentencia Földényi; o, como expuso Lefebvre: tal vez el objetivo del urbanismo no sea otro que cubrir lo urbano. A menudo estas ciudades ideales se basan en fortalezas, bastiones, puestos de guardia; todas ellas, como ya hemos dicho, carecen de vida.
De ahí Földényi salta a los grandes espacios, las construcciones proyectadas de Albert Speer para Germania (hablamos de ellas en La arquitectura del poder), la tumba de Newton ideada por Étienne-louis Boullée y, por supuesto, el panóptico de Bentham, la última construcción posible en cuanto a seguridad y vigilancia. O castigo, que diría Foucault.

Y de ahí pasamos a otra representación del espacio: la del pintor De Chirico. Los espacios de De Chirico «se presentan como si nunca antes un hombre los hubiera visto», lo que evoca en el autor un cuento de Kafka: «Siempre, querido señor, me entran ganas de ver las cosas tal y como se me presentarían antes de mostrárseme.» «Lo que De Chirico pinta es todo creado por el hombre. Aún así, sus espacios son como si nunca nadie los hubiera visto» (p. 49). Por ello los denominará «espacios de la muerte viviente».
Siguiendo la prosa de Kafka, que también describe espacios poblados por la muerte viviente, llenos de personas que llevan a cabo acciones pero nunca están en movimiento, que hacen sin hacer, que son vistos en posturas estáticas, Földényi llega hasta la hermana del escritor de Praga, Ottla. Ottla, que permaneció en la ciudad al estallar la Segunda Guerra Mundial, fue deportada a un campo de concentración, Terenzin, en 1942. Allí trabajó ocupándose de los niños del campo. En septiembre llegaron unos 1.200 niños judíos procedentes de otra ciudad y permanecieron en Terenzin durante tres semanas, a la espera de poder ser intercambiados por prisioneros alemanes en Palestina. Las negociaciones no llegaron a buen puerto y los niños fueron embarcados hacia Auschwitz. «Ottla, quien podría haberse quedado, acompañó voluntariamente a los niños. Tan pronto como llegaron, todos ellos fueron asesinados.» (p. 68)
Y estos son los últimos espacios de la muerte viviente que examina Földényi: los campos de concentración. Erigidos con los mismos principios que cualquier otra ciudad: por ingenieros, por arquitectos, por delineadores; con alcantarillas y necesidad de eficiencia y organización.