Los dos primeros libros que leímos en el blog fueron de este autor, Zygmunt Bauman. En ellos hablaba de la Modernidad líquida, un mundo regido por el cambio, la flexibilidad y la inestabilidad donde ya no tienen validez los grandes principios y organizaciones del siglo anterior, como fueron partidos políticos, empresas, instituciones o incluso ideales. En este nuevo sistema, el poder de actuar sobre las grandes decisiones que afectan el devenir geopolítico de nuestros días ha pasado a manos del capital global, es decir, ha sido arrebatado de las manos de los ciudadanos; y los que se suponía que debían ejercer ese poder para alcanzar el bienestar de muchos, los políticos, puesto que no pueden enfrentarse a ese gran poder que opera en el espacio global, se limitan al espacio local.

Los vínculos entre las personas, que antes formaban una red de seguridad merecedora de una gran inversión continuada de tiempo y esfuerzo, y merecedora de sacrificar los intereses individuales inmediatos (o lo que podía ser visto como interés para el individuo) se vuelven más y más débiles y son considerados temporales. (p. 10)
Se ha pasado de una «comunidad», palabra que pierde sentido, a una sociedad entendida, no como cúmulo de ciudadanos, sino como ««red», más que como «estructura» (y menos aún como una «totalidad» sólida): la percibimos y la tratamos como una matriz de conexiones y desconexiones aleatorias y de una cantidad esencialmente infinita de posibles permutaciones».
Ello garantiza la no necesidad de esforzarse para con el prójimo y fomenta la competitividad y el individualismo (además de la mal llamada «cultura del esfuerzo» y el paso de los sentimientos a las emociones que denunciaba Byung-Chul Han en Psicopolítica), junto con la creencia de que son las elecciones de uno mismo, que se suponen libres, las que llevan a todas las consecuencias vitales que sufrimos.
Por ello, uno de los temas esenciales en el libro, tal vez el que más, es el miedo entendido como sentir social, el miedo que nos lleva a ansiar una determinada seguridad. Consumimos productos específicos para sentirnos bien y para alcanzar cierto bienestar, renegamos de otros so pena de que perjudiquen a nuestra salud, leemos reportajes con «los siete síntomas previos al cáncer» o «las cinco evidencias de una tensión alta» y, en general, como denuncia Bauman, hemos desplazado el miedo «desde las grietas de la condición humana en que se trama y se incuba el destino a las áreas vitales en gran medida desconectadas de la fuente real de ansiedad». El esfuerzo, social e individual, que se hace desde estas áreas es titánico, pero está condenado al fracaso: porque nunca atenta contra el sistema de reparto desigual y contra la acumulación que es causa de muchos de estos males.
Donde se manifiesta gran parte de estos miedos es en los centros urbanos, entendidos tanto como aglomeraciones heterogéneas de personas como los enclaves donde el espacio de los flujos encuentra uno de sus cauces. Nan Ellin, al que Bauman ya citaba en los otros libros, ponía de manifiesto la evolución de que los muros de las ciudades en Mesopotamia y la antigüedad protegían a los ciudadanos de las amenazas del exterior y cómo, ahora, la sensación se ha invertido y es en la ciudad donde está lo peligroso. Por ello surgen iniciativas como la arquitectura hostil, destinada a alejar a los vagabundos del centro, o la tolerancia cero, que pregona la seguridad pero en el fondo es violencia ejercida contra el otro y el sospechoso. Se ha pasado, incluso, del miedo al forastero, al que es diferente, al que atenta contra una normalidad, a un miedo cerval, atroz, a cualquier persona: porque cualquiera puede ser un terrorista, cualquiera puede ser el portador el virus.
Por ello proliferan las gated communities, enclaves cerrados protegidos por seguridad privada que a menudo se levantan en las ciudades donde más extremos hay (pronto leeremos Ciudad de muros, de Teresa Caldeira, que reflexiona sobre este tema al diseccionar la ciudad de Sao Paulo).
Las ciudades contemporáneas son, por ello, los escenarios o campos de batalla donde los poderes globales y los sentidos e identidades tozudamente locales se encuentran, chocan, luchan e intentan llegar a un acuerdo satisfactorio o simplemente soportable -un modo de cohabitación que se espera que sea una paz duradera pero que por norma general se revela como un mero armisticio; breves intervalos para reparar las defensas dañadas y volver a desplegar las unidades de combate. Es esta confrontación, y no ningún otro factor concreto, lo que pone en marcha y guía la dinámica de la ciudad de la «modernidad líquida». (p. 95)
Bauman dice que se da un precario equilibrio entre estos dos poderes, el global y el local; a tenor de lecturas como la reciente El mercado contra la ciudad, ¿acaso esta pugna no se ha resulto ya y el mercado ha sido el vencedor? La arquitectura hostil y el resto de procesos que hemos ido tratando en el blog, como la gentrificación, la museificación, el simulacro post-histórico que se adueña de los centros y los reconfigura, ¿no obedecen todos ellos a los desmanes y deseos del capital?
«Una de las paradojas más desconcertantes de nuestra época es que en un planeta que se globaliza rápidamente la política tiende a ser apasionada y conscientemente local.» (p. 96) La contaminación del aire o de un río es política cuando llega al país propio; la reciente crisis de los helados lo pone de manifiesto: sólo era asunto de la política española cuando dichos helados, fabricados con altas dosis de productos cancerígenos, llegaron al país. O, dando un paso más allá: la sanidad es un tema político pero no lo son las empresas farmacéuticas, regidas por criterios mercantiles y del beneficio. Entonces, ¿cómo puede ser la sanidad un tema político, si una gran parte de su efectividad y su gestión depende de las decisiones de unas pocas empresas? O el tema de la vivienda en las capitales, dejado de la mano de los fondos de inversión.
Ya hablaba Bauman en Modernidad líquida de la clase flotante, los gestores de los flujos que van saltando de ciudad en ciudad y exigen que todas ellas estén, al menos en algún barrio concreto, hechas a su medida: seguras, tranquilas, agradables, con parques donde pasear, teatros a los que acudir y restaurantes de lujo donde comer. Puesto que su vinculación con la ciudad no es muy alta, tampoco sienten una gran lealtad ni se preocupan sobremanera de sus avatares; siempre habrá otro lugar al que volar.
Por contra, las ciudades pugnan por estos gestores y les ceden sus mejores espacios. Como denunciaba Harvey en Espacio del capital: se cede algo que es público, que ha sido construido entre todos y mantenido por la ciudadanía, para el bienestar de unos pocos y el beneficio de aún menos personas. Las ciudades han caído en la competición por atraer, no sólo a los gestores, sino las comunidades que los rodean: la clase creativa, esa horda de jóvenes competitivos y creativos, urbanos, sin vínculos fuertes ni entre ellos ni con el lugar, que, por algún avatar, como defendía Richard Florida, acabarán cambiando el mundo a golpe de capuccino. Por ahora, sin embargo, no se responsabilizan de las políticas de gentrificación y expulsión que se llevan a cabo en su nombre; y, cuando se quejan por el precio de las viviendas, no son conscientes de hasta qué punto esas políticas urbanas están detrás de ellas.