Ciudad líquida, ciudad interrumpida (III): extranjeros, tribus, graffitis

Tras la asimilación de la ciudad a un magma fluido y en ebullición (en la primera parte del libro de Manuel Delgado Ciudad líquida, ciudad interrumpida) y tras ver cómo la fiesta bloquea e interrumpe ese líquido para evidenciar el (¿verdadero?) poder de la multitud (en la segunda), la tercera parte del libro trata otros derroteros.

El capítulo sexto resalta uno de los errores que cometió la Escuela de Chicago: para ellos, cada comunidad era homogénea y ocupaba un espacio concreto, y se centraron en estudiar cómo dicha comunidad se adaptaba al medio o modificaba el medio para adaptarlo y a la lucha entre comunidades distintas.

No en vano nos vemos obligados, para referirnos a lo que ocurre en la ciudad, a hablar constantemente de confluencias, avenidas, ramblas, congestiones, mareas humanas, público que inundan, circulación, embotellamientos, caudales de tráfico que son canalizados, flujos, islas, arterias, evacuaciones… y otras muchas locuciones asociadas a lo líquido: la sangre, el agua.

Esta misma exaltación de lo líquido es la consecuencia de la definición propuesta acerca de lo que era la ciudad, estructura inestable entre espacios diferenciados y sociedades heterogéneas, en que las continuas fragmentaciones, discontinuidades, intervalos, cavidades e intersecciones obligaban al urbanita a pasarse el día circulando, transitando, dando saltos entre espacio y espacio, entre orden ritual y orden ritual, entre región y región, entre microsociedad y microsociedad. Por ello la antropología urbana debía atender las movilidades, porque es en ellas, por ellas y a través suyo que el habitante urbano podía hilvanar su propia personalidad, todo ella hecha de trasbordos y correspondencias, pero también de traspiés y de interferencias. (p. 58).

El anonimato aparece «como una forma -la única posible- al mismo tiempo de protección de las individualidades identitarias y de estructuración de esa misma diversidad. La calle es de todo el mundo y nadie reclama la exclusividad sobre ese ámbito en que el espacio público alcanza su propia literalidad». (p. 59). Éste afecta especialmente al que no puede disimular su condición: el paria, especialmente el inmigrante. «Es por eso que no sorprende el uso paradójico de un participo activo o de presente –inmigrante– para designar a alguien que no está desplazándose -y por tanto inmigrando– sino que se ha vuelto o va a volverse sedentario y al que por tanto debería aplicársele un participio pasado o pasivo –inmigrado-. También eso explica que el inmigrante pueda serlo «de segunda generación», puesto que la condición taxonómicamente monstruosa de sus padres se ha heredado» (p. 67). No olvidemos que las ciudades sobreviven y crecen gracias a la inmigración, la mezcla y la diversidad.

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A partir de la figura del inmigrante y el mundo del que intenta formar parte, el capítulo séptimo, Identidades-intervalo, trata sobre la cultura de los grupos, tribus o comunidades urbanas.

En efecto, un grupo humano no se diferencia de los demás porque tenga unos rasgos culturales particulares, sino que adopta unos rasgos culturales singulares porque previamente ha optado por diferenciarse. Las culturas distintas no producen la diversidad, sino que los mecanismos de diversificación provocan la búsqueda de unos marcajes capaces de dar contenido a la exigencia de diferenciación de un grupo humano. A partir de ahí, el contenido de esta diferenciación es arbitrario y utiliza materiales disponibles -o, sencillamente, inventados- que acaban ofreciendo el efecto óptico de una sustancia compacta y acabada. Se trata de un espejismo identitario, pero capaz de invocar toda clase de coartadas para legitimarse y hacerse incontestable: coartadas históricas, religiosas, económicas, mitológicas, vindicativas, lingüísticas, etc. (p. 73).

La necesidad humana de formar parte de un grupo más pequeño y diferenciado que el simple «humano» nos hace tender puentes o lazos con aquellos con los que compartimos rasgos que consideramos importantes, ya sean gustos musicales, de vestimenta, raciales, género, tendencia sexual, religión o datos más azarosos como haber nacido en una misma época (generaciones, zodiaco) o región.

El octavo capítulo, Culturas paródicas, se centra en las formas de expresión que se dan en la ciudad. Una de ellas: el graffiti. «…se apodera sígnicamente del paisaje urbano para emplearlo en una praxis puramente autoreferencial, y lo hacen adoptando un concepto de la rotulación que parece emparentarse más bien con la idea del tatuaje, señal con vocación de indelebilidad hecha sobre la epidermis por aquellos que precisamente -como los presos o los marineros de antes- tienen dificultades en orden a definir su propia identidad.» (p. 86). El objetivo del graffiti no es comunicarse con los habitantes del centro de la ciudad, sino con los que forman parte de esas mismas sociedades subterráneas que los producen, «acción comunicativa que no informa de nada sino que sólo establece que el canal está abierto y en condiciones de ser utilizado, o que simplemente aspira a ser reconocido como huella o rastro.»

grafo

El último capítulo del libro termina con una reflexión muy interesante sobre los cambios a los que fue sometido el espacio urbano de Barcelona durante algunos momentos álgidos de su historia: la Semana Trágica, el estallido de la Guerra Civil… y cómo cada grupo trataba de imponer su cosmovisión sobre la propia ciudad, haciendo física su propia versión de la misma y expulsando la visión del que veían como su enemigo.

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