La ciudad: huellas en el espacio habitado, Marta Llorente

El libro se titula «La ciudad: huellas en el espacio habitado» y remite a los dos principios básicos que dan origen y final al hecho de conformar el espacio que compartimos: la voluntad de configurar la ciudad como estructura inscrita en un lugar, y las huellas, las improntas reales que la vida imprime en los espacios en que se desarrolla. (p. 10)

Marta Llorente es arquitecta y profesora en la UPC, aunque también completó los estudios de Bellas Artes; y ambas facetas se notan en este libro. La ciudad: huellas en el espacio habitado es un recorrido por diversos instantes de las ciudades y su formación desde un punto de vista claro: el de aquellos que la habitan. El estudio se divide en dos partes: la primera se detiene en momentos puntuales que han sido decisivos para la evolución de la ciudad y la segunda en las representaciones de la ciudad a partir de la Edad Media que de ella hacían sus habitantes, especialmente en la literatura.

La primera parte recorre el protoorigen de los enclaves urbanos: la sepultura y el camino; luego el origen mesopotámico y en Oriente Próximo; la idea de ciudad y colonización grecorromanas y la visión romana de la urbe. La segunda parte, centrada en las visiones urbanas, se inicia con la cosmovisión de la ciudad medieval y las arquitecturas del miedo y el castigo de la Inquisición española y acaba con el que es el gran tema del libro: las representaciones de la ciudad en la literatura, especialmente a lo largo de los siglos XIX y XX.

A este apartado dedica tres epígrafes: la ciudad industrial, con el inevitable Dickens pero también Marx, Ruskin y Hugo en París (Los miserables y Nuestra Señora de París); el transeúnte, con Bartleby, el escribiente, El hombre de la multitud de Poe, Kafka en general y La señora Dalloway de Virginia Woolf; y finalmente, la visión de la ciudad como un ente monstruoso, que casi escapaba de la representación, en las distintas formas en que Baudelaire (el burgués) y Eliot (retratando la cotidianidad del ciudadano), Lorca (Poeta en Nueva York) y Le Corbusier se referían a ella.

El primer problema que le encontramos a este libro es su indefinición. La idea de ciudad, de Joseph Rykvert, trataba de demostrar que las ciudades (occidentales) siempre han tenido una serie de puntos en común, de los que parten y que, a día de hoy, aún se mantienen; para ello, rastreaba gran cantidad de fuentes de la época clásica para tratar de dilucidar las distintas formas en que se fundaba una ciudad, física y míticamente. No encontramos el mismo afán aquí: se citan ejemplos sin explicar por qué esos son los escogidos, en detrimento de otros, que o se obvian u olvidan.

Sucede lo mismo con la segunda parte.

La ciudad de la era industrial, la ciudad desbordada en su espacio a partir de la importante transformación de los sistemas de producción que trajo consigo la industria, ha sido un privilegiado objeto de representación. Es la ciudad contemplada, por primera vez, como espectáculo, admirada y sufrida como parte de la vida. (p. 341)

¿Y la ciudad renacentista? Nos acaba de explicar Henri Lefebvre los modos de producción del espacio en la ciudad renacentista y cómo la representación del espacio (el espacio concebido) dominó los espacios de representación (el espacio habitado). Es decir: se vivía en un puro espectáculo, en una perspectiva. ¿Por qué, entonces, la visión literaria de la ciudad se centra en la era industrial? Porque es cuando abunda la que ha sido la forma literaria (y de representación, en general) que mejor ha descrito la ciudad industrial: la novela.

Pintura y dibujo fueron suficientes para la ciudad antigua, la palabra dio cuenta de la ciudad industrial, cine y fotografía se bastaron para el siglo XX, pero la urbe del siglo XXI escapa incluso a esos medios técnicos de representación. ¿Acaso debemos entender que la ciudad ha desaparecido como unidad conceptual?

Estas son las palabras de Félix de Azúa en La arquitectura de la no ciudad. La ciudad antigua fue representada por la pintura y el dibujo, la industrial, por la literatura, especialmente por la más proteica de sus formas: la novela; la metrópolis es demasiado grande para que la novela o la literatura traten de aprehenderla, por lo que su forma será el cine, incluso la publicidad. El gran problema que le achacaba Félix de Azúa a la ciudad actual (y que comparte Castells al hablar de la virtualidad real en La sociedad red) es que la ciudad resultante del espacio de los flujos no tiene forma fácil de representación (más allá, tal vez, de una hiperrealidad basada en el simulacro de Baudrillard, y entre comillas).

No encontramos un discurso similar en Llorente. Escoge determinados autores que retratan sus ciudades durante la era industrial, sin duda, y que lo hacen de forma espléndida. Pero, al dar el paso hacia la metrópolis, abandonamos la novela y entramos en la poesía; porque Eliot y Lorca son de los pocos autores que han sido capaces de plasmar la ruptura que supone con las anteriores formas de ciudad. No es que los otros autores no estén a la altura, sino que el medio de representación de la metrópolis pasa a ser el cine: es mucho más acertada la Metrópolis de Lang, no por las distintas ideologías que puedan subyacer sino porque incluye la visión, el sonido, la palabra y también el corte, el montaje. Las ciudades ya no son unívocas; una narración sí que lo es, incluso cuando da voz a distintos tonos (Las olas, de Virginia Woolf).

Por todo ello, más que un estudio riguroso centrado en un tema, nos encontramos ante un libro de ideas, una serie de reflexiones hilvanadas alrededor de unos temas comunes (la propia autora reconoce que han surgido a lo largo de las clases en las asignaturas que imparte en la universidad) en el que, sin embargo, se echa de menos cierta raíz teórica que hubiese reforzado las reflexiones.

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